En tu libro VIII relatas tu conversión en Milán. Así es como encontraste al fin algo de paz. Escribes: «Estaba seguro de Tu vida eterna, aunque la visión que de ella tenía parecía como entre sombras y como a través de un espejo[66]. Habían desaparecido ya todas mis dudas acerca de Tu sustancia incorruptible, de la que mana toda sustancia»[67].
De acuerdo, mi querido Aurelio: tal vez exista un ser incorruptible que haya creado el mundo y todos sus seres vivos, incluidos mujeres y niños. Pero para mí siguen siendo un misterio las conclusiones que deduces de tu fe: «Mi vida mundana me desagradaba profundamente y ya era para mí una carga muy pesada»[68]. Y explicas lo que quieres decir cuando hablas de «vida mundana»: «Me veía aún fuertemente encadenado a la mujer. Ya sé que el Apóstol no me prohibía el matrimonio, aunque me aconsejaba un estado mejor, al desear que todos los hombres fueran como él. Yo, en cambio, hombre más débil, estaba tentado a elegir el partido más fácil y esto mismo me impedía y retardaba una decisión sobre mis demás problemas. Estaba consumido y agotado por la angustia que me producía tener que reconocer, como algo inherente a la vida conyugal que tanto me atraía y arrastraba, que había otras cosas que no quería soportar»[69].
Más adelante añades: «De este modo, mis dos voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, luchaban entre sí, destrozando mi alma con su enfrentamiento»[70].
Tuvo que ser en esa época cuando me escribiste una carta en la que proclamabas cuánto echabas de menos nuestros abrazos. Pero no te preocupes por esa carta, no se la enseñaré al sacerdote.
Tus confesiones continúan: «Llevaba tan dulcemente la carga del mundo como se lleva un pesado sueño. Cuando meditaba sobre Ti, mis pensamientos se asemejaban al desperezarse de los que quieren despertar y vuelven a caer rendidos, vencidos por la pesadez del sueño. Nadie quiere estar siempre durmiendo, pues todos están de acuerdo en que es mejor estar despierto que no estarlo. No obstante, el hombre demora muchas veces sacudir el sueño, mayormente cuando una pesada somnolencia se apodera de nuestros miembros. Y entonces seguimos durmiendo con mayor gusto, aunque nos desagrade el sueño y sea la hora de levantarnos. Esto mismo es lo que me pasaba a mí: estaba seguro de que era mejor entregarme a Tu amor que ceder a mis deseos»[71].
¡Pero Aurelio, cuántas veces vas a decirlo! Una y otra vez te repites, es algo habitual en ti. Luego sigues: «Muchos eran los años que habían ido desvaneciéndose conmigo, quizá doce, desde que leí a mis diecinueve años el Hortensius de Cicerón, que me estimuló al estudio de la sabiduría. Pero seguía dejando pasar el momento de dedicarme a su búsqueda y renunciar a los goces del mundo. Ello me hubiera dejado libre para otra felicidad cuya búsqueda, no digo ya su descubrimiento, debería haber valorado por encima de todos los tesoros y reinos del mundo y de los placeres del cuerpo por abundantes y fáciles de conseguir que fueran»[72].
Y relatas cómo fue librándote Dios de las cadenas de la concupiscencia de la carne, de los ojos y la ambición del mundo. «Dame la castidad y la Continencia, pero no ahora», le ruegas y luego dices: «Temía que respondieras de inmediato a mi petición y me sanaras demasiado pronto de mi concupiscencia, que yo quería satisfacer más que apagar»[73].
Finalmente tu nueva Amada fue a tu encuentro y te estrechó entre sus brazos, «serena y sonriente, sin malicia»[74].
Casi siento deseos de felicitarte, porque a pesar de todo es como si te hubieras casado. Con una reina invisible, bien es verdad, pero era a Ella a quien deseabas. De esa forma te casaste sin que una nueva mujer tuviera que entrar en la casa de tu madre; así obtuvo Mónica el control de todo, la supongo muy feliz, hecho que tú tampoco intentas ocultar. Consiguió que te casaras y bautizaras a la vez.
