XI

l prior Roberto se levantó y acudió al primer oficio del día tan satisfecho de su triunfo que casi se olvidó de la fuga de fray Juan. Cuando recordaba aquel desagradable contratiempo, procuraba empujarlo hasta lo más recóndito de su mente como algo que debería resolver con el tiempo, pero que no tenía por qué empañar el esplendor de aquella jornada. La mañana era, en efecto, clara y radiante cuando salieron de la iglesia para dirigirse al viejo cementerio y la capilla, seguidos de todos los congregados. De todos los caminos, otros se añadieron a la procesión convertida ahora en un memorable peregrinaje. Al llegar a la altura de la caseta de vigilancia de la mansión de Cadwallon, éste salió para reunirse con ellos, y hasta Peredur, que permanecía encerrado en casa, obedeciendo las órdenes del padre Huw, fue llamado afectuosamente por éste e incluso recibió una amable sonrisa del prior Roberto, aunque fue más bien algo así como la indulgente sonrisa que pudiera dirigirle un santo a un pecador. La señora Branwen, si aún no estaba durmiendo, estaría sin duda recuperándose de la borrachera. Su esposo y su hijo no debieron insistir demasiado en que les acompañara y tal vez ella les quiso castigar, apartándose de su presencia. Sea como fuere, el caso fue que no apareció.

Puesto que la procesión no seguía un orden preciso, los monjes y los aldeanos podían mezclarse, charlar entre sí y cambiar de compañeros a voluntad. Fue una celebración comunitaria, tanto más insólita por cuanto hacía apenas unos días la disputa parecía no tener solución. Los habitantes de Gwytherin actuaban con mucha cautela y procuraban fijarse en todo sin revelar nada.

Peredur se situó al lado de Cadfael, sin decir nada. Cadfael le preguntó por su madre y el joven se ruborizó frunciendo el ceño y después sonrió con expresión culpable, como un niño travieso, y dijo que estaba muy bien, aunque un poco adormilada todavía, pero tan plácida y serena como siempre.

—Puedes hacernos a Gwytherin y a mí un buen servicio, si quieres —dijo fray Cadfael, musitándole al oído lo que quería que le transmitiera a Griffith de Rhys.

—Conque ésas tenemos —contestó Peredur, olvidándose por completo de sus imperdonables pecados. Después abrió los ojos de par en par y soltó un silbido por lo bajo—. ¿Y así lo vais a dejar?

—Así es y así lo pienso dejar. ¿Acaso alguien sale perdiendo? Todo el mundo gana. Nosotros, tú, Rhisiart, Santa Winifreda… Santa Winifreda más que nadie. Y Sioned y Engelardo, naturalmente —contestó Cadfael con firmeza, poniendo a prueba al penitente.

—Sí…, ¡me alegro por ellos! —dijo Peredur con excesiva vehemencia. Mantenía la cabeza gacha y los párpados entrecerrados. No se alegraba tanto como decía, pero lo intentaba. Voluntad no le faltaba—. Dentro de uno o dos años, nadie se acordará del venado que cazó Engelardo. Al final, podrá regresar al condado de Chester si lo desea, y cuando muera su padre será un gran propietario de tierras. Y, cuando no le consideren forajido y felón, ya no tendrá dificultades. Hoy mismo le transmitiré lo que me habéis dicho a Griffith de Rhys. Está al otro lado del río en casa de su primo David, pero el padre Huw me dará su venia si es para acudir voluntariamente al representante de la ley —el joven esbozó una sonrisa irónica—. ¡Me parece muy acertado que yo sea vuestro hombre! Podré librarme al mismo tiempo de mis pecados mientras le confío a él lo que todo el mundo debe saber, pero nadie debe decir en voz alta.

—¡Muy bien! —dijo fray Cadfael—. El alguacil se encargará del resto. Una palabra al príncipe, y todo arreglado.

