Prólogo

FLORENCIA, ITALIA. 1292

El poeta se apartó de la mesa y miró por la ventana, desde donde veía su amada ciudad. A pesar de que la arquitectura y las calles lo llamaban, lo hacían con voces huecas. Era como si se hubiera extinguido una gran luz, no sólo de la ciudad, sino del mundo.

Quomodo sedet sola civitas plena populo facta est quasi vidua

domina Gentium

Revisó la Lamentación que acababa de citar hacía escasos momentos. Desgraciadamente, las palabras del profeta Jeremías eran insuficientes.

—Beatriz —susurró, con el corazón en un puño.

Incluso en ese momento, dos años después de su muerte, le costaba mucho escribir sobre su pérdida.

Ella permanecería siempre joven, siempre noble. Siempre sería su bendición y no existía poema en la Tierra capaz de expresar la devoción que sentía por ella. Pero lo intentaría, por su memoria y su mutuo amor.