VII

También cuentas con qué empeño Mónica estaba gestionando el asunto de tu matrimonio: «Ya habíamos solicitado como esposa a una joven a la que le faltaban dos años para tener la edad núbil. Y como esta joven nos satisfacía a todos, debíamos esperar»[54]. Bien creo que deberías haber escrito que te venía bien esperar…

Me decepciona que no digas ni una sola palabra sobre lo que sentiste y pensaste al comprobar que tu madre, sin tu consentimiento, me había separado de ti y de Adeodato. Regresaste a una casa vacía. Yo, con quien habías recorrido el largo camino desde África, ya no estaba. Yo, Aurelio, con quien habías cruzado el Arno, ya no existía. Sólo dices: «Cuando por ser impedimento para mi matrimonio apartaron de mi lado a la mujer con quien compartía mi lecho, el corazón, rasgado por donde más unido a ella estaba, quedó llagado y manando sangre. Ella volvió a África haciéndote voto, Señor, de no volver a conocer a otro hombre y dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella. Pero yo, desgraciado de mí, fui incapaz de imitar el ejemplo de esta mujer. No pude soportar la espera de esos dos años que me restaban para recibir por esposa a la joven que había pedido en matrimonio, y porque no era un amante del matrimonio, sino un esclavo de mi pasión, busqué otra mujer. Con ello no pretendía tener una esposa sino sostener y llevar íntegra o reforzada aquella enfermedad de mi alma con la mala costumbre, hasta que llegase el tiempo de casarme»[55].

No supe nada de esa mujer hasta leer tus confesiones. ¡Qué vergüenza sentirás, sabiendo que yo jamás me habría entregado a otro hombre! Pero esas palabras son importantes para mí: con ellas admites que en realidad no fui apartada porque te fueses a casar. Habría sido mejor que hubiéramos permanecido juntos mientras esperabas a que esa pobre muchacha estuviera preparada para el matrimonio. Pero no deseabas casarte, sólo querías salvar tu alma de la perdición eterna, pero volviste a caer en tu «pasión», como es habitual en cualquiera. Pobre de ti, Aurelio, empiezo a entender esa imperante necesidad tuya por confesarte. Pero te soy sincera: no me agrada cómo seleccionas lo que quieres confesar.

Supongo que Mónica no desaprobaba tu nueva víctima. Había conseguido poner fin a una relación de muchos años con una mujer a la que amabas en cuerpo y alma; le alegraría saber que esa nueva mujer sólo satisfacía tu «pasión» carnal. Tu madre era una mujer generosa, honorable obispo: no está bien hablar mal de los muertos. Pudo por fin vengarse cruelmente por lo que sucedió cuando nos hicimos a la mar en África.

Vuelvo a copiar de nuevo algo que escribiste y te recordé al comienzo de mi carta: «No se curaba aquella herida mía tras ser arrancado de la mujer con quien compartía mi vida sino que, después de elevada fiebre e intenso dolor, comenzaba a gangrenárseme. Cuanto más se enfriaba, más desesperados iban volviéndose los dolores»[56]. Y prosigues: «Lo único que me detenía ante la sima más profunda de los placeres carnales era el miedo a la muerte y a Tu juicio futuro. Éste miedo nunca se apartó de mi pecho, a pesar de mis propias y varias opiniones… Me hubiera gustado darle la palma a Epicuro[57], si yo no creyera que, después de la muerte, queda la vida del alma y la sanción de nuestras acciones, algo que él no quiso creer. Si fuéramos inmortales, les decía yo, y pudiésemos vivir en un estado permanente de placer corporal, sin miedo alguno de perderlo, ¿no seríamos felices? ¿Qué otra cosa podríamos desear?»[58].

Es verdad, ¿para qué iríamos a desear algo más? Quiero decir: ¿para qué iríamos a desear algo que tal vez no existiera? Me recuerdas a aquel griego que, habiendo ganado unas cuantas monedas de oro en el juego, quiso ganar más, pero finalmente perdió toda su fortuna jugando[59].

Imagina un frondoso paisaje en donde haya personas y animales, flores, niños, vino y miel. Un paisaje donde también exista un terrible laberinto. Imagínate, santo obispo, tú, antiguo compañero de juegos en el lecho, imagínate ahora perdido en ese profundo laberinto donde no encuentras hilo de Ariadna que pueda guiarte fuera de los oscuros caminos y te permita volver al paraíso en que habitabas anteriormente. En el fondo de ese laberinto reinan teólogos y platónicos y, cada vez que un hombre nuevo entra en su territorio, su número aumenta: pues a todo el que va llegando se le convence de que todo cuanto está fuera es obra del diablo. Te toca ahora a ti ser persuadido, y pronto dejas de querer salir de allí. Es porque tú también te has adherido a esa legión de teólogos, te has convertido en uno de esos antropófagos que viven en las profundidades del oscuro laberinto. Quizá debería llamarlos pescadores de hombres[60]. No olvidas a la mujer que amaste, pero alabas a Dios por haberte separado ya de ella, porque ella ya no te puede tentar. Sólo en tu memoria permanecen aún vivas «las imágenes de aquellas cosas que la costumbre dejó impresas en ella»[61].

