IX

a era casi el anochecer cuando terminaron de enterrar a Rhisiart. El prior Roberto no consideró oportuno tomar el trofeo y regresar a casa con sus compañeros, pese a ser lo más conveniente después de todo lo ocurrido. Justo era celebrar alguna ceremonia en honor de la comunidad que la santa abandonaría, y de las casas que habían ofrecido generoso cobijo a quienes iban a despojarles de lo suyo.

—Esta noche nos quedaremos aquí y en la iglesia cantaremos vísperas y completas con vosotros en acción de gracias —dijo el prior—. Después de completas, uno de nosotros subirá de nuevo a hacer vigilia con Santa Winifreda, como es justo que se haga. Si el alguacil del príncipe exige que nos quedemos un poco más, lo haremos. Todavía queda por resolver la cuestión de fray Juan, que ha quebrantado la ley para nuestra gran deshonra.

—En estos momentos —dijo el padre Huw, quitando importancia al asunto—, el alguacil está estudiando el asesinato de Rhisiart. Aunque hemos tenido muchas revelaciones a este respecto, ya veis que todavía estamos muy lejos de averiguar quién es el culpable. Hoy hemos visto a un hombre que sin duda es inocente de este delito, cualesquiera que sean sus restantes pecados.

—Me temo —dijo el prior Roberto con insólita humildad— que, sin querer, os hemos causado muchas penas y dificultades, y creedme que lo siento. Me compadezco también de los padres de este joven pecador que tal vez sufren mucho más que él, y sin ninguna culpa.

—Ahora iré a visitarles —dijo el padre Huw—. ¿Queréis adelantaros, padre prior, y cantar las vísperas en mi lugar? Podría demorarme un poco. Tengo que hacer todo lo que pueda por este desdichado hogar.

Los habitantes de Gwytherin habían empezado a dispersarse en silencio por muchos caminos, adentrándose en el bosque para difundir la noticia de los acontecimientos de aquel día hasta los más alejados rincones de la parroquia. En medio de las altas hierbas del camposanto, pisadas ahora por muchos pies, la oscura silueta del sepulcro de Rhisiart parecía una enorme cicatriz. Dos de sus servidores seguían arrojando tierra sobre el montículo. Todo había terminado. Sioned se volvió hacia la entrada, seguida por todos los presentes.

Cadfael se situó a su lado mientras la triste comitiva regresaba a la aldea.

—En fin —dijo el monje en tono de resignación—, mereció la pena probarlo. Algo se ha descubierto. Por lo menos, ahora conocemos al autor del delito menos grave y sabemos por qué fueron dos y no uno los crímenes que tan incomprensibles nos parecían. Y, sobre todo, hemos librado a este joven del demonio que le torturaba. ¿Te repugna lo que hizo tanto como le repugna a él?

—Es curioso —contestó Sioned—, pero creo que no. Me horroricé tanto al suponer que era el asesino que después simplemente suspiré de alivio. Siempre consiguió todo lo que quiso, ¿comprendéis?, hasta que me quiso a mí.

—Debió de ser un deseo muy fuerte —dijo fray Cadfael, recordando sus pasados apetitos—. Dudo que alguna vez lo supere, aunque estoy seguro de que hará un buen matrimonio, tendrá hijos tan hermosos como él y será feliz. Hoy ha madurado mucho y, quienquiera que ella sea, no sufrirá una decepción. Pero nunca será una Sioned.

El rostro cansado y abatido de Sioned se había suavizado un poco. De pronto, la joven esbozó una débil pero tranquilizadora sonrisa.

—Sois un hombre bueno y sabéis reconciliar a las personas. ¡Pero no hubiera sido necesario! ¿Acaso creéis que no me di cuenta de cómo arrastraba los pies cuando vino esta tarde, y de cómo se dirigía con la cabeza bien alta a recibir su castigo? Hubiera podido quererle un poco de no haber sido por Engelardo. ¡Pero sólo un poco! Y él se merece mucho más que eso.

—Eres una buena chica —dijo sinceramente fray Cadfael—. Si te hubiera conocido treinta años antes, hubiera hecho sudar a Engelardo para conseguir este premio. Peredur debiera de estar agradecido de tener una hermana como tú. Pero aún estamos muy lejos de averiguar lo que queremos y necesitamos saber.

—¿Nos queda alguna otra flecha que podamos utilizar? —preguntó tristemente la joven—. ¿Alguna otra trampa que tender? Por lo menos, con la última hemos liberado a una pobre alma.

Cadfael reflexionó en silencio.

—Y mañana —añadió Sioned—, el prior Roberto se llevará la santa y se irá a casa con todos sus hermanos. Y vos con ellos. Y yo me quedaré aquí sin nadie a quien recurrir. El padre Huw es un santo a su manera, tal como lo fue Winifreda, pero a mí no me sirve. Y tío Meurice es una gentil criatura que sabe llevar una mansión, pero ignora todo lo demás y no quiere quebraderos de cabeza ni molestias. Engelardo tendrá que seguir ocultándose, tal como bien sabéis. La intriga de Peredur ya no tiene objeto, todos lo sabemos. Pero ¿demuestra eso que Engelardo no mató a mi padre tras una violenta discusión?

