ray Columbano entró en la pequeña y oscura capilla que olía a madera y a siglos, y cerró suavemente la puerta a su espalda sin correr el pestillo. Aquella noche no había ninguna vela encendida, sólo la pequeña lámpara de aceite que ardía en el altar con alta e inmóvil llama desde su pabilo. Aquella esbelta y solitaria torre de luz arrojaba sombras a su alrededor y, estando casi al mismo nivel que el catafalco de Santa Winifreda, colocado sobre un caballete, confería al mismo la apariencia de un ataúd negro en el que brillaban aquí y allá reflejos plateados.
Más allá de la cápsula de suave luz dorada, la capilla estaba en sombras, perfumada por los siglos y el polvo. Había una segunda entrada junto a la pequeña sacristía, poco más que un pórtico al lado del altar, pero no se filtraba a través de ella ni de ninguna otra abertura la menor corriente de aire capaz de hacer fluctuar la llama de la lámpara. No debía de existir ninguna tormenta de aire o de espíritu, ningún viento ni respiración de criatura viviente que pudiera turbar aquella paz.
Fray Columbano se arrodilló ante el altar brevemente y casi con indiferencia porque nadie le miraba. Estaba solo y no había visto ni oído la menor señal de que hubiera alguien en el cementerio o los bosques circundantes. Apartó el segundo reclinatorio a un lado y colocó el otro en el centro de la capilla, de cara al catafalco. Su comportamiento era mucho más práctico y moderado que cuando había espectadores, pero, por lo demás, no difería demasiado. Quería hacer la vigilia de rodillas, y estaba dispuesto a hacerlo, pero no había necesidad de exagerar sus efectos hasta la mañana siguiente, cuando sus compañeros acudirían en reverente procesión a recoger a Santa Winifreda en la primera etapa de su viaje. Columbano acolchó el reclinatorio con los pliegues de su hábito para que las rodillas estuvieran más a gusto y cruzó los brazos de tal forma que le sirvieran de almohada para la cabeza. La oscuridad olía intensamente a madera y la noche no era fría. Una vez excluida de su mente la erguida torre de luz y las escasas superficies en las que se reflejaba, el sueño se presentó en largas oleadas hasta que le venció profunda y completamente.
Tal como suele ocurrir cuando uno duerme, le pareció que apenas había pasado el tiempo cuando se despertó sobresaltado; pero, en realidad, habían transcurrido más de tres horas y se acercaba la medianoche. Su duermevela se había visto turbado por un persistente sueño en el que alguien, una mujer, le llamaba repetidamente por su nombre en voz baja:
—Columbano… Columbano…
Su paciencia parecía implacable e inextinguible. En sueños el joven fraile tuvo la sensación de que aquella mujer disponía de toda una eternidad y le seguiría llamando para siempre mientras que él casi no tenía tiempo y debería despertar para librarse de ella.
Se despertó completamente rígido, aguzó el oído y miró angustiado a su alrededor, pero sólo vio la oscuridad circundante y el catafalco que le pareció más oscuro que antes porque la llama de la lámpara, aunque no fluctuaba, había menguado un poco y ahora estaba medio oculta detrás del ataúd. Había olvidado comprobar el aceite, pero sabía que la lámpara estaba completamente llena cuando se fue una vez finalizado el entierro de Rhisiart, y, desde entonces, sólo habían transcurrido unas horas.
Pensó que, de entre todos sus sentidos, el oído fue el último que recuperó porque ahora se daba cuenta, con un súbito estremecimiento de temor, que la voz de sus sueños seguía estando con él lo mismo que antes, pasando del sueño a la realidad sin solución de continuidad. Una voz muy suave y pausada que ya no era un susurro sino un claro sonido cercano y distante a la vez, insistía inequívocamente:
—Columbano… Columbano… Columbano, ¿qué has hecho?
La voz salía del relicario, de la luz menguante que él miraba con aterrada incredulidad.
—Columbano, Columbano, siervo falso que blasfema contra mi voluntad y asesina a mis defensores, ¿qué le dirás en tu defensa a Winifreda? ¿Crees que podrás engañarme como engañas a tu prior y a tus hermanos?
La voz emergía muy pausada del ábside del altar y su terrible eco resonaba en todo el recinto sagrado.
