Cuando los forajidos llegaron al cruce, Macro aflojó el paso deliberadamente para asegurarse de que iban tras él. En cuanto vio que pasaban al galope junto al desvío, clavó los talones y el caballo volvió a acelerar bruscamente, golpeando el suelo. Miró atrás y vio que los bandidos le seguían el ritmo a unos doscientos pasos por detrás. Si su montura se caía, o se cansaba demasiado pronto, los tendría encima en un momento. Un romano contra treinta o más. No tenía muchas posibilidades, pensó tristemente. ¡Si pudiera hacer el truco de Simeón con el arco! Nunca había visto a nadie disparar el arco de esa manera. Había oído hablar de ello. En Oriente sólo había una nación con unos arqueros que tenían fama de ser capaces de llevar a cabo semejantes hazañas. Partia. En cuyo caso…, sintió que el estómago se le congelaba. Si Simeón era un espía parto había dejado a Cato en manos de uno de los enemigos más antiguos e implacables de Roma. Pero seguro que no era así. Simeón no tenía aspecto de parto. Sin duda no hablaba como si lo fuera y, al fin y al cabo, les había salvado la vida el día anterior. Así pues, ¿quién era exactamente Simeón de Betsaida?
Macro se dijo que si escapaba a sus perseguidores lo descubriría. Pero de momento sólo importaba una cosa: mantenerse fuera del alcance de Bannus y de sus hombres. No dudaba que la venganza que Bannus buscaría para los muertos de su banda de sicarios sería angustiosa y prolongada. Volvió la vista atrás y vio que seguían estando a cierta distancia tras él y no parecían estar acercándose.
—¡Vamos, chica! —le gritó al caballo—. Corre como si estuviéramos en la última vuelta del Circo Máximo.
El animal pareció intuir su deseo de seguir con vida y estiró su elegante cuello mientras los cascos golpeaban contra el camino tosco. Macro veía a los auxiliares por delante de él y tuvo la seguridad de que estaba acortando distancias, cosa que le proporcionó un mínimo consuelo. Al menos mejoraría las probabilidades, si los forajidos los alcanzaban. Mayores probabilidades pero el mismo resultado, pensó Macro. Sin embargo, con unos cuantos soldados a su lado, al menos debería poder llevarse con él a alguno más de esos cabrones antes de que le llegara la hora.
Siguió cruzando el desierto a toda velocidad y, a medida que la distancia se hacía sentir en las reservas de energía del caballo, éste empezó a aminorar la marcha hasta que pronto ya sólo pudo ir a medio galope. Una rápida mirada al frente y otra por encima del hombro le revelaron que todas las monturas sufrían la misma fatiga y, con el sol que se iba alzando en el cielo, el calor no tardó en minar sus fuerzas, que menguaban rápidamente. Los animales habían cabalgado mucha más distancia y con mucha más dureza de lo que tenían por costumbre y estaban reventados. Una a una, las monturas de los auxiliares dejaron de correr y siguieron al paso, cansadas, y cuando su caballo tampoco pudo más, Macro ya se había acercado a los rezagados.
El decurión se retrasó para cabalgar a su lado.
—¿Dónde están el centurión Cato y el guía?
—No podían seguir nuestro ritmo —le explicó Macro—. Están ocultos ahí detrás. Volveremos a por ellos con soldados del fuerte.
El decurión se encogió de hombros.
—Si es que todavía están ahí.
El oficial de los auxiliares dejó que Macro siguiera por el camino y él fue hacia atrás para reunir a sus rezagados. Los forajidos los seguían en medio de una nube de polvo a media milla de distancia. En dos ocasiones obligaron a sus caballos a ir a medio galope y los romanos siguieron su ejemplo, haciendo avanzar a sus monturas con dureza, hasta que los bandidos desistieron y continuaron a un paso continuo, en cuyo momento los romanos también frenaron y ambos grupos siguieron el camino bajo el achicharrante calor del sol de mediodía.
