XII

abían transcurrido más de dos años cuando, en una radiante tarde de junio, mientras cruzaba el patio desde los estanques de los peces, fray Cadfael vio entre los peregrinos recién llegados a cierta figura cuya apariencia fornida no le era desconocida. Bened, el herrero de Gwytherin, con el vientre un poco más abultado y el cabello un poco más gris, había encontrado el momento para cumplir su antigua ambición, y se dirigía con sayo de peregrino al santuario de Nuestra Señora de Walsingham.

—Si lo hubiera retrasado más —confesó cuando ambos amigos se sentaron a solas con una botella de vino en un rincón del huerto de hierbas medicinales—, hubiera sido demasiado viejo y no hubiera podido disfrutar del viaje. ¿Qué me lo impedía ahora, teniendo a ese mozo tan hábil y capacitado para atender la herrería en mi ausencia? Se encontró en seguida como pez en el agua. Pues, sí, ya llevan dieciocho meses como marido y mujer y son más felices que las alondras. Annest siempre supo lo que quería, y confieso que esta vez no se ha equivocado.

—¿Ya tienen un hijo? —preguntó Cadfael, imaginándose a una robusta criatura de cabello pelirrojo con una tonsura infantil producida por el roce de la almohada.

—Todavía no, pero hay uno en camino. Para cuando yo vuelva, ya estará con nosotros.

—¿Y Annest está bien?

—Floreciendo como una rosa.

—¿Y Sioned y Engelardo? ¿No tuvieron dificultades cuando nos fuimos?

—¡Ninguna! Griffith de Rhys hizo saber que todo iba bien y seguiría igual que antes. Están venturosamente casados y mandan decir que os salude de su parte y os comunique que tienen un hijo precioso, tres meses creo que ha cumplido, tan moreno y galés como su madre, al que bautizaron con el nombre de Cadfael.

—¡Bien, bien! —dijo fray Cadfael absurdamente satisfecho—. La mejor manera de conseguir lo dulce de los hijos y huir de lo amargo consiste en tenerlos por poderes, aunque creo que de su retoño nunca obtendrán más que dulzura. Pronto habrá un Bened en una de las dos casas.

Bened, el peregrino, sacudió la cabeza sin resentimiento mientras extendía la mano hacia la botella.

—Hubo un tiempo en que esperé…, pero hubiera sido inútil. Fui un viejo necio al pensarlo, y es mejor así. Cai está bien y os envía sus recuerdos; pide que bebáis una copa a su salud.

Ambos bebieron más de una antes de que llegara la hora de vísperas.

—Mañana me volveréis a ver en el capítulo —dijo Bened mientras regresaban al gran patio— porque soy portador de los saludos del padre Huw al prior Roberto y al abad Heriberto, y os necesitaré como intérprete.

—El padre Huw debe de ser la única persona de Gwytherin que a esta hora todavía ignora la verdad —señaló Cadfael en tono compungido—. Pero no hubiera sido justo echar sobre su conciencia semejante carga. Es mejor que conserve la inocencia.

—Su inocencia está completamente a salvo —replicó Bened—. Nunca ha pronunciado ni una sola palabra de duda, aunque no estoy muy seguro de que no lo sepa. El silencio tiene mucho mérito.

A la mañana siguiente, durante el capítulo, Bened transmitió el mensaje de buena voluntad y alabanza a la abadía en general y a los componentes de la delegación del prior Roberto en particular, desde la tierra en la que Santa Winifreda ejerció su apostolado hasta el altar de su glorificación. El abad Heriberto le hizo amablemente algunas preguntas sobre la capilla y el camposanto que él jamás había visto, a los cuales, dijo, el monasterio debía la custodia de su más gloriosa patraña y de su más preciada reliquia.

—Confiamos —añadió con benevolencia— en que nuestra gran ganancia no os haya provocado una privación igualmente grande, ya que ésa nunca fue nuestra intención.

—No, padre abad —le aseguró Bened—, no tenéis que preocuparos por eso. Debo deciros que, en el antiguo sepulcro de Santa Winifreda, están ocurriendo cosas extraordinarias. Allí acuden a pedir su ayuda muchas más personas que antes. Y se han producido curaciones milagrosas.

El prior Roberto se revolvió en su asiento mientras su austero rostro adquiría una coloración blanco azulada y se contraía en una mueca de incrédulo resentimiento.

