Capítulo III

Cato permaneció inmóvil un momento, aclarando las ideas antes de hablarle a Floriano de la reunión que habían tenido con Narciso en el palacio imperial hacía casi tres meses, a finales de marzo. Anteriormente Macro y Cato habían pasado varios meses entrenando a reclutas para las cohortes urbanas, las unidades destinadas a patrullar las calles de Roma. Dichos reclutas eran el tipo de hombres que nunca serían seleccionados para las legiones, y los dos centuriones habían hecho todo lo posible para ponerlos a punto. La tarea había resultado ingrata pero, aunque Cato estaba desesperado por volver al servicio activo, la convocatoria del secretario imperial lo llenó de aprensión.

La última misión a la que los había enviado el agente imperial había sido una operación casi suicida para recuperar unos rollos, vitales para la seguridad del imperio, que estaban en las garras de una banda de piratas que habían estado atacando embarcaciones a lo largo de la costa de Iliria. Los rollos sibilinos completaban una serie de profecías sagradas que supuestamente describían con cierto detalle el futuro de Roma y su destino final. Naturalmente, el que era la mano derecha del emperador tenía que apoderarse de semejante tesoro para salvaguardar a su amo y al imperio que servía. A Cato y a Macro les habían asignado el servicio de instrucción como «recompensa» por haber encontrado los rollos y haberlos puesto a salvo en manos del secretario imperial. Cuando el mensajero de Narciso llegó al cuartel, Macro estaba de permiso, por lo que Cato se dirigió solo al palacio mientras la penumbra crecía en torno a las paredes mugrientas y las tejas cubiertas de hollín de la ciudad.

Rugía una tormenta de principios de primavera cuando Cato entró en el complejo palaciego. Lo acompañaron a las habitaciones del secretario imperial y uno de sus pulcros ayudantes lo hizo entrar en el despacho de Narciso. Cato le entregó la capa empapada al empleado antes de cruzar la habitación y sentarse en la silla que Narciso le indicaba. Detrás del secretario imperial había una ventana a través de cuyos cristales se veía la ciudad distorsionada. Unas nubes negras cruzaban el cielo, iluminadas de vez en cuando por un relámpago deslumbrante que, por un instante, congelaba la ciudad en una blancura fúlgida, antes de que la visión le fuese arrebatada y Roma quedara sumida una vez más en las sombras.

—Espero que estarás descansado —Narciso intentó parecer interesado—. Ya han pasado varios meses desde la campaña contra los piratas.

—Me he mantenido en forma —respondió Cato con prudencia—. Estoy listo para volver al servicio activo. Y Macro también.

—Bien. Eso es bueno —Narciso asintió con la cabeza—. ¿Y dónde está mi amigo el centurión Macro?

Cato reprimió una carcajada. La idea de que Macro y aquel burócrata afectado pudieran considerarse amigos era absolutamente ridícula. Se aclaró la garganta.

—De permiso. Fue a Rávena a ver a su madre. La mujer no ha superado su pérdida.

Narciso frunció el ceño.

—¿Su pérdida?

—Mataron a su hombre durante el ataque final contra los piratas.

—Vaya, no sabes cómo lo siento —repuso Narciso sin mucho ánimo—. Debes transmitirle mis condolencias cuando te reúnas con él. Antes de que abordéis vuestra nueva tarea.

Cato se quedó un momento paralizado y sintió que lo invadía una angustiosa sensación de fatalidad al darse cuenta de que el secretario imperial aún tenía más planes para él.

—No lo entiendo —dijo—. Creía que Macro y yo estábamos esperando a que nos volvieran a asignar una legión.

—Bueno, la situación ha cambiado. O mejor dicho, ha surgido una nueva situación.

—¿En serio? —Cato sonrió con tristeza—. ¿Y de qué se trata?

—Llevo un tiempo estudiando con detenimiento esos rollos que recuperasteis y parece ser que me he topado con algo muy interesante —hizo una pausa—. No. Interesante no. Alarmante… Como podréis imaginar, me concentré en las profecías relacionadas con el futuro inmediato y encontré algo que me impresionó. Verás, las semillas de la caída final de Roma se están plantando en este preciso instante.

—Deje que lo adivine… ¿una plaga de recaudadores de impuestos?

—No seas insustancial, Cato. Eso déjaselo a Macro… se le da mejor.

—Pero él no está.

—¡Qué lástima! Bueno, ¿puedo proseguir?

Cato se encogió de hombros.

—Continúe.

Narciso se inclinó hacia delante, juntó las palmas y apoyó la barbilla antes de empezar.

