Capítulo IX

Macro estaba que echaba chispas. El centurión Postumo lo tenía a su merced. Sin la autorización escrita del palacio imperial no tenía poder para desbancar al comandante temporal de la Segunda iliria. De manera que cuando los oficiales empezaron a aparecer, tal como Macro había ordenado, éste tuvo que quedarse sentado en un embarazoso Silencio mientras Escrofa volvía a despacharlos. No por primera vez aquel día, deseó a Bannus y a sus fornidos los más terriblemente atroces y dolorosos tormentos imaginables. Por culpa de la emboscada su carta de nombramiento estaba ahí fuera en alguna parte del desierto. O peor todavía, podía haber caído en manos de los hombres de Bannus si éstos habían desvalijado el equipaje que Macro, Cato y el escuadrón de caballería se habían visto obligados a abandonar. Macro se moría de vergüenza sólo con pensarlo, aunque no hubo otra alternativa dadas las circunstancias. A duras penas habían escapado con vida con las monturas descargadas. De hecho, Cato todavía no estaba fuera de peligro. El hecho de pensar en su amigo estimuló a Macro, que se levantó y se acercó a la mesa del prefecto Escrofa.

—¿Señor? —lo dijo con todo el respeto del que fue capaz—. Acepto que no puedo presentar mis órdenes, y que eso significa que tiene derecho a conservar su mando. No obstante, debería mandar a algunos hombres a buscar al centurión Cato. Antes de que Bannus lo encuentre.

—¿Debería? —Escrofa sonrió con frialdad—. Tal como bien has observado, sigo al mando. No tengo que hacer nada de lo que digas.

Macro apretó las manos detrás de la espalda y se obligó a asentir con un suave movimiento de la cabeza mientras se esforzaba por contener su enojo y frustración. La ira sólo serviría para que aquel hombre se obstinara.

—Lo sé, señor. Pero estoy pensando en cómo verán esto desde Roma cuando se enteren de que el comandante de la Segunda iliria se quedó sin hacer nada mientras una banda de forajidos daba caza y mataba a un compañero. Eso podría empañar la imagen de la cohorte para siempre y quizá también la reputación del comandante.

El prefecto Escrofa se lo quedó mirando un momento en silencio y a continuación asintió con la cabeza.

—Tienes razón… Eso sería muy injusto para mis hombres. —Escrofa entrecerró los ojos un instante, se recostó en su asiento y clavó una mirada perdida en la pared de enfrente— es muy injusto, maldita sea. Serví como tribuno en el Rin el tiempo que me correspondía. Me he abierto camino a través de los cargos civiles subalternos y he empleado mucho tiempo y dinero en cultivar los contactos adecuados en palacio. —De repente miró a Macro y los ojos le relampagueaban de amargura—. ¿Sabes cuánto pagué para que se sirvieran huevas de esturión en la cena que di para Narciso? ¿Lo sabes?

Macro se encogió de hombros.

—Una maldita fortuna, eso pagué. Y el cabrón de Narciso va y las aparta, quejándose de que son demasiado saladas. —Escrofa guardó silencio un momento, pensando en el pasado, antes de continuar hablando en tono de resignación—. De manera que decido probar e intentar ganar un poco de gloria en el campo de batalla. Eso debería dar lustre al nombre de Escrofa, pensé. Mi bisabuelo luchó con Marco Antonio en Actium, ¿sabes? Por mi familia corre sangre marcial. Así pues, mi padre movió unos cuantos hilos para que me nombraran centurión de las tropas auxiliares. Creí que me forjaría una reputación en los campos de batalla de Britania. Ésa fue mi petición. ¿Y qué ocurre? Me mandan a Siria. Servicio de guarnición. ¿Te lo imaginas? Un completo desperdicio de mi potencial. Un año entero metido en un maldito agujero en la frontera con Palmira. Luego consigo este puesto. Otro maldito fuerte fronterizo. Pero el único enemigo del que tengo que ocuparme es Bannus y su pequeña banda de ladrones. ¿Qué mérito tiene eso? —Escrofa resopló—. Tareas de vigilancia. Para eso ya podían haberme dado un puesto en las cohortes urbanas de Roma. ¡Al menos saldría de este maldito horno! —Hizo un gesto de irritación hacia el esclavo que sostenía el abanico—. ¡Más deprisa, maldita sea! —Volvió a dejarse caer en su asiento.

