ue el tañido de la pequeña campana de bronce llamando a misa la que al final despertó a fray Columbano de su sueño encantado. No hubiera podido decirse que lo despertó sino más bien que le indujo a abrir los ojos, estremecerse de la cabeza a los pies, doblar los brazos rígidos y juntar de nuevo las manos ágiles sobre su pecho. Por lo demás, su rostro no cambió y él no pareció percatarse de la presencia de los congregados alrededor de la cama donde él descansaba. Miraba como si no les viera. Fray Columbano sólo respondía al tañido de la campana, en su primera llamada a la adoración. Al final, el joven se movió y se incorporó con expresión radiante, aunque ensimismada y retraída.
—Se está preparando para ocupar su lugar habitual entre nosotros —dijo el prior con reverente emoción—. Vámonos y no hagamos todavía ningún intento de despertarle. Cuando haya dado gracias, volverá a nosotros y nos revelará su experiencia.
Roberto encabezó la marcha hacia la iglesia y, tal como ya suponía, Columbano ocupó su lugar habitual como el fraile más joven de la comunidad, tras haber caído Juan en desgracia. Modestamente siguió a sus hermanos y modestamente tomó parte en los servicios religiosos como si todavía soñara.
La iglesia estaba llena a rebosar y había mucha gente congregada junto a la puerta. Ya se había corrido la voz de que algo extraño y portentoso había sucedido en la capilla de Santa Winifreda, por lo que era muy posible que, después de la misa, algo se revelara.
El estado de fray Columbano no experimentó ningún cambio hasta el final. Cuando el prior, despacio y entre la expectación general, como alguien que girara una llave en la certeza de que podría entrar, dio el primer paso hacia la puerta, Columbano pegó repentinamente un brinco, emitió un pequeño grito y miró con asombro los conocidos rostros que lo rodeaban. Después su rostro cobró vida y se iluminó con una sonrisa. Extendió una mano como para impedir la partida del prior y dijo con voz chillona:
—Oh, padre, ¡he sido favorecido con una dicha inefable! ¿Cómo vine aquí, si yo estaba en otro lugar y fui arrebatado de la oscuridad de la noche hasta una gloriosa luz? ¡Éste es sin duda el mundo que dejé! Un mundo ciertamente muy hermoso, pero he estado en otro mejor, más allá de mis desiertos. ¡Oh, si os lo pudiera contar!
Todos los ojos estaban clavados en él y todos los oídos trataban de escuchar su más mínima palabra. Nadie abandonó la iglesia y quienes estaban fuera intentaron entrar.
—Hijo mío —dijo el prior Roberto con inusitada y respetuosa dulzura—, estáis aquí entre vuestros hermanos adorando a Dios, y no hay nada que temer ni nada que lamentar. La visita celestial que recibisteis sin duda pretendió ofreceros inspiración y fuerza para que pasarais sin miedo por este mundo imperfecto en la esperanza de un perfecto mundo venidero. Estabais haciendo la vigilia con fray Cadfael en la capilla de Santa Winifreda…, ¿lo recordáis? Durante la noche, ocurrió algo que arrebató vuestro espíritu lejos de nosotros, fuera del cuerpo al que dejó intacto y descansando como el de un niño dormido. Os trajimos aquí todavía ausente de nosotros en espíritu, pero ahora ya volvéis a estar a nuestro lado como siempre. Habéis tenido un gran privilegio.
—Oh, sí, muy grande, más de lo que podáis imaginar —exclamó Columbano, brillando como una pálida linterna—. Soy el mensajero de esta bondad, soy el instrumento de la reconciliación y la paz. Oh, padre…, padre Huw…, hermanos…, dejadme que lo cuente aquí, en presencia de todos porque lo que os revelaré concierne a todos.
Nada, pensó Cadfael, hubiera podido detenerle. Su celestial mensaje superaba con creces cualquier objeción que pudiera hacerle un simple prior o sacerdote. Roberto estaba mostrándose insólitamente condescendiente en la aceptación de aquella trasferencia de autoridad.
O bien ya sabía que la voz celestial estaba a punto de decir algo enteramente favorable a sus planes y a su mayor honra y gloria, o bien estaba sinceramente impresionado y tenía el corazón y los oídos tan dispuestos a escuchar como cualquiera de los demás.
