Fuiste a ver al obispo Ambrosio a Milán. Escribes de él que le considerabas «hombre feliz, según el mundo, pues gozaba de gran estima entre la gente importante»[44]. Sólo su celibato te resultaba difícil de sobrellevar: sabías que ibas a sufrir grandes tormentos porque cada vez más te ibas convenciendo de que tendrías que rechazar el amor a cambio de la salvación de tu alma.
Más tarde, en aquella primavera, llegó Mónica; por tierra y por mar te había seguido, dices. Se colocó frente a ti y de espaldas a mí, aunque sabía que tú y yo éramos uno. Vino con dos propósitos: el primero era que recibieras el bautismo; el segundo, casarte con una muchacha de posición elevada. Creo que este último fue el más importante. Tú dudaste de todo, pero decidiste, «en consecuencia, ser catecúmeno de la Iglesia de Roma, que me había sido recomendada por mis padres, al menos hasta que pudiera ver claramente una luz que guiara mis pasos»[45]. En el libro VI exclamas: «¡Oh, grandes hombres los de la Academia! Es cierto que no podemos saber nada con certeza sobre cómo dirigir nuestras vidas»[46].
Perdóname la larga transcripción que haré a continuación, pero estas líneas muestran cómo al menos tuviste unos cuantos intentos de reflexión: «Supongamos que la muerte pone fin a todas nuestras preocupaciones al poner término al mundo de los sentidos. Es problema que convendría estudiar. Pero es impensable que esto pueda ser cierto. No en vano, ni por casualidad, la sólida autoridad de la fe cristiana se ha abierto camino por el mundo entero. Nunca habría hecho Dios tantas y tales cosas si al morir el cuerpo se consumara también la muerte del alma. ¿Por qué no dejamos las esperanzas mundanas y nos entregamos totalmente a la búsqueda de Dios y de la vida feliz? Pero vayamos despacio, que también el mundo y las cosas tienen su encanto, y no pequeño. No se han de dejar tan fácilmente, porque sería vergonzoso volver a ellas después de haberlas dejado. Poco falta para que puedas alcanzar alguna honra. ¿Qué más se puede esperar? Tengo muchos e influyentes amigos que, en caso de apuro y a falta de otra cosa, me podrán conseguir, al menos, un cargo de gobernador. Me casaré con una mujer de regular situación económica, para no agravar excesivamente mis gastos. Todo ello será la culminación de mi sueño dorado. Ha habido muchas y grandes personalidades, hombres dignísimos de imitación, que, en compañía de sus mujeres, se consagraron al estudio de la sabiduría.
»Mientras me expresaba en semejantes términos y mientras rolaban estos vientos llevando mi corazón de un lado para otro, iba pasando el tiempo y tardaba en convertirme al Señor. Dilataba día tras día vivir en Ti, pero no aplazaba morir en mí mismo cada día».[47]
Vivir, aunque aquí lo llames morir; y lo dices tú, que una vez te inclinaste para olerme el pelo cuando cruzábamos el Arno. Luego continúas: «Amaba la vida feliz, pero temía acercarme donde ella estaba y la buscaba huyendo de ella. Pensaba que habría de ser muy desdichado si me privaba de las caricias de una mujer»[48].
Eran mis caricias de las que temías privarte, Aurelio, lo hemos hablado muchas veces. No has sido capaz de escribirlo, será que hay que mostrarse prudente antes de mencionar un nombre.
Hablaste de estos temas con Alipio[49]: «Ninguno de los dos nos inclinábamos, sino muy débilmente, por lo que hay de decoro y honestidad en el matrimonio, cual es la formación de una familia y la educación de los hijos. Éstos objetivos tenían poco peso para nosotros. Lo que a mí me atormentaba y esclavizaba principalmente y con dureza era la costumbre de saciar mi pasión insaciable»[50].
Lo que en verdad te atormentaba era que un matrimonio, para el cual yo no era apta sencillamente por carecer de bienes terrenales, implicaría tener que abandonarme. ¿No éramos almas gemelas, entonces? ¿No estábamos tan unidos en cuerpo y alma que el separarnos sería más tarea de un cirujano que de una madre buscándole esposa a su hijo? ¿No tendríamos también que haber pensado en Adeodato, con doce años ya cumplidos?[51]
Escribes: «Se me instaba con empeño a tomar esposa. La pedí en matrimonio y fui aceptado. Mi madre gestionó todo, pues confiaba en que, una vez casado, serían lavados mis pecados por las aguas salvadoras del bautismo»[52].
Mónica entró en mi cuarto. Nunca olvidaré la mañana en que se presentó de repente mientras me estaba aseando. Acababas de irte a la Academia de Retórica, donde ibas a permanecer todo el día. Me ordenó que me fuera. Todo estaba dispuesto y organizado para mi regreso a África, aquella misma tarde salía un grupo de viajeros hacia allí. Tú ya habías hecho la petición de matrimonio con una muchacha y te lo habían concedido. Sus padres habían puesto como condición que yo me fuera de tu lado cuanto antes.
Pensé que así se vengaba Mónica de lo sucedido aquella noche en que la abandonamos en Cartago. Ahora íbamos a ver cuál de las dos era más fuerte. Pero me dijo que eras tú quien la había encomendado enviarme lejos porque no tenías valor para hacerlo tú mismo, como un pastor que no tiene valor para matar a sus propios corderos. ¡Y yo la creí, ése fue mi trágico error! Supongo que has pensado en mí como si fuera un personaje de tragedia, sacado de la toga de Eurípides. ¡Fui abandonada por mi propio marido por culpa del amor celestial! ¡Eso ocurrió, Aurelio, exactamente eso!
Yo creí que fue tu voluntad el que yo regresara a Cartago, donde años atrás nos habíamos conocido bajo un árbol; pero, cuando nos volvimos a ver en Roma, me juraste que me habían apartado de tu lado sin tu conocimiento ni consentimiento.
Mónica me comunicó también que tú querías mi promesa de que no conocería a ningún otro hombre. Lo interpreté como una señal de que aún no estabas del todo decidido y de que quizá pudiéramos volver a estar juntos algún día. Sigue siendo para mí un gran misterio el que ella hablara así, porque estaba segura de que lo único que le interesaba era que me fuera. Acaso sería para que mi partida me resultase un poco más fácil; tal vez pensó que accedería más fácilmente a recibir el bautismo si no buscaba otro hombre con quien convivir. Pero lo cierto es que pronto me llegó tu carta en la que me rogabas encarecidamente que no me entregara a otro hombre. Incluso decías que probablemente tu matrimonio no se llevara a cabo. Pero lo más importante eran las palabras con las que concluías esa carta enviada desde Milán: «¡Te echo de menos, Floria!».
Ése día te habías llevado a Adeodato a la Escuela de Retórica y ni siquiera pude abrazarle por última vez antes de coger mis cosas y alejarme de ti y de él. Pero me llevé todo conmigo[53].
No hice como Dido, Aurelio, así que tal vez prometí demasiado en aquella ocasión bajo la higuera. Aunque hubiese tenido conmigo a Adeodato, no habría hecho como Medea. Yo me marché.