Macro suspiró aliviado cuando terminó la diatriba e intentó reconducir al comandante de la cohorte al asunto de mandar una tropa para encontrar a Cato y a Simeón.

—Tiene razón. Nadie debería estar ahí fuera con este calor. Y menos todavía un oficial romano herido.

Escrofa le dirigió una mirada severa a Macro y frunció el ceño un instante. Luego agitó la mano en dirección a la puerta.

—¡Muy bien, Macro! Nos llevaremos a los cuatro escuadrones de caballería. Encontraremos a tu amigo y lo traeremos de vuelta aquí lo más rápido posible.

—Sí, señor. —Macro se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la puerta, pero todavía no había llegado a ella cuando Escrofa volvió a hablar.

—Pero no vamos a correr ningún riesgo con mis hombres, ¿entendido?

Macro se detuvo, miró por encima del hombro y reprimió el impulso de burlarse. A los soldados les pagaban precisamente para arriesgarse. Ahora ya había calado a Escrofa. Aquel hombre sólo estaba jugando a los soldados. Lo último que quería era tener a más hombres heridos abarrotando su fuerte de los confines del imperio.

—Lo entiendo, señor.

—Bien. Puedes organizar a los hombres. Yo tengo que ocuparme de unos documentos. Me reuniré contigo cuando las columnas estén listas para ponerse en marcha.

—Muy bien, señor.

Para tratarse de un hombre que se enorgullecía de la sangre marcial que corría por sus venas, el prefecto Escrofa era muy mal jinete, reflexionó Macro mientras observaba al comandante de la cohorte, que subía a la silla de montar con la ayuda de su esclavo celta. Escrofa pasó una pierna por encima del lomo del animal, se movió para colocarse bien y luego se ajustó el casco, que se le había deslizado hacia delante al no estar bien atado. No era mucho mejor que los reclutas novatos a los que Macro había adiestrado en las legiones. Si aquel hombre hubiese sido un soldado raso, Macro le hubiera estado encima continuamente, bramándole a un palmo de la cara y utilizando su vara de vid como castigo por semejante negligencia. Sin embargo, resultaba que, gracias a la política imperial de designar directamente a aristócratas menores para el puesto de centurión junto a aquellos que se habían ganado el cargo por méritos propios, Escrofa estaba al mando de la Segunda iliria. Macro meneó levemente la cabeza. ¿En qué estaría pensando Casio Longino cuando eligió a Escrofa para este puesto? ¡Seguro que tenía a hombres mejores que apoyaran su causa! ¿O acaso andaba tan corto de hombres de calidad entre sus conspiradores que se había visto obligado a recurrir a los servicios de Escrofa?

El prefecto Escrofa tomó las riendas y las sacudió con indiferencia al tiempo que daba un golpe con los talones en los flancos de su caballo.

—Larguémonos.