—Hablad sin temor, hermano —dijo—, hacednos partícipes de vuestro gozo.
—Padre, a eso de la medianoche, cuando estaba arrodillado ante el altar, oí una dulce voz que me llamaba por mi nombre. Entonces me levanté y me adelanté para responder a la llamada. Lo que sucedió con mi cuerpo no lo sé; vos decís que cuando llegasteis estaba tendido en el suelo como si durmiera. Al acercarme al altar, me pareció que todo quedaba súbitamente iluminado por una suave luz dorada y, flotando en aquella luz, surgía una hermosa doncella que se movía en medio de una prodigiosa lluvia de pétalos blancos y cuya túnica y largos cabellos despedían el más suave de los perfumes. Y este benigno ser habló y me dijo que su nombre era Winifreda, y que había venido para bendecir nuestra empresa y para perdonar a quienes, por una equivocada lealtad y reverencia, se habían opuesto a ella hasta ahora. Después, ¡oh, prodigiosa bondad!, apoyó la mano sobre el pecho de Rhisiart, tal como su hija nos había pedido que hiciéramos en prenda de nuestro perdón personal, pero ella lo hizo en divina absolución y con tal perfección y gracia que mis palabras no alcanzan a describirlo.
—Oh, hijo mío —dijo el prior Roberto extasiado mientras los trémulos murmullos de la gente atravesaban la iglesia como los escarceos del agua de un estanque—, acabáis de contarnos un prodigio mucho más sublime de lo que jamás nos hubiéramos atrevido a esperar. ¡Hasta los perdidos se han salvado!
—¡Así es! ¡Y todavía hay más, padre! Mientras apoyaba la mano en él, la doncella me rogó que hablara a todos los hombres de este lugar, tanto nativos como forasteros, y les hiciera saber su misericordiosa voluntad. Es la siguiente:
»“Allí donde mis huesos sean sacados de la tierra —dijo—, quedará un sepulcro abierto. Lo que yo dejo, puedo otorgarlo. Deseo que en esta tumba sea enterrado Rhisiart para que su descanso esté asegurado y así se manifieste mi poder”, dijo Winifreda.
—¿Qué podía hacer yo —dijo Sioned— sino darle las gracias por sus buenos oficios tras haberme traído la divina certeza de la salvación de mi padre? Y, sin embargo, me molesta. Hubiera querido levantarme para decirle que jamás dudé ni por un instante de la eterna dicha de mi padre porque era un hombre bueno que nunca hizo daño a nadie. Confieso que es muy amable de parte de Santa Winifreda cederle el alojamiento que ella va a dejar y perdonarle con tanta generosidad, pero… ¿perdón por qué? ¿Absolución por qué? Hubiera podido alabarle de paso, y decir claramente que estaba justificado, no perdonado.
—Ha sido un mensaje muy diplomático —reconoció Cadfael en tono admirativo—, calculado para concedernos lo que vinimos a buscar, calmar a los habitantes de Gwytherin, imponer la paz…
—Y aplacarme para que deje de perseguir al asesino de mi padre —dijo Sioned—, enterrando la acción junto con la víctima. Sólo que yo no descansaré hasta que lo descubra.
—… y derramar una gloria indirecta sobre el prior Roberto, iba a decir yo —agregó Cadfael—. ¡Ojalá supiera qué mente ha forjado esa idea!
Ambos se habían reunido unos minutos en la herrería de Bened, donde Cadfael había acudido a pedir prestados un azadón y una pala para llevar a cabo la piadosa tarea que tenían que cumplir. Algunos hombres de Gwytherin se ofrecieron incluso a cavar en la tierra sagrada porque, aunque se mostraban reacios a perder a la santa, si su voluntad era dejarles, no querían contrariarla. Estaban ocurriendo grandes prodigios y ellos preferían contar con su favor y bendición en lugar de correr el riesgo de tropezarse con sus flechas.
—Me parece que últimamente la gloria está recayendo más bien en fray Columbano —comentó Sioned con astucia—. Y el prior lo ha aceptado con humildad sin intentar en ningún momento arrebatársela. Eso me lleva a pensar que es sincero.