—¿Incluso ahora que la santa está aquí, en nuestro altar, y tantos devotos acuden a implorar su protección? Ah, pero serán cosas sin importancia…, el residuo de la gracia…

—No, padre prior, ¡cosas muy grandes! Mujeres con malos partos y en peligro de muerte han sido conducidas, allí y colocadas sobre la tumba en la que ella descansaba y en la que enterramos a Rhisiart, y sus hijos han venido al mundo perfectamente sanos y sin daño para sus madres. Un hombre ciego desde hacía muchos años se bañó los ojos en un destilado de pétalos de sus flores, arrojó el bastón y regresó a casa con la vista recuperada. Un joven con el hueso de la pierna roto y torcido acudió allí en medio de grandes dolores y se puso a bailar delante de ella. Mientras bailaba, el dolor desapareció y los huesos se le enderezaron. No podría contaros ni la mitad de los prodigios que hemos presenciado en Gwytherin durante estos dos años.

El semblante lívido del prior Roberto se estaba poniendo verdoso y, bajo los párpados prudentemente entornados, sus ojos despedían destellos de esmeraldina envidia. ¿Cómo se atrevía aquel oscuro villorrio privado de su santa a superar los pequeños milagros de la lluvia que no caía y de las heridas superficiales que sanaban con encomiable aunque no milagrosa celeridad, e incluso el número ligeramente sospechoso de cojos que llegaban en muletas y las dejaban ante el altar, alejándose sin la ayuda de nadie?

—Un niño de tres años sufrió un ataque, dejó de respirar y se quedó rígido en brazos de su madre, la cual lo llevó corriendo desde unos campos lejanos, vadeando el río hasta llegar a la tumba de Winifreda. Allí lo depositó muerto sobre la hierba —añadió Bened con mal disimulado deleite—. En cuanto tocó el frío de la tierra, el niño empezó a respirar y lanzó un grito. Su madre lo recogió sano y salvo y lo llevó gozosamente a casa, donde ahora vive completamente curado.

—¡Cómo!, ¿hasta los muertos resucitan? —graznó el prior Roberto, a quien la envidia había dejado casi sin habla.

—Padre prior —terció fray Cadfael—, eso no es más que otra demostración, la mayor que pueda haber, del insuperable mérito y poder de Santa Winifreda. Hasta la tierra que una vez albergó sus huesos obra maravillas, y todos los prodigios deben redundar en la gloria y el mérito del recinto sagrado que ahora acoge un cuerpo que bendijo una tierra a través de la cual aún sigue bendiciendo a otras personas.

El abad Heriberto, sin percatarse de la rabia que consumía a su prior, convino benignamente en que así era y en que la gracia universal, tanto si se manifestaba en Gales como en Inglaterra, en Tierra Santa o en cualquier otro lugar, tenía que ser acogida con gratitud universal.

—¿Fue inocencia o perversidad? —preguntó Cadfael cuando más tarde despidió a Bened desde la caseta de vigilancia.

—¡Adivinadlo vos mismo! ¡Lo más extraordinario, Cadfael, es que es cierto! Esas cosas han ocurrido y siguen ocurriendo.

Fray Cadfael se quedó mirando a su amigo mientras éste tomaba el camino de Lilleshall y su vigorosa figura se alejaba a grandes zancadas hasta quedar reducida al tamaño de un niño y luego desaparecer tras la esquina del muro. Entonces regresó al huerto donde un nuevo y joven novicio de apenas dieciséis años, que echaba de menos su casa, aguardaba ansiosamente sus órdenes, tras haber plantado unas hileras de lechugas. Era un mozo todavía muy taciturno. Tal vez, cuando le cogiera el tranquillo a fray Cadfael, la lengua se le soltaría y no pararía de hablar. No sabía nada, pero tenía muchos deseos de aprender y, aunque todavía estaba lo suficientemente cerca de la infancia como para ensuciarse de arriba abajo con la tierra, las cosas iban mejorando. En conjunto, Cadfael estaba satisfecho.

No veo, pensó mientras repasaba de nuevo todos los acontecimientos desde su pacífica distancia, de qué otro modo hubiera podido hacer mejor las cosas. La pequeña santa galesa se encuentra otra vez donde siempre quiso estar, y, al parecer, manifiesta su complacencia cuidando de los suyos. Y nosotros tenemos lo que ya era nuestro desde un principio, lo que en justicia nos corresponde y, probablemente, lo que nos merecemos. Está claro que el cuerpo de un asesino alevoso resulta casi tan eficaz como el de una santa, con tal de que haya fe. ¡Casi tanto, pero no del todo! Sabiendo ahora lo que todo el mundo sabe, es muy posible que aquella buena gente de Gwytherin espere grandes prodigios. Y, si una pequeña parte de su gratitud resbala un poco hacia Rhisiart, ¿por qué no? Él lo merece y será una señal de que la santa le acoge con agrado. Puede que incluso se alegre de su compañía. Él no representa ahora ninguna amenaza para su virginidad y, en caso de que se propasase, no será culpa suya. ¡Su compañera de sepultura no le escatimará una o dos hojas de su guirnalda!