Tras él, los decuriones al mando de los cuatro escuadrones montados elegidos para la tarea transmitieron la orden en tono más formal y, con un golpeteo de cascos, la columna salió del fuerte al camino que se extendía hacia el oeste por el desierto cubierto de piedras. Escrofa abría la marcha a un paso regular y, una vez más, Macro se encontró a punto de estallar de frustración y rabia mientras la columna avanzaba sin ninguna prisa. Soplaba una brisa suave proveniente de lo más profundo del desierto y el polvo que se levantaba en el camino se arremolinaba en torno a los soldados en forma de nube cegadora y asfixiante. Los oficiales que iban a la cabeza de la columna eran los que menos sufrían la polvareda y, de vez en cuando, Macro distinguía las figuras distantes de unos jinetes más adelantados. Macro se dio cuenta de que Bannus los estaba observando. Aunque los exploradores forajidos se mantenían bien alejados del alcance de la columna romana, Macro no dudaba que aquellos hombres de armadura ligera montados en sus caballos pequeños y rápidos eludirían fácilmente cualquier ataque repentino por parte de Escrofa y sus solados. Aunque Escrofa no mostraba signos de estar interesado en perseguir al enemigo.

Al final, cuando el sol empezó a descender hacia el horizonte, Macro ya no pudo tolerar más el paso e hizo avanzar a su caballo hasta situarse junto al comandante de la cohorte.

—Señor, a este ritmo no podremos regresar al fuerte antes de que caiga la noche. Deje que me lleve a la mitad de los hombres y que me adelante.

—¿Dividir mi unidad? —Escrofa puso mala cara y miró a Macro con expresión de desilusión—. Me sorprendes, la verdad. Habría pensado que serías versado en estos principios básicos de una campaña militar.

—Esto no es una campaña, señor. Es una sencilla misión de rescate. Puedo adelantarme, reconocer el terreno y buscar indicios del centurión Cato y del guía. Si veo tropas enemigas considerables me replegaré y me reuniré con usted.

Escrofa lo consideró un momento y a continuación asintió a regañadientes.

—Muy bien. Tienes razón. No sería prudente seguir adelante hacia lo que fácilmente podría ser una emboscada. Llévate a dos escuadrones. Asegúrate de que me mantienes informado de cómo van las cosas, ¿entendido?

Macro le dijo que sí con la cabeza.

—Y llévate contigo al centurión Postumo.

—¿A Postumo? ¿Por qué?

—Confío en él. Es una persona formal. Se encargará de velar por los soldados.

Macro se quedó mirando fijamente al comandante de la cohorte. Estaba claro que Escrofa no se fiaba de encomendarle a sus auxiliares y a Macro le hirvió la sangre mientras se obligaba a asentir en señal de conformidad. Se dio la vuelta, buscó a Postumo con la mirada y le hizo señas. El joven oficial, que todavía llevaba el casco adornado con un largo y suelto penacho, se acercó al trote y Macro lo informó rápidamente. Poco después Escrofa se hizo a un lado y los dos escuadrones del frente avanzaron por el camino a medio galope. Cuando se hubieron alejado cierta distancia, Escrofa ordenó al resto de la columna que avanzara con un gesto de la mano y siguieron adelante al mismo paso regular que antes.

* * *

Macro cabalgó por el camino sin mirar atrás. Vio que, por delante de él, los exploradores de Bannus hacían dar la vuelta a sus monturas y se alejaban al galope manteniendo una distancia prudente entre ellos y los romanos. Macro avanzó con sus hombres, milla tras milla, hasta que llegaron a la bifurcación en la que se había separado de Simeón y Cato. Se desvió del camino principal y siguió el sendero hasta que éste descendió a un wadi largo y estrecho. Allí, a una corta distancia más adelante, se hallaba el pueblo que Simeón había mencionado y Macro sintió que se le aceleraba el corazón al ver que una veintena de caballos y hombres llenaban el espacio abierto en el centro de la población.

Macro frenó su montura y levantó el brazo para detener a los dos escuadrones de auxiliares montados que lo seguían.

—¡Decuriones! ¡A mí!

Los comandantes de escuadrón se acercaron al trote y Macro señaló hacia el pueblo.

—Allí es donde nos dirigirnos. El guía dijo que se refugiaría allí con el centurión Cato. Esos condenados forajidos ya están ahí, de modo que nos acercaremos a toda prisa y los echaremos antes de empezar a buscar a nuestros hombres. Tú… Quintato, ¿verdad?