La joven acababa de decir algo que indujo a Cadfael a mirarla con atención mientras se rascaba la nariz con gesto dubitativo.
—Tal vez tengas razón. Esta historia no tendrá más remedio que acompañarnos hasta Shrewsbury y extenderse a todas las abadías hermanas cuando regresemos triunfalmente a casa. Sí, Columbano se hará famoso en la orden por su santidad y por el favor divino de que goza.
—Dicen que un hombre ambicioso puede medrar mucho en el claustro —añadió Sioned—. A lo mejor, está echando los cimientos para convertirse en prior cuando a Roberto lo nombren abad. ¡O para convertirse en abad cuando Roberto crea que él está a punto de serlo! Porque no es su nombre el que correrá por los condados sino el del vidente de que se valen los santos para dar a conocer su voluntad.
—Eso puede que todavía no se le haya ocurrido a Roberto —convino Cadfael—, pero ya se le ocurrirá cuando supere la emoción inicial. Se ha comprometido a escribir la vida de la santa y a completarla con el relato de esta peregrinación. Es muy posible que Columbano acabe convertido en el fraile anónimo que casualmente recibió el mensaje que la santa quería comunicar al prior. Los cronistas pueden borrar los nombres con la misma facilidad con que los videntes pueden darlos a conocer. Pero te aseguro que este mozo procede de una honrada familia normanda que ni siquiera viste a sus hijos menores con el hábito benedictino para que se pasen la vida entregados a tareas tan humildes como cuidar un huerto.
—No hemos adelantado nada —dijo Sioned con amargura.
—No. Pero aún no hemos terminado.
—Tal como yo lo veo, se tiene el propósito de cerrar el episodio amistosamente, como si todo estuviera resuelto. ¡Pero todo no está resuelto! En algún lugar de esta tierra, hay un hombre que apuñaló a mi padre por la espalda, y ahora nos piden que corramos un velo sobre ello y nos olvidemos de todo gracias a un tratado de paz. Pero yo quiero que se encuentre a ese hombre, que Engelardo sea redimido y mi padre vengado, y no descansaré ni permitiré que nadie descanse hasta que consiga mi propósito. Y ahora, decidme lo que debo hacer.
—Lo que ya te he dicho —contestó Cadfael—. Que todos los sirvientes de tu casa y tus amigos se reúnan en la capilla para presenciar la apertura de la tumba, y procura que asista Peredur.
—Ya he enviado a Annest a pedirle que venga —dijo Sioned—. ¿Y después? ¿Qué haré o qué le diré a Peredur?
—Este crucifijo de plata que llevas al cuello, ¿estás dispuesta a desprenderte de él si con ello consigues adelantar un paso hacia aquello que deseas saber? —preguntó Cadfael.
—De esto y de todos los objetos de valor que poseo. Vos lo sabéis.
—En tal caso —dijo Cadfael—, deberás hacer lo siguiente…
Entre plegarias y salmos, llevaron las herramientas hasta el abandonado camposanto de la capilla, arrancaron la maleza y la hierba que cubría el pequeño montículo de la sepultura de Winifreda y empezaron a cavar reverentemente en la tierra. Trabajaban por turnos, todos querían participar del mérito. Casi todo Gwytherin se congregó en el lugar a lo largo del día, dejando las faenas del campo para presenciar el final de la contienda. Sioned había dicho la verdad. Ella y todos los criados de su casa se encontraban allí junto con los demás, dispuestos a dar sepultura al cuerpo de Rhisiart cuando llegara el momento. Pero, de hecho, el entierro se había convertido en una cuestión secundaria, un simple incidente en la historia de Santa Winifreda, y por si fuera poco, un incidente cerrado.
