II

Como he escrito, me prestó tus confesiones el sacerdote de Cartago. Deberás perdonar el que te transcriba algunas palabras que quiero comentar detalladamente. Espero de ti paciencia y que leas mis reflexiones con mente abierta. Son mis confesiones, si lo prefieres, pues considero esta carta algo más que un saludo personal: es también una carta dirigida al obispo de Hipona Regia. Han pasado los años y muchas cosas han cambiado desde que tu y yo nos amamos. Puede mi carta ser considerada, entonces, una carta a toda la Iglesia cristiana por ser tu hoy hombre con influencia. Acepto que ello me inspira miedo, pero ruego a Dios que también la voz de una mujer sea escuchada por los hombres de Iglesia. Tal vez recuerdes algo que te dije aquella mañana en que paseábamos por el foro romano contemplando la fina capa de nieve que se había posado sobre el Palatino. Te hablé de la tragedia de Séneca Medea, que yo acababa de leer, y en la que se advierte que también se ha de escuchar a la otra parte, y esa otra parte soy yo, ¿verdad?[13]

Tu libro I tiene un comienzo muy prometedor en el que alabas a Dios por su sabiduría y grandeza: «de quien, por quien y en quien son todas las cosas», escribes[14]. Hablas a continuación de tu temprana infancia, aunque creo que muchas de tus reflexiones las tomas prestadas de los primeros años de vida de Adeodato. Van apareciendo ya esos sombríos aires de fondo presentes en todos tus libros: «nadie está limpio de pecado delante de Ti, ni siquiera el niño que vive desde hace un día… Concluyamos que es inocente la flaqueza del cuerpo tierno de los niños, pero no su ánimo». ¿Por qué no? Es porque tú has visto la expresión de enfado en el niño que «clava sus ojos celosos» en su hermano, que también quiere ser amamantado. ¡Pobre Aurelio! Que ese niño también desee mamar no equivale a maldad. También dices a Dios que ha dado al niño «la vida y un cuerpo y le has dotado de sentidos. Diste armonía a sus miembros y le vestiste de hermosura al implantar en él todos los instintos necesarios para su bienestar y seguridad»[15]. Pero no reparas en esto como algo bueno y hermoso, enseguida vuelves a lamentarte porque haya nacido en delito y haya sido concebido en pecado. O en amor, honorable obispo, un niño es concebido en amor: tan hermosa y sabiamente ha organizado Dios el mundo haciendo que no se conciba por gemación.

Incluso pretendes ver un significado más profundo en que Mónica no permitiera tu bautizo siendo un niño: «pensando que después del bautismo la culpa sería mayor y más peligrosa si volvía a mancharme con el pecado»[16]. ¿Pecado porque Dios nos ha creado hombre y mujer con una gran riqueza de sentidos y necesidades? De instintos, si lo prefieres, o apetitos excitables. A ti puedo decírtelo sin rodeos, a ti que solías ser mi compañero de juegos en el lecho. Incluso llegas a incluir en la lista de tus pecados el que la historia de Dido y Eneas te atrajera en la juventud.

Escribes constantemente en todos tus libros sobre el «deseo de los sentidos» y los «deseos pecaminosos». ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez seas tú quien desdeña los dones de Dios? Quizá tu desprecio por el mundo de los sentidos proceda de los maniqueos y de los platónicos más que del propio Nazareno. Pero en tu libró X vas aún más lejos, al subrayar no sólo tu desdén por el mundo de los sentidos y en consecuencia por la obra de la creación de Dios, sino por los propios sentidos, que, no lo olvides, también son obra de Dios: «De la seducción de los perfumes no me cuido demasiado. Ni los busco cuando no los tengo, ni los rechazo cuando los tengo, dispuesto como siempre estoy a verme privado de ellos»[17]. Te avergüenzas incluso de que de vez en cuando comes porque te gusta la comida. Pero ahora Dios te ha enseñado que debes «tomar los alimentos como si fuesen medicinas». Te felicito, aunque la sola idea me produce náuseas. «Si bien la razón de la comida y de la bebida es mantener la salud, ésta lleva consigo un compañero peligroso e inseparable: el deleite», escribes. También dices que «muchas veces no sabemos si el cuidado necesario del cuerpo pide lo que se le da o si es el deleitoso engaño del apetito el que pide ser atendido»[18]. Ay, honorable obispo, imagina algo que sea delicioso para el paladar y al tiempo saludable para el cuerpo. Yo prefiero atenerme a las palabras de Horacio, y está mi conciencia tranquila, cuando dice que es agradable liberarse de vez en cuando.