El decurión dijo que sí con la cabeza.

—Bien. Apuesto a que saldrán corriendo en cuanto nos vean. Lleva a tu escuadrón directamente a través del pueblo y no dejes de perseguirlos hasta que estén bien lejos de este lugar. Después repliégate y reúnete de nuevo con nosotros. ¿Quién sabe? Podría ser que para entonces el prefecto ya nos haya alcanzado.

Los decuriones sonrieron y Macro dio un golpe con los talones para espolear a su montura hacia el pueblo.

—¡Vamos!

En cuanto los dos escuadrones se lanzaron cuesta abajo, los forajidos se pusieron en movimiento desesperadamente. Los hombres salieron de las casas en las que se habían estado refugiando del sol y montaron a toda prisa en sus caballos. Otros salieron cojeando, apoyados en sus compañeros, que les ayudaron a subir a la silla, y se agarraron como pudieron mientras Bannus y sus hombres huían del pueblo.

Unas cuantas figuras permanecieron inmóviles, viendo cómo aquellos hombres abandonaban el lugar, y algunas de ellas se volvieron para mirar a los romanos que se aproximaban. Macro supuso que debían de ser los habitantes, apabullados y temerosos de la violenta persecución en la que de pronto se había visto atrapado su pequeño asentamiento. Y, en algún lugar entre aquellas viviendas desperdigadas, era de esperar que Cato y Simeón siguieran vivos y ocultos. La idea alentó a Macro, que se agachó sobre su caballo y lo espoleó con ásperos gritos de ánimo mientras los cascos retumbaban sobre el duro suelo que descendía hacia las casas más próximas. A un lado vio a una mujer que gritó y fue corriendo a coger a un niño pequeño antes de meterse apresuradamente en su casa y cerrar la puerta de golpe. Macro se encontraba ya entre las casas y allí sólo había una estrecha calle abierta delante de él. Ya no veía a los bandidos, pero los gritos ansiosos de sus últimos rezagados se oían por encima de los tejados de color pardo.

La calle torcía en una esquina y justo delante estaba el centro del pueblo. Macro agarró la espada y la desenvainó sintiendo que le hormigueaban los sentidos ahora que casi estaba encima del enemigo. En el preciso momento en el que apareció por el extremo de la calle, un caballo se desbocó delante de él. Hubo un instante en el que los ojos de Macro se encontraron con la mirada del otro jinete, aterrorizada y oscura como la tinta, y luego el caballo del centurión chocó contra el flanco del otro animal. Macro salió despedido de la silla hacia delante, contra el forajido, y ambos cayeron en el espacio abierto del centro del pueblo. Macro se fue al suelo con un golpe que lo dejó sin respiración, pero rodó para levantarse, se quedó en cuclillas y, jadeante, volvió la mirada hacia su enemigo. El otro hombre seguía tendido en el suelo, aturdido por el impacto y meneando la cabeza. Al volverse vio a Macro antes de que su mirada se posara en la espada del centurión, que estaba en el suelo frente a él. Macro también la vio y se abalanzó hacia delante. Demasiado tarde. El malhechor agarró el arma, se levantó rápidamente del suelo y se quedó agachado con la mirada fija en Macro mientras sostenía la espada y sonreía burlonamente.

—Tranquilo, encanto. —Macro retrocedió. El resto de los auxiliares se hallaban a una corta distancia por detrás de él y el sonido de los cascos de sus caballos resonaba calle arriba. El forajido echó un vistazo por encima del hombro y se volvió nuevamente hacia Macro. Su sonrisa había desaparecido y entonces se abalanzó rápidamente con un frío destello en los ojos. Macro notó que chocaba de espaldas contra una pared y al volver la cabeza vio que si iba hacia la izquierda se quedaría atrapado en una esquina. Tensó las piernas, saltó hacia la derecha y corrió hacia el borde del edificio en el preciso momento en el que el bandido arremetía con la espada. El arma golpeó contra la pared con una explosión de enlucido suelto, el hombre soltó un grito de frustración y echó a correr detrás de Macro. El centurión pasó a toda velocidad por delante de una puerta que se abrió al cabo de un instante y que se estrelló contra el rostro del forajido. Cato salió a la calle parpadeando y se sobresaltó cuando la puerta rebotó hacia él. Al darse la vuelta vio a Macro y sonrió.