Habían llegado al lugar donde el camino más directo desde la mansión de Rhisiart se cruzaba con el sendero por el que discurría la procesión. Todos los de la casa salieron para reunirse con ellos. Padrig, el bardo, con su pequeña arpa, dirigiéndose probablemente a otra mansión tras haberse despedido de aquélla; Cai, el labrador, con un impresionante vendaje en la cabeza, un airoso paso y un brillo malicioso en el único ojo que tenía descubierto. Sin embargo, no estaban Sioned ni Engelardo, y tampoco Annest ni Juan. Fray Cadfael, a pesar de haber dado él mismo la orden, sintió de pronto una dolorosa nostalgia.

Ya se estaban acercando al pequeño claro y el bosque se abría a ambos lados, dejando al descubierto el verde muro de piedra del viejo cementerio. Pequeña, encogida y demasiado alta para su base, la capilla de Santa Winifreda se levantaba a la vista de todo el mundo. En su extremo oriental la tumba oscura y oblonga de Rhisiart semejaba una cicatriz en medio de la lujuriante y verde hierba primaveral.

El prior Roberto se detuvo junto a la entrada y se volvió a mirar a la multitud que lo seguía con semblante benigno y casi afectuoso, dirigiéndose a ella a través de Cadfael:

—Padre Huw y buenas gentes de Gwytherin, hemos venido hasta aquí con la mejor intención, guiados, según creíamos y seguimos creyendo, por la gracia divina, en nuestro afán de honrar a Santa Winifreda siguiendo el deseo que ella nos había manifestado, no para privaros de un tesoro sino más bien para que sus rayos brillen sobre multitud de personas, tal como vosotros bien sabéis. El hecho de que nuestra misión haya traído dolor a alguien es motivo de gran tristeza para nosotros. Que hayamos llegado a un acuerdo y ahora vosotros estéis dispuestos a permitir el traslado de las reliquias de la santa para su mayor gloria, es motivo de gozo y esperanza. Ahora ya sabéis que no nos proponíamos ningún mal, sino un bien, y que todo lo hacemos con gran reverencia.

Un murmullo de aquiescencia y casi de complacencia recorrió el semicírculo de los presentes desde un extremo a otro.

—¿No nos disputáis la posesión de esta preciada reliquia que nos llevamos? ¿Creéis que obramos con justicia y nos llevamos simplemente lo que nos ha sido encomendado?

No hubiera podido elegir mejor las palabras, pensó fray Cadfael, sorprendido y satisfecho, si de veras supiera lo ocurrido… o si yo le hubiera escrito el discurso. Si la respuesta también resulta atinada, creeré que he obrado un milagro.

La multitud se movió y de ella emergió la fornida figura de Bened, tan respetable y digna de hablar en nombre de la parroquia como cualquier otro hombre de Gwytherin, exceptuando tal vez al padre Huw que, en aquellos momentos, se encontraba en la equívoca situación de tener un pie en cada bando, por lo que optó por guardar un prudente silencio.

—Padre prior —dijo Bened con aspereza—, nadie entre nosotros os disputa las reliquias que hay allí dentro, ante el altar. Creemos que tenéis derecho a llevároslas y podéis trasladarlas con nuestro consentimiento a Shrewsbury, tal como corresponde según todos los presagios.

Todo aquello parecía demasiado bueno para ser cierto. Incluso pudo provocarle al prior Roberto un leve rubor de placer mezclado con una pizca de vergüenza.

A Cadfael, en cambio, le indujo a contemplar con mirada recelosa todos aquellos serenos rostros sonrientes y todos aquellos ojos herméticos. Nadie se movió, nadie murmuró, nadie, ni siquiera en la parte de atrás, se rio con disimulo. Cai miraba con sencilla admiración a través de su único ojo visible. Padrig contemplaba con benévola satisfacción de bardo aquella muestra de absoluta reconciliación.

