V

Relatas en tu libro V el viaje de Cartago a Roma: «mi madre lloró amargamente mi partida y me acompañó hasta la orilla del mar. Pero yo la engañé cuando estaba firmemente asida a mí, tratando de convencerme de que desistiera de mi propósito o bien le permitiera ir en mi compañía»[40]. La engañamos, Aurelio. Le hiciste pasar la noche en aquel templo de Cipriano y nos hicimos a la mar, amparados por la oscuridad, con el pequeño Adeodato a sus once años. Recuerdo que bromeabas diciendo que esa noche la reina de Cartago viajaría con Eneas a Roma, y cuando salimos de Cartago me sentí verdaderamente como una orgullosa Dido. Recordé aquella extraña pregunta que me hiciste diez años atrás: que si había estado alguna vez en Roma. Estaba convencida de que hacíamos lo correcto. Si íbamos a emprender una vida juntos, debíamos dejar atrás a Mónica.

Luego tuviste que guardar cama a causa de unas fiebres, pero yo te cuidaba y rezaba por ti. Recuerdo el miedo que tenías a morir. Preguntabas una y otra vez si ibas hacia tu perdición. Aún no habías encontrado una salvación para tu alma: «Mis fiebres arreciaron hasta ponerme en trance de muerte. De haberse producido ésta, adónde hubiera ido sino al fuego y tormentos que mis obras merecían según la justicia de Tu ley»[41].

¡Por Hades, Aurelio!, ¡qué clase de nueva mitología es ésta! ¡Tú, que antaño te burlabas de las antiguas leyendas mitológicas, sigues creyendo en un Dios de la ira que quiere castigar y torturar eternamente a los seres humanos por sus actos! Suerte que no pensabas así cuando la fiebre te atacó en un humilde cuarto en Roma; entonces sólo temías que tu alma fuera hacia su perdición[42]. Yo tenía que procurar aliviar tu angustia con palabras de consuelo extraídas de la filosofía de los estoicos. También hablábamos del Nazareno y la esperanza cristiana. Pero ninguno de los dos nos sentíamos próximos a esas palabras sobre el fuego y los tormentos eternos. Éramos demasiado cultos para ello. ¡Cómo puede un rétor imperial creer en esas cosas!, creer que dentro de unos años el obispo de Hipona Regia estará gozando del santo paraíso de Dios y que Floria Emilia será enviada al fuego y a los tormentos eternos por haberse negado a recibir el bautismo. No, piadoso obispo, deberíais revisar esas teorías cuanto antes; si no, me preocupará que haya cada vez más gente dispuesta a recibir el bautismo y que la Iglesia de Roma crezca. Los dos conocemos la decadencia política por la que está atravesando nuestra sociedad y no deberá extrañarnos que las costumbres y creencias atraviesen una decadencia parecida.

Regreso a mi asunto. No he olvidado cuan rápidamente te curaste de la fiebre y pudiste ponerte de nuevo en pie. Juntos recorrimos la ciudad. Enseñaste Retórica durante algunos meses, a la vez que te nutrías de las conversaciones con los académicos[43]. Siempre me dejabas acompañarte, especialmente cuando ibas a conocer gente nueva. Te sentías orgulloso, un triunfador, por tenerme a tu lado; no tanto por haberme elegido como porque yo te hubiera elegido a ti.

En ese tiempo conseguiste un puesto imperial como maestro para enseñar Retórica en Milán. El viaje hacia allí fue una gran experiencia, posiblemente porque ésa fue una de nuestras mejores épocas. Quizá aún recuerdes cuando paseamos por la Via Cassia en aquel magnífico día de otoño con Adeodato, un par de amigos y con algunos desconocidos.

Luego llegamos a la antigua ciudad militar de Florencia, a orillas del Arno. ¿Recuerdas cómo nos quedamos extasiados contemplando las colinas cubiertas de nieve que surgían detrás de los árboles? Pero me temo que tú sólo puedes recordar ideas o pensamientos, no te siento capaz de asistir a las experiencias que se aprehenden con los sentidos. Cruzamos el río y te aproximaste a mí mientras atravesábamos el puente. Ibas hablando con alguien pero de repente apareciste a mi lado. Me abrazaste tiernamente y susurraste: «¡La vida es tan breve, Floria!».

Me agarraste con fuerza la mano, como si hubieras decidido no olvidar nunca ese momento, y entonces oliste mi pelo. Notaba tu respiración en mi cuello mientras soltabas mis cabellos y los olías. Era como si quisieras introducirme dentro de ti, como si mi hogar lo contuvieras tú dentro. Creí que ese acto significaba que querías que permaneciéramos siempre juntos porque nuestras almas se habían fundido. Pero esto sucedió antes de que Mónica llegara a Milán, antes de que planeara tu matrimonio, antes de tu encuentro con los teólogos.

Lo que sucedió sobre el Arno no estaba causado por un «apetito carnal» o un «deseo sensual», honorable obispo. Allí, en ese puente, hiciste algo que sabías que me gustaría, fue un gesto hacia mí, una muestra de que me reconocías como tu elegida, aunque las leyes no te lo reconocieran. Fue una muestra de alivio el poder movernos, por fin libremente, en una tierra apartada de Mónica. Éramos como dos fugitivos. Han pasado los años y muchas cosas han sucedido desde que tú y yo vivíamos juntos en Italia. Sigo insistiendo porque crees que tu Dios te condena por haber encontrado placer en el aroma de mis cabellos y que, para redimir pecados de tan baja índole, hizo clavar en la cruz a su único hijo. También a ti y a mí nos acompañaba un hijo en ese viaje, un hijo que saltaba y corría alrededor de su padre y su madre. ¿Lo verías clavado en una cruz en nombre del amor? Espero, por la salvación de tu alma, que tu Dios tenga un sentido del humor tan desarrollado como el tuyo antes del encuentro con tus teólogos. Incluso quizá tenga un sentido del humor aún más macabro y piense que tu alma se ha deteriorado tanto desde que cruzamos juntos ese río que ya no es posible salvarla. ¡Donde hay más ingenio, honorable obispo, suele haber menos amor!

Al otro lado del puente había unos comerciantes; a ellos les compraste el camafeo que ahora tengo apretado en mi mano. Dios me perdone por concentrarme en algo «carnal», pero es todo lo que tengo. Yo no he visto ningún resplandor en mi interior, ni he tenido visiones ni oído voces, en ese aspecto soy una mujer simple. No te deseo más que el bien para la salvación de tu alma. La vida es breve y yo sé muy poco. Pero imagina, Aurelio, que no hubiera ningún cielo sobre nosotros, imagina que hayamos sido creados sólo para vivir esta vida. En ese caso, ojalá nuestras almas vuelen sobre el Amo eternamente; pues fue en Florencia donde floreció Floria y fue bajo el sol de un áureo atardecer en el Arno cuando tu frente, Aurelio, brilló como el oro.