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MAYO DE 2010

CEMENTERIO DE SAN JAIME APÓSTOL

WEST ROXBURY, MASSACHUSETTS

Gabriel estaba frente a los dos ángeles de piedra; sus formas gemelas parecían dos centinelas a lado y lado de la lápida con un nombre grabado en ella. Las estatuas eran de mármol, con una piel blanca y perfecta. Estaban vueltos de cara hacia él, con las alas extendidas.

El monumento le recordó los panteones que había en la Santa Croce, en Florencia. Y no era casualidad, ya que él mismo lo había diseñado a semejanza de éstos.

Mientras contemplaba los ángeles, recordó el tiempo que había pasado en Florencia durante sus meses de voluntario con los franciscanos. Recordó la experiencia que había vivido cerca de la cripta de san Francisco. Y la separación de Julianne.

Si lograra esperar hasta el uno de julio, podrían volver a reunirse. Aunque no estaba seguro de que ella pudiera perdonarlo. No estaba seguro de que nadie fuera capaz de perdonarlo, pero tenía que intentarlo.

Se sacó el móvil del bolsillo y buscó un número en su lista de contactos.

—¿Gabriel?

Él respiró hondo antes de responder:

—Paulina, tengo que verte.

—¿Qué pasa?

Se volvió de espaldas al monumento, incapaz de hablar con ella delante del nombre grabado en el mármol.

—Nada. Necesito hablar contigo un rato. ¿Podemos vernos mañana?

—Me encuentro en Minnesota. ¿Podrías explicarme de qué va esto?

—Cogeré un avión esta misma noche. ¿Nos vemos mañana? —insistió él, con un hilo de voz.

Ella suspiró antes de rendirse.

—De acuerdo. Nos vemos mañana en el café Caribou. Te enviaré la dirección por email.

Gabriel la oyó revolverse inquieta al otro lado de la línea.

—Nunca has cruzado el país para hablar conmigo.

Él apretó los dientes.

—No. Nunca lo había hecho.

—Nuestra última conversación no fue precisamente agradable. Me dejaste a la puerta de tu casa, llorando.

—Paulina —suplicó.

—Y luego cortaste el contacto por completo.

Gabriel empezó a andar de un lado a otro, con el teléfono pegado a la oreja.

—Sí, eso es lo que hice. ¿Qué pasó luego?

Ella hizo una pausa antes de responder:

—Volví a casa.

Gabriel se detuvo.

—Debiste volver a casa hace muchos años. Y yo debí animarte a hacerlo.

El silencio se alargó entre ellos.

—¿Paulina?

—Me va a doler, ¿no?

—No lo sé —confesó él—. Nos vemos mañana.

Colgó y agachó la cabeza antes de volver junto a la tumba de la hija de ambos.

***

Paulina estaba nerviosa. La entrevista con Gabriel frente a su piso del edificio Manulife había sido una experiencia humillante. Consciente de su adicción al alcohol y a los somníferos, así como de su dependencia del fondo de inversión de Gabriel, hizo lo que había jurado que no haría nunca: volvió a casa.

Encontró un empleo y se trasladó a un apartamento pequeño pero acogedor. Y entonces ocurrió algo inesperado. Conoció a alguien. Alguien amable y cariñoso que la quería a ella y sólo a ella. Alguien que, probablemente, nunca miraría a ninguna mujer que no fuera ella en toda su vida.

Y Gabriel quería que se vieran de nuevo.

Amaba a Gabriel, pero al mismo tiempo le tenía miedo. Siempre se había mostrado esquivo y distante, incluso cuando vivían juntos. Había una parte de él que siempre se reservaba. Nunca permitía que llegara hasta allí. Paulina lo sabía y lo aceptaba, pero nunca le había gustado y eso siempre se cernía sobre ellos como una nube de tormenta que pudiera descargar en cualquier momento.

Tras su último encuentro, se había dado cuenta de que Gabriel nunca la amaría. Siempre había creído que era un hombre incapaz de amar y de ser fiel. Pero al oírlo hablar de Julianne se dio cuenta de que estaba equivocada. Era capaz de amar y de ser fiel. Por desgracia, la mujer que le despertaba esos sentimientos no era ella.

Una vez que fue capaz de aceptarlo, una sensación de liberación se unió al dolor y la añoranza. Ya no era una esclava tratando de recobrar la estima de su amo. Ya no era una persona con aspiraciones limitadas, que ponía el futuro en espera para mantenerse siempre disponible para él.

Cuando entró en el café Caribou a la mañana siguiente, se sentía fuerte por primera vez en muchos años. Verlo no sería fácil, pero había progresado tanto en otras áreas de su vida, que estaba segura de que también podría progresar en su relación con él.

Lo encontró sentado a una mesa para dos personas en la parte trasera del local, sosteniendo una taza de café con sus largos dedos. Iba con camisa y chaqueta, pero sin corbata. Los pantalones estaban impecablemente planchados y se lo veía bien peinado. Llevaba gafas, cosa que le extrañó, ya que generalmente sólo se las ponía para leer.