—Tú que afirmas venerarme y has sido tan falso conmigo como el vil Cradoc, ¿crees que podrás librarte de su final? Yo nunca quise abandonar mi lugar de descanso aquí en Gwytherin. ¿Quién te dijo lo contrario sino el demonio de tu ambición? Apoyé mi mano en un hombre bueno y le envié para que fuera mi defensor; hoy ha sido enterrado aquí, muerto mártir por defenderme. El pecado ha quedado inscrito en el cielo y no hallarás ningún escondrijo. ¿Por qué —preguntó la voz en tono apremiante y amenazador— has matado a mi siervo Rhisiart?
Columbano intentó levantarse, pero tenía las rodillas como clavadas en la madera del reclinatorio. Quiso hablar, pero de su garganta reseca sólo le salió un graznido. ¡La santa no podía estar allí porque allí no había nadie! Sin embargo, los santos iban donde querían y se revelaban a quien querían y, a veces, de un modo terrible. Sus dedos fríos apretaron con fuerza el reclinatorio y no sintieron nada. Su lengua, como una inesperada astilla de madera, le desgarró el paladar cuando intentó hablar.
—¡No tienes más esperanza que la confesión, Columbano, asesino! ¡Habla! ¡Confiesa!
—¡No! —graznó Columbano, pronunciando las palabras con frenética rapidez—. ¡Yo jamás toqué a Rhisiart! Estuve en la capilla toda la tarde, santa doncella, ¿cómo hubiera podido causarle daño? Pequé contra ti, fui infiel, me quedé dormido… ¡Lo confieso! No arrojes sobre mí una culpa mayor…
—¡No fuiste tú quien se quedó dormido —dijo la voz en tono autoritario—, embustero! ¿Quién llevaba el vino? ¿Quién envenenó el vino, induciendo al inocente a pecar? ¡El que se durmió fue fray Jerónimo, no tú! Tú fuiste al bosque, esperaste a Rhisiart al acecho y le atacaste.
—¡No…, no…, lo juro! —temblando y sudando, Columbano se agarró con fuerza al reclinatorio, pero las manos le temblaban tanto que no tuvo ánimos para levantarse y huir. ¿Cómo podía uno escapar de los seres que estaban en todas partes y lo veían todo? Porque ningún mortal podía saber lo que sabía aquel ser—. ¡No, es una equivocación, me juzgas erróneamente! Yo estaba aquí dormido cuando llegó el mensajero del padre Huw. Jerónimo me sacudió para despertarme… El mensajero es testigo…
—El mensajero no pasó de la puerta. Fray Jerónimo ya se estaba despertando de su envenenado sueño y salió a su encuentro. En cuanto a ti, fingiste y mentiste, tal como finges y mientes ahora. ¿Quién llevaba consigo el jarabe de adormidera? ¿Quién conocía sus propiedades? Simulaste dormir, mentiste incluso al confesar que dormías, y Jerónimo, que es tan débil como tú perverso, se alegró, pensando que no podrías acusarle, sin darse cuenta de que, en realidad, le estabas acusando de algo peor, de tu acto, ¡del asesinato que tú cometiste! No sabía que mentías y no pudo acusarte. ¡Pero yo lo sé, y te acuso! ¡Y mi venganza desatada sobre Cradoc también puede desatarse sobre ti, como te atrevas a mentirme otra vez!
—¡No! —gritó Columbano, cubriéndose el rostro como si la santa le deslumbrara con relámpagos, pese a que sólo un débil pero terrible sonido le amenazaba—. ¡No, detente! ¡Yo no miento! He sido tu fiel servidor, santa doncella…, he querido cumplir tu voluntad… ¡Yo no sé nada de todo eso! ¡Jamás le causé el menor daño a Rhisiart! ¡Jamás le di a beber vino envenenado a Jerónimo!
—¡Necio! —gritó súbitamente la voz—. ¿Crees que a mí puedes engañarme? ¿Qué ocurrió entonces?
Columbano vio un repentino resplandor plateado en el aire y, de pronto, algo cayó al suelo con rumor de cristales rotos delante del reclinatorio mientras unos fragmentos cortantes y unas gotitas pegajosas le alcanzaban las rodillas. Justo en aquel momento, la luz de la lámpara se extinguió por completo, y se hizo una oscuridad absoluta. Temblando de miedo, Columbano se arrastró a tientas por el suelo de tierra. Los fragmentos de vidrio se le clavaron en las palmas de las manos y le hicieron sangrar. Entre sollozos, el aterrado fraile se acercó una mano al rostro y aspiró el aroma dulzón y pegajoso del jarabe de adormideras. Entonces comprendió que estaba arrodillado sobre los fragmentos del frasco que había dejado en su aposento de la casa de Cadwallon.