Cadwallon estaba allí junto con tío Meurice, Bened y todos los vecinos. Al lado de su padre, silencioso y meditabundo, se encontraba Peredur aunque, por la cara que ponía, se adivinaba que hubiera deseado estar a cien leguas de distancia. Sus pobladas cejas oscuras estaban fruncidas como si le doliera la cabeza y, cada vez que levantaba sus ojos castaños, nunca miraba a Sioned. Había acudido a regañadientes, accediendo al expreso deseo de la joven, pero no quería o no podía mirarla. Sus audaces labios rojos estaban pálidos debido a la fuerza con que los apretaba contra los dientes. Mientras se abría el oscuro hoyo en la hierba, Peredur suspiró hondo como tratando de reprimir su dolor. Qué lejos estaba del muchacho consentido de paso ligero y atrevida sonrisa que tan seguro estaba de que el mundo era suyo. Sus demonios le estaban atacando desde dentro.
La tierra estaba húmeda y ligera y removerla no suponía un gran esfuerzo pero la tumba era muy honda. Poco a poco, los hombres se hundieron hasta el cuello en el hoyo, y, a media tarde, fray Cadfael, el más bajo del grupo, casi desapareció de la vista cuando le tocó el último turno. Nadie se atrevía a dudar abiertamente de que estaban en el lugar que buscaban, pero alguien debió de preguntárselo en su fuero interno. Cadfael, sin ninguna buena razón en la que basarse, no tenía la menor duda al respecto. La doncella estaba allí. Vivió muchos años como abadesa tras su breve martirio y su milagrosa resurrección, pero él la imaginaba como una devota y dulce doncella enamorada de la virginidad y la santidad, que huyó de los acosos del príncipe Cradoc como del mismo diablo. Por una curiosa división del corazón, Cadfael se compadecía no sólo de ella sino también del desesperado amante, cuya carne se disolvió y cuyo espíritu debió destruirse. ¿Alguien rezaba alguna vez por él? Él lo necesitaba mucho más que Winifreda. Al final, puede que sólo Winifreda rezara por él. La doncella era galesa y por ello capaz de cualquier desprendimiento y sutil distinción. Bien pudiera haber dicho una palabrita en su favor, pidiendo que su persona derretida se ensamblara y solidificara de nuevo en la figura de un hombre. Un hombre purificado, por supuesto, pero con la misma forma de antes. Hasta una santa podía complacerse retrospectivamente en el hecho de haber sido deseada en otros tiempos.
La pala rascó algo en la tierra oscura y fría, algo que no era arcilla ni piedra. Cadfael analizó inmediatamente el golpe, tratando de adivinar la edad, la fragilidad y la textura reseca. Dejó la pala y se agachó para recoger la fría, perfumada y fina tierra que ocultaba el obstáculo. La tierra húmeda se le escapó entre los dedos, dejando una cosa fina, pálida y delicada, del mismo color gris paloma del cielo antes de despuntar la aurora, pero moteada con unos puntitos negros. Era el hueso de un brazo de tamaño poco mayor del de un niño. Cadfael eliminó la tierra que lo cubría. Debajo se veían otras manchas del mismo suave color y más o menos agrupadas. El monje no quiso tocar ninguna de ellas. Tomó la pala y la arrojó lejos del hoyo.
—Está aquí. La hemos encontrado. Con cuidado, dejádmela a mí.
Todos los ojos se clavaron en él. El prior Roberto fue presa de una fuerte excitación y poco faltó para que se abalanzara a tomar el trofeo en sus manos. Le disuadió de hacerlo la pegajosa oscuridad de la tierra y la blancura de sus manos. Junto al borde del hoyo, fray Columbano resplandecía de gozo, con el radiante rostro no dirigido hacia las profundidades en las que descansaba aquella frágil doncella sino más bien hacia el cielo desde donde su difusa esencia espiritual se había dignado manifestarse. Su presencia emanaba un aire de posesión que empequeñecía tanto al prior como al viceprior, e iluminaba con su brillo a cuantos le miraban desde lejos. Fray Columbano pretendía ser, era y sabía que lo era, un personaje memorable en aquella hora memorable.