—¿Apuñalándole por la espalda? —preguntó Cadfael, indignado.

—¡Eso sólo demuestra que vos le conocéis! —exclamó la joven con una sonrisa—. Pero no todos le conocen. En estos momentos algunos estarán comentando que, a lo mejor, Peredur acertó sin saberlo.

Cadfael lo pensó un poco y se desalentó. No cabía duda de que la joven tenía razón. ¿Qué demostraba el hecho de que otro hombre hubiera querido cargarle a él la culpa? Ciertamente, no que él no fuera culpable. Fray Cadfael se enfrentó con su responsabilidad, voluntariamente asumida.

—También hay que tener en cuenta la cuestión de fray Juan —añadió Sioned, aguijoneada tal vez por la presencia de Annest, que caminaba a su espalda.

—No me he olvidado de fray Juan —convino Cadfael.

—Pero me parece que el alguacil ya ha concluido su tarea. Creo que cerraría los ojos o volvería la cabeza hacia otro lado si fray Juan se fuera con vosotros a Shrewsbury. Bastantes dificultades tiene aquí como para, encima, tener que resolver las de los forasteros.

—Si a él le pareciera que fray Juan se ha ido a Shrewsbury, ¿se daría por satisfecho? ¿No haría preguntas si un hombre de aquí tomara otro forastero a su servicio?

—Siempre supe que erais muy listo —dijo Sioned, mostrándose casi tan viva y animada como antes—. Pero ¿acaso el prior Roberto no le perseguiría cuando se enterara de su fuga? No me parece un hombre muy indulgente.

—No, no lo es, pero ¿qué podría hacer? La orden benedictina no tiene mucho arraigo en Gales. Creo que lo dejaría correr, ahora que ya tiene lo que quiere. Me preocupa más Engelardo. Dame otra noche, hija mía, ¡y hazme un favor! Envía a tu gente a casa y quédate a pasar la noche con Annest en la granja de Bened. Si Dios me ayuda e ilumina, porque nunca olvides que Dios ha resultado mucho más ofendido que tú y que yo por este terrible delito, iré a visitarte.

—Así lo haremos —dijo Sioned—. Y estoy segura de que vendréis.

Habían aminorado el paso para que el cortejo se les adelantara y ellos pudieran hablar con más libertad.

Ya estaban muy cerca de la caseta de vigilancia de la mansión de Cadwallon, y el prior Roberto y sus compañeros habían dejado atrás la entrada de la casa y caminaban a buen ritmo con el fin de llegar a tiempo para el canto de vísperas. El padre Huw, saliendo a toda prisa en busca de ayuda, pareció alegrarse de tener a mano sólo a Cadfael. La presencia de Sioned le indujo a moderar su agitación, pero no sirvió para serenar la angustiada expresión de su rostro ni el erizamiento de sus cabellos.

—Fray Cadfael, ¿podríais dedicar unos minutos a este desconsolado hogar? Sois experto en el uso de medicamentos, y tal vez podríais aconsejar…

—¡Su madre! —musitó Sioned sin demasiada inquietud—. Se echa a llorar como una loca cada vez que algo la contraría. Ya sabía yo que esto la iba a disgustar mucho. ¡Pobre Peredur, ya tiene su castigo! ¿Queréis que entre yo?

—Mejor que no —contestó Cadfael, acercándose al padre Huw. Sioned era al fin y al cabo la causa inocente del pecado de Peredur, por lo que sería la persona menos indicada para calmar la angustia de su madre. Sioned lo comprendió y se fue muy tranquila pues no esperaba ningún resultado demasiado trágico. Conocía de toda la vida a la mujer de Cadwallon y había aprendido a tratar sus altibajos con la misma filosofía con la que Cadfael soportaba los éxtasis y excesos de fray Columbano, ¡el que nunca se lastimaba en sus ataques!

—La señora Branwen está realmente trastornada —dijo el padre Huw, muy preocupado, acompañando a Cadfael hacia la puerta abierta de la mansión—. Temo por su cordura. La he visto disgustada muchas veces y nos costaba bastante calmarla, pero ahora, su único hijo, y este sobresalto tan grande… Puede llegar a dañarse si no conseguimos tranquilizarla…

Oyeron los gritos de la señora Branwen incluso antes de entrar en la pequeña estancia. Su marido y su hijo trataban de sosegarla en medio de una oleada de ensordecedores sollozos y lamentos. La mujer, gorda, rubia y físicamente constituida para una existencia apacible y superficial, se encontraba medio incorporada y medio tendida en un lecho, sumida en una extravagante angustia en la que ora se cubría el plácido rostro con las manos, ora levantaba los brazos con amplios gestos de desolación y desesperación, sin dejar de gritar su dolor y su vergüenza. Las lágrimas resbalaban profusamente por sus mejillas mofletudas y los sollozos desgarradores apenas obstaculizaban el torrente de palabras que le brotaban como un aguacero.