Entonces, más adelante, allí donde el calor tremolaba a cierta distancia del suelo como si fuera agua, Macro vio una silueta baja ondulante. Entrecerró los ojos y tardó un momento en darse cuenta de qué era lo que estaba viendo, y se le levantó el ánimo. Se dio la vuelta en la silla y les gritó a los auxiliares:
—¡Es el fuerte, muchachos! Justo ahí delante.
Los soldados se irguieron al instante y miraron a lo largo del camino, algunos de ellos protegiéndose los ojos para evitar que la luz los deslumbrara y poder ver Bushir con más claridad, a no más de unas dos millas de distancia. A medida que se acercaban y la calima se disipó, Macro pudo distinguir más detalles. El fuerte era una construcción de piedra con cuatro torres sólidas, una en cada esquina. Entre ellas se extendían unos muros largos con dos torres más pequeñas a ambos lados de la puerta principal situada en la pared que daba al camino. A una corta distancia del fuerte había un embalse, construido en una hondonada del terreno donde confluían dos cauces poco profundos. Macro sólo pudo distinguir las diminutas formas oscuras de un grupo de soldados que observaban su aproximación desde una de las torres.
Por detrás de ellos se alzó un débil grito proveniente de los forajidos, cuando éstos divisaron el fuerte y obligaron a sus monturas a realizar un último esfuerzo para atrapar a los romanos antes de que éstos pudieran ponerse a salvo.
El decurión reaccionó de inmediato.
—¡Escuadrón… adelante!
Clavó sus talones y su cansada montura se puso a medio galope, sus hombres hicieron lo mismo y avanzaron ruidosamente por el camino mientras sus perseguidores empezaban a acortar las distancias, desesperados por caer sobre su presa. Macro hizo todo lo posible por mantener el ritmo de los auxiliares, pero él era un soldado de infantería y no estaba acostumbrado a sacar el mejor partido de su montura, por lo que se fue quedando atrás paulatinamente. Cuando los auxiliares se acercaron al fuerte la puerta se abrió y salieron por ella unos soldados completamente armados que marcharon a toda prisa hacia sus compañeros, listos para proporcionarles una pantalla defensiva contra los perseguidores. Algún oficial del fuerte había actuado con mucha rapidez y Macro tomó nota mentalmente de darle las gracias a ese hombre, si es que lograba escapar de los forajidos que lo perseguían.
Los primeros auxiliares pasaron por el hueco de la línea de infantería, se detuvieron rápidamente y desmontaron de sus caballos exhaustos. Macro miró hacia atrás y vio que los hombres de Bannus ya se hallaban mucho más cerca y que a sus agotadas monturas les salía espuma del hocico.
—¡Vamos, desgraciada! —les gruñó Macro a las dos orejas que se alzaban rígidas en el extremo del cuello de su montura—. ¡Corre! O los dos seremos pasto de los chacales.
El caballo pareció intuir su apremio y avanzó como pudo, con toda la rapidez con que podían llevarlo sus patas temblorosas, hacia la línea de infantería que se dirigía a grandes zancadas hacia ellos. Entonces pareció tropezar y se tambaleó por un instante antes de que empezaran a doblársele las patas delanteras. Macro soltó las riendas y se agarró a las perillas de la silla con todas sus fuerzas para evitar salir despedido hacia delante. La bestia fue disminuyendo el paso hasta caer desplomada y su vientre golpeó contra el suelo con un ruido sordo. Macro desmontó enseguida y echó a correr hacia la infantería que se acercaba. Tras él oyó el grito exultante de los forajidos que olieron su sangre. Miró hacia atrás y los vio a una corta distancia con las hojas desenvainadas, el hombre que iba delante inclinado a un lado, alzando la espada y preparado para asestar un golpe. Por detrás de la línea de infantería el decurión hizo dar la vuelta a su montura de repente, desenvainó su arma y espoleó de nuevo su caballo hacia el camino, apartando de un golpe a un miembro de la infantería cuando cargó en dirección a Macro. En el último momento, gritó:
—¡Al suelo!