Que Dios te perdone. Tal vez esté sentado en algún lugar viendo cómo desprecias sus obras. En tus confesiones escribes repetidas veces que en tu vida anterior estabas donde no está Dios. Pero tal vez sea ahora cuando estás perdido de verdad. También Edipo pensaba que iba por el camino correcto cuando marchó de Delfos a Tebas. Ése fue su trágico error. Todo le hubiese resultado mejor si hubiera vuelto a Corinto, con sus padres adoptivos. A ti te habría sido mucho mejor el regresar a Cartago. Aquí intuimos todavía el amor de Dios en las flores, en los árboles y en Venus.

Quiero mencionarte unas palabras de Horacio: «Piensa que cada día que amanece es tu último día». No es seguro que éste vaya a ser tu último día, pero puede ocurrir que así sea. De igual modo puede pensarse que no existe otra vida después de ésta para nuestras almas. Puede ser, viejo rétor, y quiero que vuelvas a meditar sobre esa posibilidad. Imagina que el obispo de Hipona Regia se haya equivocado.

La vida es breve, demasiado breve. Y tal vez sólo vivimos aquí y ahora. Si fuera así, espero que no hayas estado dando la espalda a esos días, que al fin y al cabo tienen luz, para adentrarte en un oscuro y siniestro laberinto del pensamiento del que yo no puedo rescatarte.

No vivimos eternamente, Aurelio. Eso significa que debemos aprovechar los días que nos son entregados.

Casi al final del libro VI escribes sobre tu alma, a la que amas más que a nada en este mundo: «Dio vueltas y más vueltas, hacia atrás, hacia delante, de lado y boca abajo. Todo lo halló duro, porque Tú eres su descanso»[62].

De nuevo me obligas a pensar en todos esos días y noches que pasamos juntos en Cartago, en donde también encontrábamos un profundo descanso el uno en el otro. Y dijiste que donde yo estuviera, allí querías estar tú. Pero no cumpliste esa promesa. Como un ladrón te apartaste de mí y te adentraste en los escondidos caminos de los teólogos, sin llevarte mi hilo para guiarte.

Comienzas el libro VII con estas palabras: «Ya había muerto mi juventud mala y repugnante y me iba adentrando en la madurez. Cuantos más años tenía, más necia era mi vanidad»[63]. Pero ¿qué es en realidad el pecado, honorable obispo, qué la maldad o la vanidad? ¿No es todo aquello que nos separa de Dios?

Prosigues: «Me resultaba totalmente imposible imaginar una sustancia distinta de la que se puede ver con los ojos»[64]. Pero supón que no exista otra sustancia. En ese caso no te habrías dirigido hacia la luz, sino que te habrías alejado de ella.

¿No te das cuenta de la frondosidad que te ocultan los árboles, Aurelio? ¿Eres aún capaz de ver que hay un mundo que te rodea? Si lo que ves con los ojos terrenales no te place, quizá debieras arrancártelos, aunque eso para mí sería blasfemar.

Continúas diciendo que poco a poco ves con total transparencia y estás seguro «de que todo lo que puede corromperse es peor que lo incorruptible»[65]. Esto parece bastante sensato y meditado, lo admito. Aunque la cuestión es si verdaderamente existe algo «incorruptible», a lo que nuestras almas puedan aferrarse. Si no existe, entonces, en mi opinión, es más insensato buscar lo que no puede corromperse que aquello que es susceptible de corrupción, suponiendo que los ojos no hayan sido ya arrancados y que el obispo de Hipona no se haya castrado por culpa del cielo. Lo siento, es mi exaltación lo que me hace hablar así. Discúlpame.

Continúas hablando de lo que tu ojo interior ha visto y de tu amor a lo que no tiene cuerpo. Siento escalofríos. Imagina que hubiera alguien con tal poder que enmudeciera el canto de los pájaros sólo porque hubiese oído un canto, aún más bello, en su oído interno. O imagina que hubiera alguien capaz de marchitar todas las flores y árboles porque hubiera inhalado con su olfato interno un aroma aún más delicioso que los de la propia naturaleza. En suma, imagina a alguien con el poder de destruir toda arquitectura y objetos del arte tan sólo porque hubiera caído enamorado de las cosas que no tienen cuerpo.

Para mí los pájaros dejaron de cantar, las flores no tenían ya sus colores de antes, y tampoco había nadie para oler mi pelo ni abrazar mi cuerpo. Compartía el destino de Dido, pero yo jamás me desprendo del camafeo que aprieto en mi mano.