AGOSTO DE 2011
CAMBRIDGE, MASSACHUSETTS
—¿Vas a correr? —preguntó Julia al levantar la vista y encontrarse con que Gabriel se había puesto zapatillas deportivas, pantalones cortos negros y una camiseta de Harvard color carmesí.
—Ajá. —Se acercó para darle un beso de despedida.
—Entonces… ¿hablaremos luego?
—¿Sobre qué? —preguntó él, desenredando el cable de los auriculares de su iPhone.
—Sobre lo que te preocupa.
—No, aún no. —Sacó las gafas de sol de la funda y se las limpió con el borde de la camiseta.
Julia se mordió la lengua, porque su paciencia estaba llegando al límite.
—¿Has pedido hora con el médico?
—Ya estamos con lo mismo —murmuró Gabriel, apoyando las manos en la encimera, bajando la cabeza y cerrando los ojos.
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —Julia se cruzó de brazos.
Él permaneció inmóvil.
—No, no lo he llamado.
—¿Por qué no?
—Porque no lo necesito.
Ella bajó los brazos.
—Pero ¿y la vasectomía? Tienes que hablar con él sobre lo de revertirla.
—No, no hace falta. —Gabriel enderezó la espalda y se puso las gafas de sol.
—¿Qué?
—No voy a revertir nada. Me gustaría que adoptáramos. Ya sé que no podemos quedarnos con Maria, pero me gustaría que cuando te hayas doctorado moviéramos los hilos para adoptar un niño.
—Has tomado una decisión —susurró Julia.
Él apretó los dientes.
—Sólo trato de protegerte.
—¿Y qué pasa con lo que hablamos? ¿Te has olvidado de lo que acordamos en el huerto de manzanos?
—Estaba equivocado.
—¿Estabas equivocado? —Julia se puso en pie—. Gabriel, ¿qué demonios pasa?
—¿Podemos hablar más tarde, por favor? —preguntó él, dirigiéndose hacia la entrada.
—Gabriel, yo…
—Cuando vuelva —la interrumpió—. Dame treinta minutos.
Ella se mordió la lengua para no responderle mal.
—Sólo dime una cosa.
Él se detuvo y se quitó las gafas.
—¿Qué?
—¿Todavía me quieres?
—Más que nunca —respondió, con una mueca de dolor. Y, sin esperar más, abrió la puerta y se fue.
***
—¿Cómo ha ido la carrera? —saludó Julia a un acalorado y sudoroso Gabriel cuando éste volvió a entrar en la cocina.
—Bien. Voy a ducharme.
—¿Te importa si te acompaño?
—Detrás de usted, señora —respondió él con una sonrisa ladeada.
Julia subió la escalera delante de Gabriel y entraron juntos en el dormitorio.
Él se sentó en una silla para desprenderse de las zapatillas deportivas y los calcetines. Al acabar, se quitó la camiseta sudada.
—¿Se te han aclarado las ideas al correr? —Julia lo estaba observando con atención. El sudor le cubría la piel bronceada. Los músculos se le contraían con cada movimiento, resaltándolos.
—Un poco.
—Cuéntame qué te preocupa.
Él suspiró hondo, cerrando los ojos con fuerza. Cuando asintió, ella se sentó en el borde de la cama y aguardó.
Gabriel apoyó los antebrazos en las rodillas y se echó hacia adelante.
—He sido un egoísta toda la vida. No entiendo cómo la gente soporta estar conmigo.
—Gabriel —lo reprendió ella—, eres un hombre encantador. Por eso las mujeres caen rendidas a tus pies.
—Eso no me importa. Esas mujeres sólo se fijan en el aspecto físico. Les da igual que sea un egoísta, sólo quieren un buen polvo.
Julia hizo una mueca.
—Te conozco. Lo sé todo sobre ti y no creo que seas egoísta.
—Te acosé mientras eras mi alumna. Y me porté muy mal con mi familia y con Paulina —dijo él, mirándola con ojos torturados.
—Pero todo eso ya pasó. No hace falta volver a sacar el tema.