Macro, que no oía nada más que el ritmo retumbante de los cascos, se arrojó hacia un lado, fuera del camino, rodó pesadamente y el impacto lo dejó sin aire en los pulmones. Una gran sombra bailó por el suelo junto a él y entonces oyó el silbido de una hoja que hendía el aire. Entonces Macro se vio rodeado por las patas de los caballos y se hizo un ovillo, protegiéndose la cabeza entre los brazos musculosos mientras caía sobre él una lluvia de grava. Las hojas entrechocaron con estridencia y el decurión gritó:
—¡No, ni hablar, cabrón!
Cada vez que Macro intentaba levantar la vista quedaba cegado por la arena y el polvo y sólo oía la lucha que tenía lugar en torno a él. Entonces algo cálido y húmedo lo salpicó y una voz profirió un gruñido de triunfo.
—¡A por ellos! —gritó una voz—. ¡Segunda iliria, no os separéis de ellos!
Entonces Macro se vio rodeado de unos pies calzados con botas, más sombras, y alguien lo agarró por debajo de los brazos y tiró de él.
—¿Estás bien, amigo? —Un rostro de hombre apareció frente a él. Entonces el soldado vio la cota de malla de Macro y los medallones que llevaba en el correaje—. Lo siento, señor. ¿Está bien?
Macro estaba aturdido.
—Sí, perfectamente.
Entonces se fijó en la mirada dudosa del rostro de aquel hombre, miró hacia abajo y vio una gran mancha de sangre que le salpicaba los hombros y le bajaba por el brazo izquierdo. Se palpó por encima de la sangre pero no encontró ninguna herida.
—No es mía.
El soldado soltó un resoplido de alivio, asintió con la cabeza y se apresuró detrás de sus compañeros que rechazaban a los forajidos. Macro cerró los ojos, se limpió la arena de la cara con el dorso de su antebrazo peludo y luego miró a su alrededor. Los soldados del fuerte iban tras los forajidos supervivientes, arrojando sus lanzas contra ellos y sus monturas. En el suelo, cerca de Macro, yacían los cuerpos de tres de los bandidos y el del decurión. Este último estaba despatarrado boca arriba, con los ojos mirando fijamente al sol y la boca abierta. La hoja de una espada le había abierto la garganta hasta la columna y la sangre empapaba el suelo en torno a él.
—Pobre desgraciado… —masculló Macro, antes de darse cuenta de que el decurión se había sacrificado para salvar al hombre a quien tenía que escoltar sano y salvo hasta Bushir—. Pobre desgraciado valeroso —se corrigió Macro.
—¿Quién eres? —inquirió una voz.
Macro se dio la vuelta y vio a un oficial que se acercaba a él. Al ver el penacho de plumas en la cimera del casco de aquel hombre, Macro se puso en posición de firmes de forma instintiva ante el que supuso que era un superior.
—¡Centurión Macro! —exclamó bruscamente, y saludó.
El oficial le devolvió el saludo y a continuación frunció el ceño.
—¿Le importa explicarme qué está pasando, señor?
—¿Señor? —Entonces Macro cayó en la cuenta de que el oficial era un centurión igual que él y que, además, hacía poco que poseía el rango. Contempló de nuevo a aquel hombre—. ¿Quién eres?
—Centurión Cayo Lario Postumo, ayudante del fuerte, señor.
—¿Dónde está Escrofa?
—¿El prefecto Escrofa? Está en el fuerte, señor. Me mandó salir para apoyar a sus fuerzas.
—Dirije las cosas desde el fuerte, ¿eh? —Macro no pudo evitar una expresión desdeñosa por un momento—. No importa. Me han enviado para sumir el mando de la Segunda iliria. Estos hombres son mi escolta. Nos tendieron una emboscada a varias millas de aquí.
