IV

Cuando nuestro hijo acababa de cumplir dos años, nos fuimos a Tagaste, tu ciudad natal, donde ibas a enseñar Retórica. Casi al final del libro III escribes: «hay muchas cosas que escapan a mi memoria y muchas que paso por alto, pues quiero llegar enseguida a otras que me urge confesarte»[31].

Pero no habrá escapado a tu memoria lo difícil que resultó que Mónica te permitiera vivir en su casa con Adeodato y conmigo. Ya entonces tuve la sensación de que os ataban lazos que no eran naturales entre una madre y un hijo. Yo también tenía mis ideas sobre los sueños de Mónica. Tú lo dices: «Soñó que se encontraba toda triste y afligida sobre una regla de madera y que un joven resplandeciente, alegre y risueño, se le acercaba. Al preguntarle este joven por la razón de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no con ánimo de enterarse, sino porque tenía intención de aconsejarla, ella le respondió que lloraba mi perdición. Él pidió que se tranquilizase y que observara con detenimiento, pues donde ella estaba ahora, allí estaba yo también. Ella fijó su vista y me vio de pie junto a ella en la misma regla»[32].

Esto lo repites, como para dejar muy claro lo que quieres decir: Donde ella está, allí estás también tú[33]. Mónica y tú, madre e hijo, sobre la misma regla de madera: tal vez con ello te refieras a la regla de fe, pero quieres darle otro significado. Se dice que un hijo ha de abandonar a los padres y convivir con una mujer, y que los dos han de ser una sola carne. Pero ella se interpuso entre nosotros y acabó ganando el duelo. Era una mujer poderosa, con grandes ambiciones para sí misma y para su hijo.

Vayamos al libro IX, donde describes tu dolor por su muerte, acaecida en Ostia: «sentía el alma herida y lacerada mi vida, que había llegado a ser una sola con la suya»[34].

Veo que no sientes vergüenza; pareces haber olvidado la historia de Edipo y Yocasta, su madre. Él se sacó los ojos, pero tú hubieras preferido verte castrado. ¡Furor poético, Aurelio! A veces resulta muy tentador decir la verdad con una broma, como Horacio sugiere.

Sentiste un vacío en tu vida y quizá por eso me llamaste a tu lado. Pero muy pronto pusiste a Dios en el lugar de tu madre. Él era para ti lo único que te quedaba de ella, una nueva madre. Primero Mónica ocupaba el lugar de Dios, pero, al morir ella, invertiste el orden. Primero ella se interpuso entre nosotros, luego ocupó el lugar de ella el Dios del Nazareno.

Muchas veces me he preguntado si en el fondo no fue tu propia madre la que te robó la voluntad de amar a una mujer. El que me amaras ¿no fue la razón por la que Mónica se negaba a vivir en la misma casa y a comer en la misma mesa que tú? Recuerda tu libro III, Aurelio. ¿No fue éste también el motivo que le hizo apresurarse a ir a Milán con el propósito de casarte? Recuerda tu libro VI. ¿No fue entonces cuando elegiste a Continencia, al saber que no se llevaría a cabo el matrimonio planeado?

Cuando hubimos cruzado el Arno, me detuviste poniéndome una mano cariñosa en el hombro y me pediste permiso para olerme el cabello. «Vita brevis», dijiste. ¿Por qué dijiste eso? ¿Por qué querías oler mi cabello? ¿Qué era lo que querías sellar?

También me mencionas en tu libro IV. Escribes: «Por aquellos años vivía yo con una mujer, no según lo que se conoce por legítimo matrimonio, sino buscada por el ardor ciego de mi edad, carente de toda prudencia. Pero fue una sola y también le fui fiel»[35].

Al leer que fui buscada por tu ardor ciego carente de toda prudencia, me eché a reír: tu pasión por mí era constante, y muy juiciosa, aunque en algunas épocas ardiera con una llama más débil que en otras. Además yo no era ninguna presa que se busque para ser cazada. Como tú mismo insinúas, vivíamos juntos como esposo y esposa; nos diferenciábamos de los otros en que fue una decisión libre, sin intervención de nuestros padres. Si no me hubieras querido, habrías tenido a otras mujeres, o habrías frecuentado los prostíbulos. No estábamos unidos formalmente y a la gente no le hubiera parecido extraño que me hubieses cambiado por otra concubina. Lo único que se interponía entre nosotros era Mónica, y, poco a poco, también los remordimientos de conciencia que te ocasionaba cultivar tan intensamente nuestro amor, que podía llegar a constituir un impedimento para la salvación de tu alma.

Aludes a Claudio[36], que murió de unas fiebres, cuando escribes: «Yo vivía miserablemente, como vive todo hombre cuya alma es prisionera de las cosas mortales… me sentía enfermo y cansado de vivir; además le tenía miedo a la muerte»[37]. Más adelante dices: «Cargaba con un alma rota y ensangrentada que no toleraba que yo fuese su portador y a la que no sabía dónde poner. No hallaba sosiego ni en los bosques amenos ni en el canto ni en los juegos ni en los jardines fragantes, ni en los banquetes espléndidos ni en los deleites del lecho y del hogar, ni siquiera en los libros ni en los versos»[38].

Recuerdo muy bien esa época porque no fue fácil para ninguno de los dos. Sin embargo, siempre nos tuvimos el uno al otro y, tras la muerte de tu amigo, yo fui tu único consuelo. Entonces empezaste a buscar una verdad que salvara a tu alma de todo lo perecedero. Yo te decía: abrázame fuerte, la vida es muy breve y no es seguro que haya una eternidad para nuestras frágiles almas, tal vez sólo vivamos aquí y ahora. Pero nunca estabas de acuerdo en eso. Tú buscarías sin descanso hasta encontrar la eternidad para tu alma. De alguna manera era más importante para ti salvar tu alma de la perdición que la mía.

Luego, regresamos a Cartago desde Tagaste. Yo me sentía feliz, pues no era agradable para ninguno de nosotros compartir la casa con Mónica. Escribes: «Los días se sucedían unos a otros y, en su ir y venir, depositaban en mí nuevas esperanzas y recuerdos. Poco a poco se iba colmando mi vacío con mis antiguos placeres»[39]. Pero habías sembrado la semilla, sobre ti pesaba ya una nueva carga.

Extraña que no escribas más sobre Adeodato. ¿Lo incluyes tal vez entre tus «antiguos placeres»?