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Sentado con Rollito de primavera en brazos, Gabriel perdió la noción del tiempo. Por su mente le pasaban imágenes sueltas. Se vio entrando en casa con la pequeña en brazos. Dándole el biberón de madrugada. Volviendo por el pasillo hacia el dormitorio de matrimonio.

Solo. Tan solo…

Había amado a una sola mujer en su vida. Al principio, su amor había sido un amor pagano. La había idolatrado y adorado. Luego había admitido que había cosas más importantes que lo que él sentía: la felicidad de Julia, por ejemplo.

Recordó las últimas palabras que le había dicho: «No me arrepiento de haberme quedado embarazada».

Ahora sí se arrepentiría. Eso le había arrebatado la vida.

Los hombros le temblaron por los sollozos.

Su preciosa y dulce Julianne…

***

Aunque tenía el móvil en el bolsillo, no le apetecía hablar con nadie. Había recibido mensajes de Rachel y Richard diciendo que estaban en camino. Rebecca estaba en casa, preparando las cosas para el bebé y los invitados. Kelly le había enviado un mensaje diciéndole que había encargado flores y globos, que iban ya camino del hospital.

No se veía con fuerzas para comunicarles que Julia los había dejado.

Contempló la carita de su hija, preguntándose cómo iba a criarla él solo. Había tenido plena confianza en que Julianne sabría lo que había que hacer. Y ahora, por culpa de su egoísmo, su esposa ya no estaba.

Perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que alguien entraba en la habitación. Una vez más, sus ojos se encontraron con un par de zapatos muy feos, de aspecto resistente.

—Profesor Emerson.

Al reconocer la voz de la doctora Rubio, alzó la cabeza.

Parecía agotada.

—Siento mucho lo sucedido. Hemos tenido varias emergencias a la vez y no he podido salir hasta ahora. Siento haber tardado…

—¿Puedo verla? —la interrumpió Gabriel.

—Por supuesto, pero tengo que explicarle lo sucedido. Su esposa…

Gabriel no podía soportarlo. El dolor lo atenazaba. Todas las conversaciones que había mantenido con Julia sobre el tema de tener hijos volvían a su mente para martirizarlo.

Todo era culpa suya. La había convencido de tener un bebé y la había dejado embarazada cuando ella aún no estaba preparada. Él era el único responsable. Él había plantado la semilla en su vientre y, al hacerlo, la había matado.

Bajó la cabeza, abatido.

—Profesor Emerson.

La doctora Rubio se acercó.

—Profesor Emerson, ¿se encuentra bien? —le preguntó, antes de murmurar unas palabras en español.

—¿Puedo verla? —repitió Gabriel.

—Por supuesto. —La doctora señaló hacia la puerta—. Siento que no vinieran a buscarlo antes, pero el personal no daba abasto.

Gabriel se levantó lentamente y se dirigió a la puerta sin soltar a la niña.

La doctora Rubio le pidió que la dejara en la cuna con ruedas y luego la empujó hacia el pasillo.

Mientras las seguía, Gabriel se sacó del bolsillo el pañuelo con sus iniciales bordadas que le había regalado Julia un día, porque sí. Ella era así, de alma y corazón generosos. Ojalá se hubiera puesto la estrella de David que ella le había regalado por su aniversario. Le habría servido de consuelo.

Atravesó una serie de estancias tras la doctora, hasta que llegaron a una gran sala con varias camas.

—Aquí está.

Gabriel se detuvo en seco.

Julianne estaba en una de las camas de hospital. Una enfermera se inclinaba sobre ella para ponerle una inyección.

Vio que movía las piernas debajo de la sábana. La oyó quejarse. Parpadeó rápidamente. ¿Sería un espejismo provocado por las lágrimas? Se tambaleó.

—¿Profesor Emerson? —La doctora Rubio lo sujetó por el codo—. ¿Se encuentra bien? —Llamó a la enfermera y le pidió que acercara una silla a la cabecera de la cama de Julia. Lo ayudaron a sentarse y luego dejaron la cunita a su lado.

Alguien le dio un vaso de agua. Él se lo quedó mirando como si no supiera qué hacer.

La voz de la doctora Rubio, que hasta ese momento le había llegado muy apagada y confusa, de pronto le sonó clara.

—Como le he dicho, su esposa ha perdido mucha sangre. Hemos tenido que hacerle una transfusión. Al hacerle la incisión para la cesárea, por desgracia me he encontrado con uno de los fibromas y ha sangrado mucho. Tras la cesárea ha habido que hacerle cirugía reparadora. Por eso la intervención se ha alargado tanto.

—¿Fibroma? —repitió Gabriel, llevándose una mano a la boca.

—Uno de los fibromas estaba adherido al útero, justo en el lugar donde hemos hecho la incisión. Hemos detenido la hemorragia y la hemos suturado, pero eso ha hecho que la cesárea fuera más complicada de lo habitual. Por suerte, el doctor Manganiello, el cirujano de guardia, estaba aquí. Su esposa se pondrá bien —concluyó, apoyándole una mano en el hombro—. No parece que el útero haya quedado dañado.

»Pronto se despertará, pero estará atontada. Le he pautado medicación para controlar el dolor. Mañana pasaré a visitarla. Felicidades por el nacimiento de su hija. Es una niña preciosa. —Y con una sonrisa de despedida, la mujer se marchó.

