VII

espués de completas, bajo la suave luz del anochecer, mientras el oblicuo sol poniente se filtraba a través de las jóvenes hojas verde cromo, los seis subieron juntos a la capilla de madera del solitario camposanto para acompañar al primer par de peregrinos a la vigilia. Y allí, con el propósito de reunirse con ellos en el claro junto a la entrada, avanzaba también otra procesión compuesta por los empleados y criados de Rhisiart. Salieron del bosque portando a hombros el cuerpo de su señor; su hija, convertida en la dueña de la casa, les precedía con erguida dignidad, vestida de negro y con la cabeza cubierta por un velo gris bajo el cual asomaba su larga melena suelta en señal de duelo. Su semblante era sereno y sus ojos parecían perderse en la lejanía. Hubiera podido amedrentar a cualquier hombre, incluso a un abad. El prior Roberto se impresionó al verla y Cadfael la miró con orgullo.

Lejos de amilanarse ante la presencia de Roberto, la joven imprimió a sus pies un ritmo más digno y decidido, y siguió adelante. Después se detuvo a unos tres pasos de distancia de él y permaneció tan inmóvil que Roberto, de haber sido un necio, hubiera podido tomar aquel gesto por sumisión. Mientras la observaba en silencio, vio a una mujer, apenas una niña, que pretendía enfrentarse a él en pie de igualdad, aunque eso él aún no lo sabía.

—Fray Cadfael —dijo Sioned, sin apartar los ojos de Roberto—, acercaos y traducid claramente mis palabras al prior. Quiero pedirle que rece por mi padre.

Rhisiart se encontraba a su espalda, no en un féretro sino simplemente envuelto en un lienzo blanco de lino bajo el cual se distinguían todos los perfiles de su cuerpo y su rostro, tendido sobre un lecho de ramas verdes en unas andas de madera. Los negros y misteriosos ojos de quienes las portaban brillaban como pequeñas lámparas alrededor de un catafalco, fijándose en todo sin revelar nada. Al ver a la muchacha tan joven y desamparada, el prior Roberto, a pesar de su aplomo, experimentó una punzada de inquietud y puede que incluso de compasión.

—Haced vuestra plegaria, hija mía.

—He oído decir que queréis celebrar tres noches de vigilia en honor de Santa Winifreda, antes de llevarla con vosotros. Pido que, en sufragio del alma de mi padre, si os ofendió contra ella, cosa que jamás tuvo intención de hacer, se le permita yacer tres noches delante de este altar, al cuidado de quienes hagan la vigilia. Y pido que éstos ofrezcan una oración por su perdón y el descanso de su alma, una sola oración en una larga noche de plegarias. ¿Os parece que es pedir demasiado?

—Me parece una justa petición de una hija fiel —contestó el prior Roberto, el cual pertenecía a una noble familia y sabía valorar los vínculos de la sangre y el nacimiento. No todo en él era falsedad.

—Espero una señal de gracia —añadió Sioned—, tanto más sabiendo que vos lo aprobáis.

Semejante petición no podría por menos que añadir lustre y gloria a la fama del prior Roberto. La única hija y heredera de su adversario pedía su aprobación y amparo. El prior estaba, más que satisfecho, encantado, y dio benévolamente su consentimiento. Sabía que muchos ojos de Gwytherin le estaban mirando, no sólo los de los portadores de las andas de Rhisiart. A pesar de lo separadas que se hallaban las casas unas de otras, lejos de la comunidad de los siervos de la gleba que laboraban los campos como una sola familia, ahora los bosques estaban llenos de ojos dondequiera que fueran los forasteros. ¡Lástima que no hubieran vigilado tanto cuando Rhisiart estaba vivo!

Colocaron las andas verdes sobre un caballete delante del altar, junto al relicario que aguardaba los huesos de Santa Winifreda. El altar era pequeño y sencillo, y lo parecía todavía más en comparación con las andas.

A pesar del sol matutino, la luz que penetraba a través de la angosta ventana del ala este apenas iluminaba la escena. El prior Roberto llevaba en un arcón los paramentos del altar, y con ellos cubrieron también el caballete. Allí, los servidores de Rhisiart dejaron a su señor de cuerpo presente y se retiraron silenciosamente de regreso a la casa.

—Por la mañana —dijo Sioned antes de marcharse con ellos—, volveré para dar las gracias a quienes hayan orado por mi padre durante la noche. Y eso haré cada mañana hasta que lo enterremos.