—Me preguntaba cuándo…

A Cato se le heló la sonrisa en la cara cuando su amigo patinó hasta detenerse, cambió de dirección y, con una mueca amenazadora, volvió a abalanzarse más allá de la puerta. El forajido estaba tendido de espaldas, sin aliento. Macro le pisó la muñeca del brazo armado y el hombre encogió los dedos instintivamente, soltando la hoja.

—Me la volveré a quedar, gracias. —Macro se agachó para recuperar su espada y a continuación le propinó una patada en la cabeza al malhechor, tan violenta que lo dejó inconsciente. Se oyó un confuso alboroto de gritos y relinchos y Macro se volvió hacia el lugar donde la calle daba al centro del pueblo. Los caballos que habían chocado seguían revolviéndose y la caballería se había visto obligada a detenerse, amontonándose detrás de los cascos que se agitaban en el aire. Entonces el caballo de Macro rodó por el suelo, se puso de pie con dificultad y se fue hacia un lado tambaleándose, nervioso. Los auxiliares pasaron apretadamente y Macro agitó la mano para indicarles que siguieran adelante.

—¡No os paréis! ¡Id tras esos cabrones! ¡Vamos! ¡Vamos!

Los soldados pasaron precipitadamente en un tumulto de carne de caballo, botas que golpeaban y escudos mientras Macro se volvía hacia Cato. Simeón salió de la casa tras ellos y vio pasar a los jinetes con una sonrisa aliviada. Saludó con la cabeza a Macro.

—Un magnífico sentido de la oportunidad, Cato. —Macro hizo un gesto hacia el forajido inconsciente y luego se fijó en la tez pálida de su amigo, que estaba manchada de sangre—. ¿Qué tal la cabeza?

—Dolorida. Me siento un poco mareado, pero sobreviviré. Has llegado justo a tiempo. Si hubieras tardado un momento más seguramente nos habrían encontrado.

—Casi no llego. Me costó mucho convencer al maldito prefecto del fuerte para que mandara a estos auxiliares.

—¿Convencerlo por qué? —Cato frunció el ceño—. Lo has reemplazado. Ahora eres tú el nuevo prefecto.

Macro se rio amargamente.

—No hasta que le entregue el documento adecuado. Ya sabes cómo le gustan los trámites al ejército romano. Por desgracia, mi carta de nombramiento se perdió con el resto del equipaje.

Cato meneó la cabeza.

—¡Maldita sea! Eso nos complica mucho las cosas.

A Macro se le ocurrió una idea.

—¿Y la orden de Narciso?

Cato se llevó la mano al pecho instintivamente y, al apretar, notó la delgada funda de cuero que llevaba colgando de una correa en torno al cuello.

—Sigue a buen recaudo.

—Bien. Pues podemos utilizarla. Podemos enseñársela a Escrofa y asumir el mando de la cohorte.

—No.

—¿Qué quiere decir «no»?

—Piénsalo. Si utilizamos la orden ahora se descubrirá nuestra tapadera. No tardará en llegar a oídos de Longino que dos de los espías de Narciso están en la región. Inmediatamente se pondrá en guardia y apuesto a que lo primero que haría sería encargarse de que nos eliminaran —Cato hizo una breve pausa y meneó la cabeza—. No deberíamos arriesgarnos a utilizar la autoridad del emperador hasta que sea verdaderamente necesario.

Macro se rio con amargura.

