I

Floria Emilia saluda a Aurelio Agustín, obispo de Hipona.

Me resulta curioso el saludarte con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente «a mi pequeño y divertido Aurelio». Pero han pasado más de diez años desde que por última vez me estrechaste entre tus brazos; mucho ha cambiado todo desde entonces.

Te escribo porque el sacerdote de Cartago me ha dado a leer tus confesiones. Piensa que tus libros pueden resultar edificantes para una mujer como yo. Durante muchos años he pertenecido a esta iglesia en calidad de catecúmena[2], pero no quiero recibir el bautismo, Aurelio. No me lo impide el Nazareno, tampoco los cuatro evangelios, pero no quiero ser bautizada.

En tu libro VI escribes: «Cuando por ser impedimento para mi matrimonio apartaron de mi lado a la mujer con quien compartía mi lecho, el corazón, rasgado por donde más unido a ella estaba, quedó llagado y manando sangre. Ella volvió a África haciéndote voto, Señor, de no volver a conocer a otro hombre y dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella»[3].

Me es grato que aún recuerdes los fuertes lazos que nos unían. Bien sabes que nuestra unión fue algo más que un común y fugaz concubinato, tan propio del hombre antes del matrimonio. Convivimos en fidelidad durante más de doce años y también nació nuestro hijo. No pocas veces la gente con la que nos topábamos nos tomaba por marido y mujer según la ley. A ti te gustaba, pues pienso que te hacía sentir orgulloso, aunque hay muchos maridos que se avergüenzan de sus mujeres. ¿Recuerdas cuando cruzamos juntos el Arno? De repente me detuviste poniendo tu mano sobre mi hombro. Y me dijiste algo, ¿lo recuerdas?

Repetidas veces escribes que omites muchas cosas y que otras las has olvidado. Así pues, perdóname si te ayudo a hacer memoria de algunas cuestiones importantes.

Es cierto que hice la promesa de no conocer a otro hombre, pero no se la hice a Dios. ¿Acaso no me pediste que te hiciera esa promesa a ti? Estoy segura de ello, porque fue mi único consuelo en el camino de regreso desde Milán. Todavía sentías algo, aunque fuera poco, por mí. Pensé que tal vez Mónica recapacitaría y podríamos volver a estar juntos, pues no se pide fidelidad a alguien a quien se rechaza por odio o por ira. Un poco más adelante escribes: «No se curaba aquella herida mía tras ser arrancado de la mujer con quien compartía mi vida sino que, después de elevada fiebre e intenso dolor, comenzaba a gangrenárseme»[4].

Los dos sabemos que no fui apartada de tu lado únicamente porque Mónica hubiera encontrado la muchacha adecuada, aunque ésa fuese la razón de Mónica, pues ella pensaba en el futuro de la familia. O quizá tuvo celos de mí. Me lo he preguntado muchas veces. Nunca olvidaré aquella primavera cuando llegó a Milán decidida a interponerse entre nosotros.

Entre los dos me apartasteis de tu camino, pero tu razón principal para hacerlo no fue ese matrimonio planeado, al menos existía también otra razón. Me repudiabas porque me amabas demasiado, dijiste. Lo natural es permanecer junto al ser querido, pero tú no lo hiciste porque habías comenzado ya a sentir desprecio por el amor carnal entre un hombre y una mujer. Pensabas que yo te ataba al mundo de los sentidos y que no tenías paz ni tranquilidad para concentrarte en la salvación de tu alma. Así, tampoco se llevó a cabo tu matrimonio. Que Dios prefiere que el hombre viva en celibato, escribes. Yo no tengo ninguna fe en un Dios así.

¡Qué infidelidad, Aurelio! ¡Qué gran traición cometiste al repudiarme! Y tu corazón, rasgado por donde más unido estabas a mí, quedó llagado y manando sangre. Lo mismo sucedió con mi corazón, si acaso a alguien le importa, porque éramos dos almas que fueron separadas violentamente, dos cuerpos, si quieres, o dos almas en un mismo cuerpo. Tu herida no se curaba sino que, después de una elevada fiebre y de un intenso dolor, comenzaba a gangrenarse. Pero te ibas haciendo más inmune al dolor. La causa era que amabas más la salvación de tu alma que a mí. ¡Qué tiempos aquéllos, honorable obispo, qué costumbres!

