69

Esa noche, los Emerson no durmieron bien. Julia tenía miedo y se sentía culpable. Tenía miedo de lo que pasaría con sus aspiraciones académicas y se sentía culpable por ponerlas por delante de otras cosas.

Gabriel, por su parte, tenía un conflicto de intereses. Por un lado se sentía extasiado al saber que estaban esperando un hijo. Pero la preocupación y el evidente disgusto de Julianne le impedían expresar sus auténticos sentimientos. Además, él también se sentía culpable por no haber sido capaz de protegerla.

Por supuesto, ninguno de los dos se había imaginado que la intervención para revertir la vasectomía fuese a tener éxito tan pronto.

Mientras en casa de Richard todos pasaban el día siguiente juntos y relajados, Julia se quedó en la cama. Estaba agotada. No se sentía preparada para enfrentarse a Rachel y a Aaron, a pesar de que Gabriel y ella habían acordado no contarle la noticia del embarazo a nadie hasta que estuviera de tres meses.

Gabriel se pasó el día fingiendo que no acababa de recibir la mejor noticia de su vida. Había decidido darle a Julianne el tiempo que necesitara para hacerse a la idea. No cabía duda de que a ella le había sentado como un jarro de agua fría.

Esa noche, estaba hecha un ovillo en la cama mientras todos dormían. Todos menos su esposo.

Estaba tumbado a su espalda y la abrazaba por la cintura. Julia se había pasado buena parte del día durmiendo y en esos momentos no tenía sueño. Aunque él estaba exhausto, la preocupación por ella le impedía descansar.

El mayor temor de Julianne se había hecho realidad: estaba embarazada a mitad del segundo curso de un programa de doctorado de siete años.

Sollozó al pensarlo.

Instintivamente, Gabriel la atrajo hacia él y le cubrió el abdomen con la mano.

Por unos momentos, se permitió el lujo de imaginarse cómo habría sido su vida si Maia hubiera llegado a nacer. Cuando Paulina estaba embarazada, casi no le había dedicado tiempo. Dudaba que las cosas hubieran mejorado después del parto.

Se le encogió el estómago al imaginarse a sí mismo gritándole a Paulina para que hiciera callar a la niña porque no lo dejaba trabajar. Ella habría tenido que cargar sola con el peso de la maternidad. Él no le habría dado ni un solo biberón a la pequeña, ni la habría acunado para que se durmiera ni, por supuesto, le habría cambiado los pañales. En aquella época era un cabrón egoísta adicto a las drogas. Habría sido una irresponsabilidad por parte de Paulina abandonar a su hija a su cargo.

Se habría ido de casa, dejándola sola con la niña. Tal vez le habría dado dinero, pero su adicción se lo había llevado casi todo hasta acabar con él. Y luego, Paulina y Maia se habrían quedado desamparadas.

Incluso aunque hubiera ido a rehabilitación y se hubiera recuperado, no se imaginaba siendo un buen padre en aquella época de su vida. No, el Profesor habría estado demasiado ocupado escribiendo libros y tratando de abrirse camino en el mundo académico.

Habría enviado alguna felicitación por el cumpleaños de la niña con algo de dinero. O, para ser sincero, le habría pedido a su secretaria o a alguna de las muchas mujeres de su vida que lo hicieran por él.

Resumiendo, habría actuado igual que su padre, discutiendo con Paulina por teléfono sobre su falta de compromiso hasta que se hartara y rompiera el contacto por completo. La visión le llegó con total claridad.

Abrazó a Julianne con más fuerza para reafirmarse. Ya no era el antiguo Profesor; era un hombre nuevo. Tomó la firme determinación de ser el mejor padre, el más activo y el marido más atento del mundo.

Lo primero que tenía que hacer era consolar a su esposa. Luego tendría que asegurarse de que ella no perdía todo lo que había conseguido a nivel académico con tanto esfuerzo.

Abrió la boca para hablar, pero en ese momento Julia apartó las mantas y se dirigió al armario. Encendió la luz y rebuscó entre su ropa.

Gabriel la siguió. Cuando llegó a su lado, Julia se había puesto unos vaqueros, un viejo jersey de cachemira de él y estaba buscando unos calcetines.