Cadwallon a un lado y Peredur al otro, la acariciaban y le daban palmadas en un vano intento de consolarla. En cuanto el padre trataba de imponer su autoridad, ella le lanzaba terribles reproches, gritándole que no tenía confianza en su propio hijo, ya que, de lo contrario, jamás hubiera creído semejante cosa ni le hubiera considerado capaz de cometer aquel acto, que el chico estaba embrujado o era víctima de algún hechizo que le había obligado a una falsa confesión, que hubiera tenido que defenderle en presencia de todo el mundo, evitando que la historia fuera aceptada tan a la ligera, porque todo aquello era obra de brujería. Cuando Peredur trataba de convencerla de que había dicho la verdad y estaba dispuesto a enmendarse y que ella tenía que aceptar su palabra, arreciaba en sus sollozos y le gritaba que era su desgracia y le preguntaba que cómo se atrevía a acercarse a ella, diciéndole que ya nunca podría levantar la cabeza y que era un monstruo…

En cuanto al pobre padre Huw, cada vez que trataba de ejercer su autoridad espiritual para someterla a la fuerza de la verdad y hacerle aceptar la acción de su hijo con humildad, tal como el propio Peredur había hecho, haciendo una plena confesión y comprometiéndose a obedecer, la mujer gritaba que ella siempre había sido temerosa de Dios y respetuosa con las leyes, que siempre hizo todo lo posible por educar a su hijo de la misma manera y que ahora no podía admitir que su culpa recayera sobre ella.

—Madre —dijo Peredur, con el rostro desencajado y más sudoroso todavía que cuando se enfrentó con el cuerpo de Rhisiart—, nadie te acusa de nada y nadie lo hará. Hice lo que hice, y soy yo quien deberá arrostrar las consecuencias, no tú. En todo Gwytherin no hay una sola mujer que no te compadezca.

Al oír aquellas palabras, la madre lanzó un alarido de dolor y abrazó a Peredur, jurando que no permitiría que sufriera ningún castigo porque era su hijo y ella le protegería. Cuando, con infinita paciencia, Peredur consiguió librarse de sus brazos, ella le gritó que era un desalmado y la mataría a disgustos, y se entregó a un nuevo acceso de llanto y alaridos desgarradores.

Fray Cadfael tomó firmemente a Peredur por la manga y le llevó al fondo de la estancia.

—Ten un poco de sentido común, muchacho, y quítate de su vista. Eres el combustible que alimenta su fuego. Si nadie le hiciera caso, hace rato que se hubiera calmado; ahora se encuentra en una situación en que lo hace todo por inercia. ¿Sabes si nuestros dos hermanos se han detenido aquí o se han ido con el prior?

Peredur temblaba y estaba cansado, pero la serena actitud de Cadfael contribuyó a calmarle.

—No han estado aquí, de lo contrario les hubiera visto. Habrán ido a la iglesia.

Como era natural, ni Columbano ni Jerónimo hubieran tenido jamás la ocurrencia de faltar al rezo de vísperas en una jornada tan memorable.

—No importa, enséñame sus aposentos. Columbano trajo consigo un poco de mi jarabe de adormideras por precaución. El frasco estará aquí en su bolsa, no creo que se lo haya llevado. Y, que yo sepa, no habrá tenido ocasión de usarlo porque los ataques que ha sufrido aquí en Gales han sido más moderados. Ahora nos será útil.

—¿Para qué sirve? —preguntó Peredur con los ojos muy abiertos.

—Tranquiliza las pasiones y calma el dolor…, ya sea del cuerpo o del espíritu.

—No me vendría nada mal —dijo Peredur con una triste sonrisa mientras acompañaba a Cadfael a una de las pequeñas cabañas adosadas a la empalizada. A los huéspedes de Shrewsbury les habían ofrecido el mejor alojamiento de la casa, con dos lechos bajos, una pequeña cómoda y una vela de junco y sebo. Sus escasas pertenencias apenas ocupaban espacio, pero ambos disponían de un bolsón de cuero colgado de un clavo en la pared de madera. Fray Cadfael abrió primero uno y después otro. En el segundo encontró lo que buscaba.

Sacó el pequeño frasco de cristal verdoso y lo examinó contra la luz. Antes incluso de ver la línea del líquido en su interior, le sorprendió su poco peso. En lugar de estar lleno hasta el tapón con el jarabe espeso y dulce, el frasco sólo contenía un cuarto de su capacidad.