Macro se dio la vuelta y vio que el combate había terminado. Casi todos los forajidos se habían retirado y estaban contemplando el fuerte en silencio desde una pequeña elevación del terreno situada a cierta distancia. Los oficiales de las tropas ilirias habían vuelto a llamar a sus hombres y los estaban haciendo formar junto a los supervivientes del escuadrón de caballería. Dos de sus miembros levantaron el cadáver del decurión del suelo y lo colocaron suavemente en la silla de su caballo antes de dirigirse hacia la puerta. Macro meneó la cabeza. Le había ido de un pelo. No obstante, aunque aquella vez había escapado, suponía que Bannus no abandonaría los planes que tenía para su vida. Y para la de Cato. Al pensar en ello Macro volvió a mirar por el camino.
—¿Señor? —Postumo ladeó la cabeza y miró a Macro de manera inquisitiva—. ¿Ocurre algo?
—Sí. Mi amigo está ahí afuera. Tenemos que ir a buscarle lo antes posible. Quiero que des órdenes para que el contingente de caballería monte en sus caballos.
—Con todo respeto, señor, ésa es una decisión que tiene que tomar el prefecto Escrofa.
Macro se dio la vuelta hacia ese hombre.
—Ya te lo he dicho. Ahora estoy al mando.
—No hasta que el nombramiento se haya autenticado debidamente, señor.
—¿Autenticado? —Macro meneó la cabeza—. Podemos ocuparnos de eso más tarde. Ahora mismo lo que importa es el centurión Cato.
—Lo lamento, señor. Tengo órdenes del prefecto Escrofa. Si quiere ayudar a su amigo tendrá que hablar primero con el oficial al mando.
Por un momento Macro se quedó echando chispas, apretando los puños mientras fulminaba con la mirada al joven centurión. Luego tomó aire bruscamente y asintió con la cabeza.
—Muy bien. No hay tiempo que perder. Llévame ante Escrofa.
Se dirigieron al fuerte con las últimas tropas que habían salido y Macro pudo observar con más detenimiento a los soldados mientras se abría camino entre ellos. El mantenimiento de su equipo tan sólo era adecuado, pero parecían ser muy fuertes. Lo cierto era que habían actuado de buen grado para entablar combate con los jinetes enemigos. Para una unidad, eso siempre era una especie de prueba. Se podía dar por descontado que los soldados de las legiones se mantendrían firmes contra cualquier tipo de ataque, pero con los auxiliares era distinto puesto que iban más ligeramente armados y no estaban tan bien adiestrados. No obstante, aquellos muchachos se habían enfrentado a los jinetes enemigos sin ningún problema. Macro movió la cabeza en señal de aprobación. Los soldados de su nuevo mando —la Segunda iliria— parecían tener cierto potencial y Macro estaba decidido a trabajar sobre ello. Cruzó la puerta y vio los barracones, muy mal conservados, que se extendían en hileras a ambos lados de la puerta. Había mucho trabajo que hacer antes de que la cohorte estuviera a la altura de lo que Macro esperaba de ella. Frente a los barracones se hallaban los almacenes de grano, la enfermería, los establos, el edificio del cuartel general, las dependencias de los oficiales y la vivienda del comandante de la cohorte. La Segunda iliria era una cohorte mixta. De los más de novecientos soldados que servían en dicha unidad, ciento cuarenta eran montados. Había cohortes como aquélla en todas las fronteras, donde la mezcla de caballería e infantería les permitía una mayor flexibilidad a los oficiales encargados de vigilar a las tribus locales y de montar guardia por si los bárbaros intentaban cruzar la frontera. Una poderosa fuerza de caballería le permitía al comandante de la cohorte reconocer el terreno en una zona amplia, dar caza a cualesquiera grupos de asalto bárbaros y, cuando fuera necesario, lanzar incursiones punitivas rápidas en territorio enemigo.
