Capítulo II

—¿Corazón y entendimiento? —el centurión Floriano se rio mientras les servía agua aromatizada con limón a los recién llegados y deslizaba las copas por el tablero de mármol de la mesa de su despacho. Tenía sus dependencias en una de las torres de la imponente mole de la fortaleza Antonia, construida por Herodes el Grande y que llevaba el nombre del patrono de éste, Marco Antonio. Actualmente estaba guarnecida por las tropas romanas encargadas del mantenimiento del orden en Jerusalén. Desde el estrecho balcón de su oficina tenía una magnífica vista del templo y, más allá, del barrio antiguo de la ciudad. Los gritos de terror de la multitud lo habían levantado de su asiento y había presenciado la desesperada escaramuza de Macro y Cato—. Corazón y entendimiento —repitió—. ¿De verdad dijo eso el procurador?

—Así es —asintió Macro—. Y más cosas. Todo un discurso sobre la importancia de mantener buenas relaciones con los judíos.

—¿Buenas relaciones? —Floriano meneó la cabeza—. ¡No me hagas reír! No puedes tener buenas relaciones con una gente que te odia a muerte. Estos individuos te clavarían un cuchillo en la espalda en cuanto osaras darte la vuelta. Esta maldita provincia es un desastre. Siempre lo ha sido. Incluso cuando dejamos que Herodes y sus herederos administraran las cosas.

—¿En serio? —Cato ladeó ligeramente la cabeza—. Eso no es lo que se oye en Roma. Por lo que yo sabía, se suponía que la situación en la provincia estaba mejorando. Al menos ésa era la postura oficial.

—Claro, eso es lo que le dicen a la gente —repuso Floriano con desdén—. La verdad es que los únicos lugares que controlamos son las ciudades y las poblaciones más grandes. Todas las rutas entre ellas están plagadas de bandidos y malhechores. E incluso las ciudades están divididas por facciones políticas y religiosas que se disputan la influencia sobre sus habitantes. El hecho de que haya tantos dialectos y de que la única lengua común sea el griego no sirve de mucho, pues no hay mucha gente que lo hable. Apenas pasa un mes sin que surja algún problema entre los idumeos, los samaritanos u otros cualesquiera. Se nos está escapando de las manos. Esas personas contra las que os peleasteis en el Gran Patio pertenecían a una de las bandas que alquilan sus servicios a las facciones políticas. Se sirven de los sicarios para asesinar a los rivales, o para mandar un mensaje político como la demostración de esta mañana.

—¿Eso era una demostración? —Macro meneó la cabeza con perplejidad—. ¿Sólo estaban mandando un mensaje político? No me gustaría nada meterme en una pelea a gran escala con esos cabrones.

Floriano esbozó una breve sonrisa y siguió hablando.

—Claro que los procuradores rara vez ven ese aspecto de las cosas desde Cesarea. Ellos se quedan tocándose las narices y envían directrices a los oficiales superiores como yo para asegurarse de que se pagan los impuestos. Y cuando yo les mando informes sobre lo jodida que está la situación, ellos los entierran y le dicen a Roma que están haciendo grandes progresos calmando las cosas en la pequeña y soleada provincia de Judea. —Meneó la cabeza—. Supongo que no puedo culparlos. Si les dijeran la verdad daría la impresión de que están perdiendo el control. El emperador los reemplazaría enseguida. De modo que ya os podéis ir olvidando de lo que os han contado en Roma. Francamente, dudo que consigamos domar a estos judíos. Todo intento de romanización se nos escurre con más rapidez que la mierda al ganso.

Cato frunció los labios.

—Pero el nuevo procurador, Tiberio Julio Alejandro, es judío, y parece más romano que la mayoría de romanos que he conocido.