—¡Mierda! ¿Y qué demonios hacemos ahora?

—Tenemos que enviar un mensaje al procurador de Cesarea pidiéndole que confirme nuestro nombramiento. El lo tendrá en sus archivos.

—Y hasta entonces Escrofa seguirá siendo el prefecto de la Segunda iliria.

—Eso parece.

—Estupendo, sencillamente estupendo. —Macro se dio la vuelta, intentando contener su frustración, y vio a Simeón sentado en un banco a cubierto del sol, hablando atentamente con una de las mujeres del lugar. Se inclinó para acercarse a Cato y le dijo en voz baja—: ¿Quién es ésa?

—Miriam. Es la que nos escondió de Bannus y sus hombres.

—¿En serio? —Macro la miró con más detenimiento—. Debe de ser una anciana valiente.

—¿Valiente? —Cato recordó la manera en la que se había enfrentado a Bannus—. Sí, lo es. Pero hay más de lo que se ve a simple vista.

—¿Ah sí?

—Parece ser la jefa de este asentamiento. O al menos una de los dirigentes. —Cato se mordió el labio un instante—. También parece conocer muy bien a Bannus.

—Por no mencionar a nuestro guía.

Cato miró a Simeón y vio que éste le sostenía una mano a Miriam mientras hablaban.

—Sí. Necesitamos averiguar más cosas sobre ella. Más cosas sobre lo que está ocurriendo aquí exactamente.

—¿Crees que deberíamos llevarla al fuerte para interrogarla?

Cato negó con la cabeza.

—No estoy seguro de que sirviera de nada. Podría resultarnos útil si conseguimos ganarnos su confianza.

De todos modos, podría resultar difícil dadas las circunstancias.

—¿Qué circunstancias?

—Por lo visto a su hijo lo crucificaron.

—Ah, eso es un tanto desafortunado —admitió Macro—. Aun así, si intentamos convencerla, quizá logremos ganárnosla.

—No es ésa la cuestión. Me parece que se daría cuenta al instante. Si queremos que esté de nuestro lado tendremos que tener mucho cuidado, Macro. ¡Silencio! Ahí viene Simeón.

Simeón se había levantado de la mesa y se acercaba a los dos romanos. Ladeó la cabeza con expresión de disculpa.

—Miriam tiene que pedirte un favor, centurión Cato.

—¿Ah sí?

—Le gustaría que sacáramos el cadáver del forajido al que ensartaste. Tiene que remendar el jergón y lavar las manchas de sangre antes de preparar su cuerpo para enterrarlo.

* * *

Cato y Macro ya habían sacado al forajido muerto de la casa y encontrado un lugar fresco en la sombra para dejar el cadáver, cuando el prefecto y los otros dos escuadrones llegaron al asentamiento. Escrofa entró en el pueblo a caballo y detuvo a su columna frente a la casa de Miriam antes de desmontar con la misma torpeza con la que había subido a la silla. Miró a Cato y a Simeón.

—El centurión perdido y su guía, supongo.

—Centurión Quinto Licinio Cato, señor. —Cato hizo una reverencia.

—Me alegro de que nuestra pequeña expedición lograra encontrarte antes de que lo hicieran Bannus y su escoria.

Cato esbozó una débil sonrisa.

—Estuvieron aquí hace poco, señor. Los soldados de Macro los ahuyentaron.

Escrofa le dirigió una gélida mirada.

—No son los soldados del centurión Macro. Son mis soldados hasta que pueda proporcionarme una prueba adecuada de que lo han enviado para sustituirme. Mis soldados, ¿entiendes?

—Sí, señor.

—Bien. —Escrofa asintió con la cabeza. Entonces recorrió el pueblo con la mirada antes de fijarla en Miriam, que los observaba desde el banco situado a la sombra de su cobertizo—. ¿Dices que el enemigo estaba en el pueblo cuando el centurión Macro llegó?