No transcurrió ni un minuto antes de que la oscuridad empezara a suavizarse. Más allá del catafalco y el altar, la pequeña ventana oblonga mostró, en la relativa claridad, un retazo de claro cielo estrellado, pero sin luna. Las sombras volvieron a enseñorearse de la capilla, aumentando su temor. Una figura se encontraba de pie junto al ataúd.
Los ojos del fraile tardaron un rato en acostumbrarse a la oscuridad y distinguir en ella la figura de una mujer, envuelta en las sombras de cintura para abajo, pero con los hombros y la cabeza débilmente iluminados por la luz de las estrellas que penetraba a través de la ventana. Columbano no había visto entrar a nadie ni había oído nada. La mujer había aparecido mientras él arrastraba las palmas de las manos sobre los fragmentos de vidrio y gemía de dolor. La esbelta e inmóvil forma de Winifreda, vestida de blanco de la cabeza a los pies y con un velo cubriéndole la cabeza y el rostro, extendió un brazo y le señaló con el dedo.
Columbano retrocedió, arrastrándose por el suelo y gesticulando débilmente como si quisiera librarse de aquella visión. Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras sus labios pronunciaban palabras inconexas.
—¡Lo hice por ti! ¡Lo hice por ti y por mi abadía! ¡Lo hice para gloria de la casa! ¡Creí contar con tu venia y con la del cielo! ¡Él impedía el cumplimiento de la voluntad de Dios! No hubiera permitido que te marcharas. ¡Mi intención fue buena cuando hice lo que hice!
—Habla claro —dijo la voz en tono perentorio—, y di lo que hiciste.
—Le di el jarabe a Jerónimo, mezclado con vino. Cuando se quedó dormido, fui al sendero del bosque y esperé a Rhisiart. Le seguí, le ataqué… Oh, gloriosa Santa Winifreda, no me condenes por haber abatido al enemigo que se interponía en el camino de la dicha…
—¡Le atacaste por la espalda! —dijo la pálida figura mientras una súbita ráfaga de aire atravesaba la capilla y dejaba a Columbano helado hasta el tuétano. ¡Fue como si ella le hubiera tocado! Aunque no la había visto moverse, Columbano tuvo la impresión de que estaba más cerca—. ¡Le atacaste por la espalda como hacen los cobardes y los traidores! ¡Confiésalo! ¡Reconócelo!
—¡Por la espalda! —balbució Columbano, retrocediendo como un animal herido hasta que sus hombros rozaron la pared—. ¡Lo reconozco! ¡Lo confieso! ¡Oh, misericordiosa santa, tú lo sabes todo y nada puedo ocultarte! ¡Ten piedad de mí! ¡No me destruyas! ¡Todo lo hice por ti, sólo por ti!
—Lo hiciste más bien por ti —replicó la voz, más fría y ardiente que el hielo—. Tú, que querías ser el amo de cualquier orden en la que ingresaras, tú, con tus ambiciones y estratagemas, tú, que querías para ti toda la gloria de poseerme, tú, que querías ser el centro de todos los prodigios para mostrarte ante los demás como el predilecto del cielo y el dechado de la santidad para apartar a fray Ricardo como sucesor del prior y, a ser posible, al prior Roberto como sucesor del abad. ¡Tú, con tus ansias de convertirte en la más joven cabeza mitrada de este o de cualquier otro país! Te conozco, y conozco a los de tu clase. Ningún camino es para ti demasiado despiadado con tal de que te conduzca al poder.
—¡No, no! —gritó Columbano, comprimiendo la espalda contra la pared al ver que la santa avanzaba hacia él, amenazándole con sus dedos extendidos—. ¡Lo hice todo por ti, sólo por ti! ¡Creí cumplir tu voluntad!
—¿Mi voluntad de obrar el mal? —gritó la voz, más cortante que un puñal—. ¿Mi voluntad de asesinar?
Al ver a la santa tan cerca, Columbano se aterrorizó y empezó a golpearla ciegamente con ambas manos para evitar que lo tocara. Su mano izquierda quedó prendida en el velo y lo arrancó del rostro y la cabeza de la aparición. Una mata de cabello oscuro se derramó por los hombros de la figura. Los dedos del monje tocaron la curva de una mejilla suave y fresca, fresca pero no fría, suave como la firme carne joven y no como los huesudos huecos del cráneo que él temía encontrar.
