IX

Ahora te imitaré: dejo de lado muchas cosas para acudir más deprisa a lo que me es indispensable. Además, he gastado la mitad de mi fortuna en pergamino y no me quedan ya muchas hojas para seguir con la escritura. De regreso a África llegasteis a Ostia Tiberina. Allí Mónica y tú conversabais «solos los dos, con gran dulzura», buscando «cómo sería la vida eterna de los santos». Llegasteis a la conclusión de que «frente al gozo de aquella vida, el placer de los sentidos carnales, por grande que sea y aunque esté revestido del máximo brillo corporal, no tiene punto de comparación y ni siquiera es digno de que se le mencione»[80].

Tendrás que perdonarme, honorable obispo, pero soy ya una mujer erudita. Me siento, pues, humildemente obligada a insinuar que todo esto parece un conjuro. Imagina si estuvieras equivocado precisamente en punto tan decisivo. En ese caso habrías dado la palma a Epicuro, como dijiste cuando aún estábamos juntos. Me inclino a pensar que Adeodato y tú habríais vuelto a Cartago inmediatamente. Así no habrías tenido elección, también tú habrías tenido que vivir como un hombre aquí y ahora, y creo que habrías tenido amor terrenal suficiente incluso para compartir conmigo y otros más.

La vida es tan breve que no podemos emitir juicio de culpabilidad alguno sobre el amor. Primero debemos vivir, Aurelio, luego podremos filosofar.

Mas no nos olvidemos de Mónica. En Ostia cayó en cama con fiebres. Y tú oíste más tarde que ella, «con maternal confianza», habló con unos amigos tuyos «sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte»[81].

Ella era una persona piadosa, quiero decir que supo despreciar esta vida. No obstante, me siento obligada a añadir que tal vez eso equivalga a despreciar la obra de la creación divina, ya que ignoramos si Dios nos ha creado algún otro mundo. Me doy cuenta de que empiezo a repetirme, quizá contaminada por esas tantas veces que tú te repites en tus confesiones, honorable obispo. En mi opinión no es más que soberbia el rechazar esta vida, con todos sus placeres terrenales, en favor de una existencia que quizá no sea más que una abstracción. Supongo que no habrás olvidado la crítica de Aristóteles al mundo de las Ideas.

La vida es tan breve, Aurelio, que tenemos derecho a albergar la esperanza de que exista una vida después de ésta. Pero no tenemos obligación de maltratarnos como si esta vida que tenemos fuese un instrumento para alcanzar una existencia de la que nada sabemos. Existe además otra cuestión sobre la que no meditas en ninguno de tus libros. En calidad de rétor imperial, deberías haberte planteado la posibilidad de que exista una vida eterna para determinadas almas, pero con un criterio de salvación distinto al que tú pareces dar por establecido. En mi opinión, cultivar el amor carnal con la mujer amada no es necesariamente un pecado mayor que separar a esa mujer de su único hijo. Yo disfruto pensando que ese Dios que creó Cielo y Tierra es el mismo Dios que creó a Venus. ¿Recuerdas cuando yo estaba encinta, o la época en que amamantaba al pequeño Adeodato? Incluso entonces te atrevías a tocarme, y no buscabas a ninguna otra. ¿Fue ésa la época en que más lejos estabas de Dios?

No pretendo decir que sepa algo de todo esto. Sólo digo que no sé nada. Ni siquiera digo que no crea en el juicio de Dios. Sólo digo que tal vez crea también en lo condenable de dar la espalda a todos los placeres, a todo ese calor y a toda esa ternura que ahora rechaza el obispo de Hipona Regia. ¡Éstas son las confesiones de Floria!

Mónica murió al noveno día de su enfermedad, cuando ella tenía cincuenta y seis años y yo treinta y tres, fue entonces cuando «aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo»[82]. Luego añades: «Al rendir ella el último suspiro, mi hijo Adeodato rompió a llorar a gritos». Pero tú pensabas «que no era decoroso celebrar aquel entierro entre gemidos y sollozos con los que muchas veces se suele lamentar la miseria de los que mueren o su total extinción. Mi madre, ni moría miserablemente ni moría del todo»[83].

¡Que descanse en paz, obispo! No ocultas que tú también sufriste, que sufriste mucho, y que en cuanto te quedabas solo dabas rienda suelta a tus lágrimas; aunque también te avergüenzas de haber derramado lágrimas por tu madre, ya que podía interpretarse como si aún tuvieras sentimientos terrenales.

¿Recuerdas que en una ocasión hablamos de la soberbia de los héroes griegos[84]? Me parece oportuno recordarte que tú no eres más que un ser humano[85]. Recordando a Cicerón: hasta cuándo, Aurelio, vas a abusar de mi paciencia. Poco importa que intentes dar la vuelta a las cosas, también tú tienes «sentimientos terrenales», quiero decir que, sin más, tienes sentimientos porque ¿qué otros sentimientos se podrían tener?

Luego llegó esa segunda carta tuya.

Después del entierro de Mónica en Ostia[86], marchaste a Roma con Adeodato y allí permanecisteis cerca de un año. Pero, honorable obispo, nada dices en tus confesiones sobre ese año. ¿Por qué?, ¿existe a pesar de todo un límite para tu necesidad de confesarte?

«Confesar es medicina para el que ha errado», escribe Cicerón. Pero tú no confiesas tus errores más importantes. ¿Cómo puedes borrar sin más el último acto de la tragedia? Pues qué habríamos aprendido de la tragedia si se omiten esos errores…

Después de la muerte de Mónica caíste, aparentemente, en un estado de duda y vacío. Te encontrabas solo, con un hijo, Mónica había desaparecido y me echabas de menos a mí; Aurelio, me echabas de menos. Lo mismo le ocurriría a Adeodato, que hacía dos años que no me veía. Nunca más me volvería a ver, tampoco yo a él.

