X

La tragedia ha dado fin, obispo. Sólo queda ya la representación de los sátiros[88], pues también he copiado algunos extractos de tu libro X.

He comentado en repetidas ocasiones cómo analizas sentido por sentido y placer por placer, a la vez que alabas al Señor por haberte dejado casi totalmente desprovisto de sentimientos terrenales. No obstante, debes admitir que te resulta difícil regular tu ingestión diaria de alimentos para que quede limitada a la que estrictamente es necesaria para tu salud. Expuesto a este tipo de tentaciones, luchas cada día «contra la concupiscencia del comer y del beber». Y añades: «No es cosa que se pueda cortar drásticamente de una vez para siempre, determinado a no volver a hacerlo, como hice con mis apetitos carnales»[89].

Hemos vuelto al punto al que yo quería llegar. Escribes: «Me mandaste que me abstuviera del trato carnal con mujer. Y después me aconsejaste algo mejor que el matrimonio que me permitías. Y como fuiste Tú quien me concedió esta gracia, lo logré incluso antes de convertirme en dispensador de Tu sacramento. En mi memoria, de la que tan extensamente he hablado, siguen viviendo las imágenes de aquellas cosas que quedaron grabadas por la costumbre. Cuando estoy despierto se agolpan sobre mí languidecidas, pero es en sueños cuando me arrastran a la delectación e incluso al consentimiento y a algo muy parecido al acto real. Y es tanta la fuerza ilusoria de aquellas imágenes en mi alma y en mi carne que estas falsas visiones, estando dormido, llegan a persuadirme de lo que, cuando estoy despierto, no logran las cosas reales. ¿Es que cuando duermo no soy yo mismo, Señor Dios mío?»[90].

No, Aurelio, quizá sólo seas una sombra de ti mismo. Habría sido mejor que fueses esclavo sobre la tierra que sumo sacerdote en el siniestro laberinto de los teólogos[91]. Una vez más ruegas a Dios que te asista en estas cuestiones: «¿Es que no es poderosa Tu mano, Dios omnipotente, para sanar todas las enfermedades de mi alma y extinguir con una mayor profusión de Tu gracia los movimientos lascivos de mis sueños?… para que mi alma, libre de la concupiscencia viscosa, vaya tras de Ti y no se rebele contra sí misma; para que ni aun en sueños cometa actos tan vergonzosos como la polución del cuerpo, junto con las imágenes sensuales, sino que ni siquiera consienta en ellas. Para un ser todopoderoso como Tú no es gran cosa… el hacer que ya nada me deleite o me deleite tan poco que pueda rechazarlo fácilmente mientras duermo y se trate de un afecto puro»[92].

¡Pobre Aurelio! Quien mucho desea, mucho añora, escribe Horacio. Tienes casi cincuenta años; me siento tentada a decir que estoy impresionada. Además, me siento orgullosa de haberte causado una impresión tan imborrable. En absoluto pude imaginar aquel día de primavera en Cartago, cuando viniste a sentarte conmigo bajo la higuera, que nuestro amor sería tan tormentoso. Los «apetitos de la carne» no se extinguen mediante la continencia, eso ya lo he comprendido: ¡el lobo sólo cambia de piel, honorable obispo, no cambia de naturaleza! O, como diría Zenon: ¿Por qué es tan difícil escapar a la propia sombra?

O sea que si la comida o el amor nos saben bien, tenemos que huir de ambos. También escribes que estás dispuesto a prescindir para siempre de las tentaciones del olfato. Yo me pregunto entonces, honorable obispo: qué queda entonces de nuestra vida sobre la tierra. Porque también el oído acecha, según tú, con sus peligrosas tentaciones: «Más intensamente me subyugaron y rindieron los deleites del oído, pero Tú has roto sus ligaduras y me has liberado de ellos. Confieso que todavía encuentro algún deleite en la música de los himnos animados por Tus palabras cuando se cantan con voz suave y melodiosa… El resultado es que peco en estas cosas sin darme cuenta, hasta que luego reparo en ello»[93]. A veces te gustaría apartar de tus oídos las maravillosas melodías que acompañan el salterio de David, y no sólo de tus oídos, dices, sino de los oídos de la mismísima Iglesia. Y prosigues: «me parece más acertado lo que he oído decir muchas veces de Atanasio, obispo de Alejandría. Éste hacía cantar al lector los salmos con una modulación tan tenue que más parecía recitarlos que cantarlos»[94]. Pobres feligreses, honorable obispo. ¿No debería el arte ser una adoración a Dios y la adoración a Dios un arte?