Su alarido de terror se convirtió en un grito triunfal. La mano que previamente temiera el contacto, agarró con sus fuertes dedos la oscura mata de cabello. Columbano era muy rápido. Tardó lo que un suspiro en comprender que, en el extremo de su brazo, había una mujer de carne y hueso, y algo más en adivinar quién era y lo que acababa de hacer con aquella intolerable trampa que le había tendido. Dedujo que debía de estar sola y que la trampa se la había tendido en solitario. Si ella sobrevivía, él estaría perdido y, si no sobrevivía y se esfumaba (¡le quedaba todavía mucha noche por delante!), él estaría a salvo, ostentaría el mando de aquella expedición y sería el heredero de toda su gloria.
Tuvo la desgracia de que Sioned fuera casi tan rápida como él. En medio de una oscuridad en la cual la vista no ayudaba ni perjudicaba, la joven oyó el suspiro que liberaba al fraile del temor del cielo y el infierno, y percibió la oleada de furia animal que desprendía casi con la misma fuerza que su temor. Retrocedió instintivamente y consiguió zafarse de su mano a costa de algunos mechones de cabello. La mano burlada volvió a extenderse y agarró el lienzo de hilo que envolvía a la moza. Sioned se desplazó hacia la izquierda para interponer la mayor distancia posible entre su cuerpo y la mano del fraile, pero, en aquel momento, vio que éste se le acercaba súbitamente al pecho y blandía ante ella una hoja de acero reluciente y la agitaba a ciegas. El mismo puñal, pensó Sioned, esquivando el golpe, que mató a mi padre.
Una puerta se había abierto de par en par en la noche. De pronto, el viento empezó a soplar en la capilla y unos pies calzados con sandalias resonaron en el suelo mientras un poderoso cuerpo se acercaba como impulsado por la corriente. Una sonora voz tronó una advertencia y fray Cadfael entró en la capilla por la puerta de la sacristía como la saeta disparada por una ballesta, avanzando a toda velocidad hacia ellos.
Columbano se disponía a atacar por segunda vez, sujetando con la mano izquierda el lienzo de lino que envolvía el cuerpo de Sioned. La joven trató de apartarse, soltando los pliegues por los que él la tenía sujeta; la puñalada que hubiera debido atravesarle el corazón sólo le rozó dolorosamente el antebrazo izquierdo. Entonces Columbano la soltó y corrió hacia la puerta mientras fray Cadfael sostenía a la joven con sus vigorosos brazos y la estrechaba como hubiera hecho una madre al tiempo que la reprendía con voz enojada.
—Por el amor de Dios, hija mía, ¿por qué te acercaste tanto? Te lo dije, ¡procura situarte detrás del relicario…!
—Id tras él —gritó Sioned, dominada por la cólera—, ¿queréis acaso que huya? No me ha ocurrido nada, ¡id por él! ¡Mató a mi padre!
Ambos corrieron hacia la puerta, pero Cadfael salió primero. La joven era fuerte, valerosa y vengativa como las galesas que Cadfael conocía tan bien. La impulsaba el vendaval de la venganza, no sentía dolor y no se percataba de que estaba sangrando; ella quería sangre, y con razón. Corrió, pisándole los talones a Cadfael mientras éste bajaba como un rayo por el angosto sendero que atravesaba el cementerio. La noche era como un lienzo de terciopelo salpicado de estrellas, cuya delicada luz apenas arrojaba sombras. Todo aquel silencioso espacio recibió y acalló el rumor de sus pasos en medio de la quietud nocturna.
De los arbustos del otro lado del cementerio surgió de pronto la figura alta y esbelta de un hombre que saltó inmediatamente para bloquear la salida. Columbano la vio y se detuvo un instante, pero Cadfael lo seguía de cerca. El fugitivo no tuvo más remedio que avanzar hacia la figura que le cerraba el paso. Detrás de Cadfael, Sioned gritó de repente:
—¡Cuidado, Engelardo! ¡Lleva un puñal!
Engelardo la oyó y se desvió hacia la derecha en el mismo momento de la colisión. El golpe destinado a su corazón sólo le desgarró el tejido de la manga. Columbano hubiera querido correr hacia el bosque, pero el largo brazo izquierdo de Engelardo le golpeó fuertemente la nuca, haciéndole perder momentáneamente el equilibrio aunque sin derribarle al suelo; después, el puño derecho del joven agarró la cogulla del monje y la retorció. Medio estrangulado, Columbano se revolvió y atacó de nuevo con el puñal. Esta vez, Engelardo estaba preparado y agarró limpiamente la muñeca de su rival con la mano izquierda. Ambos lucharon con los pies firmemente plantados sobre la hierba. La lucha era desigual porque uno de ellos iba armado. El desequilibrio quedó compensado en seguida: Engelardo retorció la muñeca que sujetaba con su mano sin prestar atención a la mano libre con la cual el fraile pretendía agarrarle la garganta; poco a poco, los dedos entumecidos se abrieron y soltaron el puñal. Ambos se inclinaron para recogerlo, pero Engelardo lo alcanzó primero y lo arrojó despectivamente hacia los arbustos, enfrentando a su enemigo sólo con las manos. La lucha estaba a punto de terminar. Con los brazos inmovilizados, Columbano miró a su alrededor, buscando infructuosamente algún medio de escapar.