—Por supuesto que sí —Floriano sonrió—. Pertenece a una familia acaudalada. Lo bastante rica como para que fuera criado y educado por profesores griegos en costosas academias romanas. Después de eso, alguien fue lo suficientemente amable como para proporcionarle una brillante carrera comercial en Alejandría. Sorpresa, sorpresa…, termina haciéndose rico. Tanto como para ser amigo del emperador y de sus libertos —Floriano dio un resoplido—. ¿Sabéis? Llevo más tiempo que él en este territorio. No se le puede considerar precisámente un nativo. Tal vez el procurador haya engañado a Claudio, y a ese secretario imperial, Narciso, pero aquí la gente se huele gato encerrado. Este ha sido siempre el problema. Desde el principio, cuando hicimos a Herodes el Grande su rey. Una misma pauta típica se adecúa a todos los caminos hacia la diplomacia. Sólo porque nos las hemos arreglado para imponer un rey y una clase dirigente en otras tierras dimos por sentado que aquí iba a funcionar del mismo modo. Pues bien, no ha sido así.

—¿Por qué no? —lo interrumpió Macro—. ¿Qué tiene Judea de especial?

—¡Eso pregúntaselo a ellos! —Floriano señaló hacia el balcón con la mano—. Llevo ocho años destinado aquí y apenas hay uno solo de ellos a quien pueda llamar amigo. —Hizo una pausa para tomar un largo trago de su copa y volvió a dejarla con un fuerte golpe—. De manera que os podéis olvidar de la idea de ganaros sus corazones y sus entendimientos. Eso no va a ocurrir. Odian a los kittim, que es como nos llaman. Lo mejor que podemos hacer es agarrarlos por las pelotas y esperar a que suelten el dinero de los impuestos que les corresponde pagar.

—Una imagen muy vivida —Macro se encogió de hombros—. Me recuerda a ese cabrón de Cayo Calígula. ¿Qué es lo que solía decir, Cato?

—Que me odien, con tal de que me teman…

—¡Eso es! —Macro dio una palmada—. Un magnífico consejo, aunque Calígula estuviera loco de remate. Parece que podría ser la mejor política con esta gente, si resultan tan difíciles como dices.

—Podéis creerme —repuso Floriano con seriedad—. Son tan difíciles como digo, si no peor. La culpa es de esa religión farisaica que tienen. Al más mínimo desaire a su fe se lanzan a las calles y causan disturbios. Hace unos cuantos años, durante la Pascua, uno de nuestros hombres sacó el trasero por encima de las almenas y se tiró un pedo en dirección a la multitud. Podríais pensar que sólo fue una broma grosera de un soldado, pero para esa gente no. Después de un montón de muertes tuvimos que entregarles al soldado para que lo ejecutaran. Lo mismo ocurrió en algún lugar cerca de Cafarnaum con un optio al que se le ocurrió quemar los libros sagrados de una aldea para darles una lección. Estuvo a punto de causar una revuelta. De modo que les entregamos al optio y la gente lo hizo pedazos. Fue la única manera de restablecer el orden. Os lo advierto, los judíos no están dispuestos a transigir en el más mínimo detalle de su religión. Es por eso que aquí no tenemos estandartes de las cohortes ni estatuas del emperador. Ellos desprecian al resto del mundo y se aferran a la idea de que han sido elegidos para un gran propósito —Floriano se rio—. Lo que quiero decir es que os fijéis en este lugar. Es una ratonera polvorienta. ¿Os parece que sea la tierra de un pueblo elegido?

Macro miró a Cato y se encogió de hombros.

—Quizá no.

Floriano se sirvió otro poco de agua, tomó un sorbo y estudió detenidamente a sus invitados.

—Te estás preguntando por qué estamos aquí —dijo Cato con una sonrisa.

Floriano se encogió de hombros.

—Se me ha pasado por la cabeza. Puesto que dudo que el imperio pueda prescindir de los servicios de dos centuriones para hacer de niñeras de una columna de reclutas y llevarlos a sus nuevos destinos. Así pues, si no os importa que sea directo, ¿por qué estáis aquí?

—No hemos venido a sustituirte —respondió Macro, y sonrió—. Lo siento, compañero, pero eso no consta en las órdenes.