—En los rollos había un pasaje que predecía que, en el siglo octavo después de la fundación de Roma, un gran poder despertaría en Oriente. Nacería un nuevo reinado que destruiría completamente a Roma y construiría una nueva capital sobre sus ruinas.

Cato soltó un resoplido de desprecio.

—Todos los profetas locos que hay en las calles de Roma andan soltando la misma predicción.

—Espera. Ésta es más precisa. Decía que el nuevo imperio se alzaría en Judea.

—Eso ya lo he oído montones de veces. No pasa ni un año sin que los judíos descubran a otro gran hombre que los conducirá a la liberación de Roma. Y si yo he oído hablar de esos hombres, indudablemente usted también.

—De acuerdo. Pero entre los judíos hay una nueva secta que me ha llamado la atención. Ahora mismo tengo a mis agentes investigándola. Parece ser que son discípulos de un hombre que afirma ser una especie de divinidad. O al menos eso es lo que dicen mis agentes que sus seguidores afirman ahora mismo. Me han dicho que en realidad era el hijo de un artesano rural. Yehoshua, se llamaba.

—¿Se llamaba? ¿Qué le ha pasado?

—Los sumos sacerdotes de Jerusalén lo acusaron de incitación al desorden civil. Se empeñaron en que fuera ejecutado, pero no tenían agallas para hacerlo ellos mismos, de modo que el procurador que había entonces hizo ejecutar a ese tal Yehoshua. El problema fue que, al igual que muchos de estos profetas, era una persona muy carismática. Tanto que su círculo ha logrado atraer a un gran número de seguidores en los años que han pasado desde su muerte. A diferencia de casi todas las demás sectas judías, ésta les promete una especie de vida gloriosa después de que mueran y penetren en las sombras —Narciso sonrió—. Te darás cuenta del atractivo.

—Quizá —respondió Cato entre dientes—. Pero a mí me suena al habitual charlatanismo religioso.

—Estoy de acuerdo contigo, joven. No obstante, eso no va a evitar que esa gente consiga nuevos adeptos.

—¿Y por qué no acabamos con ellos? ¿Por qué no proscribimos a sus cabecillas?

—Todo a su tiempo. Si surge la necesidad.

Cato se rio.

—¿Está diciendo que esta gente amenaza con derrocar a Roma?

—No. Al menos todavía no. Pero los estamos vigilando. Si juzgo que son la amenaza que identifican los rollos, entonces se les… apartará.

Cato reflexionó que era típico de aquel hombre hablar con semejantes eufemismos. Por un instante sintió desprecio, pero luego, con un repentino ramalazo de perspicacia, se preguntó si acaso el secretario imperial sólo era capaz de llevar a cabo su trabajo gracias a mantener una actitud eufemística. Al fin y al cabo, las decisiones que tomaba Narciso con frecuencia acababan en muerte. Muertes necesarias, tal vez, pero muertes a fin de cuentas. Los que se oponían al emperador eran relegados al olvido con el trazo de una pluma. Eso debía de suponer un gran peso en la conciencia de un hombre. Para Narciso era mucho mejor verlos como un problema eliminado que como un montón de cadáveres desparramados formando una estela que se extendía a su paso. Claro que eso presuponía que aquel hombre poseía una conciencia que pudiera perturbarse por sus decisiones diarias sobre la vida y la muerte, pensó Cato. ¿Y si no era así? ¿Y si los eufemismos simplemente eran una cuestión de estilo retórico? Cato se estremeció. En tal caso Narciso carecía completamente de ética. El ideal de Roma no era más que un edificio hueco cuyo verdadero centro era, pura y llanamente, la avaricia y las ansias de poder de una élite minoritaria. Cato intentó apartar de sí esos pensamientos y se obligó a concentrarse en el asunto que les ocupaba.

—No creía que tuviera mucha fe en semejantes profecías.

—Normalmente no la tengo —admitió Narciso—. Pero resulta que, el mismo día que leí lo de esta supuesta amenaza a Roma, pasó por mi mesa un expediente del servicio de inteligencia, una recopilación de los informes de mis agentes en las provincias orientales. Parece ser que en dicha región confluyen varios peligros. Para empezar, esos seguidores de Yehoshua están divididos. Una de las tendencias, la versión que cuenta con adeptos incluso en Roma, predica una especie de pacifismo idealista. Eso podemos aceptarlo. Al fin y al cabo, ¿qué peligro podría acarrear semejante filosofía? Es la segunda tendencia la que me preocupa. Al frente del movimiento está Bannus de Canaán. Predica la resistencia a Roma por todos los medios posibles al alcance del pueblo de Judea. Si esa clase de filosofía rebasa las fronteras de la provincia, entonces sí que tendremos problemas.