Fray Cadfael se quedó un momento inmóvil, contemplando en silencio el frasco que sostenía en la mano. Ciertamente, en determinado momento Columbano pudo sentir la necesidad de detener la amenaza de algún trastorno espiritual, pero Cadfael no recordaba ninguna ocasión en que se lo hubiera comentado y tampoco había observado en él la calma rosada y tranquilizadora que producían las adormideras. La cantidad que faltaba en el frasco era suficiente como para devolver tres veces la serenidad o para que un hombre pasara varias horas durmiendo. Ahora que lo pensaba, hubo por lo menos una ocasión en que un hombre pasó varias horas durmiendo en lugar de hacer la correspondiente vigilia. El día en que Rhisiart murió, Columbano no pudo cumplir su deber y así lo confesó con sincera contrición. Columbano tenía el jarabe en su poder y conocía sus efectos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Peredur, preocupado por aquel silencio—. Si sabe amargo, será difícil que se lo beba.

—Es dulce —quedaba tan poco que sería necesario añadir algo que fuera tranquilizante y agradable de beber—. Trae una copa de vino fuerte y ya verás cómo se lo bebe.

Cadfael recordó que cuando se fueron a la capilla ambos frailes habían llevado consigo una medida de vino suficiente para dos raciones. Columbano también llevaba una botella de agua, tras haber hecho la promesa de no probar el vino hasta que la misión se hubiera cumplido. Por tanto, Jerónimo tomó una ración doble.

Fray Cadfael abandonó sus furiosas elucubraciones para entregarse a la inmediata tarea que tenían entre manos. Peredur fue corriendo a cumplir el encargo, pero regresó con hidromiel en lugar de vino.

—Es más fácil que se lo beba sin protestar porque le gusta más. Y es más fuerte.

—¡Muy bien! —dijo Cadfael—. Eso disimulará mejor el jarabe. Y ahora, vete a un lugar tranquilo, serénate, tápate los oídos y quítate de su vista. Es lo mejor que puedes hacer por ella. Dios sabe lo que más te conviene después de semejante día. No te aflijas en exceso por tus pecados, por muy negros que sean. No hay en todo el país un solo confesor que no haya oído pecados peores sin que jamás se le erizara un pelo. Sería arrogancia pensar que estás excluido de la redención.

El dulce y pegajoso líquido se arremolinó en la copa y formó una larga espiral que en seguida se fundió y desapareció. Peredur lo contempló todo en silencio. Al cabo de un rato, dijo en voz baja:

—¡Qué extraño! Jamás hubiera podido hacerle eso a alguien a quien odiara.

—No tiene nada de extraño —replicó Cadfael, agitando la pócima—. Cuando estamos trastornados, podemos llegar todo lo lejos que nos atrevamos y, con las personas de quienes estamos seguros, nos atrevemos a llegar muy lejos, sabiendo que no nos faltará el perdón.

Peredur se mordió fuertemente los labios.

—¿Es eso cierto?

—¡Tan cierto como la luz del día, hijo mío! Y ahora quítate de en medio y deja de hacer preguntas tontas. Hoy el padre Huw no tendrá tiempo para ti, hay cosas más importantes que hacer.

Peredur se fue como un niño obediente y debió de esconderse muy bien porque aquella tarde no volvió a verle. En el fondo, era un buen chico y aquel terrible acto de envidia y mezquindad le había dado una imagen de sí mismo que no le gustaba. Las plegarias que Huw le impusiera como penitencia llegarían hasta el cielo con el irresistible fervor de los truenos, y el resultado de los duros trabajos que le encomendaran sería tan sólido y permanente como el roble.

Cadfael tomó la pócima y regresó a la estancia donde la señora Branwen seguía llorando sin remedio, esta vez con sincera aflicción y agotada por el esfuerzo. Cadfael aprovechó su cansancio para ofrecerle la copa en cuanto se acercó a ella. Actuó con brusca autoridad antes de que ella tuviera tiempo de hacer gala de su obstinación.

—¡Bebed!

La mujer bebió sin pensar. Tragó la primera mitad sin darse cuenta, y la segunda porque la primera le mostró lo reseca e irritada que tenía la garganta de tanto gritar y lo dulces y suaves que eran la textura y el sabor de aquel brebaje. El solo hecho de tragarlo rompió el aterrador ritmo de los grotescos suspiros que le habían provocado unas convulsiones casi peores que las de los sollozos. Comparados con los de antes, éstos parecían ahora mucho menos violentos.

—Nosotras, las mujeres y las madres, sacrificamos nuestras vidas para educar a los hijos y cuando crecen nos pagan con disgustos. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—Ya tendrá ocasión de compensaros —le dijo jovialmente Cadfael—. Permaneced a su lado en su penitencia, sin disculpar jamás su falta, y él os lo agradecerá.

Las palabras le entraron a la mujer por un oído y le salieron por el otro, aunque tal vez más tarde las recordó. Su voz abandonó poco a poco el tono de dignidad herida e inició un soñoliento y triste monólogo que, al final, se convirtió en una adormilada complacencia, cuya conclusión fue un profundo silencio. Cadwallon respiró hondo y miró a sus consejeros.

