Capítulo V

Cuando la columna abandonó el fuerte a la mañana siguiente, los hombres estudiaron el paisaje circundante con recelo. El ataque de la mañana anterior no fue obra de unos simples ladrones. Había sido un intento deliberado de acabar con la vida de los dos centuriones y estaba claro que los habían seguido desde Jerusalén. Ahora los supervivientes del ataque se pegarían a ellos como una sombra a la espera de otra oportunidad para atacar. También era posible, pensó Cato, que aquellos cinco individuos formaran parte de un grupo más numeroso, en cuyo caso la columna debía precaverse contra una emboscada.

—¿Cómo es el terreno desde aquí a Bushir? —le preguntó Cato a su guía mientras dejaban atrás Qumrán y continuaban a lo largo de la costa del mar Muerto.

—A este lado del Jordán tendríamos que estar a salvo, y también durante un tramo de la otra orilla. El verdadero peligro se encuentra allí. —Simeón levantó el brazo y señaló las montañas al otro lado del mar—. Para llegar a Bushir vamos a tener que trepar por un wadi empinado. No alcanzaremos la meseta antes de anochecer. Si nuestros amigos van a intentar otro ataque, allí es donde ocurrirá.

—¿No hay ninguna otra ruta?

—Por supuesto. Podríamos dirigirnos más hacia el norte, donde hay un camino más abierto hasta Filadelfia. Luego virar al sur por la ruta que siguen las caravanas hasta Petra. Eso supondrá dos o tres días más de viaje. ¿Quieres que te lleve por ese camino?

Cato lo pensó unos instantes y negó con la cabeza.

—No creo que sea prudente darles más tiempo a esa gente para que ataquen de nuevo. ¿Tú qué dices, Macro?

—Si van a venir a por nosotros, que vengan esta noche. Estoy preparado.

—De acuerdo entonces —sonrió Cato—. Iremos por el camino directo.

Continuaron en silencio un momento y Macro posó la mirada en la punta en forma de asta del arco que sobresalía de las alforjas de Simeón.

—Ayer realizaste unos disparos magníficos.

—Gracias, centurión.

Macro hizo una breve pausa y siguió hablando, incómodo.

—Nos salvaste la vida.

Simeón se volvió y le sonrió mostrando su blanca dentadura.

—No estaría haciendo mi trabajo si hubieran matado a los hombres cuyas vidas me han encargado proteger. Floriano me habría exigido que le devolviera lo que me ha pagado.

—¿Así que además de guía eres un guardián?

—Como ya te conté ayer, centurión, pasé muchos años escoltando caravanas por el desierto. Tiempo más que suficiente para aprender a utilizar mis armas. Y me enseñaron los mejores guerreros de Arabia.

—¿Por qué lo dejaste? ¿Lo de escoltar caravanas?

—Es una vida dura. Me estaba empezando a cansar de ella. Y ahora mi hijo adoptivo me ha relevado. Murad está al mando de una compañía de escoltas y trabaja en la ruta de Petra a Damasco.

—¿Es tan bueno como tú con el arco?

Simeón se rio.

—¿Tan bueno? No, Murad es mucho mejor. Mucho más fuerte, igual que la mayoría de sus hombres. Murad habría abatido a los cinco jinetes antes de que se os hubieran acercado siquiera. —Escupió en el suelo disgustado—. Yo sólo logré alcanzar a tres.

Macro le dirigió una mirada a Cato.

—Sólo tres. El pobre ya no es lo que era.

—No vuelvas a mencionarlo, por favor —dijo Simeón en voz baja—. Ya me resulta bastante vergonzoso.

—Está bien —sonrió Macro—. De todos modos, tu hijo parece ser la clase de hombre que le vendría bien al imperio. Sería un excelente soldado auxiliar. Me pregunto si lo ha considerado alguna vez.