Gabriel miró a Julia y comprobó que le había vuelto el color a las mejillas. Estaba durmiendo.

—¿Señor Emerson? —le preguntó una enfermera al ver que estaba llorando—. ¿Puedo traerle algo?

Él negó con la cabeza, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Pensaba que había muerto.

—¿Qué? —preguntó ella, bruscamente.

—Nadie me dijo nada. Parecía muerta la última vez que la vi. Pensé…

La enfermera se acercó, mirándolo horrorizada.

—Lo siento mucho. Alguien del turno de noche debió salir a explicarle lo que estaba pasando. Ha habido otra cesárea de emergencia al mismo tiempo que la de su mujer. Han salvado a la paciente, pero no han podido salvar a la niña.

Gabriel miró a la enfermera.

—Pero eso no es excusa —siguió diciendo ella en voz baja—. Alguien debió salir a decirle que su esposa estaba bien. Llevo trabajando aquí diez años y por suerte hemos perdido a muy pocas madres. Pero cuando ocurre, se abre una investigación inmediata y todo el mundo queda destrozado.

Gabriel estaba a punto de preguntarle a qué cantidad se refería al decir «muy pocas» cuando oyó que Julia gruñía. Dejó el vaso de agua y se levantó.

—¿Julianne?

Ella parpadeó y abrió un poco los ojos. Lo miró un instante, pero en seguida volvió a cerrarlos.

—Nuestra hija está aquí. Es preciosa.

No se movió, pero unos minutos después volvió a quejarse.

—Me duele —susurró.

—Aguanta. Voy a buscar a alguien. —Gabriel llamó a una enfermera.

Después de que ésta hubiera ajustado el gota a gota, él sacó a la niña de la cunita.

—Querida, te presento a tu hija. Es preciosa. Y tiene pelo. —La incorporó un poco para que Julia pudiera verla.

Ella abrió los ojos, pero su mirada parecía desenfocada. Volvió a cerrarlos en seguida.

Gabriel apretó al bebé contra su pecho.

—Cariño, ¿me oyes?

—Su esposa tardará un rato en despertarse del todo, no se preocupe. —La voz de la enfermera lo sacó de sus pensamientos, lo que fue de agradecer ya que Gabriel había empezado a preguntarse si a Julia no le había gustado la niña.

Devolvió a la pequeña a la cuna y se sentó con la mirada clavada en su esposa. No pensaba volver a perderla de vista nunca más.

Le llegó el tono de aviso de un par de mensajes de texto que había recibido. Uno era de Richard y Rachel diciéndole que llegarían pronto. Tom y Diane les mandaban felicitaciones y todo su amor.

Y Katherine Picton insistía en su petición de que la hicieran madrina. Le ofreció un valioso ejemplar de La Vita Nuova de Dante como aliciente adicional.

Gabriel sacó varias fotos de Rollito de primavera con el iPhone y las envió por email a todo el mundo, incluida Kelly. A Katherine le dijo que no necesitaban ningún incentivo. Estarían encantados de que fuera la madrina.

***

—¿Tiene pelo? —Cuando Julia se despertó finalmente, lo primero en lo que se fijó fue en los mechones oscuros que asomaban bajo el gorrito lila.

—Sí, mucho pelo. Creo que es más oscuro que el tuyo. —Con una sonrisa, Gabriel le depositó a la niña sobre el pecho.

Julia desenvolvió al bebé y se abrió el camisón, para quedar piel contra piel con su hija.

Gabriel nunca había visto una imagen tan increíble.

—Es preciosa —susurró ella.

—Como su madre —apuntó él.

Julia le dio suaves besitos en la cabeza.

—No lo creo. Tiene tu cara.

Gabriel se echó a reír.

—Si tú lo dices… Yo no le encuentro el parecido, aunque parece que tiene los ojos del mismo color que los míos. Tiene unos ojazos enormes, pero no le gusta mucho abrirlos.

Julia le examinó la carita antes de abrazarla con fuerza.

—¿Te duele?

Ella hizo una mueca.

—Me siento como si me hubieran partido en dos con una sierra.

—Sí, algo así te hicieron.

Ella lo miró curiosa.

—No, querida, no miré. —Gabriel le besó la cabeza—. Deberíamos decidir qué nombre vamos a ponerle. A sus abuelos no les va a hacer gracia que la llamemos Rollito de primavera. Y Katherine me ha escrito diciéndome que deberíamos llamarla como ella.

—Habíamos hablado de Clare o Grace.

Gabriel se lo planteó.

—Clare me gusta, pero como rezamos ante la tumba de san Francisco para pedirle un hijo, tal vez deberíamos llamarla Frances.

—Santa Clara era amiga de san Francisco, así que Clare le gustará. Grace podría ser su segundo nombre.

—Grace —repitió, emocionado.

—¿Qué te parece Clare Grace Hope? Es la culminación de tantas esperanzas, de tanta gracia concedida…

—Clare Grace Hope Emerson. Es perfecto. —Julia suspiró y le dio un beso a Clare en su diminuta mejilla.

—Es perfecta. —Él le dio un beso a cada una y las estrechó entre sus brazos.

—Mis niñas… Mis dulces niñas…