Fray Cadfael se arrodilló. El hecho de que fuera el único en arrodillarse en aquel momento bien pudo ser un presagio significativo. Calculó que debía de estar a los pies del esqueleto. La doncella llevaba siglos enterrada allí, pero la tierra la había tratado con delicadeza y quizás la encontrara entera o casi entera. No hubiera querido molestarla para nada, pero ahora deseaba molestarla lo menos posible; por eso utilizó el hueco de las palmas de las manos y tanteó y acarició la tierra con las yemas de los dedos para poner al descubierto la esbeltez de su figura sin causarle el menor daño. Debía de tener una estatura superior a la media, pero era tan cimbreña como suelen ser las jóvenes de diecisiete años. Fray Cadfael apartó cuidadosamente la tierra que la rodeaba. Descubrió el cráneo y limpió de tierra las cuencas de los ojos mientras contemplaba extasiado la belleza de los pómulos y la generosidad de la cabeza. Su hermosura se advertía incluso muerta. Cadfael se inclinó hacia ella como si fuera un escudo protector, y se compadeció de su suerte.
—Dadme un lienzo de lino —dijo— y unas tiras de tela para levantarla con cuidado. No saldrá de aquí hueso a hueso sino entera como entró.
Le dieron un lienzo y lo extendió al lado del esqueleto; después, con infinito cuidado, retiró la tierra que había quedado adherida y empujó poco a poco el esqueleto hacia el lienzo, depositando el hueso del brazo en su lugar correspondiente. Finalmente, pasaron unas tiras de tela por debajo del esqueleto y lo izaron a la luz del día, dejándolo con sumo cuidado sobre la hierba, al lado del sepulcro.
—Tenemos que retirar los restos de tierra de los huesos —dijo el prior Roberto, contemplando con reverencia el trofeo por el que tantas molestias se había tomado—, y envolverla otra vez.
—Están secos y son muy frágiles y quebradizos —advirtió Cadfael con impaciencia—. Si la despojáis de esta tierra galesa, es muy probable que ella misma se os convierta en tierra galesa. Y, si la dejáis mucho rato al aire y al sol, podría convertirse en polvo. Yo que vos, padre prior, la envolvería tal como está, la depositaría en el relicario y lo sellaría cuanto antes para evitar el contacto con el aire.
Al prior le pareció bien, aunque no le gustó que le dijeran tan bruscamente lo que tenía que hacer. Con apresuradas pero exultantes plegarias, acercaron el resplandeciente ataúd, evitando mover el esqueleto más de lo necesario. Envolvieron varias veces los pequeños huesos con el lienzo y los colocaron en el ataúd. Los monjes encargados de fabricarlo habían comprendido la necesidad de que el sellado fuera perfecto para mejor preservar el tesoro: cuidaron de que la tapa encajara muy bien y revistieron de plomo el interior. Antes de que Santa Winifreda fuera devuelta a la capilla para la misa de acción de gracias, la tapa se cerró y, al finalizar la ceremonia, se añadieron los sellos del prior para reforzar el cierre. Ya la tenían prisionera y dispuesta para llevarla a una tierra extranjera que deseaba su patronazgo. Los galeses que se apretujaban en la capilla o se habían agrupado junto a la entrada, lo contemplaron todo en un profundo silencio y, aunque sus ojos no expresaban resentimiento, sus adustos semblantes revelaban una oposición que no se atrevían a expresar con palabras.
—Ahora que hemos cumplido este sagrado deber —dijo el padre Huw, aliviado y entristecido a la vez—, ha llegado el momento de que cumplamos un deber que la propia santa nos ha encomendado. Enterrar a Rhisiart con honor y plena absolución en la tumba que ella le ha legado. Quiero recordaros a todos el gran privilegio y la inmensa bendición que eso representa.
Fue lo máximo que pudo decir sobre Rhisiart, y en eso, por lo menos contó con la simpatía de todos los galeses presentes.
El entierro fue muy breve y, a su término, seis de los más fieles y antiguos servidores de Rhisiart tomaron las parihuelas de ramas, un poco marchitas pero todavía verdes, y las acercaron a la tumba. Las mismas tiras de tela que sirvieron para izar a Santa Winifreda aguardaban ahora para colocar a Rhisiart en el mismo lecho.
De pie al lado de su tío, Sioned contempló el círculo de amigos y vecinos que la rodeaba y se quitó la cruz de plata que llevaba al cuello. Puesto que Cadwallon y Peredur se encontraban a su derecha, lo más natural fue que se volviera a mirarlos. Peredur había pasado todo el rato mirándola sólo cuando ella no le veía. Cuando Sioned se volvió de pronto, el joven no pudo evitar sus ojos.