En esa carta me decías que Mónica había muerto. No te importunaré repitiéndotelo todo aquí, pero tenías mucho interés en decirme que tu compromiso de matrimonio se había roto hacía ya tiempo y que probablemente nunca te casarías. Quizá convenga que te recuerde la despedida de la carta: «¡Te echo de menos, Floria! ¡Desearía tanto que estuvieses ahora junto a nosotros! Quiero verte, y a la vez no quiero. Quiero pero no puedo, y no puedo aunque quiero».

Así de difícil resulta a veces a los seres humanos decidirse, no es de extrañar que en alguna ocasión se elija el camino equivocado. «Veo el bien y lo apruebo, pero hago el mal», escribe Ovidio[87].

Permitiste a Adeodato escribir un pequeño saludo a su madre. ¡Qué conmovedor, Aurelio, qué consideración hacia él!, ya que supongo que se alegraría, después de haber transcurrido dos años desde que él y yo nos viéramos por última vez.

La añoranza era recíproca, y yo interpreté tu carta como una señal de que querías verme, por ese motivo me dispuse a partir hacia Roma. Tuve suerte y al cabo de unos días me surgió la posibilidad de embarcar.

Había una frase que retumbaba insistentemente en mis oídos: que si había estado alguna vez en Roma. Al llegar allí por segunda vez, y en esa ocasión completamente sola, tuve que indagar en algunas comunidades. Al cabo de un par de días, nos encontramos en el monte Aventino y pudimos por fin abrazarnos de nuevo.

Permanecimos enlazados durante un largo instante, mirándonos profundamente a los ojos, hasta donde alcanzaban nuestras miradas. ¿No te pareció que en ese momento éramos como una sola alma que, de alguna manera, se reflejaba en sí misma? Entonces exclamaste, quizá lo recuerdes: ¡Te quedarás conmigo para siempre!

No tuviste «caída» cuando durante algunas semanas reanudamos nuestra anterior vida en común. Es mi opinión que renaciste tras haber vivido en el valle de las sombras de los teólogos y, por ello, que no hace falta confesar ni a Dios ni a los hombres lo que ocurrió durante ese tiempo. Espero que el motivo por el que no escribes nada en tus libros sobre este período sea por lo que sucedió más adelante.

Recordarás que nos quedamos contemplando desde el foro la nieve que se había posado sobre los palacios imperiales. Notaste que tenía frío y me estrechaste tan fuerte contra tu cuerpo que pude notar cómo se calentaba tu sangre. Recuerdo que me volví hacia ti y te dije que eras un libertino. Pero yo quería lo mismo que tú. Eramos dos seres con una única voluntad.

No podíamos vivir bajo el mismo techo, porque no querías que Adeodato lo supiera, al menos no tan pronto, dijiste. Yo ansiaba estar con él, pero tú considerabas que quedaría muy decepcionado si finalmente no llegaba a hacerse realidad nuestra reconciliación definitiva. Pagaste por una habitación en el Aventino, un lugar donde podíamos vernos completamente a solas.

Cómo poder olvidarnos de ese invierno, Aurelio. De nuevo estábamos cerca de Venus, jugando libremente en sus brazos. Entonces dijiste que te sentías como un árbol marchito que de repente hubiese renacido, porque por fin, tras una larga sequía, había llegado la lluvia.

Ahora seré breve, y no sólo con el fin de protegerte a ti. Una tarde, cuando habíamos compartido de nuevo los regalos de Venus, te volviste de pronto airado hacia mí y me golpeaste. ¿Recuerdas que me golpeaste? ¡Tú, precisamente tú que antaño fuiste un respetable profesor de Retórica, me pegaste brutalmente porque te habías dejado tentar por mi ternura! Sobre mí recayó la culpa de tu deseo. Ya te cité a Horacio, y gustosamente vuelvo a hacerlo: Cuando un necio quiere evitar cometer un error, incurre en el error contrario.

Obispo, pegaste y gritaste porque me había convertido de nuevo en una amenaza para la salvación de tu alma. Cogiste una vara y me golpeaste de nuevo. Pensé que querías acabar con mi vida porque eso hubiera sido para ti lo mismo que castrarte. Pero yo no temía por mi vida, sólo estaba destrozada, tan decepcionada y avergonzada de ti que recuerdo claramente que deseé que me mataras ya de una vez.

De repente, me convertí en algo a lo que no podías sencillamente dar la espalda con el fin de salvar tu alma: me había convertido en el sangrante chivo expiatorio necesario para que se te abrieran las puertas del cielo.

No olvidaré cómo lloraste luego. Habías dejado de golpearme, pero mi cuerpo tenía ya heridas que sangraban. Llorabas y me consolabas, rogándome perdón. Que todo había cambiado mucho desde la ausencia de Mónica, argumentabas.

Juntaste las manos y nos pediste perdón a Dios y a mí. Fuiste a buscar telas para vendar mis heridas. Yo sólo sentía frío y miedo, frío porque sangraba, miedo porque había visto una especie de maldad que no sospechaba.

Fue como si hubiese dado comienzo una nueva época. La anterior había acabado en el momento de cruzar juntos el Arno. Luego llegaron años de mucha duda y confusión. Ésta nueva época se inició cuando me diste el primer golpe. Yo en mí tenía un único pensamiento: ¡tú, precisamente tú, Aurelio!

Me enviaste de vuelta a Cartago. Luego no volví a saber nada más de ti hasta que, dos años más tarde, murió Adeodato.