—Ya lo creo —asintió Cato—. Pero ha dado a entender que existen más amenazas. ¿Qué más hay?

—Por un lado está Partia, nuestra antigua adversaria. Partia intenta ganarse a Palmira, un territorio que se introduce directamente en nuestra frontera. Por desgracia, todo esto, la situación que empeora en Judea y el auge de ese tal Bannus, se complica aún más con el hecho de que al gobernador de Siria se le ha relacionado con los Libertadores. Suma todos los factores y hasta un racionalista cínico como yo consideraría que es un tanto imprudente hacer caso omiso de las palabras de la profecía.

—¿Qué quiere decir exactamente? —Cato arrugó el entrecejo—. La profecía podría referirse a cualquiera de estas amenazas, suponiendo que tenga alguna validez.

Narciso se reclinó en su asiento y suspiró. Estuvo unos instantes sin decir nada y Cato fue consciente por primera vez del repiqueteo de la lluvia contra la ventana. Debía de haber cambiado el viento. Unos distantes relámpagos difusos perfilaron momentáneamente al secretario imperial y, tras una pausa, el sonido de los truenos retumbó por la ciudad.

Narciso se movió.

—Ése es el problema que tengo, Cato. Los términos de la profecía son tan imprecisos que podrían abarcar todas estas amenazas. Necesito a alguien que investigue el asunto más a fondo, que valore los peligros y que los resuelva si es posible.

—¿Resolverlos? —Cato sonrió—. ¡Éste sí que es un término impreciso! Contempla un sinnúmero de posibilidades.

—Por supuesto —Narciso le devolvió la sonrisa—. Y de ti depende discernir la mejor manera de resolver cualquier tema que consideres que constituye una amenaza para el emperador.

—¿De mí?

—De ti y de Macro, claro. Puedes recogerlo en Rávena cuando embarques rumbo al este.

—Eh, aguarde unos instantes…

—Por desgracia no podemos esperar. No hay tiempo que perder. Debes abandonar Roma de inmediato.

Cato se quedó mirando a Narciso con expresión hostil.

—La última misión a la que nos envió casi hace que nos maten.

—Eres un soldado. El hecho de que te maten es un riesgo del oficio.

Cato siguió mirando al secretario imperial un momento, consumido por la ira y un sentimiento de injusticia. Se obligó a responder con toda la calma de la que fue capaz.

—Macro y yo no nos merecemos esto. ¿No hemos hecho ya bastante por usted?

—Nunca se hace suficiente para servir a Roma.

—Busque a otro. A alguien mejor cualificado para este tipo de trabajo. Deje que Macro y yo volvamos a la vida militar. Es lo que hacemos mejor.

—Los dos sois unos buenos soldados —asintió Narciso con labia—. De los mejores. Y el hecho de que seáis soldados resulta útil como tapadera de vuestra verdadera misión. A Macro y a ti se os asignará una unidad fronteriza en la provincia. Puesto que sois de los pocos escogidos que conocen las profecías, sois la alternativa más lógica para el trabajo. —Se encogió de hombros—. En cierto modo sois víctimas de vuestro propio éxito, como se suele decir. Vamos, Cato. No os estoy pidiendo que arriesguéis la vida. Sólo quiero que evaluéis la situación.

—Y que la resolvamos.

—Sí, y que la resolváis.

—¿Por qué medios?

—Actuaréis con absoluta autorización del emperador. Tengo preparado un documento a tal efecto. Está esperando en el otro despacho, junto con la carta de nombramiento del centurión Macro, el informe llegado de Cesarea y todo el resto del material. Me pareció que era relevante que lo vieras. Me gustaría que te lo leyeras todo esta noche.

—¿Todo?

—Sí, creo que sería lo más sensato puesto que saldrás de Roma mañana al amanecer.

* * *

El centurión Floriano meneó la cabeza mientras Cato terminaba de relatar los detalles de la reunión.

—¡Qué mala suerte! El secretario imperial parece decidido a hacer que os ganéis hasta el último sestercio de vuestra paga.

Macro puso los ojos en blanco.

—Ni te lo imaginas.

—Naturalmente —dijo Cato en voz baja—, no tienes que hablarle nunca a nadie sobre los rollos. Narciso me dio instrucciones para que te informara a ti solo. Únicamente unas cuantas personas tienen conocimiento de su existencia, y nosotros tres somos los únicos que lo sabemos en todas las provincias del este. Narciso quiere que esto siga siendo así. ¿Entendido?

Floriano movió la cabeza en señal de afirmación.