—Yo llamaría a sus criadas para que la acostaran —dijo Cadfael—. Dormirá toda la noche y le sentará muy bien —y a vos todavía más, pensó, pero no lo dijo—. Procurad que vuestro hijo también descanse y no le habléis de lo ocurrido más que de pasada, como si fuera un asunto sin especial trascendencia, a no ser que él lo mencione primero. El padre Huw se encargará debidamente de él…

—Así lo haré —dijo Huw—. Merece todos nuestros esfuerzos.

La señora Branwen se dejó acompañar sin oponer resistencia y la casa quedó milagrosamente tranquila. Cadfael y Huw se marcharon juntos, seguidos hasta la puerta por la aturdida gratitud de Cadwallon. Cuando ya se habían alejado un buen trecho de la mansión, al final de la empalizada, la quietud del crepúsculo bajó sobre ellos como una nube que descendiera delicadamente sobre otra nube.

—Es hora de cenar ya que no de vísperas —dijo Huw en tono fatigado—. ¿Qué hubiéramos hecho sin vos, fray Cadfael? Yo no tengo habilidad con las mujeres, me confunden totalmente. Me asombra que hayáis aprendido a tratarlas con tanta habilidad, siendo fraile como sois.

Cadfael pensó en Bianca, Ariadna, Mariam y todas las demás, algunas conocidas fugazmente, pero todas con la misma intensidad.

—Tanto los hombres como las mujeres comparten la misma naturaleza humana, Huw. Ambos sangramos cuando nos hieren. Cierto que esta pobre mujer es una necia, pero el mundo está lleno de pobres hombres que también lo son. Hay mujeres tan fuertes y capacitadas como cualquiera de nosotros —Cadfael pensó en Mariam… ¿o tal vez en Sioned?—. Id a cenar, Huw, y excusadme. Si puedo reunirme con vos antes de completas, lo haré. Primero tengo que resolver un asunto en la herrería de Bened.

El frasco vacío que guardaba en el bolsillo de la manga derecha se lo recordó. Su mente estaba todavía ocupada, pensando en las repercusiones. Antes de llegar a casa de Bened, ya tenía claro lo que debería hacer, pero no sabía cómo.

Cai estaba sentado con Bened en el banco bajo el alero, con una jarra de vino entre ambos. No hablaban sino que simplemente aguardaban a Cadfael, seguramente porque Sioned les había dicho que iría.

—Menudo enredo —dijo Bened, sacudiendo su cabeza entrecana—. Y ahora os marcharéis y nos dejaréis aquí solos. No es un reproche, vos tenéis que ir adónde os lleve vuestro deber. Pero ¿cómo resolveremos el misterio de Rhisiart cuando os vayáis? Más de la mitad de esta parroquia piensa que vuestros benedictinos le han matado y la mitad más pequeña cree que algún enemigo ha aprovechado para echaros la culpa a vosotros y verse libre de toda sospecha. Antes de vuestra llegada éramos una comunidad pacífica, nadie tenía intenciones asesinas entre nosotros.

—Bien sabe Dios que ése jamás fue nuestro propósito —dijo Cadfael—. Pero aún nos queda esta noche antes de nuestra partida, y yo aún no he disparado mi última flecha. Necesito hablar urgentemente con Sioned. Tenemos cosas que hacer y queda muy poco tiempo.

—Bebed una copa con nosotros antes de reuniros con ella —le instó Cai—. Eso lleva muy poco tiempo y es una poderosa ayuda para pensar.

Estaban los tres juntos, bebiendo tranquilamente tras haber apurado considerablemente la jarra de vino. De pronto, se oyeron unos pies corriendo por el camino y apareció Annest con las faldas ondeando al viento como alas que la envolvieran; respiraba afanosamente y les miraba con expresión consternada. Al verlos tranquilamente sentados, bebiendo vino, estuvo a punto de enfadarse.

—Será mejor que os despabiléis —dijo jadeando—. Fui a casa del padre Huw para ver qué ocurría. Marared y Edwin han estado vigilando para poder contárnoslo todo después. ¿Sabéis quién está cenando con los benedictinos? ¡Griffith de Rhys, el alguacil! ¿Y sabéis adónde irá después? ¡A nuestra casa, para llevarse a fray Juan a prisión!

Al oír la noticia, los tres se levantaron de un salto, aunque Bened se atrevió a ponerla en duda.

—¡No es posible que esté allí! ¡Lo último que supe de él es que estaba en el molino!

—Eso fue esta mañana; os digo que ahora está comiendo y bebiendo con el padre prior y los demás. Yo misma le he visto con mis propios ojos, por consiguiente, no me digas que no es posible que esté allí. ¡Y os encuentro aquí bebiendo sentados como si el tiempo sobrara!

—Pero ¿por qué tantas prisas esta noche? —preguntó Bened—. ¿Acaso el prior le mandó llamar porque quiere marcharse mañana?