—¿Qué haces?

—No puedo dormir. —Sin mirarlo, se inclinó y se puso unos de sus calcetines de rombos.

—¿Adónde vas?

—Pensaba ir a dar una vuelta en coche para aclararme las ideas.

—Pues voy contigo —replicó él, alargando la mano para coger una camisa.

Julia cerró los ojos.

—Gabriel, necesito tiempo para pensar.

Él sacó unos vaqueros y un jersey del armario.

—¿Recuerdas lo que te dije en Nueva York?

—Dijiste muchas cosas en Nueva York.

—Dije que no era buena idea separarnos. Y estuviste de acuerdo conmigo. Somos socios, ¿te acuerdas?

Ella dio una patada al suelo de madera.

—Me acuerdo.

—No me dejes fuera de esto.

—¿Qué quieres que te diga, Gabriel? Mi peor pesadilla se ha hecho realidad.

Él se tambaleó hacia atrás, casi como si le hubiera dado un puñetazo.

—¿Pesadilla? —susurró—. ¿Pesadilla? —repitió incrédulo.

Julia rehuyó su mirada.

—Por eso necesito tiempo para pensar. No sé cómo expresar lo que siento sin hacerte daño. Yo… voy a perder todo lo que he conseguido con tanto esfuerzo por esto. No te imaginas cómo me duele.

Él apretó los dientes.

—Era yo el que no sabía si querría tener hijos algún día —murmuró—. Esto ha sacado a relucir mis viejas inseguridades. Para mí tampoco es fácil.

Julia levantó la cabeza y lo fulminó con la mirada.

—Me conoces, Gabriel. Sabes que no haría nada para privarte de este hijo.

Tras unos segundos de intensa mirada, fue ella la que acabó bajando los ojos.

—Déjame ir contigo. No hace falta que hablemos. Sólo quiero estar cerca de ti —le pidió en un tono más suave.

Ella se dio cuenta de que se estaba esforzando en ser considerado; luchando contra su instinto de tomar las riendas del asunto.

—De acuerdo —aceptó a regañadientes.

Una vez en el vestíbulo, se protegieron del frío cubriéndose con bufandas. En el armario del recibidor, Gabriel encontró su boina y Julia se puso un viejo gorro de lana de Rachel.

—¿Qué te parece si vamos a dar un paseo en vez de ir en coche? —le propuso Gabriel, jugueteando con las llaves que había dejado sobre el mueble de la entrada.

—¿Un paseo? Pero si hace un frío que pela…

—No iremos lejos. El aire frío te ayudará a dormir mejor.

—Vale. —Lo siguió.

Cruzaron el comedor y la cocina, donde él cogió una linterna, y luego salieron por la puerta trasera atravesando el patio cubierto de nieve.

Gabriel no le ofreció la mano, pero se mantuvo cerca, como si tuviera miedo de que pudiera resbalar.

Se adentraron en el bosque, formando nubes fantasmales en el aire con su aliento. Cuando llegaron al huerto de manzanos, Julia se apoyó en la roca, rodeándose la cintura con los brazos.

—Siempre acabamos en el mismo sitio.

Él se plantó ante ella, apuntando con la linterna hacia un lado.

—Es cierto. Este lugar me recuerda lo que es importante de verdad. Me recuerda a ti.

Julia volvió la cara para huir de la preocupación que vio en su mirada.

—En este lugar tengo un montón de recuerdos felices —siguió diciendo Gabriel con voz melancólica—. Nuestra primera noche juntos, la noche en que planeamos consumar nuestro amor, el compromiso… —Sonrió—. Aquella noche de verano cuando hicimos el amor justo allí.

Ella siguió la dirección que señalaba su dedo y vio el lugar donde se habían abrazado. Un montón de emociones e imágenes la asaltaron. Casi pudo sentir los brazos de Gabriel rodeándola, piel contra piel.

—Hace unos meses, la idea de tener un hijo me daba miedo. Pero tú me dijiste que tuviera esperanza. Que mirara hacia el futuro, no hacia el pasado. Y esa esperanza se vio recompensada al descubrir que mi árbol genealógico no estaba maldito por completo.