¡Ya lo sabían! Ya fuera a través de algún discreto susurro iniciado por Sioned o bien a través de alguna intuición, la gente de Gwytherin ya sabía, en esencia si no en todos sus detalles, todo lo que se tenía que saber. Pero no habría ningún comentario ni palabra fuera de lugar hasta que los forasteros se marcharan.

—Vamos, pues —dijo el prior Roberto, rebosante de satisfacción—, liberemos a fray Columbano de su vigilia y traslademos a Santa Winifreda en la primera etapa de su viaje a casa.

Dicho lo cual, el prior se volvió majestuosamente, con su alta figura y su cabello plateado, hacia la puerta de la capilla, seguido de buena parte de los habitantes de Gwytherin que abarrotaban el cementerio. Con su pálida mano aristocrática, abrió la puerta de par en par y se detuvo en la entrada.

—Fray Columbano, ya estamos aquí. Vuestra vigilia ha terminado.

Roberto se adentró dos pasos en la capilla y sus ojos, encandilados por la claridad del exterior, buscaron a tientas a pesar de la luz que se filtraba a través de la pequeña ventana del lado oriental. Después distinguió con todo detalle los muros parduzcos con su olor a madera. De pronto, todos los pormenores de la escena parecieron emerger de la oscuridad hasta una tenue luz que inmediatamente se transformó en cegadora y le obligó a detenerse donde estaba, sobrecogido de espanto.

Una densa y embriagadora dulzura llenaba el aire de la capilla y la ligera brisa que penetraba a través de la puerta parecía agitarla en fragantes oleadas. Las velas ardían sobre el altar, flanqueando la pequeña lámpara de aceite. El reclinatorio se encontraba delante del catafalco, pero nadie estaba arrodillado en él. Sobre el altar y el relicario, se podía ver una lluvia de pétalos, como si un viento milagroso los hubiera transportado en sus brazos desde el seto de espinos sobre dos campos, sin dejar caer una sola flor por el camino, hasta impulsarlos al interior de la capilla a través de la ventana del altar. La blanca dulzura se extendía hasta el reclinatorio y salpicaba también las prendas vacías que se encontraban a su lado.

—Columbano… Pero ¿qué es esto? ¡No está aquí!

Fray Ricardo se acercó al hombro izquierdo del prior y fray Jerónimo al derecho; Bened, Cadwallon, Cai y otros muchos se congregaron a su alrededor y se apiñaron junto a los muros oscuros, contemplando maravillados el espectáculo mientras aspiraban el embriagador aroma de las flores. Nadie se atrevió a avanzar más allá de donde estaba el prior, hasta que éste se adelantó muy despacio y se inclinó para examinar más de cerca lo que quedaba de fray Columbano.

El hábito negro benedictino se encontraba en el lugar donde el monje se había arrodillado, con los faldones extendidos en la parte de atrás, el cuerpo doblado en pliegues, las mangas extendidas como alas a ambos lados y dobladas por los codos, como si los brazos que las habían abandonado hubieran culminado sus gestos en unas manos juntas en actitud de plegaria.

—¡Mirad! —musitó fray Ricardo en tono reverente—. La camisa aún está dentro del hábito y ¡fijaos!… ¡Las sandalias!

Éstas se encontraban bajo el dobladillo del hábito con las suelas vueltas hacia arriba, tal como las habían dejado los pies. En el reposalibros del reclinatorio, en el lugar sobre el que se apoyaban sus manos en actitud de plegaria, había un pequeño ramo florido.

—Padre prior, todas las prendas están aquí, la camisa, los calzones y todo lo demás, unas dentro de otras como si aún las llevara puestas. Como si… como si se hubiera despojado de ellas y las hubiera dejado aquí abandonadas, tal como hace la serpiente cuando se desprende de la piel vieja…

—¡Qué gran prodigio! —exclamó el prior Roberto—. ¿Cómo podremos entenderlo sin pecar?