Por regla general, dichas cohortes estaban a las órdenes de centuriones trasladados de las legiones, un proceso considerado como un ascenso para aquellos a los que se juzgaba preparados para ejercer mandos independientes. A pesar de sus reservas iniciales, Macro se dio cuenta de que Escrofa tenía que haber demostrado cierta aptitud para que lo seleccionaran para aquel puesto. No se engañó pensando que él también era superior a los demás. Su puesto al mando de aquella cohorte era temporal; poco más que una tapadera hasta que se hubiera resuelto la crisis presente.
En cuanto el último soldado hubo entrado por las puertas, el centurión Postumo ordenó que las cerraran y que volviera a colocarse la tranca en los encajes. Macro señaló los supervivientes del escuadrón de caballería que conducían a sus exhaustas monturas lejos de la puerta.
—Será mejor que organices establos y dependencias para los soldados.
—Sí, señor. En cuanto lo haya acompañado a ver al prefecto.
—¿Dónde está?
—En sus dependencias, señor.
—Bien, ya le encontraré. Tú encárgate de estos hombres, ¿de acuerdo?
—Muy bien, señor —respondió Postumo a regañadientes—. Vendré en cuanto me haya ocupado de ellos.
Macro entró en la casa del prefecto, que estaba vigilada por dos soldados muy bien ataviados con todo el equipo. Aunque estaban a cubierto del sol, sudaban profusamente con aquel calor. Se pusieron firmes de golpe cuando Macro se acercó y al pasar entre ellos se fijó, con irónico regocijo, en que uno de los soldados tenía una gota de sudor suspendida de la punta de la nariz. Se detuvo un momento en el interior para acostumbrar la vista a aquel entorno en el que reinaba la sombra. Un ordenanza estaba barriendo el vestíbulo y Macro se volvió hacia él.
—¡Eh, tú!
—¿Sí, señor? —El hombre irguió la espalda enseguida y saludó.
—Acompáñame al despacho del prefecto Escrofa.
—Por supuesto, señor.
El ordenanza respondió con una deferente inclinación de cabeza y condujo a Macro a través del vestíbulo hacia una escalera situada en la parte de atrás. Subieron al piso de arriba, donde las habitaciones eran espaciosas y estaban diseñadas para permitir que cualquier brisa que soplara se canalizara a través de ellas por unas ventanas bien situadas.
—Por aquí, señor.
El ordenanza señaló una puerta abierta al final del rellano. Macro pasó por su lado, entró en el despacho del comandante y se detuvo, sorprendido ante aquella estancia lujosa. Las paredes estaban suntuosamente pintadas con escenas míticas de naturaleza heroica. El mobiliario era de buena factura y con acabados de magníficas florituras decorativas. En una pequeña mesa auxiliar había un cuenco de cristal lleno de dátiles e higos. El prefecto Escrofa, vestido con una túnica ligera, estaba sentado a una larga mesa de madera. De pie a su lado había un enorme esclavo pelirrojo que le hacía aire a su amo con un abanico. Escrofa era un hombre enjuto y nervudo de treinta y pocos años, de piel pálida y un cabello oscuro que ya tenía entradas a ambos lados de su flequillo central. En la mano izquierda llevaba el anillo que significaba que provenía de la clase ecuestre. Levantó la mirada con irritación cuando Macro entró en la habitación con paso resuelto, cubierto de polvo y manchado con la sangre del decurión.
—¿Quién demonios eres tú?
—Centurión Macro. Me envían desde Roma para que asuma el mando de la Segunda iliria. A partir de ahora quedas relevado, prefecto Escrofa. Por favor, manda llamar a tus oficiales superiores enseguida, para decirles lo de mi nombramiento.