—Maldición.

Cato carraspeó.

—Por lo visto el estado mayor del imperio no es tan ignorante como tú crees de la situación en Judea.

Floriano enarcó las cejas.

—¿Ah, no?

—Han llegado a oídos del secretario imperial informes preocupantes de sus agentes en esta parte del imperio.

—¿De verdad? —Floriano miró fijamente a Cato con rostro inexpresivo.

—Más que suficiente para dudar de los informes que entrega el procurador. Por eso nos mandó aquí. Narciso quiere que otros ojos evalúen la situación. Ya hemos hablado con el procurador y creo que tienes razón sobre él. Sencillamente no puede permitirse el lujo de ver las cosas tal como están. Su personal es perfectamente consciente de lo que ocurre, pero saben que a Alejandro no le hacen ninguna gracia las opiniones que contradigan su posición oficial. Por ese motivo necesitábamos verte. Como principal agente secreto de Narciso en esta región, parecías la mejor persona con la que hablar.

Se hizo un silencio breve y tenso, tras el cual Floriano movió ligeramente la cabeza.

—Tienes razón. Supongo que no le habréis mencionado nada de esto al procurador.

—¿Por quién nos tomas? —terció Macro con rotundidad.

—No era mi intención ofenderte, centurión, pero tengo que guardar celosamente el secreto de mi verdadero papel aquí. Si los movimientos de resistencia judía lo llegan a saber, seré pasto de los buitres antes de terminar el día. No sin que antes me hayan torturado para conseguir los nombres de mis agentes, por supuesto. Así que ya veis por qué tengo que cerciorarme de que mi secreto está completamente seguro.

—Con nosotros está seguro —lo tranquilizó Cato—. Absolutamente seguro. De no ser así Narciso nunca nos lo hubiese contado.

Floriano asintió con la cabeza.

—Cierto… Pues bien, ¿qué puedo hacer por vosotros?

Una vez aclaradas las cosas, Cato pudo hablar con libertad.

—Dado que gran parte de la información que Narciso ha recabado proviene de tu red de informadores, estarás familiarizado con sus preocupaciones más obvias. La amenaza más peligrosa proviene de Partia.

—Lo cual no es ninguna novedad —añadió Macro—. Llevamos enfrentados a esos cabrones desde que Roma se interesó por Oriente.

—Sí —prosiguió Cato—, es cierto. Pero el desierto constituye un obstáculo natural entre Partia y Roma. Nos ha permitido mantener una especie de paz a lo largo de dicha frontera durante casi cien años. No obstante, la antigua rivalidad permanece, y ahora parece ser que los partos están jugando a la política en Palmira.

—Eso he oído —Floriano se rascó la mejilla—. Tengo en nómina a un mercader que lleva una caravana a dicha ciudad. Me ha dicho que los partos intentan crear problemas entre los miembros de la casa real en Palmira. Se rumorea que le han prometido la corona al príncipe Artaxas si accede a convertirse en aliado de Partia. Él lo niega, por supuesto, y el rey no se atreve a destituirlo sin pruebas concluyentes, para no infundirles pánico a los demás príncipes.

—Eso es lo que nos contó Narciso —dijo Cato—. Y si Partia se impusiera a Palmira, podrían conducir a su ejército hasta las fronteras de la provincia de Siria. De momento hay tres legiones en Antioquía. Se están organizando las cosas para mandar a una cuarta, pero ahí es donde radica el otro problema.

Floriano ya no tenía más conocimiento de la situación y miró a Cato de hito en hito.

—¿Qué problema?

Cato bajó la voz de manera instintiva.

—Casio Longino, el gobernador de Siria.

—¿Qué le pasa?

—Narciso no se fía de él.

Macro se echó a reír.

—Narciso no se fía de nadie. Pero claro, nadie en su sano juicio se fiaría de él.

—Sea como sea —continuó diciendo Cato—, parece ser que Casio Longino tiene contactos con los elementos que se oponen al emperador en Roma.

Floriano levantó la mirada.