Al verla, se levantó.

—¿Puedo invitarte a un café? —preguntó él, con una leve sonrisa.

—Sí, por favor. —Paulina también sonrió, aunque se sentía bastante incómoda.

En el pasado siempre la había saludado con un beso, pero en esos momentos se mantenía a una educada distancia.

—¿Aún lo tomas con leche desnatada y sacarina?

—Sí.

Gabriel fue a buscarle el café a la barra y ella se sentó.

Mientras esperaba a que le prepararan el café de Paulina, pensó que estaba distinta. Seguía moviéndose como una bailarina, con la espalda recta y el cuerpo controlado en todo momento, pero algo en su aspecto había cambiado.

Llevaba el pelo, largo y rubio, recogido en una coleta baja, y su bonita cara limpia de maquillaje. Se la veía joven y fresca. La rigidez que endurecía sus rasgos la última vez que la vio había desaparecido.

También había cambiado su estilo de ropa. Paulina siempre había vestido bien, con faldas y zapatos de tacón a la última moda. Sin embargo, ahora llevaba un sencillo jersey azul de manga larga, vaqueros oscuros y sandalias. Hacía años que no la veía tan informal. Se preguntó qué significaría.

Tras dejar el café en la mesa, se sentó y volvió a coger su propia taza. Clavando la vista en el líquido oscuro, buscó las palabras para empezar a hablar.

—Se te ve cansado —dijo ella, mirándolo con preocupación.

Gabriel miró por la ventana para rehuirle la mirada. El paisaje de Minneapolis no le interesaba demasiado, pero no sabía cómo empezar.

—En otro tiempo fuimos amigos. —Paulina siguió la dirección de su mirada, mientras bebía un sorbo de café—. Diría que hoy necesitas un amigo.

Él se volvió a mirarla. Sus ojos parecían aún más azules en contraste con el negro de las gafas.

—He venido a pedirte que me perdones.

Ella abrió mucho los ojos y dejó la taza en la mesa para que no se le cayera de la impresión.

—¿Qué?

Gabriel tragó saliva.

—Nunca te he tratado como se trata a una amiga o a una amante. He sido cruel y egoísta. —Echándose hacia atrás en la silla, volvió a mirar por la ventana—. No espero que me perdones, pero quería verte y decirte en persona que lo siento.

Paulina trató de apartar la vista de la cara y la mandíbula apretada de Gabriel, pero no pudo. Estaba tan sorprendida que casi temblaba.

Él siguió contemplando los coches pasar, mientras esperaba que ella dijera algo. Al ver que seguía en silencio, se volvió para mirarla.

Tenía la boca abierta y los ojos como platos. Al darse cuenta, Paulina cerró la boca.

—Estuvimos juntos un montón de años, Gabriel, y nunca te disculpaste. ¿Por qué ahora?

Él no respondió, sólo le sostuvo la mirada. El tic de su mandíbula era el único movimiento visible en su rostro.

—¿Es por ella?

Gabriel permaneció en silencio. Enfrentarse a Paulina ya era bastante difícil. No podía hablar de lo que Julianne significaba para él; de lo mucho que lo había cambiado; de lo mucho que temía que no lo perdonara cuando volviera a verla.

Estaba dispuesto a recibir las críticas de Paulina sin rechistar. Al contrario. En su estado de ánimo actual, consciente de sus muchos pecados, deseaba que lo riñeran y lo castigaran.

Ella observó su reacción. Era evidente que estaba muy disgustado, algo muy difícil de ver en él, que siempre ocultaba sus sentimientos y debilidades.

—Cuando me mudé a casa de mis padres, entré en un programa de ayuda y sigo yendo a reuniones. También he estado viendo a un terapeuta. —Tras una pausa, Paulina añadió—: Pero ya lo sabes. Le he estado enviando informes a la secretaria de Carson.

—Sí, ya lo sabía.

—Te ha cambiado.

—¿Cómo dices?

—Ella te ha cambiado. Te ha… domesticado.

—Ella no tiene nada que ver en esto.

—Claro que tiene que ver. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Durante cuánto tiempo nos acostamos? Nunca te disculpaste por nada. Ni siquiera…

Él la interrumpió.

—Debí hacerlo. Traté de compensarte con dinero, ocupándome de que no te faltara de nada.

Gabriel se encogió al oír lo que acababa de decir. Conocía de primera mano el tipo de hombre que actuaba de ese modo para tapar y compensar sus indiscreciones sexuales.

Paulina volvió a coger la taza de café.

—Sí, debiste hacerlo. Fui una estúpida por conformarme con lo que teníamos. No sabía cómo salir de aquella relación. Ahora lo veo, pero entonces no podía. Juro ante Dios, Gabriel, que nunca volveré a soportar algo así.

