—Me encantan las inauguraciones —susurró Julia, mientras se reunían con el resto de invitados.
—Nunca dejas de sorprenderme —murmuró Gabriel, con la mano en la parte baja de su espalda, sin llegar a tocarla.
—Podría decir lo mismo. Creo que he dejado la marca de mi cuerpo en aquella ventana.
Él se echó a reír y le dio una palmadita en el trasero.
Alguien a su espalda se aclaró la garganta.
Al volverse, se encontraron al dottore Vitali a escasa distancia.
—Siento la interrupción, pero ¿me ayudarías a convencer a un posible donante? —le preguntó a Gabriel, con mirada esperanzada.
Éste se volvió hacia Julia.
—Vitali me ha preguntado antes si podría ayudarlo a convencer a algunos invitados para que se desprendan de unos cuantos cuadros. Pero puedo ir con él más tarde si quieres.
—No, ve.
—¿Estás segura?
—Ve y convence a quien sea de que done sus cuadros. Estaré dando una vuelta por aquí.
Gabriel se despidió de ella con un beso en la mejilla y acompañó a su amigo hasta un grupito de hombres y mujeres elegantemente vestidos, que estaban cerca de la entrada.
Julia volvió sobre sus pasos, mirando la exposición tranquilamente. Estaba contemplando una de las ilustraciones más coloridas de Dante y Virgilio en el Infierno, cuando una voz aduladora dijo a su espalda:
—Buenas tardes.
Al volverse se encontró cara a cara con el profesor Pacciani. Miró a un lado y a otro y comprobó, aliviada, que no estaban solos en la sala. Varias parejas admiraban las ilustraciones no muy lejos de ellos.
Él alzó las manos.
—No tengo intención de molestarla. Sólo le pido un minuto.
Julia lo miró a los ojos.
—Mi marido volverá en seguida.
—Mi esposa volverá en seguida. Así que será mejor que hable rápido. —Pacciani sonrió ampliamente—. Siento lo que pasó en Oxford. Pero si lo recuerda bien, no fui yo quien se comportó mal.
Dio un paso hacia ella y Julia dio uno hacia atrás.
—Lo recuerdo, pero tengo que marcharme. —Trató de rodearlo, pero él se echó a un lado para cerrarle el paso.
—Un momento, por favor. La profesora Picton se molestó mucho con el comportamiento de mi acompañante. Igual que yo.
Julia lo miró con incredulidad.
—Le dije a Christa que se mantuviera a distancia. Pero, como siempre, no me hizo caso.
—Se lo agradezco, profesor. Si me disculpa…
Él volvió a cerrarle el paso, acercándose demasiado.
Julia se vio obligada a retroceder.
—Tal vez usted podría comentárselo a la profesora Picton. He solicitado una plaza en la Universidad de Columbia en Nueva York. Una antigua alumna de Katherine es la catedrática de ese departamento. No quisiera que un… malentendido se interpusiera entre ese puesto y yo.
—No creo que Katherine se meta en los procesos de selección de otras universidades.
—Lo consideraría un favor. Al fin y al cabo, yo ya le he hecho un favor a usted.
Ella lo miró fijamente.
—¿Qué favor me ha hecho?
—Evité que mi amiga se acostara con su marido.
Julia sintió que el mundo se detenía.
—¿Qué? —preguntó en voz demasiado alta, haciendo que los otros invitados se volvieran a mirarlos.
Julia se ruborizó.
—Estoy seguro de que querrá darme las gracias —insistió él, acercándose un poco más.
—¿Me toma el pelo?
—Su esposo iba a reunirse con Christa en su hotel. Yo la convencí de que me dedicara sus atenciones a mí en vez de a Emerson. Considérelo un favor personal.
—¿Cómo se atreve? —exclamó ella con los dientes apretados, inclinándose hacia él tan bruscamente que Pacciani dio un paso atrás, sobresaltado—. ¿Cómo se atreve a venir a un santuario de la belleza a decirme cosas tan feas?
La cara de él mostró la confusión que sintió ante la transformación de la amable gatita en furiosa leona. Levantó las manos en señal de rendición.
—No quería herirla.
—Oh, sí, claro que quería —replicó Julia, levantando la voz—. Es lo único que quieren usted y su amiga. No me importa lo que ella le dijera ni qué planes tuviera. Usted no ha impedido que mi marido hiciera nada, ¿lo entiende?
Pacciani frunció el cejo al darse cuenta de que todos los ojos estaban clavados en ellos y de que todos podían oír lo que decía Julia.
Su expresión pasó de confusa a condescendiente.
—Todos los hombres necesitan… ¿cómo lo diría?… distraerse un poco. ¿No creerá que vamos a pasarnos toda la vida con la misma mujer? No es suficiente —dijo, encogiéndose de hombros, como si estuviera exponiendo una obviedad.
—Las mujeres no somos como los productos de un buffet libre. Y mi esposo no comparte su misoginia —replicó ella, levantando la barbilla con gesto desafiante—. No pienso decirle nada a la profesora Picton, aparte de que se me ha acercado a contarme mentiras. Váyase de una vez y déjeme en paz.
Al ver que no se movía, Julia señaló la puerta con el dedo.
—Largo de aquí. —Su voz se oyó claramente en toda la sala.
(Tal vez no era la manera más educada de echar a un invitado de un acto elegante).
Julia ignoró las miradas de incredulidad y de crítica y siguió fulminando con los ojos a Pacciani, cuya cara se había transformado en una máscara de furia.