—¿Te refieres a esos hijos de puta que se hacen llamar los Libertadores?

—Por supuesto —Cato sonrió forzadamente—. Uno de sus hombres cayó en manos de Narciso este mismo año. Dio unos cuantos nombres antes de morir, incluido el de Longino.

Floriano puso mala cara.

—Mis fuentes en Antioquía no me han dicho nada sobre Longino. Nada que levante sospechas. Y lo he visto unas cuantas veces. Sinceramente, no parece ese tipo de persona. Demasiado cauto como para actuar por su cuenta.

Macro sonrió.

—El hecho de tener a tres legiones guardándote las espaldas lo fortalece a uno estupendamente. Y todavía más si son cuatro legiones. Tener tanto poder a tu alcance debe de avivar las ambiciones de una persona.

—Pero no tanto como para volverse contra el resto del imperio —replicó Floriano.

Cato movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Es verdad, tal y como están las cosas. No obstante, supón que el emperador se viera obligado a reforzar la región con más legiones todavía. No sólo para responder a la amenaza parta, sino para sofocar una rebelión aquí en Judea.

—Pero aquí no hay ninguna rebelión.

—Todavía no. Sin embargo, y como tú mismo has dicho, hay mucho resentimiento fermentando. No costaría mucho incitar a una franca revuelta. Fíjate en lo que pasó cuando Calígula dio órdenes para que erigieran una estatua suya en Jerusalén. Si no lo hubieran asesinado antes de que se pudiera empezar el trabajo, hasta el último habitante de estas tierras se hubiera alzado contra Roma. ¿Cuántas legiones habrían hecho falta para sofocar la rebelión? ¿Otras tres? ¿Cuatro, tal vez? Con las legiones sirias eso hace un total de siete por lo menos. Con semejantes fuerzas a su disposición, cualquiera podría convertirse en aspirante a la toga púrpura. Ya verás.

Se hizo un prolongado silencio durante el cual Floriano consideró la propuesta de Cato y de pronto miró al joven centurión.

—¿Estás sugiriendo que en realidad Longino podría provocar una revuelta así? ¿Hacerse con más legiones?

Cato se encogió de hombros.

—Tal vez. O tal vez no. Todavía no lo sé. Digamos que es una perspectiva lo bastante preocupante para que Narciso nos mande aquí a investigar.

—Pero eso es ridículo. Una revuelta causaría la muerte de miles…, decenas de miles de personas. Y si Longino tuviera intención de utilizar las legiones para abrirse camino a la fuerza hasta el palacio de Roma, dejaría indefensas las provincias orientales.

—Los partos vendrían hacia aquí disparados —bromeó Macro, y alzó las manos en un gesto de disculpa cuando los otros dos se volvieron hacia él con expresión irritada.

Cato carraspeó.

—Es verdad. Pero Longino iría a por todas. Estaría dispuesto a sacrificar las provincias orientales si ello significaba convertirse en emperador.

—Si es que éste es su plan —repuso Floriano—. Y, francamente, eso está por verse.

—Sí —admitió Cato—. Pero sigue habiendo una posibilidad que hay que tomar en serio. Narciso se la toma en serio, sin duda.

—Disculpa, joven, pero he trabajado muchos años para Narciso. Tiene tendencia a asustarse por nada.

Cato se encogió de hombros.

—Aun así, Longino sigue siendo un riesgo.

—Pero ¿cómo piensas que va a provocar la revuelta exactamente? Ahí tiene que estar la clave de la situación. A menos que haya una revuelta no conseguirá las legiones, y sin ellas no puede hacer nada.

—Así pues, necesita una revuelta. Y tiene la suerte de tener a alguien en Judea que ha jurado proporcionarle una.

—¿De qué estás hablando?

—Hay un hombre llamado Bannus el Cananeo. Supongo que habrás oído hablar de él.