—Así es, señor.

—¿Y qué hacían aquí exactamente?

—Hacer que se ocuparan de sus heridos —respondió Cato, incómodo.

—¿Debo deducir que los aldeanos los estaban ayudando?

—No. Ellos los obligaron a ayudarlos. Los amenazaron.

—Eso ya lo veremos —Escrofa señaló a Miriam—. Traedla aquí.

Miriam había oído la conversación. Se puso de pie y se dirigió hacia los dos oficiales romanos, mientras le dirigía una mirada desafiante al prefecto.

—¿Qué quieres de mí, romano?

Escrofa quedó momentáneamente desconcertado por el tono enérgico de la mujer, pero enseguida recuperó la compostura y se aclaró la garganta.

—Parece ser que ofrecisteis refugio a los forajidos.

—Sí, pero tal como ha dicho tu centurión, no tuvimos alternativa.

—Siempre hay una alternativa —replicó Escrofa con altivez—. Sean cuales sean las consecuencias. Os podíais haber resistido. De hecho, era vuestra obligación oponer resistencia.

—¿Oponer resistencia con qué? —Miriam extendió el brazo para señalar las casas circundantes—. No tenemos armas, no están permitidas aquí. Mi gente sólo cree en la paz. No vamos a tomar partido en vuestro conflicto con Bannus.

Escrofa soltó un resoplido burlón.

—¡No vais a tomar partido! ¿Cómo te atreves, mujer? Bannus es un delincuente común. Un bandido. Está fuera de la ley. Si no estáis contra él, entonces, por eliminación, estáis a su favor.

Entonces fue Miriam la que se rio y meneó la cabeza.

—No. No estamos a su favor. Del mismo modo que no estamos a favor de Roma.

—¿A favor de qué estáis entonces? —preguntó Escrofa con desdén.

—De una fe, para todas las personas, bajo un Dios verdadero.

Mientras Cato observaba la confrontación se dio cuenta del desprecio en la expresión de Escrofa y pudo entenderlo. Al igual que la mayoría de romanos, Escrofa creía en muchos dioses y aceptaba que los pueblos del mundo tuvieran derecho a adorar a los suyos. La insistencia de los judíos en que sólo había un único dios, el suyo, y que todos los demás eran simplemente ídolos sin ningún valor, a Escrofa le parecía pura arrogancia. Además, si el dios de aquella gente reinaba en supremacía, ¿cómo es que ellas eran una provincia de Roma y no al contrario?

Un gemido profundo rompió la tensión y todos se dieron la vuelta hacia el forajido que se revolvía en el suelo junto a la entrada de la casa de Miriam. Abrió los ojos con un parpadeo y se sobresaltó al verse rodeado por los oficiales y auxiliares romanos. Se incorporó rápidamente y retrocedió arrastrándose por el suelo hasta la pared mientras Macro daba un paso hacia él y lo señalaba con su espada.

—¿Qué quiere que hagamos con éste?

Escrofa contempló a aquel hombre durante un momento y se cruzó de brazos.

—Crucificadle. Aquí, en el centro del pueblo.

—¿Cómo dice? —Cato no podía creer lo que oía—. Es un prisionero. Hay que interrogarlo…, podría tener información útil.

—Crucificadle —repitió Escrofa—. Y luego quemadle la casa a esta mujer.

—¡No! —Cato dio un paso hacia el prefecto—. Nos salvó la vida. Y arriesgó la suya para hacerlo. No podéis destruir su casa.

Escrofa arrugó el entrecejo e inspiró con fuerza antes de continuar hablando en voz baja y furiosa.

—La mujer admite haber ayudado al enemigo y niega la autoridad del emperador. No voy a tolerar eso. A esta gente hay que enseñarles una lección. O están con nosotros o están contra nosotros. —Escrofa se volvió hacia Miriam—. Podría considerar esto mientras ve arder su casa.