Inclinándose en reverencia ante el prior Roberto, la joven se cubrió el rostro con el velo y se retiró sin dirigir ni una sola mirada a fray Cadfael.

¡De momento, todo iba bien! La vanidad y el egoísmo del prior Roberto, ya que no su compunción, habían ofrecido a la muchacha una oportunidad; quedaba por ver lo que se conseguiría con ello. El orden de las vigilias había sido establecido por el propio prior Roberto, sin consultar con nadie aparte del padre Huw, que deseaba ser el primero en pasar la noche impetrando el favor de la santa, a ver si ésta se dignaba darle a conocer su presencia. Su compañero sería fray Jerónimo, cuyo obsequioso servilismo cansaba algunas veces al prior. Cadfael se alegró de aquella accidental elección que tanto le convenía. La primera mañana, por lo menos, nadie sabría qué esperar. Después, ya estarían sobre aviso, pero sin duda no habría forma de eludir la cuestión.

Por la mañana, cuando se dirigieron a la capilla, encontraron un considerable número de habitantes de Gwytherin aguardando bajo las copas de los árboles y la fragante sombra de los setos de espinos. Sólo cuando el prior y sus acompañantes entraron en la capilla, los aldeanos emergieron en silencio de la sombra y se acercaron. La primera en hacerlo fue Sioned, acompañada de Annest. La gente les abrió un pasillo y después las siguió, llenando la entrada de la capilla hasta impedir la penetración de la luz matinal, por lo que sólo las velas del altar arrojaban un pálido resplandor sobre las anclas en las que descansaba el difunto.

El padre Huw se levantó con las rodillas un poco entumecidas, y se apoyó en el reclinatorio de madera hasta que pudo enderezar las piernas. En el reclinatorio de al lado, Jerónimo se levantó con gran agilidad y rapidez. Cadfael pensó con recelo en los devotos monjes que se quedaban dormidos de brazos cruzados, aunque en aquellos momentos eso carecía de importancia. De todos modos, tampoco esperaba que el cielo se abriera derramando una lluvia de rosas de perdón en respuesta a las plegarias de Jerónimo.

—Ha sido una vigilia silenciosa y casi serena —dijo Huw—. No he tenido ninguna experiencia extraordinaria, pues éstas raramente se dan en los humildes párrocos rurales. He rezado, hija mía, y confío en que hayamos sido escuchados.

—Os lo agradezco —contestó Sioned—. Antes de iros, ¿queréis hacernos otro favor a mí y a los míos? Puesto que todos habéis sufrido las consecuencias de estos trastornos y disensiones, ¿queréis mostrar vuestra disposición al perdón? Habéis rezado por él; ahora os pido que cada uno de vosotros apoye su mano sobre el corazón de mi padre, en prenda de reconciliación y perdón.

Los habitantes de Gwytherin, inmóviles como árboles en la entrada, pero vivos también como árboles y todo ojos como los árboles son todo frondas, no emitieron el menor sonido, pero no se perdieron ni un solo movimiento.

—¡De mil amores! —dijo el padre Huw, adelantándose hacia las andas y apoyando delicadamente su tosca mano sobre el paralizado corazón mientras el movimiento de su barba indicaba que sus labios estaban musitando una silenciosa plegaria. Todos los ojos se posaron en fray Jerónimo porque le habían visto vacilar.

El fraile no parecía muy preocupado sino más bien evasivo. Miró a Sioned con benévola dulzura y, tras haberle dirigido la obligada mirada de compasión, bajó modestamente los ojos ante ella, tal como estaba mandado, y se volvió con confianza hacia el prior Roberto.

—El padre Huw está al cuidado de esta parroquia y sujeto a una disciplina, mientras que yo lo estoy a otra. El señor Rhisiart sin duda debió cumplir sus deberes religiosos con toda fidelidad y me compadezco de él. Pero murió de muerte violenta, sin confesión ni absolución, y semejante muerte deja en duda la salvación de su alma. No estoy en condiciones de pronunciarme en este caso. He rezado, pero no puedo impartir la bendición sin permiso. Si al prior Roberto le parece bien y me da su venia, gustosamente haré lo que se me pide.