—Dios me está castigando —soltó Julia de sopetón.

Gabriel frunció el cejo.

—¿De qué estás hablando?

—Dios me está castigando. Quería doctorarme en Harvard y ser profesora, pero ahora…

—Dios no funciona así —la interrumpió él.

—¿Cómo lo sabes?

Él se quitó un guante de piel y le rozó el cuello con la mano, justo debajo de la oreja.

—Porque una jovencita, muy sabia para su edad, me lo dijo.

—¿Y tú te lo creíste? —le preguntó ella con los ojos brillantes.

—Nunca me ha engañado —susurró él—. Cuando un ángel de ojos castaños te habla, lo mejor que puedes hacer es hacerle caso.

Julia se rió sin ganas.

—Creo que tu ángel de ojos castaños la ha jodido bien.

La mueca de Gabriel mostró el dolor que le causaban sus palabras antes de poder ocultarlo.

—Lo siento —se disculpó ella al darse cuenta—. No quiero hacerte daño.

Alzó la mano hacia su marido y él se acercó, levantando la otra mano para sujetarla suavemente de los hombros con las dos.

—No sé qué decir para no parecer un imbécil insensible y patriarcal.

—¿Ah, sí, Profesor?

Él apretó los labios y bajó la vista.

—Sí.

—Inténtalo.

Gabriel le acarició la mandíbula con ambos pulgares a la vez.

—Sé que esto no es lo que querías. Sé que es muy mal momento, pero no puedo evitarlo. —Dejó de acariciarla—. Soy feliz.

—Pues yo estoy aterrorizada. Voy a ser madre veinticuatro horas al día, siete días a la semana. No podré estudiar para los exámenes generales, ni investigar para la tesis. No con un bebé del que ocuparme. Esto era exactamente lo que temía que pasara.

Cerró los ojos y dos lágrimas le cayeron por las mejillas.

Gabriel se las secó.

—Estás hablando como si fueras a ser madre soltera, Julianne. Te aseguro que no tendrás que cargar con la responsabilidad de criar al bebé tú sola. Le propondremos a Rebecca que se mude a vivir con nosotros. Pediré una baja por paternidad o usaré el año sabático que me deben. Yo…

—¿Baja por paternidad? ¿Hablas en serio? —preguntó ella con los ojos como platos.

—Totalmente en serio. —Movió las botas a un lado y a otro—. Estoy seguro de que para el bebé será una pesadilla quedarse conmigo, pero haré lo que haga falta para que puedas acabar los estudios. Y si para ello tengo que pedir la baja por paternidad o usar el año sabático, lo haré. No lo dudes.

—Nunca has cuidado a un bebé.

Gabriel le dirigió una mirada que sólo podía definirse como estirada.

—Fui a Princeton, Oxford y Harvard. Creo que puedo aprender a hacerlo.

—Cuidar de un bebé no tiene nada que ver con la formación universitaria de élite.

—Investigaré. Compraré todos los libros importantes sobre recién nacidos y los leeré antes de que nazca.

—Tus colegas se reirán de ti.

—Que lo hagan. —Los ojos azules de Gabriel brillaron fieros.

Las comisuras de los labios de ella se curvaron en una sonrisa.

—Estarás hundido hasta las cejas en pañales sucios y paños para limpiar la leche que suelte después de tomar el biberón. Tendrás que sobrevivir durmiendo unas pocas horas al día y tratar de calmar a un tirano cascarrabias al que le duele la barriga leyéndole Buenas noches, Luna una y otra vez. Y me temo que no podrás leérselo en italiano, porque Dante no acabó la traducción a tiempo —bromeó.

—Como se suele decir, que gane el mejor.

Julia le agarró la muñeca.

—Tus colegas del departamento te marginarán. Dirán que no te tomas la investigación en serio. Y su opinión hará que te sea más difícil conseguir futuras becas o futuros años sabáticos.

—Tengo plaza fija. Que los jodan.

La joven sintió ganas de echarse a reír, pero logró contenerse.