Miriam le devolvió la mirada con los labios apretados y una expresión de desprecio.

A Cato le latía con fuerza el corazón. Estaba horrorizado por la flagrante injusticia de la decisión del prefecto. No tenía sentido. Peor que eso…, era una deliberada sinrazón. Si así era como Roma recompensaba a los que lo arriesgaban todo para ayudar a sus soldados, el pueblo de Judea nunca estaría en paz con el imperio. Pero no se trataba únicamente de eso, pensó Cato. Semejante castigo era inmoral y no podía tolerarlo. Meneó la cabeza y permaneció firme delante del prefecto mientras se obligaba a hablar con toda la calma posible.

—No puede quemar su casa, señor.

—¿No puedo? —Escrofa pareció divertido—. Pronto lo veremos.

—¡No puede hacerlo! —le espetó Cato—. No voy a permitírselo.

La expresión divertida se desvaneció de la mirada de Escrofa.

—¿Cómo te atreves a desafiar mi autoridad, centurión? Podría hacer que te degradaran por eso. Podría hacer que te condenaran. De hecho…

Antes de que pudiera continuar hablando intervino Macro, que cogió del brazo a Cato y se llevó a su amigo hacia el cobertizo.

—El muchacho ha recibido un mal golpe en la cabeza, señor. No sabe lo que dice. Vamos, Cato, siéntate a la sombra. Necesitas descansar.

—¿Descansar? —Cato lo fulminó con la mirada—. No. Tengo que evitar esta locura.

Macro meneó la cabeza. Empujó a Cato lejos del prefecto y le susurró:

—Cierra el pico, idiota. Antes de que tenga que cerrártelo yo.

—¿Qué? —Cato miró horrorizado a Macro mientras éste lo empujaba hacia el banco a la sombra.

—Tú siéntate aquí sin moverte y no digas nada. —Cato le dijo que no con la cabeza, pero Macro lo sujetó del brazo y le ordenó entre dientes—: ¡Siéntate!

A Cato todo le daba vueltas, presa de la confusión. Escrofa estaba a punto de perpetrar una injusticia monstruosa, una injusticia a la que Cato sabía que debía oponerse. Y sin embargo, Macro se ponía de parte de Escrofa. Estaba claramente decidido a evitar que Cato siguiera protestando y el muchacho se dejó caer en el asiento, impotente, y miró a Miriam. El rostro de la mujer tenía una expresión adusta, pero no podía ocultar las lágrimas que brillaban en las comisuras de sus párpados. Tras un momento de duda, Simeón la rodeó con el brazo y la condujo de nuevo al interior de la casa.

—Miriam, salvemos todo lo que podamos mientras aún haya tiempo.

Ella dijo que sí con la cabeza y desapareció en las sombras.

* * *

Atardecía cuando la columna salió del pueblo. Cabalgando entre Macro y Simeón, Cato echó una última mirada por encima del hombro. Las llamas rugían y crepitaban mientras el fuego consumía la casa de Miriam. Ella estaba de pie a cierta distancia, abrazada a su nieto. Unos cuantos aldeanos permanecían allí quietos contemplando aquel infierno. A un lado, perfilado por las llamas, el forajido colgaba del improvisado armazón que los auxiliares habían erigido con unos maderos que arrancaron de la casa de Miriam. Bajo los pies del bandido se había clavado un mensaje garabateado apresuradamente en una placa de madera en el que se advertía a los aldeanos de que no ofrecieran ningún tipo de consuelo a aquel hombre y que no retiraran su cuerpo cuando hubiera muerto. De lo contrario, su cadáver sería sustituido por uno de los suyos.

Cato se volvió de nuevo y se sintió embargado por la desesperación y el odio hacia sí mismo. Roma le había quitado el hijo a aquella mujer y ahora destruía su hogar. Si así era como trataban a los que tan poco rencor les guardaban, nunca habría paz en aquellas tierras.