Hay que comer, Aurelio, tienes derecho a disfrutar de los alimentos. Espero también que no hayas abandonado tu aseo. Cuando se ve una flor hermosa se tiene derecho a aspirar su aroma, aunque hoy lo llames «apetito del cuerpo». Deberías avergonzarte. Nada es tan absurdo que no pueda haber sido dicho por un filósofo, escribe Cicerón. Seguramente podría decirse lo mismo de los teólogos. ¿Recuerdas que cuando cruzamos el Arno te detuviste para olerme el pelo? ¿Por qué lo hacías, Aurelio? ¿Fue acaso el «deseo del cuerpo» lo que se hizo sentir? No, no lo creo. Lo que pienso es que antaño sabías qué era el amor auténtico, ahora temo que lo hayas olvidado.

En el libro II escribes sobre tus años de pubertad en Tagaste: «Quedó ajada mi hermosura y me convertí en un ser infecto ante Tus ojos, por darle gusto a las complacencias personales»[19]. Y continúas: «¿Qué era lo que me deleitaba sino amar y ser amado?… Del cieno de mi concupiscencia y del manantial de mi pubertad subían nieblas espesas que oscurecían mi corazón, privándole de distinguir entre la clara luz del amor casto y la oscuridad de la lujuria. Amor y lujuria hervían juntos dentro de mí y arrastraban mi corta edad hacia acantilados de vanos deseos, anegándome en un mar de pecados»[20].

Creo que alardeas de ello, Aurelio. Como en todo adolescente habría en ti una imaginación muy viva, pero debes saber que, cuando yo te conocí algunos años después, el muchacho que compartía mi lecho era más bien un joven torpe e inexperto. Escribes que te avergonzaba el carecer de la experiencia que decían tener tus compañeros. Presumían de su «vida depravada», dices. Pero tú también presumías de la tuya. Es ingenuo, ridículo, ¿pero vergonzoso? Lo más vergonzoso quizá sea que cosas tan pueriles sigan ocupando la mente del obispo de Hipona Regia. Como hubiera dicho Terencio, nada de lo humano debiera serle ajeno a un obispo, la juventud es la juventud, siempre lo ha sido. Ni siquiera evitas mencionar ese terrible «delito» que cometiste a los dieciséis años cuando, junto con otros muchachos, robaste sus frutos a un peral[21].

De repente te pones más serio. Comienzas refiriéndote a esas palabras de Pablo que dicen «Bueno es al hombre no tocar mujer»[22]. Pero, mi querido Aurelio, ¿por qué citas sólo ese versículo? Sigo creyendo que arrastras algo de los maniqueos. ¿No aprendiste en la escuela de Retórica el peligro de sacar una frase de su contexto? Es cierto que Pablo escribe que es bueno para el hombre no tocar mujer, pero a continuación aclara que, con el fin de evitar la lujuria, cada hombre tenga su propia mujer y cada mujer su propio marido. También nos dice que la mujer y el hombre serán un solo cuerpo y que han de entregarse el uno al otro para no caer en la tentación de cometer adulterio si no pueden guardar continencia.

Pero ¿es inteligente creer que uno puede salvarse de «los apetitos pecaminosos» eligiendo la continencia? Te soy sincera: tu obsesión por ello parece superior a la de otros hombres de tu edad, aunque ya casi han pasado quince años desde que te lanzaste en brazos de la Madre Continencia; sólo tuviste una pequeña recaída, bien es verdad. Aunque la apartes con una horca, la naturaleza siempre vuelve, escribe Horacio. Salvo que se opte por una acción más extrema, como haces tú cuando sugieres que para conseguir entrar en el reino de los cielos hubiera sido mejor castrarse[23], porque entonces podrías haberte sentido más feliz en la espera del abrazo de Dios. ¡Pobre Aurelio!, te avergüenzas de ser un hombre. Justamente tú, que fuiste todo un varón a mi lado. Incluso ahora, años después de haber elegido a Continencia, te lamentas ante Dios de echar aún de menos a una mujer a tu lado. En el libro X, honorable obispo, escribes: «En mi memoria, de la que tan extensamente he hablado, siguen viviendo las imágenes de aquellas cosas que quedaron grabadas por la costumbre. Cuando estoy despierto se agolpan sobre mí languidecidas, pero es en sueños cuando me arrastran a la delectación e incluso al consentimiento y a algo muy parecido al acto real»[24].

Interpreto por esta confesión que aún no te has hecho castrar, incluso puede que a veces me eches de menos, que sean los recuerdos sobre mí y nuestras antiguas «costumbres» quienes te visitan en sueños. Espero que no te hayas castrado, Aurelio, tú que fuiste verdadera viga en mi lecho. Podrías arrancarte los ojos, como hizo Edipo, o sesgar tu lengua; aunque estoy segura de que echas aún de menos nuestros besos.

Tu sexo era también un órgano sensual. Al menos tú eres quien escribe constantemente sobre las apetencias de los sentidos, también cuando hablas de las del amor. ¿O acaso piensas que tus ojos o tus oídos son una creación divina superior a tu sexo? ¿Piensas en verdad que algunas partes del cuerpo son menos dignas ante Dios que otras? Tu dedo corazón, por ejemplo, ¿es más respetable que tu lengua? No olvides que de él también hiciste uso.