—¡Es obra del demonio! El alguacil fue a las vísperas en atención al padre Huw, y ¿a quién se encuentra celebrándolas sino al prior Roberto? El prior aprovechó la oportunidad y ha conseguido convencerle de que debe prender a fray Juan esta noche. Le dijo que no podrá marcharse mañana sin la certeza de que fray Juan ya está en manos de la justicia. Dice que el alguacil tiene que castigarle por el delito secular de haber impedido la detención de un criminal y que, cuando haya cumplido la condena, deberá regresar a Shrewsbury para responder del delito de quebrantamiento de disciplina, so pena de que el prior envíe una escolta en su busca. ¿Qué otra cosa podía hacer el alguacil sino estar de acuerdo con él? Y vosotros estáis aquí sentados…

—Calma, muchacha, calma —dijo Cai en tono tranquilizador—. Voy ahora mismo para allá. Fray Juan ya se habrá largado y estará en lugar seguro antes de que llegue el alguacil. Tomaré una de tus jacas, Bened.

—Ensilla otra para mí —le dijo Annest con determinación—. Voy contigo.

Cai se encaminó hacia la dehesa, y Annest, respirando un poco más tranquila tras haber contado lo peor, se bebió el vino que él había dejado en la copa.

—Será mejor que nos vayamos en seguida porque el fraile joven que cuida de los caballos irá por ellos después de cenar. El prior quiere estar presente cuando se lleven a Juan.

»“Aún hay tiempo antes de completas”, dijo.

»Se quejó de no teneros a vos como intérprete porque a duras penas se entendían en latín. ¡Dios bendito, qué día hemos tenido!

Y qué noche tendremos, pensó Cadfael.

—¿Qué otra cosa dijeron? —preguntó—. ¿Oíste algo que pueda orientarme y me ilumine? ¡Bien sabe Dios que lo necesito!

—Discutieron sobre quién tendría que hacer vigilia en la capilla. El rubio de las visiones se levantó y pidió ser él. Dijo que una vez había faltado a la vigilia y que deseaba compensarlo. El prior le contestó que tal vez se lo concedería. Eso lo entendí muy bien. Me parece que lo que quiere el prior es ponerle dificultades a Juan —dijo Annest en tono resentido—, de lo contrario, creo que hubiera enviado a otro. El monje joven…, ¿cómo se llama?

—Columbano —contestó Cadfael.

—¡Eso es, Columbano! Se pavonea por ahí como si fuera el propietario de Santa Winifreda. Yo no quiero que se la lleven, pero, quien primero pensó en ella fue el prior. Ahora, en cambio, parece que la aureola se ha desplazado hacia la cabeza del otro.

Sin saberlo, la moza le había dado a Cadfael una luz que a cada palabra que pronunciaba ardía con más intensidad.

—¿O sea que él será quien haga la vigilia esta noche ante el altar?… Y la hará solo, ¿verdad?

—Eso he oído —Cai estaba atravesando el prado con las jacas al trote. Annest se levantó y se subió la falda, anudando fuertemente el cinto sobre el ancho pliegue que le cubría las caderas—. Fray Cadfael, ¿no os parece mal que ame a Juan? ¿O que él me ame a mí? Los demás no me importan, pero sentiría que vos pensarais que hacemos algo malo.

Cai no se había tomado la molestia de ensillar su jaca, pero sí la de Annest. Con toda naturalidad, fray Cadfael colocó el hueco de su mano para que ella apoyara el pie y pudiera acomodarse sobre la ancha grupa. El fresco aroma de sus prendas de hilo y la suavidad de su tobillo contra sus muñecas mientras la ayudaba a montar fue uno de los mejores momentos de aquel día interminablemente largo y caótico.

—Mientras yo viva, muchacha —contestó Cadfael—, dudo que conozca a dos criaturas con menos malicia que vosotros. Él cometió una equivocación y tiene que haber algún medio de rectificarla. No creo que esta vez cometa una nueva equivocación.

Cadfael la miró mientras se alejaba colina arriba, acompañada por Cai. Llevaban una buena ventaja. Columbano aún tardaría diez minutos o más en ir a recoger los caballos, y después tendría que regresar con ellos a la rectoría. Convendría ir a la casa del padre Huw para ver a Roberto e interpretar su estado de ánimo. Debería darse prisa porque ahora tenía muchas cosas que contarle a Sioned amén de preparar con sumo cuidado los lances de aquella noche. Regresó a la granja en cuanto Annest y Cai se perdieron de vista y fue entonces cuando vio a Sioned, salir de las sombras.

—Esperaba encontrarme a Annest aquí antes que a vos. Fue a la casa del padre Huw a ver qué ocurría. Me pareció conveniente no dejarme ver demasiado. Si la gente piensa que estoy en casa, tanto mejor. ¿Habéis visto a Annest?

—La he visto y nos ha comunicado la noticia —contestó Cadfael contándole lo que sucedía y a dónde había ido Annest.

—No temas por Juan. Estarán tan lejos que ningún perseguidor podrá alcanzarles. Tenemos otros asuntos por resolver y no hay tiempo que perder. Deberé acompañar al prior y es bueno que esté allí para ver lo que se cuece. Si hacemos bien las cosas, tal como espero que Cai y Annest las hagan, antes de que amanezca tal vez sepamos lo que queremos saber.