—Por supuesto que hace falta. ¿No lo entiendes? —Apoyó la cabeza en las manos y se tiró del pelo—. Sigo comportándome como un egoísta. Podría hacerte daño.
—¿Cómo?
—¿Y si el aborto de Paulina hubiera sido culpa mía?
A Julia se le encogió el estómago.
—Gabriel, ya hablamos de eso. No fue culpa de nadie.
Él se echó hacia adelante, apoyando los antebrazos en las rodillas.
—Fue culpa mía estar de juerga todo ese fin de semana. Si hubiera estado en casa para cuidar de ella, habría podido llevarla antes al hospital.
—Por favor, no sigas por ese camino. Ya sabes adónde lleva.
Gabriel permaneció con la mirada clavada en el suelo.
—Lleva a la conversación que tuvimos en el huerto. Allí hablamos de tener un bebé, pero no pensamos en que lo que le pasó a Paulina pudo ser culpa mía. ¿Y si tengo alguna anomalía genética?
Julia se quedó tan sorprendida que no pudo responder, así que Gabriel siguió hablando.
—Te dije que quería tener un hijo, pero me preocupan mucho los riesgos.
—Los abortos son muy habituales, Gabriel. Es una tragedia, pero es así. No seas tan duro contigo mismo. Soñaste con Maia y no fue por casualidad. Acepta la paz que ella te ofreció y no le des más vueltas.
—¿Y si a ti te pasara lo mismo? —La voz de Gabriel se rompió antes de acabar la frase—. Mira por lo que tu padre y Diane están pasando —añadió luego.
—Sería horrible, pero éste es el mundo en el que nos ha tocado vivir. La enfermedad y la muerte forman parte de él. No podemos hacer como si no fueran a afectarnos.
—Pero podemos tratar de evitar los riesgos innecesarios.
—Entonces, ¿ya no quieres tener un bebé conmigo? —preguntó Julia, abatida.
Gabriel vio cómo los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas.
—Ya que hablas de Paulina —tragó saliva con dificultad—, sé que no debería estar celosa, pero me da envidia de que compartieses con ella una experiencia de las que dejan huella. Una experiencia que yo nunca podré vivir.
—Pensaba que te sentirías aliviada.
—Pues no, nada de lo que has dicho hasta ahora me hace sentir aliviada. —Mirándolo fijamente a los ojos, añadió—: Y, desde luego, a ti no se te ve muy feliz.
—Porque quiero algo que no puedo tener. No puedo volver a pasar por lo que le pasó a Paulina. No puedo y no lo haré. No permitiré que te suceda a ti.
—Sin hijos —susurró ella.
—Adoptaremos.
—¿No hay más que hablar?
Él negó con la cabeza.
Julia cerró los ojos, pensando en las implicaciones de sus palabras. Pensó en su futuro, en la vida en común que se había imaginado. Como el momento de decirle a Gabriel que estaba embarazada. O la sensación de llevar en sus entrañas al hijo de ambos. O a él dándole la mano mientras daba a luz…
Todas esas imágenes se desvanecieron en una nube de humo. Julia las echó de menos inmediatamente. No se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que deseaba vivir todo eso y compartirlo con él. Ahora que Gabriel se lo negaba, sintió un gran dolor.
—No.
—¿No? —Él alzó las cejas.
—Quieres protegerme, y me parece admirable, pero hablemos claro: aquí hay algo más.
—No quiero verte sufrir.
—Hay algo más detrás de todo esto. Algo que tiene que ver con tus padres, ¿me equivoco?
Levantándose, Gabriel se quitó los pantalones y los calzoncillos, quedándose desnudo ante ella.
Julia carraspeó.
—Cariño, sé que ese tema no ha cicatrizado aún. Ni siquiera eres capaz de mirar las cosas que guardas en el cajón del escritorio.
—No tiene nada que ver. Te estoy hablando de peligros innecesarios. Tu padre podría perder a Diane y al bebé. No estoy dispuesto a correr ese riesgo.
—No se puede vivir sin correr riesgos. Puedo tener cáncer. O me puede atropellar un coche. Aunque me envuelvas en plástico de burbujas y no me dejes salir de casa, podría enfermar igualmente.