Apretó los labios, como si no quisiera seguir hablando. Pero tras unos instantes, continuó:

—Durante todos estos años tuve miedo de volver. Tenía miedo de que mis padres me cerraran la puerta en las narices. Le pedí al taxista que esperara cuando fui a llamar al timbre. —Bajó la mirada hacia la mesa—. Pero ni siquiera pude llegar a hacerlo.

»Mientras avanzaba sobre la nieve con mis zapatos de tacón, la puerta se abrió y mi madre salió corriendo de casa. Iba en zapatillas. —Paulina se emocionó al recordarlo y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Corrió hacia mí, Gabriel. Corrió hacia mí y me dio un abrazo. Antes de entrar, me di cuenta de que podía haber vuelto hacía años y me habría recibido así.

—La hija pródiga —murmuró él.

—Sí.

—Entonces podrás entender mi deseo de ser perdonado.

Ella miró sus ojos, sus manos, su expresión. Todo en él parecía sincero.

—Sí —respondió, lentamente—. Lo único que no entiendo es por qué me lo pides ahora.

Gabriel se echó hacia atrás y volvió a coger la taza.

—Eras mi amiga y mira cómo te traté.

Paulina se secó los ojos.

Él volvió a echarse hacia adelante.

—Y luego pasó lo de Maia.

A ella se le escapó un sollozo.

En eso eran iguales. La mención de su hija les producía una angustia inmediata. El dolor era especialmente agudo cuando el nombre aparecía sin previo aviso.

—No puedo hablar de ella —dijo Paulina, cerrando los ojos.

—Ahora es feliz.

—Sabes que no creo en esas cosas. Cuando te mueres, te mueres. Te duermes y no vuelves a despertarte.

—Lo que yo sé es que eso no es verdad.

Su decidido tono de voz hizo que ella abriera los ojos. Había algo en su mirada… No sabía qué era, pero algo a lo que él se aferraba con más fuerza de la que había demostrado hasta ese momento.

—Sé que no tengo derecho a pedírtelo y sé que te estoy haciendo pasar un mal rato con esta visita —Gabriel se aclaró la garganta—, pero algunas cosas es mejor decirlas a la cara. Me porté mal contigo. Fui un monstruo. Lo siento. Por favor, perdóname.

Las lágrimas no dejaban de caer por el perfecto rostro de Paulina.

—Para.

—Paulina, hicimos algo juntos. Algo hermoso. No ensuciemos su memoria viviendo vidas vacías e inútiles.

—¡Cómo te atreves! —exclamó ella—. ¡Vienes a verme para lavar tu conciencia y me dices algo así!

Gabriel apretó los dientes.

—No he venido a lavar mi conciencia. He venido para que arreglemos las cosas.

—Mi niña está muerta y nunca podré tener más. ¿Cómo arreglas eso?

Él se tensó.

—No puedo.

—Nunca me quisiste. Malgasté mi vida junto a un hombre que me toleraba y nada más. Y sólo porque era buena en la cama.

A Gabriel se le agudizó el tic en la mandíbula.

—Paulina, tienes muchas cualidades. Eres inteligente, generosa y con sentido del humor. No te subestimes.

Ella se echó a reír sin ganas.

—Pero al final no sirvió de nada. Por muy inteligente que fuera, fui lo bastante idiota como para pensar que podía cambiarte. Y fracasé.

—Lo siento.

—Y cuando al fin logro seguir adelante con mi vida, vienes aquí a desenterrarlo todo otra vez.

—No era ésa mi intención.

—Pues eso es lo que has hecho. —Se secó los ojos con las manos, echándose hacia atrás en la silla para poner distancia entre ellos—. Luego tú volverás a casa con tu bonita y joven novia, sabiendo que podrá darte hijos cuando quieras. Las vasectomías cada vez se deshacen con más facilidad. Pero lo que me pasó a mí no tiene remedio.

Gabriel agachó la cabeza.

—Perdón. Por todo.

Muy despacio, se levantó de la silla. Al pasar por su lado, Paulina le agarró la mano.

—Espera.

Él la miró con desconfianza.

—He conocido a alguien. Es profesor. Me ha ayudado a conseguir un trabajo de profesora de literatura inglesa mientras acabo el doctorado.

—Me alegro.

—Ya no necesito tu dinero. No volveré a tocar el fondo. Keith es viudo y tiene dos niñas pequeñas. Una de siete años y otra de cinco. Me llaman tía Paulina. ¿Quién iba a decirlo? Me dejan que las vista y las peine y me invitan a merendar con sus muñecas.

»He conocido a una persona que me quiere tal como soy. Y sus hijas me necesitan. Así que, aunque ya no podré tener hijos, voy a ser madre. O algo parecido.

»Te perdono, Gabriel. Pero no quiero que volvamos a hablar de esto nunca más. He hecho las paces con el pasado a mi manera. No me pidas más.

—De acuerdo.

Ella le dedicó una sonrisa sincera cuando él le dio un beso en la coronilla.

—Adiós, Paulina, que seas feliz.

Soltándole la mano, Gabriel se marchó.