Has dejado de amar, Aurelio. De igual modo has dejado de disfrutar de la comida, has dejado de oler las flores, y casi has dejado de escuchar el canto de los salmos. Añades: «Quiero confesarme del placer de estos ojos de mi cuerpo, que me queda aún por tratar… Los ojos aman las formas bellas y variadas, los colores nítidos y luminosos. Que mi alma no quede cautivada por estas cosas y sea Dios quien la cautive, que fue quien las hizo; pues Él es mi bien y no ellas». Luego suspiras profundamente diciendo que la luz corporal «sazona la vida mundana de sus ciegos amantes con su estimulante y peligrosa dulzura». Luego continúas: «Cuántas e innumerables cosas han añadido los hombres para halago de los ojos gracias a la diversidad de estilos y formas en el vestido, el calzado, vasos, muebles y cosas semejantes, así como también en pinturas y otras distintas representaciones, fruto de su imaginación. Todas ellas van más allá de la necesidad, conveniencia y sentido religioso que deberían tener. Todas ellas no son más que un nuevo pábulo a los atractivos de los ojos, pues los hombres, al hacer esto, buscan fuera de ellos mismos lo que piensan por dentro. Y abandonando en su interior al que ha hecho todas estas cosas, destruyen de esa manera lo que son»[95]. Acaso olvidas que es esta calidad de criatura la que nos hace deleitarnos con la creación divina, honorable obispo. De nuevo me siento tentada a recordarte que nunca es tarde para seguir el ejemplo de Edipo.

A modo de conclusión adviertes contra las tentaciones a las que puede conducir la curiosidad humana: «Radica en el alma y se expresa o manifiesta a través de los sentidos del cuerpo. Consiste no en el deleite de la carne, sino en servirse de ella para tener experiencia de las cosas. Dicha curiosidad tiene su raíz en el apetito de conocer. Ahora bien, en el orden del conocimiento sensible, los ojos ocupan el lugar principal y la palabra de Dios la ha denominado “concupiscencia de los ojos”»[96]. Así escribes, Aurelio, tú que fuiste nombrado profesor imperial de Retórica en Milán. Si hubieras guardado silencio, podrías haber seguido pasando por filósofo[97].

Más adelante adviertes contra el peligro de que nuestra mente se deje cautivar por el curso de las estrellas, o por un galgo que corre detrás de una liebre. Pones ejemplos concretos e insistes en lo fácil que resulta caer en la tentación de dejarse distraer por lo que captan los ojos. Escribes: «¿Qué decir de las veces que estando sentado en casa me detengo a contemplar cómo la salamanquesa caza las moscas o la araña las atrapa cuando han quedado enredadas en su tela? ¿No es el efecto el mismo, a pesar de ser animales pequeños? Bien es verdad que después me elevo hacia Ti y Te alabo por ello, Creador admirable y Ordenador de todas las cosas; pero mi impulso primero no es verlas con esa intención. Una cosa es levantarse presto y otra no caer»[98].