—Quiero hacerle un último regalo a mi padre y me gustaría que tú, Peredur, se lo entregaras. Has sido como un hijo para él. ¿Quieres depositar esta cruz sobre su pecho, allí donde la flecha del asesino lo atravesó? Quiero que sea enterrada con él. Será mi despedida, y deseo que también sea la tuya.
Peredur la miró anonadado. Luego sus ojos se posaron en el pequeño objeto que ella le ofrecía en presencia de todo el mundo. Sioned había hablado con claridad para que todos la oyeran. Las miradas de los presentes se clavaron en él y observaron, sin comprender la razón, su mirada de horror y la palidez que poco a poco se apropió de sus ojos. No podía negarle lo que ella le pedía y no podía hacerlo sin tocar al cadáver justo en el lugar donde la muerte le había alcanzado.
Su mano se extendió a regañadientes y tomó la cruz. No hubiera soportado que ella hiciera aquel gesto en vano. No miraba la cruz, sino solamente a Sioned, cuya serena calma se había transformado en incrédula consternación. Ahora la joven ya creía saberlo todo y aquella certeza le producía un dolor inimaginable. De la misma forma que él no podía escapar de la trampa que Sioned le había tendido, ella tampoco podía liberarle. Todo estaba decidido, y ahora Peredur tenía que buscar un modo de escapar. Todos se preguntaban por qué vacilaba y lo comentaban en preocupados murmullos.
El joven hizo un supremo esfuerzo y recuperó el aplomo, pero sólo por un instante. Se adelantó hacia las parihuelas y el sepulcro, pero dio media vuelta como un caballo asustado y volvió a detenerse, lo cual fue todavía peor porque ahora se encontraba en medio del círculo de espectadores y no podía retroceder ni avanzar; Cadfael vio unas perlas de sudor en su frente y en sus labios.
—Vamos, hijo —le dijo cariñosamente el padre Huw sin sospechar nada—, no tengas al difunto esperando y no sufras demasiado por él. Eso sería pecado. Ya sé, tal como ha dicho Sioned, que era como un padre para ti, y tú sufres su pérdida. Todos nosotros la sufrimos.
Al oír las palabras «Sioned» y «padre», Peredur se estremeció y trató de adelantarse, pero no pudo. Los pies no querían acercarse a la figura amortajada que yacía junto a la tumba. La luz del sol que lo envolvía y el peso de todas las miradas le hicieron caer de rodillas, con la cruz todavía en una mano mientras con la otra se cubría el rostro.
—¡No puede! —gritó con voz enronquecida, sin apartar la mano de su rostro—. ¡No puede acusarme! ¡No soy culpable de asesinato! ¡Lo que hice, lo hice cuando Rhisiart ya estaba muerto!
Un suspiro de asombro recorrió el claro y cruzó sobre la tumba hasta trocarse en un profundo silencio. El padre Huw tardó un minuto largo en romperlo. Aquella oveja era suya, no del prior Roberto, y el joven que siempre estuvo en gracia de Dios se estaba acusando ahora de un horrible pecado todavía no explicado, pero que tenía que ver con una muerte violenta.
—Hijo, Peredur —dijo el padre Huw con firmeza—, nadie más que tú mismo te acusa de haber cometido una maldad. Estamos esperando que hagas lo que Sioned te ha pedido. Considéralo un gran privilegio y accede a sus deseos. De lo contrario, dinos claramente por qué no quieres hacerlo.
Al oír aquellas palabras, Peredur dejó de temblar. Todavía de rodillas, trató de recuperar la compostura como si fuera un reloj averiado. Después apartó la mano del rostro, que todavía estaba muy pálido aunque un poco más sereno, como si ya no quisiera luchar contra la verdad. Siendo un joven muy valeroso, decidió levantarse y enfrentarse con todos los presentes.
—Padre, quiero confesarme por obligación y no de buen grado. Lo que tengo que decir me avergüenza. No soy un asesino. Yo no maté a Rhisiart. Le encontré muerto.