»Yo soy consciente de que puedo perderte y, por mucho que odie decir esto, sé que algún día morirás. —La voz se le rompió al decirlo—. Pero elijo amarte ahora y construir una vida contigo sabiendo que la pérdida es posible. Te pido que hagas lo mismo. Te pido que corras el riesgo conmigo.
Julia se acercó a él y le cogió la mano.
Él miró sus manos entrelazadas.
—No sabemos cuáles podrían ser los riesgos. No tengo ni idea de qué se esconde en mi historial médico.
—Podemos hacernos pruebas.
Gabriel le apretó la mano con fuerza antes de soltarla.
—No es suficiente.
—Algunos de tus parientes siguen vivos. Podrías hablar con ellos; preguntarles por el historial médico de tus padres y tus abuelos.
Él frunció el cejo.
—¿Crees que voy a darles la satisfacción de arrastrarme tras ellos para suplicarles información? Prefiero arder en el infierno.
—Pero ¿te estás oyendo? Vuelves a estar como al principio, pensando que no mereces reproducirte. Y negándote a investigar si hay cuestiones de salud graves en tu árbol genealógico.
»¿Ya te has olvidado de tu sueño con Maia? ¿Y de Asís? ¿Y qué pasa conmigo, Gabriel? Rezamos juntos para tener un hijo, un hijo de los dos. ¿Vas a retirar la oración?
Él apretó los puños, pero no respondió.
—Y todo porque no te consideras digno —concluyó Julia—, mi hermoso ángel roto.
Le rodeó el cuello con los brazos.
Gabriel soltó un gemido angustiado mientras le devolvía el abrazo.
—Te estoy ensuciando —susurró, con el pecho sudoroso pegado a su blusa.
Ella le besó la mejilla con cariño.
—Estás más limpio que nunca, Gabriel.
Se abrazaron un poco más antes de que ella lo llevara hasta la ducha. Sin decir nada, abrió el agua y se desnudó.
Él entró en la ducha tras ella.
El agua caliente caía sobre ellos como lluvia, rebotando y danzando sobre sus cuerpos hasta llegar al suelo. Julia se echó jabón en la mano y le enjabonó el pecho, acariciándole los pectorales.
Él le sujetó la muñeca para detenerla.
—¿Qué haces?
—Trato de demostrarte lo mucho que te quiero —respondió, besándole el tatuaje antes de seguir enjabonándole el torso y el abdomen—. Me parece recordar que una vez un hombre muy guapo hizo lo mismo por mí. Me pareció que era como un bautismo.
Permanecieron en silencio mientras ella exploraba los músculos de acero de sus brazos y piernas, su firme trasero o los montículos de su columna vertebral. Se tomó su tiempo hasta que el último rastro de jabón hubo desaparecido.
Él le clavó la mirada.
—Te he hecho daño una y otra vez y siempre eres generosa conmigo. ¿Por qué?
—Porque te quiero. Porque siento compasión por ti. Porque te perdono.
Gabriel cerró los ojos y negó con la cabeza.
Julia empezó a lavarle el pelo, tirando de él para alcanzar hasta la parte de arriba de la cabeza.
—Dios todavía no me ha castigado —murmuró él.
—¿De qué estás hablando?
—No puedo dejar de pensar que un día te arrancará de mi lado.
Julia le aclaró el champú de los ojos para que pudiera abrirlos.
—Dios no funciona así —le recordó ella.
—He llevado una vida arrogante y egoísta. ¿Por qué no iba a castigarme?
—Dios no está esperando el momento de castigarnos.
—¿No? —Los ojos de Gabriel mostraban su tormento interior.
—No. ¿Lo sentiste así en algún momento mientras estabas en Asís, cuando te sentabas junto a la cripta de san Francisco?
Él negó con la cabeza.
—Él quiere salvarnos, no destruirnos. No debes tener miedo de ser feliz. Dios no quiere arrebatarte esa felicidad. Él no es así.
—¿Cómo puedes estar segura?