—¿Éste es el hombre? —preguntó Engelardo.
—Sí —contestó Sioned—. Lo ha confesado.
Engelardo miró entonces por primera vez más allá de su prisionero y vio a Sioned de pie bajo el cielo estrellado que, a sus ojos ya acostumbrados, parecía casi tan claro como la luz del día. La vio desgreñada y magullada, mirándole con sus grandes ojos asustados mientras la sangre manaba profusamente de su brazo herido, aunque el corte era superficial. Vio manchas de sangre en el lienzo blanco que la envolvía. Bajo la luz de las estrellas, los colores apenas se distinguen, por lo que lo único que vio Engelardo en aquellos momentos fue el violento color rojo de la sangre. Aquél era el hombre que había asesinado cobardemente a su amado señor y amigo, ¡a pesar de las diferencias que había entre ambos! Y ahora, no contento con eso, había intentado matar a la hija tal como había matado al padre.
—¡Te has atrevido, te has atrevido a tocarla! —gritó Engelardo, enfurecido—. ¡Tú, indigna rata de claustro! —levantando a Columbano del suelo, le golpeó como si efectivamente fuera una rata, le sacudió en el aire cual si fuera una serpiente venenosa y, cuando terminó, lo arrojó a sus pies sobre la hierba—. ¡Levántate! —rugió—. Te daré tiempo para descansar y respirar. Después podrás luchar a muerte con un hombre sin un puñal en la mano, en lugar de acercarte entre la maleza y apuñalarle por la espalda, o rajar a una doncella indefensa. Tómatelo con calma, para matarte puedo esperar a que recuperes el resuello.
Sioned se acercó corriendo y le sujetó con sus brazos, empujándole hacia atrás.
—¡No! ¡No vuelvas a tocarle! No quiero que la ley tenga ninguna queja contra ti, ni siquiera la más leve.
—Quiso matarte…, estás herida…
—¡No! No es nada…, un corte. Sangra, ¡pero no es nada!
La cólera de él se esfumó poco a poco. Rodeando a la joven con sus brazos, Engelardo la atrajo hacia sí mientras empujaba desdeñosamente con el pie a su enemigo caído.
—¡Levántate! ¡No te tocaré! Que la ley se encargue de ti, ¡me alegraré de que así sea!
Columbano no movió un párpado y ni siquiera un dedo. Los tres lo contemplaron en silencio, percatándose de lo absolutamente inmóvil que estaba y de lo insólita que era semejante inmovilidad entre los seres vivos.
—Está fingiendo —dijo Engelardo con desprecio— por miedo a cosas peores y para que le compadezcamos. Tengo entendido que es muy ducho en estas lides.
Los que fingen dormir y oyen que se habla de ellos, suelen traicionarse por medio de una exagerada inocencia. Columbano yacía en el suelo con una inmovilidad absolutamente distante e indiferente.
Fray Cadfael se arrodilló a su lado, le sacudió suavemente por el hombro y se incorporó con un profundo suspiro tras comprobar el movimiento inequívoco de la cabeza. Después, introdujo una mano por la pechera del hábito y se inclinó hacia los labios entreabiertos y las anchas ventanas de la nariz. Tomando la cabeza entre sus manos, la ladeó con cuidado. Cuando la soltó, la cabeza cayó hacia atrás en una posición tan inusual que todos temieron lo peor antes incluso de que Cadfael lo anunciara con toda naturalidad:
—Hubieras tenido que esperar mucho tiempo para que recuperara el resuello, amigo mío. ¡No conoces tu fuerza! Tiene el cuello roto. Está muerto.