Acaso nunca hayas pensado que lo sucedido fue así. Al menos esto es lo que se aprecia en tus confesiones. ¿No se ve agravado el adulterio cuando se abandona a la amada para salvar el alma? Sería más fácil a una mujer que un hombre la abandonara para casarse con otra o bien por haber preferido otra amante. Pero no había otras mujeres en tu vida, simplemente amabas más la salvación de tu propia alma que a mí. A tu alma, que antaño encontrara reposo en mí, era a quien querías salvar. No había en ti deseo de casarte, no mientras me tuvieras a mí, decías. Ése matrimonio no era más que una obligación filial. Pero ni siquiera te casaste. Tu elegida no era de este mundo.

Y luego el hijo; ante Dios tú eras el padre carnal de Adeodato, pero yo era su madre. Yo lo llevé en mi vientre, yo lo amamanté porque no teníamos ama. Y escribes que yo dejé que se quedara contigo. Ninguna madre hace algo así por voluntad, ninguna abandona a su único hijo sin que le produzca el más profundo de los dolores. Pero sin ti a mi lado yo nada podía ya exigir; como sabes no tenía ninguna fortuna. ¿No fue por esto por lo que Mónica anhelaba saberte casado con alguien de posición elevada? Creo recordar que un griego decía que «La justicia sólo tiene lugar entre iguales»[5].

En el libro IX ruegas a Dios que atienda tus confesiones, incluso de los innumerables episodios que silencias. Entre esas omisiones está nuestro último encuentro; quizá sea esto a lo que te refieres pues ni una sola palabra aparece acerca de lo que hiciste en Roma durante ese año entero antes de regresar a tu casa en África. Si pienso en el gran empeño que pones en anotar tus confesiones, esta omisión me resulta, cuando menos, vergonzosa.

¿Qué piensas hoy de lo que sucedió en Roma? No comprendo cómo pudo ocurrirnos a nosotros, Aurelio. Quizá en aquel miserable cuartucho en el Aventino dieron comienzo tus exámenes de conciencia. Alguien te diría que llegué bien a Ostia. Allí tuve la posibilidad de embarcarme de inmediato; el viaje por mar transcurrió sin problemas, a pesar de las circunstancias. Al menos llegué a Cartago, a casa. También tú en esa ocasión te encargaste del transporte. Por segunda vez se me devolvía a África como una mercancía. De eso hace mucho tiempo y mis heridas están ya cicatrizadas.

Desde que volví de Milán, hace a hora casi quince años, he estado siguiendo tus pasos. Aunque sería más acertado decir que he vuelto a recorrer nuestros viejos senderos de Cartago. Leí todo cuanto encontré sobre filosofía porque necesitaba averiguar qué había en esta disciplina, capaz de separar a unos amantes. Si te hubieras entregado a otra mujer, también habría deseado conocerla. Pero mi rival no era otra mujer a la que poder mirar con los ojos, sino un principio filosófico. Para entenderte mejor recorrí un trecho del camino que tú ya habías andado, ése es el motivo por el cual comencé a cultivar esta ciencia.

Mi rival no era sólo mi rival. Era la rival de todas las mujeres, era el ángel de la muerte del amor[6]. Tú te refieres a ella como Continencia y en el libro VIII escribes: «iba abriéndose paso la noble dignidad de la Continencia. Aparecía ante mí serena y sonriente, sin malicia. Recatada y delicadamente me invitaba a que me acercara a ella sin miedo, extendiendo sus piadosas manos hacia mí dispuestas a recibirme y abrazarme»[7].