Fue a abalanzarse sobre ella, pero fue detenido justo a tiempo por una mujer que le agarró el brazo con fuerza.
—Te estaba buscando —le dijo la señora Pacciani a su marido, no sin antes haber dirigido una mirada hostil a Julia.
Él maldijo en italiano, tratando de liberarse de su mano.
—Vámonos —ordenó la mujer, tirando de su brazo—. Hay gente importante con la que tenemos que hablar.
Con una amenazadora mirada de despedida, Pacciani se volvió y siguió a su esposa hacia el pasillo.
Julia los vio marcharse aliviada. Pero al mismo tiempo muy enfadada.
(Lo que estropeó el brillo que el sexo había dejado en sus mejillas).
—¿Cariño?
Gabriel entró en la sala sonriendo y caminando con paso seguro. Como siempre, todas las miradas se volvieron hacia él mientras cruzaba la gran habitación.
Cuando se reunió con su esposa, unas cuantas parejas cuchichearon a su espalda.
La sonrisa desapareció de la cara de él.
—¿Qué ha pasado?
Julia frunció los labios, tratando de contener el enfado.
—El profesor Pacciani me ha arrinconado.
—Hijo de puta. ¿Estás bien? —Le apoyó la mano en el hombro.
—Se ha disculpado por el comportamiento de Christa en Oxford. He perdido los nervios y he montado una escena.
—¿Ah, sí? —preguntó él, apretándole el hombro con una sonrisa pícara—. Cuéntame más.
Julia empezó a temblar, señal de que la adrenalina se retiraba.
—Lo he llamado misógino y le he dicho que se marchara, señalándolo con el dedo. —Repitió el gesto, mirándose el dedo como si no acabara de creérselo.
—Bien hecho. —Gabriel se llevó su dedo a los labios y se lo besó.
Ella negó con la cabeza.
—No, no he hecho bien. Ha sido muy bochornoso. Todo el mundo me ha oído.
—No creo que nadie te culpe. Probablemente las invitadas lo desprecien porque es un baboso y los invitados lo odien por haberse acostado con sus esposas.
—Quería que le dijera a Katherine que se había ocupado de Christa. Por lo visto, va detrás de una plaza en Columbia y Katherine es amiga de la catedrática.
Gabriel resopló.
—No la conseguirá. Katherine fue la tutora de la tesis de Lucia Barini. También es amiga mía. No se dejará embaucar por ese tipo. Tal vez Pacciani quiera la plaza de Nueva York para estar más cerca de Christa.
—Me pregunto qué le parecerá eso a su esposa. —Parecía disgustada—. También me ha dicho que impidió que te acostaras con ella.
—¿Con quién? —preguntó él con brusquedad.
—Con Christa. Dijo que habías quedado con ella en su hotel, pero que él la distrajo. Por eso he perdido los papeles. Me temo que los otros invitados se han enterado de todo. —Miró nerviosamente a su alrededor.
Maldiciendo, Gabriel buscó a Pacciani con la mirada, pero no lo vio.
—Tengo algo que contarte. —Le dio la mano y la guió hacia un rincón discreto y miró por encima del hombro de ella para asegurarse de que nadie los escuchaba. Bajando la voz, siguió hablando—: Christa me hizo proposiciones justo antes de tu conferencia. Debería habértelo contado inmediatamente, pero no quería que te pusieras nerviosa teniendo que hablar en público. Y después de la conferencia estabas tan contenta que no quise estropear el momento.
Julia le dirigió una mirada cargada de reproche.
—¿Y más tarde?
—No quise preocuparte.
—Por eso tampoco me contaste la conversación con Paul.
Gabriel apretó la mandíbula y asintió, bajando la cabeza.
—Lo siento.
Ella le soltó la mano.
—Debiste contármelo.
—Perdóname.
—No soy tan frágil. Puedo encajar las malas noticias.
—Pero no deberías tener que hacerlo.
Julia alzó los ojos hacia el cielo, lo que le permitió examinar el techo de la galería.
—Gabriel, hasta que pasemos a la otra vida nos iremos encontrando con noticias desagradables. Forma parte de la condición humana. Cuando me ocultas información, creas una barrera entre nosotros. —Señaló a su alrededor—. Una cuña que otros pueden aprovechar para ampliar la distancia que nos separa.
Él asintió, muy tenso.
—Creo que tengo derecho a saber quién le tira los tejos a mi marido. Y en qué momento —añadió, alzando una ceja.
Julia lo contempló en silencio, observando la expresión de sus ojos y la tensión con que apretaba la boca. Se lo veía muy infeliz, pero también tenía un aspecto protector, y eso era algo que no quería que desapareciera del todo.
—¿Me contarás las cosas de ahora en adelante? —preguntó, con suavidad.
—Sí. —Gabriel era sincero, pero ambos sabían que seguía teniendo secretos. Al menos por el momento.
—Bien —dijo ella alegremente—. Te perdono. Pero ya que el buen humor que me ha dejado mi estreno completo en sexo museístico se ha echado a perder, vas a tener que hacer algo para resarcirme.
Gabriel hizo una reverencia sin quitarle los ojos de encima.
—Tus deseos son órdenes.
—Me alegro. —Inclinándose hacia adelante, Julia lo agarró por la pajarita de seda—. Porque lo que deseo es placer. Y lo quiero ahora.
Echándole el pelo por detrás de los hombros, él le susurró al oído:
—En ese caso, acompáñame.