Escrofa se quedó boquiabierto. El esclavo siguió abanicándole, impertérrito.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Quedas relevado —Macro se inclinó hacia atrás y asomó la cabeza por el marco de la puerta. El ordenanza se dirigía de nuevo a lo alto de las escaleras—. ¡Eh!
El empleado se dio la vuelta y se quedó mirando a Macro un momento, luego dirigió la mirada hacia Escrofa con expresión inquisitiva.
—¿Señor?
—El centurión Escrofa ya no está al mando. —Macro se situó entre ellos y continuó hablando—. Quiero ver a todos los centuriones y decuriones aquí enseguida.
—¿A los oficiales de guardia también, señor?
Macro hizo una pausa. Eso no sería prudente cuando Bannus y sus hombres seguían todavía en la zona.
—No. Ellos no. A ellos los veré más tarde. ¡Vamos, ve!
Cuando se volvió de nuevo hacia el despacho, Escrofa había recuperado un poco la compostura y estaba reclinado en su asiento. Miró a Macro con una expresión ceñuda de enojo.
—Explícate. ¿Qué está pasando aquí, por el Hades?
Macro, consciente de su necesidad apremiante de reunir a una pequeña fuerza de soldados y salir en busca de Cato y Simeón, cruzó la habitación a grandes zancadas y se quedó de pie delante de la mesa.
—Es sencillo. Tu nombramiento era temporal. Tengo órdenes del estado mayor del imperio de asumir el mando de la Segunda iliria. No hay tiempo para una ceremonia de relevo, Escrofa. Necesito que el contingente montado esté dispuesto para entrar en acción inmediatamente.
Escrofa meneó la cabeza.
—¡Imposible! Casio Longino me aseguró que mandaría instrucciones a Roma para que mi nombramiento se hiciera permanente.
—Mira —dijo Macro en un tono más suave, desesperado por asumir el mando lo antes posible—. Yo no sé nada de eso. Lo único que sé es que me enviaron a Bushir con órdenes de asumir el mando.
Se oyeron unos pasos en el rellano y al cabo de un momento el centurión Postumo entró en la habitación. Escrofa levantó el brazo y señaló a Macro.
—Este hombre dice que lo han enviado desde Roma para asumir el mando de la cohorte.
Postumo se encogió de hombros.
—Iba con la caballería auxiliar a la que persiguieron hasta el fuerte, señor.
—Hay otro oficial, y un guía, que todavía están ahí afuera, escondidos —dijo Macro en tono de urgencia—. Debo llevarme a algunos hombres para encontrarlos.
—Me ocuparé de eso dentro de un momento —repuso Escrofa—. En cuanto hayamos solucionado esta situación.
—¡No hay nada que solucionar! —gritó Macro, que al final perdió la paciencia—. ¡Estoy al mando! Te han sustituido. Ahora no te inmiscuyas. Voy a reunirme aquí con los oficiales de la cohorte. Llévate a tu esclavo y vuelve a tus dependencias.
—¡No voy a hacer nada semejante! ¿Cómo te atreves a venir aquí y tratarme de esta manera? ¿Quién te ha enviado desde Roma?
—Ya te lo dije. Cumplo órdenes de la agencia imperial.
El centurión Postumo tosió en voz alta y se acercó a la mesa para encararse a Macro.
—Disculpe, señor. Si obedece órdenes, ¿podríamos verlas?
—¿Qué? —Macro lo miró fijamente.
—Sus órdenes, señor. La confirmación de su nombramiento.
—¡Demonios! De acuerdo. Iré a buscarlas. Están en mi alforja.
Los labios de Macro se quedaron súbitamente inmóviles cuando de pronto recordó la cabalgada matutina hacia la meseta, la repentina aparición de Bannus y sus forajidos y luego el abandono de todo el equipaje cuando el escuadrón de caballería se preparaba desesperadamente para abrirse camino a la fuerza hasta el fuerte.
Los labios de Macro volvieron a moverse.
—¡Oh, mierda!