Dices mucho con pocas palabras. Ni siquiera procuras ocultar la forma en que te dejaste seducir. No niego que mi corazón hervía de celos cuando leí esas palabras. ¿Acaso no te entregaste a mí de ese modo en nuestra ardiente juventud? ¿No te seduje yo «recatada y delicadamente»? Me siento tentada a decir, como Horacio, que cuando un necio quiere evitar cometer un error, incurre en el error contrario.

Empecé leyendo a Cicerón, como habías hecho tú. De él escribes en tu libro III: «hallaba mis delicias únicamente en aquella exhortación. Sus palabras eran un incentivo, una provocación, un revulsivo para que amara, buscara, alcanzara, conservara y abrazara no esta o aquella secta o escuela, sino la sabiduría misma»[8]. Ésa sabiduría, Aurelio, es la que me ha impulsado a leer a los filósofos y a los grandes poetas. He leído también los cuatro evangelios. Desde que nos separaron, he consagrado mi vida a la Verdad[9], del mismo modo que tú te entregaste a la Continencia. Sigues siéndome muy querido, aunque debo añadir que hoy la Verdad me es más querida[10]. Ahora soy considerada una mujer erudita y se me permite instruir a otros aquí en Cartago. ¿No te resulta curioso que sea ahora yo quien enseñe Retórica? Aunque quizá has perdido tu sentido del humor, pues tus confesiones no dejan entrever mucha ironía. Era diferente cuando estábamos juntos. Bromeábamos y nos reíamos desde la puesta del sol hasta el amanecer. Quizá hoy digas que el humor es sinónimo de «sensualidad» y de «avidez de placeres».

Sin embargo, te doy las gracias por tus libros. Ninguna otra obra[11] me ha explicado mejor por qué me abandonaste para esperar a que una muchacha de once años estuviera preparada para el matrimonio, y por qué luego elegiste adorar a esa diosa a quien llamas Continencia. Te agradezco el que escribas con tanta sinceridad. Pero el que tu memoria se eclipse es algo bien diferente y es una de las razones que me mueven a escribirte. Tácito ha dicho que a la mujer conviene llorar las pérdidas y al hombre recordarlas. ¡Pero tú ni siquiera recuerdas!

Ante mí tengo tres cartas. Una me la enviaste desde Milán, nada más haber decidido no casarte. Eso sucedió pocos meses después de mi partida. Recibí luego la carta que me escribiste desde Ostia, cuando Mónica murió. Qué conmovedor que dejaras a Adeodato escribir un pequeño saludo a su madre. Un par de años más tarde volví a recibir noticias tuyas. Fue cuando la muerte te arrebató al pobre niño. ¿Te vio alguien llorar en aquella ocasión? Confío en que no pienses que el niño murió porque fue concebido en pecado. Si lo dudo es debido a algo que has escrito en el libro IX, donde hablas de Adeodato como «fruto de mi pecado», aunque luego añades: «Tú, Señor, le habías hecho bueno»[12]. Escribes que no tenías más parte en ese muchacho salvo tu pecado. ¡Deberías sentir vergüenza, tú que le diste por nombre Adeodato! No creas que el Señor le apartó de tu camino por ayudarte en tu carrera sacerdotal y episcopal. ¡Dios tenga piedad de tus errores!

Es la muerte de un hijo, Aurelio. Deberías haber acudido a mí para que los dos la hubiéramos llorado juntos. Aún no habías sido ordenado sacerdote, no tenías ningún compromiso y Adeodato era nuestro único hijo. ¿Acaso estabas tan avergonzado por lo que sucedió en Roma que no tuviste el valor de encontrarte conmigo? ¿O quizá tenías miedo de que volviera a ocurrir lo mismo?

No entiendo por qué te cuesta tanto llorar. Es tu libro IX, Aurelio, quien lo dice. ¿En verdad opinas que es demasiado carnal mostrar dolor? ¡Ni siquiera permitiste que tu propio hijo derramara lágrimas al despedirse de su abuela paterna! Pero yo pienso que es más «carnal» reprimir el llanto, pues si no nos permitimos llorar, el dolor nos quedará dentro como una pesada carga. ¡Que el niño descanse en paz!