—Porque cuando has conocido la bondad, te das cuenta de lo lejos que están el bien y el mal. Creo que la gente que es como Grace, como san Francisco y tantos otros, son una pequeña muestra del amor de Dios. Él no está esperando para castigar a nadie. Y, desde luego, no nos da sus bendiciones para luego arrebatárnoslas.
Deslizó las manos por su pecho hasta llegar a su cara y entonces añadió:
—No voy a permitir que retrases la intervención. Quiero que te reviertas la vasectomía. Pase lo que pase, descubras lo que descubras en tus antecedentes, eres mi esposo. Quiero formar una familia contigo. No me importa lo que diga tu ADN.
Él la agarró por los antebrazos.
—Pensaba que no estabas preparada para tener un hijo.
—No lo estoy. Pero me parece bien lo que dijiste en el huerto de manzanos. Si queremos tener un bebé, hemos de empezar a hablarlo con los médicos.
—¿Y qué pasa con la adopción?
—Una cosa no quita la otra. Pero, por favor, Gabriel, quiero que reviertas la vasectomía, aunque sólo sea para demostrar que crees que podrás ser un buen padre. Y que no eres esclavo de tu historia. Yo creo en ti, cariño. Y me gustaría que tú también lo hicieras.
Él permaneció bajo la ducha con los ojos cerrados, dejando que el agua se deslizara por su cabeza y su cuerpo. Finalmente la soltó y se pasó las manos por la cara y el pelo antes de salir de debajo del agua.
Julia le cogió las manos.
—Éstas son tus manos. Puedes usarlas para hacer el bien o el mal. Y nada, ni la naturaleza, ni la biología, ni el ADN toma esas decisiones por ti.
—Soy alcohólico porque mi madre lo era. Eso no lo elegí.
—Pero elegiste ir a rehabilitación. Y cada día eliges no beber y no drogarte. No es tu madre la que toma esa decisión, ni Alcohólicos Anónimos. Eres tú.
—Pero ¿qué voy a dejarles a mis hijos en herencia? —preguntó desesperado—. No tengo ni idea de qué puede haber en mi ADN.
—Mi madre también era alcohólica. Podrías usar el mismo razonamiento conmigo.
—Lo único que tú podrías pasarles a nuestros hijos sería tu belleza, bondad y amor.
Ella sonrió con melancolía.
—Eso era lo mismo que iba a decirte yo. Vi cómo te miraban los niños del orfanato. Te vi reírte y jugar con ellos. Te vi llevar a Maria a dar una vuelta con el poni.
»A nuestros hijos les darás amor, cuidado y protección. Un hogar y una familia. No los echarás de casa cuando se equivoquen, ni dejarás de quererlos porque hayan pecado. Los querrás con tanta fuerza que morirías por ellos. Porque eso es lo que hace un padre. Y eso es lo que tú harás.
Gabriel la miró.
—Te veo muy fiera.
—Sólo cuando estoy defendiendo a alguien a quien amo. O cuando lucho contra alguna injusticia. Y sería injusto que te rindieras ante esas viejas mentiras.
»Has hecho tantas cosas por mí, Gabriel… Ahora me toca a mí. Si quieres olvidarte de tu familia para siempre, te apoyaré. Si eliges seguir cada una de las ramas de tu árbol genealógico, te apoyaré también. No dejes que la culpabilidad y el miedo te roben la capacidad de elegir. Tomaste la decisión de revertir la vasectomía y creo que deberías mantenerte fiel a esa decisión. Aunque decidamos ampliar la familia mediante la adopción.
—Lo más fácil sería olvidarme de mi familia —reconoció él—, pero si quiero traer un hijo al mundo necesito saber algunas cosas. Al menos, las más básicas.
—Sé que no será fácil, pero no estarás solo. Estaré contigo, apoyándote. Ahora mismo, tu pasado tiene poder sobre ti porque lo desconoces. En cuanto salgas de dudas, ya no tendrás que preocuparte por tus antecedentes familiares.
»Arriésgate conmigo, Gabriel.
Él hundió la cara en su cuello.
«De todos los dones que Dios me ha otorgado, tú eres el mayor», pensó.