—Padre, ¿podemos llevarnos las prendas? Si no hay huella o señal en ellas…

No había ninguna, de eso fray Cadfael estaba seguro. Columbano no sangró y el hábito no estaba desgarrado ni manchado. Cayó sobre la tupida hierba, que había brotado con fuerza irresistible a través de la hierba muerta del otoño anterior.

—Padre, es lo que yo digo, como si hubiera escapado suavemente de estas prendas y las hubiera abandonado porque ya no las necesitaba. ¡Oh, padre, estamos en presencia de un gran prodigio! ¡Tengo miedo! —exclamó fray Ricardo, refiriéndose al maravilloso e inefable temor ante lo sagrado.

Raras veces Ricardo había hablado con más elocuencia o se había mostrado tan conmovido.

—Ahora recuerdo —dijo el padre prior, tembloroso y humilde, ¡cosa que no tenía nada de malo!— la plegaria que hizo anoche durante el rezo de completas. Cómo pidió ser llevado de este mundo en puro éxtasis, en caso de que la santa doncella le considerara digno de semejante gracia y bendición. ¿Será posible que su estado de gracia le hiciera merecedor de este premio?

—Padre, ¿queréis que lo busquemos? ¿Aquí dentro y ahí afuera? ¿En los bosques tal vez?

—¿Con qué objeto? —preguntó el prior—. ¿Acaso pensáis que huyó desnudo en la noche? ¿Un hombre cuerdo? Y, aunque se hubiera vuelto loco y se hubiera quitado la ropa, ¿creéis que la hubiera doblado con tanto esmero? No es posible dejar las prendas de esta manera. No, se ha ido más allá de estos bosques y de este mundo. Ha sido bendecido con un favor extraordinario y sus más ardientes plegarias han sido escuchadas. Digamos una misa por él antes de que nos llevemos a la bienaventurada santa que lo ha convertido en su heraldo, y demos a conocer este milagro de fe.

No se podía saber, conociendo al prior Roberto, en qué momento su conciencia del provecho que podía obtener de aquel prodigio empujó la fe sincera, el asombro y la emoción al rincón más recóndito de su mente, y le indujo a manipular los acontecimientos para su mayor gloria. En su comportamiento no había la menor contradicción. El prior Roberto estaba completamente seguro de que fray Columbano había sido arrebatado vivo de este mundo, tal como él deseaba. Pero, en tal caso, no sólo era una oportunidad sino también un deber, sacar el mayor provecho posible de aquel favor ejemplar, para mayor lustre de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury; y no sólo un deber sino también un placer aprovechar la circunstancia para colocar una aureola alrededor de la cabeza del prior Roberto, el gran artífice de aquella búsqueda. El prior dijo la misa con gran unción en medio de la nube de flores blancas, con las prendas abandonadas tendidas a sus pies. Era casi seguro que, a través del padre Huw, informaría a Griffith de Rhys de todo lo ocurrido, y le pediría que mantuviera los ojos alerta ante alguna información importante tras la partida de los monjes de Shrewsbury.

Los silenciosos habitantes de Gwytherin ocuparon todo el espacio disponible sin hacer ruido ni expresar su parecer. Su presencia y su silencio parecían un respaldo. Pero lo que realmente pensaban, se lo guardaban.

—Ahora —dijo el prior Roberto, conmovido hasta casi las lágrimas—, tomemos esta bendita carga y alabemos a Dios por el favor que nos dispensa.

Tras lo cual, se adelantó para ofrecer, como el primero de los devotos, sus manos delicadas y sus frágiles hombros.

Fue el peor momento para fray Cadfael: era lo único en que no había pensado. Pero Bened, insólitamente agudo, intervino en el instante preciso y dijo:

—¿Se quedará Gwytherin atrás, ahora que se ha alcanzado la paz?

Dicho esto, el herrero se adelantó a toda prisa y colocó un sólido hombro bajo la parte superior del relicario antes de que el prior pudiera alcanzarlo, mientras otra media docena de vigorosos hombros aceptaban el reto con entusiasmo. Aparte Cadfael, el único monje que consiguió sostener una esquina con su cuello fue Jerónimo, que tenía más o menos la misma estatura y fue el único que comentó en voz alta el peso de las reliquias. Bened se desplazó hacia él y le libró de buena parte de la carga.