—Muy bien —siguió diciendo Cato—. No voy a insultarte pidiéndote que jures guardar el secreto. Conociendo como conocemos todos al secretario imperial, basta con imaginar lo que podría hacernos si alguna vez lo reveláramos.

—No te preocupes —repuso Floriano en tono despreocupado—. Sé lo que les pasa a los que se buscan problemas con Narciso. Antes de venir aquí, yo era uno de sus interrogadores.

—Ah… —Macro fue a decir algo, se lo pensó mejor, cerró la boca e impulsivamente empujó su copa hacia Floriano—. Creo que necesito un poco más de tu vino.

Mientras Macro saboreaba un buen trago de la copa que le habían vuelto a llenar, Floriano continuó hablando.

—Así pues, ¿qué plan tenéis?

—Empezaremos con el prefecto Escrofa y con Bannus —respondió Cato—. Si podemos meterlos en vereda tal vez podamos evitar un levantamiento y, si no lo hay, Longino no tendrá motivos para pedir refuerzos. No será lo bastante fuerte como para marchar sobre Roma. Si se ve obligado a mantener su posición, con un poco de suerte los partos no se atreverán a llevar sus ambiciones demasiado lejos.

—Hay dos condiciones de más para mi gusto —masculló Macro.

Cato se encogió de hombros.

—No podemos hacer nada al respecto. Al menos hasta que no lleguemos al fuerte de Bushir.

—¿Cuándo os iréis? —preguntó Floriano.

—¡Valiente anfitrión! —se rio Macro, y Floriano intentó no sonrojarse al responder.

—No trato de deshacerme de vosotros. Lo digo porque, como habéis matado a algunos sicarios en esa escaramuza del templo, sus amigos os estarán buscando.

Os aconsejo que procuréis por vuestra seguridad hasta que lleguéis a Bushir. No vayáis solos a ningún sitio. Tened siempre cerca algunos hombres armados y guardaos las espaldas.

—Siempre lo hacemos —le dijo Macro.

—Me alegra oírlo. Bueno, supongo que necesitaréis un guía. Alguien que conozca la ruta así como el terreno de los alrededores de Bushir.

—Eso nos vendría bien —afirmó Cato—. ¿Conoces a alguien que sea de confianza?

—Nadie de aquí, eso seguro. Pero hay un hombre que os podría servir. Normalmente trabaja como guía en las rutas de las caravanas que van a Arabia, de manera que conoce bien el terreno y a sus gentes. Simeón no es precisamente un amigo del imperio, pero es lo bastante inteligente como para saber que ningún intento de desafiar a Roma reportará nada bueno. Al menos podéis confiar en él hasta ese punto.

—Puede resultar útil —Macro sonrió—. Cualquier enemigo de mi enemigo es mi amigo.

Floriano asintió con la cabeza.

—Así ha sido siempre. No critiques, Macro. El sistema funciona bastante bien. Bueno, ¿hay alguna otra cosa que deba saber? ¿Puedo hacer algo por vosotros?

—Me parece que no —Cato dirigió la mirada hacia la ciudad vieja—. En vista de lo que has dicho de los sicarios, creo que deberíamos abandonar Jerusalén lo antes posible. Mañana por la mañana, a poder ser.

—¿Mañana? —repitió Macro, sorprendido.

—Deberíamos marcharnos al alba. Intentar alejarnos de Jerusalén cuanto podamos antes de que caiga la noche.

—Muy bien —Floriano movió la cabeza en señal de asentimiento—. Localizaré a Simeón y os organizaré una escolta a caballo. Un escuadrón de caballería de la guarnición debería bastar para garantizar vuestra llegada a Bushir sanos y salvos.

—¿Es realmente necesario? —preguntó Macro—. Iremos más deprisa si vamos solos.

—Créeme, si os marcharais de aquí sin una escolta, los bandidos os localizarían y os matarían antes de terminar el día. Esto es una provincia romana sólo de nombre. Al otro lado de los muros de la ciudad no hay ni ley ni orden, sólo un páramo gobernado por los ladrones y asesinos locales y por algún que otro culto religioso. No es lugar para romanos.

—No te preocupes. El muchacho y yo podemos cuidarnos solos. Hemos estado en sitios peores.

—¿En serio? —Floriano pareció dudarlo—. En cualquier caso, mantenedme informado de la situación en Bushir y yo haré llegar los informes a Narciso.

Cato asintió.

—Entonces ya está todo decidido. Nos marchamos por la mañana.

—Sí. Una última cosa —dijo Floriano en voz baja—. Un consejo. Cuando lleguéis a Bushir andaos con cien ojos. Hablo en serio. Al comandante que precedió a Escrofa lo mataron con una sola estocada, por la espalda.