—Por supuesto. Es un forajido de poca monta. Vive en la sierra al este del río Jordán. Vive del pillaje de los pueblos y los viajeros del valle, además del asalto de algunas fincas ricas y unas cuantas caravanas que se dirigían a la Decápolis. Pero no supone una amenaza seria.

—¿No?

—Cuenta con unos centenares de seguidores. Hombres de las montañas mal armados y aquellos que huyen de las autoridades en Jerusalén.

—De todos modos, según tus informes más recientes, se ha hecho más fuerte, sus ataques son cada vez más ambiciosos e incluso afirma ser una especie de dirigente elegido por su dios —Cato frunció el ceño—. ¿Cómo era la palabra?

—Mashiah —dijo Floriano—. Así es como los llaman aquí. Cada pocos años algún loco idiota se presenta a sí mismo como el ungido, el hombre que conducirá al pueblo de Judea a su liberación de Roma y finalmente a la conquista del mundo.

Macro meneó la cabeza.

—Parece un muchacho ambicioso, este tal Bannus.

—Y no solamente él. Casi todos son así —repuso Floriano—. Duran unos meses, congregan a una multitud desesperada tras ellos y al final tenemos que mandar a la caballería de Cesarea para que hagan entrechocar unas cuantas cabezas y crucifiquen a los cabecillas. Sus seguidores se esfuman rápidamente y luego ya sólo nos queda preocuparnos de un puñado de fanáticos antiromanos y su táctica del terror.

—Ya nos dimos cuenta —dijo Macro—. Y no fue cosa de aficionados, te lo aseguro.

—Ya os acostumbraréis —Floriano le quitó importancia con un ademán—. Pasa continuamente. La mitad de las veces se meten con los suyos, con esos a los que acusan de colaborar con Roma. Por regla general es un asesinato rápido en las calles, pero cuando resulta difícil tener acceso a la víctima, los sicarios son muy capaces de valerse de ataques suicidas.

—Mierda —masculló Macro—. Ataques suicidas. ¿Qué clase de locura es ésa?

Floriano se encogió de hombros.

—La gente se desespera hasta tal punto que son capaces de horrores impensables. Cuando llevéis aquí unos cuantos meses entenderéis lo que quiero decir.

—Yo ya quiero abandonar esta provincia.

—Todo a su tiempo. —Cato esbozó una sonrisa—. En cuanto a este tal Bannus, has dicho que opera al otro lado del río Jordán.

—Así es.

—¿Cerca del fuerte de Bushir?

—Sí, ¿por qué?

—Es el fuerte en el que está emplazada la Segunda cohorte iliria a las órdenes del prefecto Escrofa.

—Sí. ¿Y qué?

—Nuestra tapadera es que nos han mandado para relevar a Escrofa. Macro va a asumir el mando de la cohorte y yo seré su segundo al mando.

Floriano frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿De qué puede servir eso?

—Creo que el prefecto Escrofa fue designado por orden directa de Longino, ¿no?

—Es verdad. Lo enviaron desde Antioquía. Pero eso no tiene nada de raro. A veces se necesita un nuevo comandante y no hay tiempo para remitir el asunto a Roma.

—¿Qué ocurrió con el anterior comandante?

—Lo mataron. En una emboscada, cuando iba al mando de una patrulla en las montañas. Eso fue lo que su ayudante explicó en el informe.

—Claro —Cato sonrió—. Pero el hecho de que su ayudante fuera nombrado por la misma persona que le habló a Narciso de Longino es más que intrigante, al menos en mi opinión.

Floriano se quedó quieto un momento.

—¿No hablarás en serio?

—Nunca he hablado más en serio.

—Pero, ¿cuál es la relación con Longino?

Macro sonrió.

—Eso es lo que hemos venido a averiguar.

El centurión Floriano llamó a su ordenanza y le pidió que trajera un poco de vino.

—Creo que no me vendría mal algo un poco más fuerte. Estáis empezando a asustarme. No me lo habéis contado todo.

Macro y Cato intercambiaron una breve mirada y Macro movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Adelante, cuéntaselo. Tú conoces los antecedentes mejor que yo.