—Habéis averiguado algo —dijo la joven sin vacilar—. Os veo cambiado. ¡Estáis muy seguro!

Cadfael le describió brevemente lo ocurrido en casa de Cadwallon, los hechos que allí descubrió sin saber cómo utilizarlos y la inocencia con que Annest le había mostrado el camino. Después le dijo lo que quería que hiciera.

—Sé que dominas el inglés, y esta noche deberás utilizarlo. Esta trampa puede ser mucho más peligrosa que las que tendimos antes, pero yo estaré cerca. Puedes avisar también a Engelardo, si quieres, siempre y cuando prometa esconderse. Pero te ruego, hija mía, que si tienes alguna duda o temor o prefieres dejarlo y que yo intente otra cosa, me lo digas ahora, y así se hará.

—No —contestó Sioned—, no tengo ninguna duda o temor. Puedo hacer cualquier cosa, me atrevo a hacer lo que sea.

—Pues, entonces, siéntate aquí conmigo y apréndete bien tu papel porque no tenemos mucho tiempo. Mientras lo preparamos, ¿puedo pedirte un pedazo de pan y un poco de queso? Me he perdido la cena.

Hacia las siete y media de la tarde, el prior Roberto y fray Ricardo entraron en el patio de la casa de Rhisiart con el alguacil del príncipe, sus dos criados y fray Cadfael. Bajo la suave luz del crepúsculo y en medio de la pausada ceremonia de la ley, parecía que Griffith de Rhys hubiera acudido allí más en nombre de san Benito que de Owain de Gwynedd. En realidad, el alguacil estaba bastante molesto con aquel desdichado encuentro que le había obligado a acceder a la petición de Roberto. Le dijeron que se trataba de un delito contra la ley galesa, por lo que él estaba llamado a investigarlo. Sin embargo, dadas las circunstancias, él hubiera preferido enviar a toda la delegación benedictina a Shrewsbury y dejar que ellos resolvieran allí sus diferencias sin molestar a un hombre ocupado que tenía cosas mucho más importantes en qué pensar. Si el siervo de Cadwallon, el de las piernas largas que había sido derribado por fray Juan, no hubiera declarado en favor de la acusación, le hubiera sido más fácil desechar el asunto.

Al llegar a la puerta, les pareció extraño que no hubiera nadie vigilando. Cuando entraron, vieron a una serie de criados corriendo de acá para allá como si hubiera ocurrido algo imprevisto y varias personas estuvieran dando órdenes contradictorias a la vez. Tampoco se acercó ningún mozo para hacerse cargo de los caballos. El prior Roberto se ofendió, pero Griffith de Rhys se mostró interesado. Quien primero les vio fue una joven vestida de verde, con unos mechones de sedoso cabello castaño claro derramándose sobre sus hombros.

—Oh, señores, ¡disculpadnos esta negligencia, estamos muy trastornados! El portero ha salido a pedir ayuda y todos los criados están buscando… Me avergüenza que todos estos trastornos arrojen una sombra sobre nuestra hospitalidad. Mi señora está descansando y no se la puede molestar, pero yo estoy a vuestro servicio. Desmontad, os lo ruego. ¿Queréis que os mande preparar unos aposentos?

—No tenemos intención de quedarnos —contestó Griffith de Rhys, recelando de la muchacha—. Hemos venido a libraros de cierto joven malhechor que teníais en custodia aquí. Pero parece que os ha ocurrido alguna calamidad y no quisiéramos aumentar vuestras preocupaciones ni causar molestia alguna a vuestra señora, después de la jornada tan triste que ha vivido.

—Señora —dijo ceremoniosamente el prior Roberto—, estáis hablando con el alguacil de Rhos que representa al príncipe. Yo soy el prior de la abadía de Shrewsbury. Tenéis a un fraile de esta abadía confinado aquí y el alguacil real ha venido para libraros de su custodia.

Cadfael tradujo solemnemente las palabras para que Annest las entendiera, con semblante tan inocente como el de la moza.

—¡Oh, señor! —exclamó la joven, inclinándose en profunda reverencia ante Griffith y algo menos ante el prior, para separar así lo propio de lo ajeno—. Es cierto que teníamos en custodia a ese fraile…

—¿Teníais? —preguntó Roberto, advirtiendo inmediatamente el cambio de tiempo en el verbo.

—¿Teníais? —repitió Griffith como un eco.

—¡Se ha escapado, señor! Ya veis los trastornos que nos ha causado. Esta noche, cuando su guardián le llevó la cena, el fraile le golpeó con una tabla arrancada del pesebre del establo donde estaba encerrado y huyó. Tardamos un poco en darnos cuenta. Debió de trepar por el muro, ya veis que no es muy alto. Tenemos a varios hombres buscándole por el bosque y por los alrededores. ¡Pero me temo que ya está muy lejos!