Ambos jóvenes contemplaron espantados lo que todavía no identificaban como una desgracia. Tan sólo veían un accidente fatal que ninguno de ellos pretendió provocar, pero que, en el fondo, era una especie de manifestación de la justicia. En cambio, Cadfael vio un percance que podía destrozar no sólo sus jóvenes vidas sino también las de otros, ya que, no estando Columbano vivo y no pudiendo dos testigos respetables obligarle a repetir su confesión, ¿qué fuerza tendrían las pruebas que aportaran contra él? Cadfael se sentó sobre sus talones y reflexionó. Ahora que el silencio inmóvil de la noche había caído nuevamente sobre ellos, le sorprendía que toda aquella violencia y pasión hubiera transcurrido sin apenas ruido y sin que nadie lo viera. Prestó atención y no oyó el rumor de ningún pie o de ninguna ala que turbara la paz. Estaban muy lejos de las casas y nadie se había enterado. Eso, por lo menos, era tiempo ganado.
—No puede estar muerto —dijo Engelardo en tono dubitativo—. Si apenas le he tocado. ¡Nadie se muere tan fácilmente!
—Pues, éste sí. Y ahora, ¿qué hacemos? No había contado con esto —dijo Cadfael sin quejarse, simplemente señalando que tendrían que tomar medidas urgentes y convendría tener la mente bien despierta.
—¿Cómo que qué hacemos? —para Engelardo, todo estaba clarísimo, aunque le supusiera muchas molestias—. Tendremos que llamar al padre Huw y a vuestro prior y contarles exactamente lo que ha sucedido. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Lamento haberle matado porque jamás fue mi intención, pero no puedo decir que me sienta culpable.
Tampoco esperaba que se lo reprocharan. La verdad era siempre el mejor camino. Cadfael apreció a regañadientes su inocencia. El mundo la destruiría más tarde o más temprano, pero ni siquiera una acusación inmerecida le había causado la menor mella, y él seguía confiando en que los hombres fueran razonables. Cadfael dudaba de que Sioned estuviera tan segura. Su inquieto silencio no presagiaba nada bueno, y el brazo herido le seguía sangrando. Lo primero era lo primero. Tendrían que hacer algo de provecho mientras él se dedicaba a pensar.
—¡Ven aquí! Ayúdame a llevar esta carroña a la capilla. Y tú, Sioned, busca su puñal, no podemos dejarlo aquí para que dé testimonio de lo ocurrido. Después, te lavaremos y vendaremos el brazo. Detrás del seto de espinos hay un riachuelo, y tenemos tela de sobras.
Ambos jóvenes confiaban ciegamente en él e hicieron lo que les mandaba, aunque Engelardo, tras cerciorarse de que Sioned no estaba malherida y vendarle el brazo, seguía empeñado en contar la verdad, la cual no podría deshonrar a nadie más que a Columbano. Cadfael tomó un pedernal y una mecha y encendió las velas. Después volvió a llenar la lámpara, de la que había sacado una considerable cantidad de aceite antes de que Sioned se ocultara bajo los lienzos que cubrían el catafalco de la santa.
—Tú crees que porque no has hecho nada malo y porque nos hemos reunido para revelar una mala acción —dijo al final—, todo el mundo será del mismo parecer y así lo dirá sinceramente. ¡Hijo mío, por desgracia las cosas no son así! La única prueba que culpa a Columbano es su confesión. Ambos la hemos oído. Pero esa prueba ya no existe. Estando él vivo, hubiéramos podido obligarle a confesar la verdad por segunda vez. Estando muerto, nunca nos dará esta satisfacción. Y, sin ella, nuestra situación es muy frágil. Tenedlo por seguro, si le acusamos y el escándalo mancha el honor de la abadía de Shrewsbury y de la orden benedictina, respaldada aquí por el obispo y el príncipe, no os quepa duda de que todas las fuerzas que ostentan la autoridad se unirán para evitar el desastre, y nadie, mucho menos un forastero sin amigos, podrá interponerse en su camino. No pueden permitirse el lujo de que su recién adquirida Santa Winifreda sea puesta en entredicho o sufra un desdoro. Antes que eso, dirán que ha sido un asesinato perpetrado por un fugitivo desesperado que ha añadido otro crimen al primero, y pretendía escapar de ambos. Me arrepiento de haberle sugerido a Sioned que te rogara que permanecieras alerta por si surgían dificultades. Pero de nada tienes tú la culpa, y no quiero que sufras las consecuencias. Yo planifiqué esta intriga y yo tengo que resolverla. Olvídate de ir directamente al padre Huw, al alguacil o a cualquier persona para contarles la verdad. Usa el resto de la noche para disponer las cosas de tal modo que te sean favorables. Se puede llegar a la justicia por más de un camino.
—No se atreverían a dudar de la palabra de Sioned —dijo Engelardo con obstinación.