Estas palabras me hacen pensar en Icaro. Se elevó muy deprisa, pero pronto cayó al mar: pronto se olvidó de que sólo era un ser humano. Si te gusta más la comparación, puedo recordarte también qué les ocurrió a los babilonios cuando intentaron construir una torre tan alta que llegara hasta el mismísimo cielo…

Yo escribo con la misma sinceridad que tú, honorable obispo, y la carta no se ruboriza, como diría Cicerón. Pienso que has de estar agotado después de todo cuanto te ha sucedido, completamente agotado; no intentas ocultarlo. Ojalá me regalaras a mí, quiero decir al mundo de los sentidos, algunas horas de tu vida sobre la tierra. ¡Sal afuera, Aurelio; sal afuera y túmbate bajo una higuera. Abre tus sentidos, aunque sólo sea por una última vez! Hazlo por mí y por todo lo que nos dimos el uno al otro. Respira hondo, escucha el canto de los pájaros, mira el firmamento e inhala todos los olores. Todo eso es el mundo, Aurelio, está aquí y ahora. Aquí, ahora. Has estado en el laberinto de los teólogos y los platónicos. Pero ya no, has vuelto a casa, al mundo, al hogar de los seres humanos.

¡El mundo es tan grande, y sabemos tan poco de él!… También la vida es demasiado breve. ¿No recuerdas que decías cosas parecidas cuando aún leías a Cicerón?

Tal vez no exista ningún Dios que negocie con nuestras pobres almas. Tal vez exista un Dios cariñoso que nos ha creado el mundo para que vivamos en él. Ay, Aurelio, si estuvieras tumbado ahí fuera bajo la higuera, con uno de sus frutos en la mano, yo acudiría a besar tu frente cansada. Aplastaría esa horrible y forzada palabra «continencia», pues es verdad que aún pesa como un yugo sobre tu mente. Quizá lo único capaz de salvarte sea un abrazo mío. Por qué habrá tanta distancia entre Cartago e Hipona Regia.

Me ocuparé de que recibas esta carta, que te ruego leas, aunque ya no albergo esperanza alguna de que estas palabras lleguen hasta tu corazón. Así he desperdiciado mi aceite y mis esfuerzos[99].

Tengo miedo, Aurelio. Tengo miedo de qué puedan llegar a hacer algún día los hombres de la Iglesia a mujeres como yo. No sólo por ser mujeres sino porque, creadas por Dios como tales, os tentamos a vosotros, tal y como Dios os ha creado, como hombres. Piensas que Dios ama más a los eunucos o castrados que a los hombres que aman a una mujer. Ten cuidado, pues, con alabar la creación de Dios, porque Él no ha creado al hombre para que se castre.

No puedo olvidar lo que pasó en Roma, y eso que ya no pienso en mí; en realidad no fui yo a quien atacaste aquella vez, fue a Eva, honorable obispo: fue a la mujer. Y no quiero que olvides que «quien comete una injusticia contra una persona, amenaza a muchas»[100].

Siento escalofríos porque temo que lleguen tiempos en los que las mujeres sean asesinadas por hombres de la Iglesia de Roma. Pero ¿por qué se las habría de matar, honorable obispo? Porque os recuerdan que habéis renegado de vuestra propia alma y atributos, pensáis. ¿Y en favor de quién? En favor de un Dios, decís, en favor de Él que ha creado el firmamento que os cubre y la tierra sobre la que viven las mujeres que os dan a luz.

Si Dios existe, que Él os perdone. Tal vez un día seréis juzgados por todos esos placeres a los que habéis dado la espalda. Negáis el amor entre hombre y mujer. Eso tal vez pueda perdonarse. Pero no olvides que lo hacéis en nombre de Dios.

La vida es breve y sabemos demasiado poco. Pero si fuiste tú quien se ocupó de que me llegaran tus confesiones para que las leyera aquí en Cartago, la respuesta es no: no recibiré el bautismo, honorable obispo. No temo a Dios. Tengo la sensación de que ya vivo con Él. ¿Acaso no fue Él quien me creó? Tampoco es el Nazareno quien me detiene, tal vez Él fue realmente un hombre de Dios. Además, ¿no fue Él justo con las mujeres? Son los teólogos los que me inspiran temor. Que el Dios del Nazareno os perdone por toda la ternura y amor que rechazáis.

Yo he hablado y he redimido mi alma. ¡Y ahora, honorable obispo, a beber![101] Estoy sentada bajo nuestra vieja higuera en Cartago. Florece[102] por tercera vez este año, pero no da frutos[103].

Queda en paz.