—¿Por qué iba a hacerlo? —Simeón pareció sorprendido por aquella sugerencia—. Murad vive muy bien tal como está. Vuestro imperio no podría permitirse el lujo de pagarle ni una décima parte de lo que gana protegiendo las caravanas.

—Ah —respondió Macro, abochornado—. Sólo era una idea.

* * *

Transcurrió el día de forma muy parecida a como lo había hecho el día anterior y el calor no tardó en hacerse sofocante. Más adelante del valle llano del Jordán el aire titilaba como el azogue. Cruzaron el río a última hora de la mañana en un punto donde éste serpenteaba entre grandes macizos de juncos. Había un vado allí donde la corriente pasaba por un ancho banco de arena y guijarros y los cascos de los caballos levantaron una lluvia de espuma blanca al cruzar el agua. Al mirar río arriba Cato vio un gran refugio en la otra orilla, con el techo de hojas de palma. Por debajo del refugio, en un bajío, había una pequeña multitud reunida en torno a un hombre que los sumergía uno a uno.

Cato le dio un tirón del brazo a Simeón y le señaló la reunión.

—¿Qué está pasando allí?

Simeón levantó la mirada.

—¿Eso? Es un bautismo.

—¿Bautismo?

—Una tradición local. Se supone que lava los pecados de las personas que son bautizadas. Es común en algunas de las sectas. Como la de los esenios de Qumrán, por ejemplo.

—Quería preguntarte sobre eso —dijo Cato—. Sobre estas sectas. ¿Cuántas hay? ¿Qué es lo que las hace diferentes?

Simeón se rio.

—Menos de las que imaginas; sin embargo, parecen odiarse unas o otras con pasión. Déjame ver… Mejor empezar en Jerusalén. Allí las sectas principales son las de los saduceos, los fariseos y los macabeos. Los saduceos son los tradicionalistas de línea dura. Creen que los libros sagrados representan la indiscutible voluntad de Dios. Los fariseos son un poco más pragmáticos y sostienen que la voluntad de Dios se puede interpretar a través de los libros sagrados. Por otro lado, los macabeos tienden hacia la posición más dura. Argumentan que los judíos son el pueblo elegido que está destinado a gobernar el mundo algún día. —Sonrió a Cato—. De manera que ya puedes imaginarte qué les parece el hecho de ser gobernados por Roma. Os odian más de lo que odiaron a Herodes y a sus herederos.

—¿Por qué les odiaban?

—Porque eran idumeos y no descendían de ninguna de las doce tribus originales de los hebreos.

Macro meneó la cabeza.

—Estos judíos parecen ser una gente un tanto estirada. Vete a saber por qué, pues los han arrasado todos los imperios que han pasado por la región.

Simeón se encogió de hombros.

—Quizá creen que su dios les tiene reservado algo especial.

—¿Su dios? —Cato miró al guía con curiosidad—. Y el tuyo también, ¿no?

—Ya te lo dije. Yo ya no suscribo la fe.

—¿En qué crees?

Simeón no respondió de inmediato, sino que antes de hablar dirigió una breve mirada a la multitud distante que estaba siendo bautizada.

—Ya no estoy seguro de lo que creo…

—¿Y qué me dices de esa gente con la que nos cruzamos ayer? —terció Macro—. Los esenios, o como se llamen.

—Esenios, sí —confirmó Simeón—. Son muy simples. Los esenios creen que el mundo de los hombres es corrupto, malvado y carente de espiritualidad. Por este motivo Dios no ha favorecido a Judea. Ellos intentan llevar una vida sencilla y pura. Todas las posesiones pertenecen a la comunidad y viven acatando estrictamente la palabra de los libros sagrados.

—Entonces no son los mejores compañeros de borrachera, ¿verdad?

El guía miró a Macro.

—No. Supongo que no.

—¿Hay más sectas que valga la pena mencionar?