—Muchacho insensato, dirían que, por amor, Sioned se ha apartado de su propia naturaleza, tal como hizo Peredur. En cuanto a mí, mi influencia es muy escasa, y no estoy interesado en protegerme sólo a mí mismo sino a tantas personas relacionadas con este embrollo como me sea posible. Incluso a mi prior, que algunas veces es arrogante y severo y, a decir verdad, un poco estúpido, aunque no un asesino ni un embustero. Y también a mi orden, que no se merecía a Columbano. ¡Ahora callaos y dejadme pensar! Mientras lo hago, podríais retirar los restos del frasco de jarabe. Esta capilla tiene que estar mañana tan pulcra y tranquila como estaba antes de que viniéramos a perturbarla.
Ambos jóvenes se dedicaron a eliminar las huellas de los trastornos de aquella noche, y dejaron solo a Cadfael hasta que encontrara un medio de sacarles del embrollo.
—Me pregunto —dijo Cadfael al final— qué te indujo a mejorar todas las palabras que yo te sugerí, poniendo en boca de Santa Winifreda unas expresiones tan violentas. ¿Cómo se te ocurrió decir que nunca quisiste marcharte de Gwytherin y que ahora tampoco querías hacerlo? ¿Y que Rhisiart no era sólo un hombre bueno y honrado sino también tu defensor elegido?
—¿Eso dije? —preguntó Sioned, volviéndose a mirarle con asombro.
—Sí, y muy claramente, por cierto. Resultó muy atinado, pero creo que eso no lo ensayamos. ¿De dónde sacaste las palabras?
—Pues, no lo sé —le contestó Sioned, desconcertada—. No recuerdo lo que dije. Las palabras me salían solas, sin que yo hiciera ningún esfuerzo.
—Tal vez —terció Engelardo— la santa quiso aprovechar la oportunidad que se le ofrecía. Todos estos forasteros interpretaban sus visiones y éxtasis a su conveniencia y, sin embargo, nadie le preguntó a Santa Winifreda lo que ella quería. Todos afirmaban saberlo mejor que ella.
—¡De la boca de los inocentes! —comentó Cadfael para sus adentros, estudiando el camino que poco a poco se abría ante los ojos de su mente.
De entre todas las personas satisfechas por el resultado, Santa Winifreda debía ser sin duda la primera. Procura hacer feliz a todo el mundo, pensó, y, si eso está a tu alcance, ¿por qué provocar situaciones desagradables? Pensemos, por ejemplo, en Columbano. Hace apenas unas horas, en el rezo de completas, pidió en voz alta y en nuestra presencia que, si la santa doncella le consideraba digno de esta gracia, se lo llevara de este mundo esta misma noche y lo liberara eternamente de la prisión del cuerpo. ¡Bueno, pues, ése ha visto cumplido su deseo! A lo mejor, de haber sabido que se la tomarían tan al pie de la letra, hubiera retirado la petición. Su propósito era más bien el de exhibir en vida su incomparable santidad para gozar así de sus beneficios. Pero los santos tienen derecho a suponer que sus devotos dicen lo que piensan, y otorgan sus dones conforme a ello. Y si la santa hubiera hablado realmente a través de Sioned, pensó, ¿quién soy yo para ponerlo en duda? Si de veras quiere quedarse aquí en su aldea, lo cual me parece un deseo muy razonable, la tierra donde solía descansar ha sido removida precisamente hoy, y nadie se dará cuenta de que esta noche se ha vuelto a remover.
—Creo —dijo Sioned, mirándole por primera vez con una leve sonrisa confiada— que estáis empezando a ver el camino.
—Creo más bien —replicó Cadfael— que estoy empezando a ver tu camino, cosa muy natural, por cierto. Quiero que hagas una cosa, pero no es necesario que te des prisa porque en tu ausencia tenemos mucho que hacer aquí. Toma esa sábana que llevas y extiéndela bajo los manzanos del seto donde están empezando a caer las hojas, pero todavía no están amarillas. Sacude los árboles y tráenos una nube de pétalos. La última vez que la santa visitó a Columbano, lo hizo entre suaves perfumes y una lluvia de flores blancas. Tú trae una cosa, y tendremos la otra.
Confiadamente, aunque sin comprenderlo, Sioned tomó la sábana de lino en la que se había envuelto como si fuera un sudario, y fue a cumplir lo que le habían mandado.
—Dame el puñal —le dijo Cadfael a Engelardo cuando ella se fue. Limpió la hoja con el velo que Columbano le había arrancado a Sioned de la cabeza, y desplazó las velas para que iluminaran los sellos rojos que cerraban el relicario de Winifreda—. Menos mal que no sangró. Ni el hábito ni las ropas tienen manchas. ¡Desnúdale!