Cai entró en el momento oportuno, saliendo de los graneros con paso tembloroso y la cabeza envuelta en un lienzo blanco ligeramente manchado de sangre.

—¡El malvado a punto estuvo de romperle la cabeza a este pobre hombre! Tardó un poco en recuperar el conocimiento y aporrear la puerta para que le oyeran. Cualquiera sabe dónde estará ahora. Toda la casa ha salido en su busca.

El alguacil interrogó a Cai tal como era su deber, pero lo hizo muy brevemente. Después interrogó a los demás criados, los cuales corrían de un lado para otro con afán de ser útiles, pero sólo conseguían aumentar la confusión. El prior Roberto, ardiendo de vengativo celo, hubiera querido hacerles más preguntas, pero se lo impidió la presencia del alguacil y la necesidad de llegar a tiempo para el rezo de completas. En cualquier caso, estaba claro que fray Juan había saltado el muro y se había escapado. Gustosamente les mostraron el lugar de su encierro, el pesebre de donde había arrancado la tabla y la propia tabla, artísticamente salpicada con la sangre de Cai, que bien hubiera podido ser un poco de pigmento prestado por el carnicero.

—Parece que vuestro joven nos ha dado esquinazo —dijo Griffith con admirable serenidad para ser un representante de la ley que acababa de perder a un malhechor—. Aquí no hay nada más que hacer. No se les puede culpar de nada porque difícilmente hubieran podido esperar semejante violencia en un fraile benedictino.

Con sumo placer, Cadfael tradujo el irónico comentario. A Griffith no le pasó inadvertido el destello que se encendió en los ojos de la joven vestida de verde al oír sus palabras. Locura hubiera sido intentar desafiarlo. Los claros ojos castaños se hubieran abierto como para ahogar a un hombre en su inocencia.

—Será mejor que les dejemos en paz para que arreglen sus pesebres rotos y sus cabezas rotas —dijo Griffith—, y que busquemos a nuestro fugitivo en otro lugar.

—El desventurado ha añadido nuevos delitos a los anteriores —dijo Roberto enfurecido—. Pero no permitiré que su villanía desbarate mi misión. Mañana debo ponerme en camino para regresar a casa, y os dejo su captura a vos.

—Tened la certeza de que será castigado debidamente —dijo Griffith secamente—, cuando le encuentren.

Si acentuó más de lo debido la palabra «cuando», nadie pareció darse cuenta más que Annest y Cadfael. A Annest le estaba empezando a gustar aquel razonable funcionario real que no quería complicarse la vida ni complicársela a otras personas tan inofensivas como él.

—¿Y lo devolveréis a nuestra casa cuando haya expiado los delitos cometidos bajo la ley galesa?

—Cuando haya cumplido su condena —contestó Griffith, esta vez acentuando claramente el «cuando»—, lo recuperaréis sin falta.

El prior tuvo que conformarse con aquella promesa, aunque su espíritu normando no soportaba verse privado de la víctima que en justicia le correspondía.

En el camino de vuelta, no se aplacó precisamente al oír los comentarios de Griffith sobre el gran número de forajidos que no tenían ninguna dificultad en vivir en aquellos bosques e incluso trababan amistad con los lugareños y, al final, eran aceptados por las familias e incluso recuperaban la respetabilidad. Su severa mentalidad no admitía que la insubordinación pudiera suavizarse con el tiempo e incluso ser tolerada y perdonada. No albergaba pensamientos muy cristianos cuando entró en la iglesia del padre Huw justo a tiempo para iniciar el rezo de completas.

Todos estaban allí, excepto fray Juan. Los seis monjes restantes de Shrewsbury y un buen número de habitantes de Gwytherin presenciaban el último éxtasis de fray Columbano, dedicado esta vez por entero a Santa Winifreda, su patrona personal que le había sanado de la locura, favorecido con su presencia en un sueño y manifestado su voluntad con respecto al entierro de Rhisiart.

Al término de completas, antes de dirigirse a la vigilia que él mismo había suplicado hacer, Columbano se volvió hacia el altar, levantó los brazos en un amplio gesto y pidió con voz clara y sonora que la virgen y mártir se dignara visitarle una vez más en el silencio de la noche y le revelara la inefable dicha de la que con tanta renuencia había regresado a este mundo imperfecto. Y que esta vez, si le considerara digno de abandonar el cuerpo mortal, le llevara a vivir al mundo de la luz. Humildemente se sometía a la voluntad divina de sufrir aquí abajo y cumplir su deber según las obligaciones de su estado, pero pedía, con un ardiente deseo que se elevaba hasta las vigas del techo, ser liberado de la carne y atravesar las puertas de la muerte sin morir, si el cielo le otorgara la gracia de la asunción.

Todos los presentes le oyeron y temblaron ante semejante muestra de virtud. Todos, menos fray Cadfael, que ya estaba curado de espantos y conocía la arrogancia de aquel hombre, y cuya mente, en cualquier caso, estaba inquieta y ocupada en otras cuestiones.