—Perdonad, padre prior, pero ¿quién hubiera podido pensar que estos frágiles huesos pesaran tanto?

—Aquí estamos rodeados de toda clase de milagros, tanto pequeños como grandes —intervino Cadfael—. Bien habló el padre prior al decir que teníamos que dar gracias a Dios por esta bendita carga. ¿Acaso no es una prueba de su gracia que el cielo haya querido mostrar de forma tan palpable el peso de la santidad?

En su estado de humilde exaltación, el prior Roberto no cuestionó la lógica de aquel razonamiento de fray Cadfael. Hubiera aceptado cualquier cosa que contribuyera a ensalzar su propio triunfo. De este modo, el relicario con su contenido fueron transportados a hombros por los fornidos hombres de Gwytherin que lo sacaron de la capilla y lo trasladaron en procesión hasta la iglesia con tanto entusiasmo que parecían ansiosos de librarse cuanto antes de él. Los propios habitantes de Gwytherin proporcionaron caballos y mulas, prepararon un carro, lo cubrieron con lienzos y colocaron dentro el precioso ataúd para su traslado a la abadía de Shrewsbury Una vez en aquel vehículo, que al fin y al cabo había costado muy poco en material y en trabajo dado el benevolente interés del herrero, el féretro no sería descargado hasta que llegara a la abadía. Nadie quería que ocurriera un percance por el camino, como, por ejemplo, que fray Jerónimo se doblara bajo el peso de la carga y la dejara caer al suelo.

—A vos os echaremos de menos —dijo Cai con tristeza mientras preparaba los arreos—. Padrig ha compuesto un canto en honor de Rhisiart que os hubiera gustado mucho, y una noche de beber en compañía hubiera sido agradable. Pero el mozo os da las gracias y os desea suerte. Permanecerá escondido hasta que os vayáis. Y Sioned me ha mandado decir de su parte que cuidéis mucho los perales porque los parásitos están causando estragos entre algunos de aquí.

—Es un buen ayudante en el huerto —sentenció Cadfael—. Un poco impetuoso, pero cava con más rapidez que cualquier novicio que haya tenido bajo mis órdenes. Yo también le echaré de menos. Sabe Dios lo que me enviarán en su lugar.

—Una mano débil no sirve de nada con el hierro —dijo Bened, retrocediendo para admirar las adornadas ruedas del carro—. ¡Habilidad, sí, pero no debilidad! ¿Sabéis una cosa, Cadfael? Espero veros en Shrewsbury. Llevo años soñando con hacer una peregrinación por Inglaterra hasta el santuario de Walsingham, y me parece que Shrewsbury me queda más o menos de camino.

Cuando, al final, todo estuvo listo y el prior Roberto montó en su cabalgadura, Cai le dijo al oído a Cadfael:

—Cuando subáis a lo alto de la colina, allí desde donde nos visteis arando aquel día, mirad hacia el otro lado. Hay un claro del bosque y un altozano poco antes de que éste termine. Algunos de nosotros estaremos allí. Eso será para vos.