Después, tocó el primer sello, sonrió satisfecho al ver que era muy grueso comparado con el filo del puñal, y acercó la punta de la hoja a la llama de la lámpara.
Mucho antes de que amaneciera, ya estaba todo listo. Los tres bajaron desde la capilla hasta la aldea y se separaron al llegar al lindero del bosque donde el camino más corto ascendía por la colina hacia la mansión de Rhisiart.
Sioned llevaba consigo la sábana manchada de sangre, el velo y los fragmentos de vidrio. Por fortuna los criados de Rhisiart encargados de cubrir la tumba de su amo habían dejado las palas allí cerca para poder arreglar el montículo al día siguiente. Eso les había evitado ir a buscarlas, ahorrándoles una hora.
—No habrá ningún escándalo —dijo Cadfael al llegar al lugar donde los caminos se bifurcaban—. No habrá ni escándalo ni acusaciones. Creo que puedes llevarte a casa a Engelardo, pero procura que no le vean hasta que nosotros nos vayamos. Habrá paz cuando nos vayamos. Ya no temas que el príncipe o el alguacil emprendan acciones contra él, como tampoco las emprenderán contra Juan. Yo le hablaré a Peredur al oído, Peredur le hablará al oído al alguacil y el alguacil le hablará al oído a Owain de Gwynedd. Al padre Huw no le mezclaremos en este asunto, es mejor no cargar la conciencia de un hombre tan bondadoso. Y, si los monjes de Shrewsbury son felices y el pueblo de Gwytherin también lo es (porque ten por seguro que en seguida se enterarán de los rumores), ¿por qué vamos a trastornar estas circunstancias tan afortunadas, diciendo las cosas en voz alta? Un príncipe prudente, porque Owain de Griffith me parece muy prudente, dejará las cosas tal como están.
—Todo Gwytherin —dijo Sioned, estremeciéndose un poco al pensarlo—, vendrá aquí por la mañana para presenciar el traslado del relicario.
—Tanto mejor, necesitaremos muchos testigos, mucha emoción y mucho asombro. Soy un gran pecador —añadió filosóficamente Cadfael—, pero no siento remordimiento. Me pregunto si el fin justifica los medios.
—Yo sólo sé una cosa —señaló Sioned—. Ahora mi padre puede descansar, y eso os lo debe a vos. Y yo os debo mucho más. Cuando aquella vez bajé del árbol, ¿lo recordáis?, pensé que seríais como los demás frailes y no querríais mirarme.
—Hija mía, no hubiera estado en mi sano juicio si no hubiera mirado. Te miré con tanta atención que lo recordaré toda la vida. Pero, en vuestro amor, hijos míos, y en cómo lo llevéis, en eso no puedo ayudaros.
—No hace falta —dijo Engelardo—, soy un forastero con un acuerdo como es debido. El acuerdo se puede disolver por consentimiento y yo puedo ser un hombre libre, repartiendo mis bienes a partes iguales con mi señor, y ahora mi señor es Sioned.
—Entonces —añadió Sioned— nadie podrá impedir que le otorgue la mitad de mis bienes, tal como en justicia le corresponde. Tío Meurice no se interpondrá en nuestro camino. Y ni siquiera le será difícil justificarlo. Una cosa es casar a una heredera con un siervo forastero y otra casarla con un hombre libre, heredero de una mansión, aunque la tenga en Inglaterra y de momento no pueda reclamarla.
—Sobre todo —dijo Cadfael—, sabiendo que es quien mejor trata el ganado en las cuatro comarcas.
Por lo menos, aquellos dos parecían satisfechos. Y Rhisiart, en su honrosa sepultura, no lamentaría su felicidad porque no era un hombre rencoroso.
Engelardo, que no era muy hablador, se limitó a dar brevemente las gracias cuando se despidieron. Sioned se volvió impulsivamente, arrojó los brazos alrededor del cuello de Cadfael y le besó. Fue su despedida puesto que el monje les había aconsejado que no acudieran de nuevo a la capilla. La joven olía a flores de manzano y cuando se fue dejó en sus brazos un perfume santamente embriagador.
Al bajar a la casa del padre Huw, Cadfael se desvió hacia la alberca del molino y arrojó el puñal de Columbano en la parte más honda de las oscuras aguas. ¡Qué suerte, pensó, antes de acostarse en la cama que ocuparía apenas una hora antes de prima, que los monjes que fabricaron el relicario fueran tan hábiles artesanos y hayan insistido en forrarlo de plomo!