—¿A qué hora? —preguntó fray Cadfael sin tener ningún derecho a hacerlo, aunque nadie protestó por la interrupción.
—Salí cuando cesó la lluvia. Recordaréis que llovió —todos lo recordaban, y con razón—. Debía de ser poco después del mediodía. Me dirigía a nuestros pastizales de Bryn y lo encontré tendido boca abajo en donde más tarde todos le vieron. Entonces ya estaba muerto, ¡lo juro! Y yo me apené, pero también fui tentado porque ya nada podía hacer por Rhisiart en este mundo; vi un medio de… —Peredur tragó saliva y dijo, plenamente dispuesto a enfrentarse con su destino—: Vi un medio de librarme de un rival. El rival preferido. Rhisiart le había negado su hija a Engelardo, pero Sioned no lo había rechazado. Yo sabía muy bien que no había ninguna esperanza para mí, por mucho que su padre se empeñara, mientras Engelardo se interpusiera entre nosotros. La gente creería fácilmente que Engelardo había matado a Rhisiart si… si hubiera alguna prueba…
—Pero tú no lo creíste —dijo Cadfael en voz tan baja que casi nadie se percató de sus palabras, aceptadas y contestadas sin vacilar.
—¡No! —dijo Peredur casi ofendido—. ¡Le conozco y sé que nunca hubiera sido capaz!
—Y, sin embargo, no te importó que le prendieran, le acusaran y le condenaran a muerte con tal de que no se interpusiera en tu camino.
—¡No! —repitió Peredur, enfurecido pero consciente de que se merecía el reproche—. ¡No, eso no! Pensé que huiría, regresaría a Inglaterra y nos dejaría en paz a mí y a Sioned. Jamás le deseé este mal. Pensé que, una vez se hubiera marchado, Sioned accedería a los deseos de su padre y se casaría conmigo. ¡Podía esperar! Hubiera podido esperar muchos años.
Aunque él no lo dijo, allí había por lo menos dos personas que lo sabían y recordaban en su descargo que él había abierto el camino para que Engelardo huyera del cerco que le rodeaba, permitiéndole deliberadamente pasar, del mismo modo que fray Juan, con la conciencia totalmente tranquila, frustró la persecución.
—Pero llegaste al extremo de robarle a ese desdichado joven una de sus flechas para que todas las sospechas se dirigieran a él.
—No la robé, aunque eso no disminuye mi culpa por haberla utilizado. No hacía ni una semana que había salido a cazar con Engelardo, con el permiso de Rhisiart. Cuando recogimos nuestras flechas, me quedé con una de Engelardo por error y, en aquel momento, la llevaba conmigo —Peredur se mantenía muy firme, con la cabeza erguida y las manos resignadamente en los costados, sosteniendo todavía en la derecha la cruz de Sioned. Su rostro estaba pálido pero sereno. Se había quitado un peso de encima, y, después de soportarlo durante tantos días, la confesión y la penitencia eran como un bálsamo para él—. Dejadme que os cuente todo lo que desde entonces me ha convertido en un monstruo a mis propios ojos. A Rhisiart lo apuñalaron por la espalda y después retiraron el puñal. Yo le volví boca arriba y le hice llegar la herida hasta el pecho. Ahora me arden las manos, pero lo hice. Él ya estaba muerto y no sufrió. Atravesé mi propia carne y no la suya. Seguí la dirección de la herida porque el puñal lo traspasó por completo, aunque la herida del pecho era muy pequeña. Tomé mi puñal y abrí el camino para que la flecha de Engelardo pudiera penetrar; la clavé y la dejé allí como prueba. Y, desde entonces, no he tenido un momento de paz ni de día ni de noche —añadió Peredur sin esperar compasión. Más bien se alegraba de que se hubiera roto el silencio y todo el mundo conociera su infamia y él ya no tuviera nada que ocultar—. Ahora estoy contento de haberlo confesado y no me importa lo que sea de mí. ¡Reconoced, por lo menos, que hice las cosas de tal modo que no se pudiera acusar a Engelardo de haber atacado a un hombre por la espalda! ¡Yo le conozco! Vivimos casi juntos desde que vino aquí como fugitivo, tenemos la misma edad y siempre nos llevamos bien. Le tengo aprecio, cazábamos juntos y peleábamos, pero le envidio e incluso le odio porque él es amado y yo no. El amor induce a los hombres a cometer actos terribles, incluso contra sus amigos —añadió el joven, en tono más de asombro que de súplica.