Sin el menor escrúpulo, porque llevaba levantado toda la noche y estaba muy cansado, Cadfael tomó la más dócil e inteligente de las dos mulas, una bestia que seguiría a los caballos dondequiera que éstos la llevaran y que pisaría delicadamente cualquier terreno. La silla era alta y cómoda, y Cadfael no había perdido la habilidad de dormir montado a caballo. La bestia más grande y pesada la dejó para el carro, que era estrecho pero estable y rodaba bien incluso sobre el suelo del bosque. Jerónimo, que no pesaba mucho, podría montar en la mula o viajar en el mismo carro. En cualquier caso, ¿por qué molestarse por la comodidad de Jerónimo, que era quien se había inventado la visión de Santa Winifreda, sabiendo de antemano que las indagaciones del prior Roberto en el País de Gales ya consideraban a la santa doncella como uno de los trofeos más deseables y codiciados? Jerónimo hubiera adulado a Columbano con la misma asiduidad en caso de que hubiera sobrevivido para desplazar a Roberto. El cortejo se puso en marcha ceremoniosamente en presencia de medio Gwytherin, cuyos habitantes lanzaron un inmenso suspiro de alivio cuando se fue. El padre Huw bendijo la partida de los huéspedes. Peredur estaría probablemente al otro lado del río, plantando la buena semilla en la mente del alguacil. Merecía que aquel servicio redundara en su provecho. Los grandes pecadores abundaban mucho, pero los penitentes sinceramente arrepentidos eran muy escasos. Peredur había cometido un acto detestable, pero seguía siendo un joven bondadoso y Cadfael no temía por su futuro, una vez superada su obsesión por Sioned. Al fin y al cabo, había muchas mozas por allí. No todas podrían compararse con ella, pero algunas no le irían a la zaga.

Fray Cadfael se acomodó bien en la silla de montar y sacudió la brida dando a entender a la mula que podía llevarlo donde quisiera. Después, se quedó adormilado, aunque no dormido. Era consciente del cambio de luces y sombras bajo los árboles, del frescor de la brisa y del movimiento de la bestia, y le pareció que había cumplido una misión. O casi, porque aquélla era sólo la primera etapa del viaje de regreso.

Se despertó cuando llegaron al altozano que dominaba el valle del río. Ya no había ninguna yunta arando allí abajo; la arada e incluso la apertura de nuevas tierras ya habían terminado. Miró hacia los bosques de la derecha y buscó el claro. Era pequeño y estrecho, una simple extensión de hierba que se elevaba hacia un cerro tras el cual el oscuro bosque volvía a cerrarse. Había varias personas congregadas en el altozano, casi todas al servicio de Sioned, y lo bastante alejadas como para resultar anónimas para alguien que no las conociera tan bien como Cadfael. Una nube de cabello oscuro junto a un casquete de lino, el llamativo vendaje de Cai destacando como un gorro mal encasquetado en un cálido mediodía, una melena castaño claro junto a un rojizo seto de espinos que se parecía mucho a la olvidada tonsura de fray Juan. Y también Padrig, que aún no había reanudado sus vagabundeos. Todos agitaban las manos, sonriendo. Cadfael les devolvió el saludo con entusiasmo. Después, la procesión atravesó el estrecho claro y penetró en el bosque.

Fray Cadfael se hundió cómodamente en la silla y se quedó dormido.

Los peregrinos se detuvieron a pasar la noche en Penmachmo, al abrigo de la iglesia donde había una hospedería para viajeros. Fray Cadfael, sin disculparse ante nadie, se retiró a descansar en cuanto hubo atendido a su mula, y siguió durmiendo en el henil situado encima de los establos. Fray Jerónimo le despertó a medianoche, presa de una delirante excitación.

—¡Hermano, un gran prodigio! —exclamó fray Jerónimo, extasiado—. Llegó un viajero que sufría grandes dolores a causa de una enfermedad maligna, lanzando tales gritos que todos los de la hospedería nos despertamos. El prior Roberto tomó unos cuantos pétalos que nos llevamos de la capilla y los mezcló con agua bendita. Esta pobre alma se la bebió y después la acompañamos al patio para que besara los pies del relicario. Inmediatamente cesaron los dolores y, antes de que le acostáramos en su cama, el hombre ya estaba dormido. ¡Ahora no siente nada, duerme como un niño! ¡Oh, hermano, somos el instrumento de una gracia incomparable!

