Más tarde, Gabriel estaba abrazado a su esposa en una de las estrechas camas. Ella susurró su nombre contra su pecho.
—No has perdido facultades. Esa última innovación me ha parecido muy… satisfactoria.
Él respiró profundamente, hinchando el pecho.
—Gracias. Es tarde. Vamos a dormir.
—No puedo.
Gabriel le levantó la barbilla.
—¿Estás nerviosa por la conferencia?
—Quiero que te sientas orgulloso de mí.
—Siempre estaré orgulloso de ti. Ya estoy orgulloso de ti —recalcó, atravesándola con sus ojos azules, que parecían dos láseres.
—¿Y la profesora Picton?
—No te habría invitado si no creyera que estás preparada.
—¿Y si alguien me hace una pregunta y no sé qué responderle?
—Le respondes lo mejor que puedas. Y si insisten, siempre puedes decir que te parece una pregunta muy interesante y que pensarás en ello.
Julia volvió a apoyar la cabeza en el pecho de él, mientras le acariciaba juguetona los abdominales.
—¿Crees que si le pido a C. S. Lewis que interceda por mí ante los santos lo hará?
Gabriel se rió, soltando el aire por la nariz.
—Lewis era protestante, de Irlanda del Norte. No creía en esas cosas. Aunque pudiera oírte te ignoraría por una cuestión de principios. Pídeselo a Tolkien. Él sí que era católico.
—Podría pedirle a Dante que rezara por mí.
—Dante ya está rezando por ti —le susurró Gabriel, con la cara hundida en su pelo.
Julia cerró los ojos y escuchó el latido del corazón de su marido. Su ritmo siempre le resultaba reconfortante.
—¿Y si la gente nos pregunta por qué te fuiste de Toronto?
—Diremos lo de siempre, que tú ibas a estudiar en Harvard y quería estar contigo porque íbamos a casarnos.
—Christa Peterson va por ahí contando una historia distinta.
Él entornó los ojos.
—Olvídate de Christa. No tenemos ninguna necesidad de pensar en ella durante el simposio.
—Prométeme que no perderás los nervios si oyes algún comentario… desagradable.
—Confía un poco en mí —dijo Gabriel, exasperado—. Nos hemos enfrentado a los rumores y habladurías en la Universidad de Boston y en Harvard y no he perdido los nervios. De momento.
—Lo sé, tienes razón. —Julia le besó el pecho—. Pero los académicos se aburren y les gusta cotillear un poco. Y no hay nada más excitante que un escándalo sexual.
—No estoy de acuerdo, señora Emerson —replicó él, con los ojos brillantes.
—¿Ah, no?
—El sexo contigo es más excitante que cualquier escándalo.
Tumbándola de espaldas en la cama, empezó a besarle el cuello.
***
Antes de que el sol asomara por el horizonte, Julia regresó en silencio a la habitación. Un rayo de luz entraba por la ventana, iluminando parcialmente al hombre desnudo que dormía en su cama. Estaba tumbado boca abajo y tenía el pelo revuelto. La sábana se había deslizado un poco hacia abajo, dejando al descubierto la zona lumbar y la parte superior de las nalgas.
Julia lo miró, y dio las gracias por su buena suerte. Le costó un poco más de la cuenta apartar la vista de su musculosa espalda y gluteus maximus. Era guapísimo, era sexy y era suyo.
Se quitó los pantalones de yoga, la camiseta y la ropa interior y lo dejó todo sobre una silla. Desde que se casaron, casi siempre dormía desnuda. Le gustaba más hacerlo piel contra piel con su amado.
Al notar que el colchón se movía, Gabriel se volvió de lado. Levantó el brazo para acogerla contra su pecho, pero tardó un poco en despertarse.
—¿Adónde has ido? —le preguntó, acariciándole el brazo.
—A ver las figuras de piedra del patio.
Él abrió los ojos.
—¿Por qué?
—Leí los libros de Narnia. Tienen un significado… especial para mí.
Gabriel le acarició la mejilla.
—¿Por eso insististe en dormir aquí? ¿Por Lewis?
—Y por ti. Sé que Paulina vivía aquí cuando tú… —Julia se detuvo, arrepentida por haber sacado un tema que ambos estaban tratando de olvidar.
—Fue antes de que estuviéramos juntos. En aquella época nos veíamos muy poco. —La abrazó con más fuerza—. No habría tratado de arrastrarte hasta el Randolph si hubiera conocido tus razones. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Tenía miedo de que te rieras de mí, que pensaras que soy inmadura por mi afición a los libros de Narnia.
—Nada que te guste puede ser inmaduro. —Gabriel reflexionó unos segundos antes de añadir—: Yo también los leí. En el piso de mi madre en Nueva York había un armario. Estaba convencido de que si me portaba bien, el armario se abriría y podría ir a Narnia. Evidentemente, no fui lo bastante bueno.
Había esperado hacerla reír, pero no lo consiguió.
—Sé lo que es estar dispuesto a cualquier cosa para lograr que una historia se convierta en realidad —susurró ella.
Gabriel volvió a abrazarla.
—Si quieres ver dónde vivió Lewis, te llevaré a su casa, The Kilns. Luego podemos ir a The Bird and Baby, la taberna donde se reunía su grupo, los Inklings.
—Me encantaría.
Gabriel le besó la cabeza.
—Una vez te dije que no te consideraba mi igual, que eras mejor que yo. Al parecer, no me creíste.
—Es verdad. A veces me cuesta creer que lo pienses de verdad.
Él hizo una mueca.
—Voy a tener que esforzarme más para demostrártelo —susurró—. Pero aún no sé cómo.