A su alrededor se había creado una impresionante consternación ante su maldad y una oleada de piedad por su dolor y de asombro por su terrible equivocación. La verdad cayó como un trueno y anonadó a todos. Rhisiart no había sido abatido por una flecha sino cobardemente apuñalado por la espalda por alguien que aguardaba al acecho. Aquella clase de traición no era propia de santos sino de hombres.
El padre Huw rompió el silencio. En su jurisdicción, en la que ningún dignatario forastero se atrevía a entrar, él podía ejercer con más sosiego su paternal autoridad. Se había hecho una gran violencia a lo que él consideraba justo, y el pecador debería expiar su culpa, pese a merecer compasión.
—Hijo, Peredur, has cometido un grave pecado y no tienes excusa —dijo—. Esta violación de la imagen de Dios, este mal uso de un afecto puro, porque sé que querías mucho a Rhisiart, y esta malicia contra un inocente, porque tal has proclamado a Engelardo, no pueden quedar sin castigo.
—Dios me libre —contestó humildemente Peredur— de rehuir la parte que me corresponde. ¡Deseo ser castigado! ¡No podría soportarme a mí mismo si tuviera que vivir con este remordimiento de conciencia!
—Hijo mío, si eres sincero, encomiéndate a mis manos para ser entregado a la justicia secular y eclesiástica. En cuanto a la ley, yo mismo hablaré con el alguacil del príncipe. La penitencia que deberás cumplir ante Dios me corresponde como confesor tuyo que soy, y exijo que obedezcas mis ponderadas indicaciones.
—Así lo haré, padre —contestó Peredur—. No quiero un inmerecido perdón. Acepto la penitencia de buen grado.
—Siendo así, no tienes que desesperar de la gracia. Ahora vete a casa y quédate allí hasta que te mande llamar.
—Os obedeceré en todo. Pero tengo que hacer una petición antes de irme —Peredur se volvió lentamente hacia Sioned, la cual se encontraba todavía de pie en el mismo sitio donde había recibido aquel golpe, cubriéndose las mejillas con las manos mientras miraba con dolor al que creció con ella y siempre fue su compañero de juegos. Sin embargo, la dureza de su semblante se había suavizado. Aunque él se calificara de monstruo, en el fondo no era lo que ella creyó al principio—. ¿Me permites hacer ahora lo que antes me habías pedido? Ya no tengo miedo. Él fue siempre un hombre bueno y sólo me acusará de lo que hice.
Al tiempo que pedía perdón, Peredur se despedía también de cualquier esperanza que le quedara de conquistar a Sioned, irremediablemente perdida para él. Lo más curioso fue que, después de aquel delito tan grave, podía hablar con ella sin temor y casi sin envidia. Sioned, por su parte, no le miraba con rabia ni con amargura sino más bien con interés y consideración.
—Sí —contestó Sioned—, todavía lo deseo.
Si había dicho la verdad, cosa de la cual ella no dudaba, era justo que apelara a Rhisiart en presencia de todo el mundo. En la justicia del más allá, el cuerpo le libraría del mal que no había cometido, tras haber confesado su acción.
Peredur se adelantó con paso firme, se arrodilló al lado del cuerpo de Rhisiart y apoyó primero la mano y después la cruz de Sioned sobre el corazón que había traspasado, sin que brotara ni una sola gota de sangre. Si de algo no cabían dudas era de la fe de aquel joven. Peredur vaciló un instante, todavía arrodillado; después, sintiendo más la necesidad de dar gracias por su aceptación que la de hacer una impropia demostración de afecto, se inclinó y besó la mano derecha de Rhisiart entrelazada con la izquierda bajo el sudario. Luego se levantó y se alejó resueltamente por el sendero de la colina rumbo a la casa de su padre. La gente le abrió camino en silencio, y Cadwallon, despertando de pronto de su indecible angustia, echó a andar apresuradamente y fue corriendo tras su hijo.