—¿Julia? —Gabriel le apretaba la mano cada vez que empezaba una contracción, con la vista clavada en el monitor para poder anunciarle cuando ésta comenzaba a disminuir. Luego le acariciaba los nudillos o la frente.
—Lo estás haciendo muy bien.
Gabriel no. Estaba desaliñado y nervioso y cuando tenía un poco de tiempo para pensar en ello, se sentía extremadamente preocupado. A pesar de que estaban en un hospital con una excelente reputación en Boston, rodeados de un excelente personal sanitario, estaba aterrorizado.
Sin embargo, se cuidaba de mantener sus miedos en secreto, rezando en silencio para que Julia y Rollito de primavera estuvieran bien.
Poco antes de las nueve de la noche, Julia empezó a tener fiebre. A aquella hora, la doctora Rubio ya estaba al cargo. La examinó y ordenó que le suministraran un antibiótico por el gota a gota.
Gabriel se mordió el labio mientras observaba a la enfermera colgar una nueva bolsa al lado de los demás fluidos que entraban lentamente en el brazo de su esposa.
La doctora Rubio rompió la bolsa del líquido amniótico y animó a Julia a que empezara a empujar. La anestesia epidural le quitaba parte del dolor, pero no del todo, aún tenía sensibilidad en la mitad inferior del cuerpo.
La enfermera Susan le sostenía una de las piernas mientras Gabriel le aguantaba la otra. Julia apretaba con todas sus fuerzas y, aunque la doctora Rubio y él la animaban a seguir, lo cierto era que no pasaba nada. Finalmente, la obstetra reconoció lo que Gabriel llevaba rato temiéndose. Rollito de primavera seguía atravesada y estaba situada demasiado arriba como para poder sacarla con fórceps.
Julia gruñó débilmente al oír las noticias, dejándose caer en la cama, exhausta.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gabriel.
La doctora Rubio frunció los labios.
—Significa que hemos de hacer una cesárea de urgencia. El ritmo cardíaco del bebé empieza a acelerarse y su esposa tiene fiebre, lo que indica que probablemente haya infección. Voy a avisar al equipo quirúrgico. Hemos de operar cuanto antes.
—Me parece bien. Lo que haga falta —dijo Julia.
Estaba cansada, muy cansada. La idea de acabar el parto, del modo que fuera, le resultaba muy agradable.
—¿Está segura? —preguntó Gabriel, apretando la mano de su esposa con fuerza.
—La verdad es que no tenemos más opciones, señor Emerson. El bebé no puede nacer en esa postura. —La voz de la doctora Rubio era firme.
—Ya le he dicho que es profesor Emerson —saltó él, hecho un manojo de nervios.
—Cariño, relájate. Todo va a salir bien. —Julia sonrió débilmente y cerró los ojos, animándose mentalmente para resistir la siguiente oleada de dolor que le recorrería el cuerpo.
Él le dio un casto beso y le murmuró una disculpa justo antes de que la habitación se convirtiera en un hervidero de actividad. El anestesista llegó y le hizo una serie de preguntas. La enfermera le pidió a Gabriel que la acompañara para ponerse ropa quirúrgica.
Él no quería separarse de Julia ni un segundo. Llevaba horas a su lado, dándole a chupar trocitos de hielo y apretándole la mano. Pero si quería entrar con ella en el quirófano, tenía que ponerse ropa estéril.
Antes de que se marchara, Julia alargó la mano hacia él. Gabriel se la cogió y le besó la palma.
—No me arrepiento —susurró.
Él se echó un poco hacia atrás para mirarla. La medicación parecía estarla afectando.
—¿De qué no te arrepientes, querida?
—De haberme quedado embarazada. Cuando todo esto haya acabado, tendremos a nuestra hija. Seremos una familia. Para siempre.
Gabriel le dirigió una sonrisa forzada y la besó en la frente.
—Te veré en seguida. Sé fuerte.
Ella le devolvió la sonrisa antes de volver a cerrar los ojos, respirando hondo para resistir la siguiente contracción.