En su ausencia, Julia cerró los ojos y se concentró en respirar hasta que estuvo en el quirófano y la doctora Rubio empezó a tocar el área que habían desinfectado para la incisión.
—Lo he notado —dijo Julia, claramente alarmada.
—¿Notas una presión?
—No. He notado cómo me pellizcaba la piel.
Gabriel estaba sentado junto a ella, por encima de la pantalla de tela que le tapaba la visión de la mitad inferior de su cuerpo.
—¿Te duele?
—No —respondió Julia, asustada—, pero aún siento el dolor. Tengo miedo de notar la incisión.
La doctora Rubio repitió la prueba, pellizcándole la piel varias veces. Ella insistía, cada vez más aterrorizada, en que notaba todos los pellizcos.
—Tenemos que dormirla —anunció el anestesista, moviéndose rápidamente para preparar una anestesia general.
—Es duro para el bebé. Dale otra cosa —protestó la doctora Rubio.
—No puedo darle nada más. Lleva una epidural y un calmante. Voy a dormirla.
Julia levantó la vista hacia los amables ojos del médico anestesista.
—Lo siento —se disculpó.
Él le dio unas palmaditas en el hombro.
—Cariño, no lo hagas. Esto es el pan de cada día. Tú sólo trata de relajarte.
Mientras el equipo se movía rápidamente de un lado a otro preparándolo todo, Gabriel no paraba de hacer preguntas.
Julia le apretó la mano, como pidiéndole que no perdiera los nervios. Necesitaba que no perdiera el control. Necesitaba que cuidara de ella mientras estuviera anestesiada.
Apenas se daba cuenta de lo que los médicos estaban haciendo, ni de las instrucciones del anestesista. Lo último que oyó antes de sumirse en la oscuridad fue la voz de Gabriel asegurándole que estaría a su lado hasta que se despertara.