Relatas tu gran emoción tras «la conversión», casi escribo «boda»: «estalló una feroz tormenta que se resolvió en abundante lluvia de lágrimas. Para descargarla en su totalidad y dar voces a solas, me aparté de Alipio, la soledad se me antojaba más adecuada para dar rienda suelta a mi llanto, me retiré lo más lejos que pude, para que incluso su presencia no constituyera obstáculo para mí. Él se dio cuenta enseguida de cuál era mi estado de ánimo, pues debí de pronunciar algo cuando me levanté que mostraba en mi voz la inflexión preñada de llanto. En este estado me puse de pie. Él quedó atónito en el lugar donde estábamos sentados. Me hallaba demasiado aturdido y caí derrumbado a los pies de una higuera. Solté las riendas de mis lágrimas y se desbordaron como dos ríos desde mis ojos, sacrificio que Te es aceptable, Señor»[75].
Volviste a buscar refugio bajo una higuera, cerrando así el círculo, pues segura estoy de que pensaste en la nuestra de Cartago. Que si había estado alguna vez en Roma, me preguntaste. Siento escalofríos al pensar en ello porque, a la vista de tus confesiones, lo que entonces sucedió se convierte en algo casi profético. ¿Sería posible que alguna de todas esas lágrimas que derramaron tus ojos fuese por mí?
Cuando caíste rendido al pie de una higuera en Milán, Eneas había encontrado por fin su tierra prometida. Se había consumado: ¡todo había vencido al amor![76].
Escribes: «Después nos dirigimos Alipio y yo a ver a mi madre. Le contamos todo, con gran gozo de su parte… De tal modo me convertiste a Ti que ya no deseaba mujer ni abrigaba esperanza alguna en este mundo. Estaba firme en aquella regla de fe que muchos años antes Tú le habías revelado a ella que yo abrazaría. Cambiaste su duelo en gozo, un gozo mucho más pleno de lo que ella había deseado, en un gozo mucho más íntimo y casto que el que ella esperaba encontrar en los nietos nacidos de mi carne»[77].
¿No te apresurabas demasiado en desechar las posibilidades de Adeodato en su descendencia? En aquel momento no podías prever su infeliz destino. ¿O el pobre muchacho se dejó también abrazar por Continencia? ¿Quizá ya no le considerabas hijo tuyo? De acuerdo, era bastardo, lo sabemos, pero aún falta por llegar el último acto de la tragedia…
En el libro IX escribes sobre el viaje de vuelta con Alipio desde la finca de Verecundo: «También llevamos en nuestra compañía al joven Adeodato, nacido de mi carne y fruto de mi pecado. Tú, Señor, le habías hecho bueno. Era de quince años apenas mas, por su ingenio, aventajaba a muchos varones doctos y afamados. Dones tuyos eran, Te lo confieso, Señor y Dios mío, creador de todas las cosas y poderosísimo para rehacer nuestras deformidades, pues de este muchacho sólo era mío el pecado. Eras Tú y sólo Tú quien nos inspiraba para que le instruyéramos en Tu doctrina. Dones tuyos eran y yo los reconozco»[78].
Y prosigues: «Hay un libro mío titulado De Magistro. El que ahí conmigo habla es mi hijo. Tú sabes que todas las ideas expresadas en este libro por la persona de mi interlocutor son suyas, aunque entonces sólo tenía la edad de dieciséis años. Pude comprobar en él otros muchos detalles aún más extraordinarios. Aquélla agudeza mental suya me daba miedo. Y quién sino Tú podía ser el autor de tales maravillas. Pronto arrancaste su vida de este mundo. Ahora le recuerdo con serenidad, precisamente ahora que no temo los avatares de su niñez, de su adolescencia ni del resto de su vida humana»[79].
No oculto el dolor que me produce leer estas líneas. También a mí me da miedo, pero otra es la razón. Yo no sé si fue Dios quien arrancó a Adeodato de esta tierra. Sólo sé que fuiste tú quien lo arrancó de su madre. ¡Adeodato era mi único hijo, honorable obispo! ¿No fue extinguiéndose bajo tu custodia, hasta que finalmente murió, dejándonos solos a los dos?
Qué tranquilo estarás ahora, libre ya de la preocupación de que también Adeodato pudiera ser tentado bajo una higuera por una mujer caprichosa. Pero yo me habría preocupado aún más si también él se hubiera arrodillado un día ante Continencia, como su esclavo y sometido esposo.