—Sólo una. La mayoría de sus miembros viven en un pequeño asentamiento cercano a Bushir. Son muy parecidos a los esenios. Al menos algunos. Los que se hacen llamar los verdaderos seguidores de Yehoshua. El problema es que tienen una facción rival.

—La que dirige Bannus —dijo Cato.

—Sí, así es —Simón le dirigió una mirada sorprendida.

—Debo de haber oído hablar de él en Jerusalén —se apresuró a explicar Cato.

Simeón prosiguió:

—Bannus afirma que Yehoshua pretendía que su gente utilizara la fuerza para establecer la autoridad de sus enseñanzas, y que los esenios están intentando apoderarse del movimiento y corromper el credo de Yehoshua. Dice que lo han ido suavizando hasta convertirlo en un conjunto de creencias impotente. Lo irónico es que, aunque poseen un número limitado de seguidores en Judea, según dice mi amigo Floriano están surgiendo células por todo el imperio.

—¿Quién es el cabecilla de esta facción? —le preguntó Cato.

Simeón lo miró con detenimiento.

—¿De verdad quieres saberlo? El verdadero peligro es Bannus. Si lo quitáis de en medio la provincia podría tener una oportunidad de estar en paz.

—Tienes razón, por supuesto —respondió Cato con naturalidad—. Es que me gusta conocer todos los detalles de una situación, eso es todo.

* * *

La otra orilla del Jordán se iba elevando poco a poco y el camino pasó por arboledas y numerosas granjas pequeñas que hacían uso del agua de riego del río que daba vida a todo el valle. Por la tarde se acercaron a la línea de montañas que ascendían hasta la gran planicie del otro lado y el terreno se volvió mucho más estéril, con pocos signos de vida aparte de algún que otro rebaño de ovejas cuidado por niños. En cuanto éstos vieron aproximarse a los jinetes se apresuraron a conducir a sus animales en dirección contraria y desaparecieron en los barrancos pequeños que serpenteaban por la llanura.

El sol empezaba a descender hacia el horizonte, Simeón los condujo hacia el wadi y el camino se aferraba a la empinada cuesta a medida que subía sinuosamente por entre las rocas. El sendero no tardó en estrecharse tanto que la columna ya sólo pudo continuar en fila, haciendo avanzar a los caballos con cuidado, apartados del borde del sendero que se desmoronaba. De vez en cuando una de las bestias desplazaba alguna que otra piedra que resbalaba cuesta abajo provocando un torrente de guijarros a su paso. El wadi estaba completamente seco y expuesto a toda la fuerza del sol, por lo que no había casi vegetación y los ruidos del paso de la columna resonaban en las paredes de roca por encima de ellos.

Cato miró hacia atrás y vio que apenas les quedaba una hora de luz.

—Simeón… No podemos pasar la noche en este sendero.

—Un poco más adelante hay un amplio saliente. Acamparemos allí.

—¿Es un lugar seguro?

—Sí. El sendero sigue así a ambos extremos del resalte. No hay otro modo de llegar a él. Ni siquiera para una cabra.

Cato asintió, aliviado.

Los jinetes llegaron al saliente cuando el último atisbo de sol desaparecía por el horizonte y unos brillantes tonos anaranjados y púrpuras encendieron el cielo. Los jinetes desmontaron cansinamente y ataron todas las monturas juntas lejos del borde. Sacaron el forraje de las burdas bolsas que colgaban de los armazones de las sillas y lo esparcieron en torno a los animales para que éstos pastaran. En cuanto el optio hubo apostado centinelas en el sendero a ambos extremos del saliente, los soldados se instalaron para pasar la noche.

Macro dio la orden de que no se encendiera ninguna hoguera. En la atmósfera limpia de la montaña el fuego se vería a kilómetros de distancia y podría alertar a algún bandido o, peor aún, a los sicarios, de su posición exacta. En cuanto se desvaneció el último rayo de luz, Macro, Cato y Simeón se sentaron en una losa y contemplaron el valle del Jordán. A su izquierda se extendía el mar Muerto, oscuro e imponente como su nombre. Unas cuantas luces diminutas y desperdigadas parpadeaban por el amplio fondo del valle, y tan limpio era el aire que más allá, a lo lejos, Cato distinguió un racimo de destellos.