Cadfael le siguió con cierto asombro y considerables recelos a lo largo de aquel tortuoso camino. Si el prior hubiera tramado el crimen y hubiera enviado a su siervo a cumplir la misión, Jerónimo no hubiera encontrado mejor medio de desviar limpiamente la amenaza hacia su superior. Por otra parte, conociendo a Jerónimo, aquello bien hubiera podido ser un pretexto para halagar y adular, tal como hacía siempre. En caso de que Roberto le diera benignamente su autorización ¿suponía que eso le protegería tras haber desviado la culpa y la amenaza hacia el lugar que les correspondía, permitiéndole tocar a su víctima con impunidad? El hecho no hubiera revestido tanta importancia si Cadfael hubiera creído firmemente que las víctimas de asesinato sangraban al contacto con el asesino; sin embargo, él simplemente consideraba que aquella creencia estaba muy enraizada en el pueblo y podía inducir al culpable acorralado al terror y la confesión. El terror y la tensión tal vez llegaran a provocar incluso una leve efusión de sangre, aunque él lo dudaba. Y estaba empezando a pensar que Jerónimo también.

Los ojos vigilantes habían cambiado de objetivo y ahora estaban clavados en el prior. Éste frunció el ceño y tardó un poco en emitir su veredicto.

—Podéis hacer lo que ella desea con plena tranquilidad de conciencia. La joven sólo pide perdón, y eso todo hombre puede otorgarlo, no absolución.

Fray Jerónimo, aceptando de buen grado la precisión, se adelantó hacia el catafalco y sin el menor temblor apoyó la mano sobre el corazón del difunto. En el sudario no apareció ninguna acusadora mancha roja. Jerónimo siguió complacido al prior Roberto hasta el exterior, acompañado por los demás frailes, mientras los silenciosos lugareños se apartaban de la puerta para permitirles el paso.

Y ahora, pensó Cadfael, siguiendo a sus compañeros, ¿dónde estamos? ¿Se burla Jerónimo de la prueba porque no cree en ella o piensa que ha transmitido la culpa al culpable, cualquiera que haya sido su parte en el delito, y se considera libre de todo peligro? ¿O tal vez no tuvo la menor parte en ello y todo esto no tiene ningún propósito? Es lo bastante mezquino como para negarle a la moza un gesto amable, a no ser que pueda sacar de todo ello alguna ventaja.

Bueno, ya veremos lo que hace Roberto, pensó Cadfael, cuando le pidan que otorgue su absolución en lugar de pedirle el perdón de otro hombre.

Sin embargo, las cosas no ocurrieron tal como él esperaba. El prior Roberto había decidido hacer la vigilia aquella noche junto con fray Ricardo, pero, cuando ambos pasaron por delante de la mansión de Cadwallon en su camino hacia la capilla, el portero llamó al prior y el propio Cadwallon se apresuró a salir a su encuentro, seguido de un galés vestido con una túnica corta de montar.

La primera noticia la tuvo Cadfael cuando el prior regresó al jardín de Huw, acompañado por el forastero, a la hora en que hubiera tenido que estar arrodillado en la lóbrega capilla para hacer vigilia junto al difunto, en una confrontación que tal vez aportara pruebas muy provechosas. Pero allí estaba el prior, justo a tiempo para impedir que Cadfael se escapara a la herrería de Bened para comentar las noticias del día y compartir con éste una copa de vino. A juzgar por su cara, no parecía muy disgustado por no poder hacer la vigilia prevista.

—Fray Cadfael, tenemos un visitante y necesitaré vuestros servicios. Éste es Griffith de Rhys, el alguacil del príncipe Owain en Rhos. Cadwallon le mandó llamar por la muerte del señor Rhisiart. Tengo que darle mi versión y después discutir las medidas a tomar. Interrogará a todos quienes puedan dar testimonio, pero ahora quiere mi declaración. He tenido que enviar a fray Ricardo a la capilla sin mí.

Jerónimo y Columbano se disponían a acostarse en casa de Cadwallon, pero se quedaron allí diligentemente al oír las palabras de Roberto.

—Iré en vuestro lugar, padre prior —dijo Jerónimo, en la certeza de que su ofrecimiento no sería aceptado.

—No, vos ya habéis pasado una noche sin dormir. —(¿Sería cierto? En la capilla obscura, nadie podía estar seguro, por muy receloso que fuera el padre Huw. Además, Jerónimo no era aficionado a cansarse inútilmente.)—. Debéis descansar.

—Yo ocuparía gustosamente vuestro lugar, padre prior —se ofreció Columbano con el mismo ardor.