—Lo digo muy en serio, Julianne. Que les den a todos. ¿Qué pueden hacerme? A menos que pase algo apocalíptico, tendrán que cargar conmigo. Y cómo elijo llevar mi vida familiar no les incumbe.

—¿Por qué estás tan decidido?

—Porque te quiero. Y porque ya quiero a ese niño o niña, aunque sea todavía más pequeño que una uva. —Le acarició las mejillas con los pulgares—. No estás sola. Tienes un marido que te quiere y que se siente feliz de que vayamos a tener un hijo. No tendrás que pasar por esto sin nadie a tu lado. —Bajando la voz, le susurró al oído—: Estoy aquí, no me cierres las puertas de tu vida.

Ella cerró los ojos y se aferró con fuerza a sus antebrazos.

—Estoy asustada.

—Yo también. Pero te juro por Dios, Julianne, que todo irá bien. Me aseguraré de que todo vaya bien.

—¿Y si algo sale mal?

Gabriel pegó su frente a la de ella.

—Espero que no pase, pero no deberíamos empezar este viaje pensando en las cosas malas que pueden suceder. Fuiste tú la que me enseñaste a tener esperanza. No desesperes.

—¿Cómo ha podido pasar?

Él buscó un pañuelo en sus bolsillos y le secó la cara con delicadeza.

—Si no sabes cómo ha pasado, cariño, es que no lo estoy haciendo bien. —Trató de no sonreír, pero fracasó. Completamente.

Julia lo miró a los ojos, llenos de orgullo masculino.

—Superman —murmuró—. Debí imaginarme que tenías magia en los genes.

—Y que lo digas, señora Emerson. Tengo magia escondida en los vaqueros. Y te haré un pase privado siempre que te apetezca. Sólo tienes que pedirlo.

Ella puso los ojos en blanco.

—Muy gracioso.

La besó entonces con ternura. Era el beso de un hombre que acababa de recibir el mejor regalo posible de su amada. Un regalo inesperado, pero muy deseado.

—Yo… recé por esto —confesó él, inseguro.

—Yo también —admitió Julia—. Más de una vez. Debí imaginarme que san Francisco no descansaría hasta convencer a Dios de que nos enviara un hijo.

—Hum, no sé, no sé. —Gabriel le dio un golpecito en la nariz con el dedo—. Una vez, cierta universitaria especializada en Dante me convenció de que san Francisco solía conseguir sus objetivos en silencio. Tal vez no dijo nada. Sólo estuvo allí.

—Oh, sí. Cuando quiere habla muy clarito —se lamentó Julia—. Éste es su modo de mostrarme que mi conferencia estaba equivocada y que en realidad sí que luchó contra el demonio por el alma de Guido.

—Lo dudo mucho. Y el profesor Wodehouse también lo pondría en duda. Seguro que san Francisco está presumiendo de ti, en el círculo de los benditos.

—No le he dado muchos motivos para presumir de mí durante estos últimos días. Me he comportado como una malcriada egoísta.

—No eres ni una cosa ni otra —replicó él, convencido—. La noticia te ha pillado por sorpresa, igual que a mí, pero a ti te afecta de un modo mucho más directo. Aunque, como te he dicho antes, te prometo que intentaré igualar las cosas en todo lo que esté en mi mano.

La abrazó con fuerza y al cabo de un momento, añadió:

—No esperaba que mis oraciones obtuvieran respuesta. Todavía no puedo creerme que Dios me haya escuchado. Que me haya concedido lo que le pedí me resulta del todo increíble.

—Tal vez así sea la generosidad de la gracia de Dios, otorgada cuando uno menos se la espera.

Fun dayn moyl in gots oyern.

—¿Yidish? —preguntó Julia, alzando las cejas.

—Exacto. Significa «De tu boca a los oídos de Dios».

Una sensación de calidez se extendió por el vientre de ella.

—Podremos enseñarle yidish. E italiano. Y le contaremos cosas sobre su famoso bisabuelo, el profesor Spiegel.

—Y sobre su famosa madre, la profesora Julianne Emerson. Acabarás el doctorado, Julianne, y serás profesora. Lo juro.

Ella escondió la cara en la lana de su grueso abrigo.