Levantó la mano y señaló.

—¿Eso de ahí es Jerusalén?

A su lado, Simeón entrecerró los ojos un instante y movió la cabeza en señal de afirmación.

—Así es. Tienes buena vista, romano. Muy buena vista, ya lo creo.

—Es necesario en nuestro trabajo.

Macro se estremeció.

—Hace frío. Nunca lo hubiera pensado después del calor que hace aquí.

—Las noches serán aún más frías cuando lleguemos a la planicie —anunció Simeón al tiempo que se ponía en pie. Traeré las mantas.

—Gracias.

Mientras el guía se alejaba paseando hacia las oscuras formas dispersas de los soldados que se acomodaban para pasar la noche, Cato echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo. Tal como Simeón había indicado, era muy hermoso. Cientos de estrellas brillaban por encima de sus cabezas con un frío y etéreo fulgor.

—¿Sabes? Creo que empiezo a entender por qué a nuestro amigo le gusta esta vida.

—¿Qué es lo que puede gustarte? —masculló Macro—. Tenemos frío, estamos rodeados de nativos hostiles y tan lejos de una posada decente y de una mujer cariñosa como nunca quiero volver a estar.

—Es verdad, pero mira las estrellas…, las vistas. Es magnífico.

Macro fijó la mirada en los rasgos oscurecidos de su amigo y meneó la cabeza con expresión de lástima.

—¿Cuánto tiempo llevas en el ejército? ¿Casi cuatro años?

—Sí… ¿y qué?

—¿Cuándo vas a dejar de hablar como un poeta mariquita?

—No lo sé —respondió Cato en voz baja—. Cuando haya visto lo suficiente de este mundo como para cansarme de él, supongo.

—¡Pues estoy impaciente! —repuso Macro en un murmullo en tanto que Simeón regresaba andando pesadamente hacia ellos con las gruesas mantas del ejército hechas un lío bajo el brazo.

* * *

Por la mañana siguieron camino arriba, todavía avanzando en fila. La mayor parte de los soldados no habían podido dormir en toda la noche debido al frío, por lo que estaban cansados y entumecidos. No obstante, permanecían atentos a los precipicios que se alzaban por encima de ellos, por si había la más mínima señal de problemas. El sendero no tardó en ensancharse y la pendiente se suavizó. Cato soltó un suspiro de alivio y espoleó a su montura para situarse junto a Simeón y Macro.

—Parece ser que les hemos dado esquinazo.

—Son una panda de nenazas —gruñó Macro—. Eso es lo que son.

Simeón no replicó. En lugar de eso escudriñaba la cadena baja de montañas que tenían por delante y que señalaba el principio de la gran planicie. De pronto frenó su caballo.

—Te has precipitado, centurión —dijo en voz baja—. Mira allí arriba.

Cato parpadeó mientras recorría la cresta con la mirada y se detuvo al ver a un pequeño grupo de hombres que surgían de entre las rocas y quedaban claramente perfilados contra el cielo. Por todo lo ancho del camino, allí donde éste cruzaba la cima, aparecieron más hombres, montones de ellos, y luego una hilera de jinetes. El optio ordenó a sus hombres a voz en cuello que dejaran el equipo, se pusieran los cascos y prepararan sus armas y a Macro se le fue la mano instintivamente a la empuñadura de su espada.

—Ahora sí que estamos apañados —comentó quedamente.

Simeón se dio la vuelta para mirar al centurión con una sonrisa adusta.

—No está mal para tratarse de una panda de nenazas.

Mientras hablaba, uno de los jinetes hizo avanzar a su montura por el camino en dirección a los romanos.