—¿Y tanto os asombra eso? —replicó fray Cadfael en tono de reproche, molesto en parte porque le hubieran despertado, y, en parte, en gesto de autodefensa dado que estaba mucho más desconcertado de lo previsible—. Si tuvierais fe en aquello que hemos traído de Gwytherin, no deberíais sorprenderos de que obre milagros por el camino.

Por la misma razón, pensó cuando Jerónimo se retiró en busca de otros oídos más agradecidos, yo debería sorprenderme. ¡Me parece que estoy empezando a comprender la naturaleza de los milagros! Porque, ¿acaso existiría algún milagro si hubiera alguna razón para ello? Los milagros no tienen nada que ver con la razón. Los milagros contradicen la razón, se abaten sobre los simples desiertos humanos, trastocan la razón y se burlan de ella, y salvan y liberan a quien quieren. Si tuvieran sentido, no serían milagros. Cadfael se consoló con estas reflexiones y volvió a quedarse dormido como un bendito, pensando que todo iba bien en un mundo que a él siempre le había parecido extraño y perverso.

Prodigios menores, la mayoría de ellos triviales y algunos ridículos, jalonaron el viaje hasta Shrewsbury. Hubiera sido difícil juzgar cuántas muletas desechadas eran realmente necesarias y cuántas, incluso entre las que lo eran, tuvieron que recogerse poco después; cuántos impedimentos del habla tuvieron su origen más en la voluntad que en la lengua; cuantos tendones débiles estaban más en la mente que en las piernas; sin contar a quienes simplemente querían llamar la atención y se vendaban un ojo o se libraban repentinamente de la parálisis para apuntarse a la más reciente novedad. Todo ello contribuyó a una fama que no sólo les acompañó sino que incluso se les adelantó, suscitando cuantiosas donaciones y legados a la abadía de San Pedro y San Pablo en la esperanza de que dudosos pecados fueran borrados por la intercesión de una santa agradecida.

Cuando llegaron a las inmediaciones de Shrewsbury, una inmensa muchedumbre les salió al encuentro y acompañó el cortejo hasta la iglesia fronteriza de San Gil, donde el relicario aguardaría la solemne jornada del traslado de la santa a la iglesia de la abadía. Ello no podría tener lugar sin la bendición del obispo y el debido anuncio a todas las iglesias y casas religiosas con el fin de añadir más esplendor al acontecimiento. Fray Cadfael no se sorprendió de que, al llegar el venturoso día, amaneciera con el cielo gris y rachas de lluvia, dando con ello ocasión a un nuevo milagro. Porque, aunque llovió a cántaros en todos los campos y la campiña circundante, no cayó ni una sola gota durante la procesión del traslado del féretro de Santa Winifreda a su último lugar de descanso en el altar de la iglesia de la abadía donde los buscadores de milagros acudieron en tropel, y luego se retiraron casi todos satisfechos.

Durante el solemne capítulo, el prior Roberto dio cumplida cuenta de su misión al abad Heriberto.

—Padre, debo reconocer para mi gran dolor que hemos vuelto sólo cuatro de los seis monjes que salimos de Shrewsbury. Regresamos sin la gloria pero también sin el deshonor de nuestra casa. Hemos traído el tesoro que fuimos a buscar.

Se equivocaba de medio a medio, pero, puesto que no era probable que nadie se lo dijera, no ocurriría nada. Fray Cadfael se quedó tranquilamente dormido detrás de su columna mientras sus hermanos dedicaban encendidos elogios a fray Columbano, a quien sin duda hubieran deseado convertir en santo de no ser por la lamentable circunstancia de sólo tener a mano las prendas que había dejado. Mientras las voces piadosas se alejaban de su conciencia, Cadfael se congratuló por haber conseguido hacer felices al mayor número de personas posible, y vio en sueños una afilada hoja candente, cortando limpiamente la gruesa cera de un sello sin dejar la menor señal. Llevaba mucho tiempo sin ejercitar algunas de sus más discutibles habilidades y se alegraba de no haber olvidado ni una sola de ellas y de que finalmente todas hubieran tenido un uso meritorio.