—A vos os corresponde el turno mañana. Guardaos, hermano, de hacer demasiados méritos, guardaos de la arrogancia disfrazada de humildad. No, esta noche fray Ricardo hará la vigilia solo. Ambos podéis esperar hasta que hayáis declarado lo que hicisteis y visteis anteayer. Después, os iréis a descansar.

La larga y tediosa sesión inquietó bastante a fray Cadfael, que se vio obligado a echar mano de su propio concepto de la verdad, no por medio de una falsa traducción sino añadiendo su propia opinión acerca de lo ocurrido en el bosque junto al cuerpo de Rhisiart. No suprimió nada de lo que dijo Roberto, pero separó los hechos de las suposiciones y lo meramente observado de la conclusión. ¿Quién dominaba el galés lo suficiente como para contradecirle, como no fuera el propio Griffith de Rhys? Aquel hábil y escéptico servidor de la justicia pronto demostró ser no sólo un astuto y rápido oyente sino también un sagaz analista de sentimientos y motivos. Al fin y al cabo, era galés hasta el tuétano y el núcleo de aquel embrollo eran precisamente unos huesos galeses. Cuando terminó el interrogatorio de Jerónimo y Columbano, los dos devotos frailes, uno de los cuales había resultado ser un holgazán dormilón durante las vigilias (¡aunque ni ellos ni el prior Roberto consideraron oportuno mencionar aquella falta!), Cadfael pensó que podía confiar en el sentido común del alguacil del príncipe y que no debía molestarse en decir buena parte de lo que él sabía o se proponía averiguar. Tanto mejor, pensó finalmente, porque lo que más necesitaba en aquellos momentos era tiempo. Si conseguía ganar uno o dos días, enviando a Griffith por toda la comunidad en busca de pruebas, tal vez lograría coronar satisfactoriamente sus propias pesquisas. La justicia oficial no cavaba muy hondo sino que se limitaba a examinar lo que afloraba a la superficie, deduciendo de ello las conclusiones.

Una inquietante duda de vez en cuando era el precio a pagar por una orden apresurada y un país en paz. Sin embargo, Cadfael no estaba dispuesto a permitir que la inquietante duda recayera en Engelardo ni en fray Juan. No, mejor seguir su propio camino hasta el final y presentar después sus conclusiones al alguacil y al príncipe.

Por consiguiente, cuando Sioned acudió por la mañana a la capilla, no pudo hacer más que pedirle a fray Ricardo, el fornido e indolente fraile que irradiaba paz y armonía a su alrededor, que se apiadara de su padre y le diera su bendición, imponiéndole las manos. Él accedió gustosamente y con la mayor inocencia, y se retiró sin saber lo que había hecho.

—Os eché de menos —dijo Bened, a quien Cadfael hizo una breve visita entre la misa y el almuerzo—. Padrig vino hace un rato, y estuvimos hablando de los días en que Rhisiart era más joven. Hace muchos años que Padrig viene por aquí. Nos conoce a todos. Preguntó por vos.

—Dile que compartiremos una copa cualquier día de éstos, aquí o allí. Y dile que sigo la cuestión de Rhisiart, si eso le sirve de consuelo.

—Nos estamos acostumbrando a vuestra presencia —dijo Bened inclinándose hacia el fuego, donde un vigoroso joven trabajaba con el fuelle—. Deberíais quedaros, tendríais un lugar.

—Ya tengo mi lugar —contestó Cadfael—. No te inquietes por mí. Elegí la cogulla con los ojos bien abiertos. Sabía lo que hacía.

—Hay algunos que no consigo asociar con vos —dijo Bened, disponiéndose a herrar un caballo.

—Ah, los priores y los frailes van y vienen y son tan variados como el resto de los hombres, pero el claustro permanece. Con todo, creo que algunos equivocaron el camino —señaló Cadfael—, sobre todo, ciertos jóvenes que confundieron el «no» de una moza con el fin del mundo. Algunos serían excelentes artesanos si algún día fueran libres. Suponiendo que fueran hombres libres y pudieran aprender, por ejemplo, los misterios del oficio de los herreros…

—Ése tiene buen brazo y buena muñeca —replicó Bened en tono pensativo— y sabe saltar y hacer lo que le mandan cuando el que manda conoce lo que se lleva entre manos. Con eso ya se tiene medio aprendido el oficio. Si él no favoreció la fuga del asesino de Rhisiart, sería muy bien recibido aquí. Pero eso todavía no lo sé, aunque la pobre moza de allí crea saberlo. ¿Y si estuviera equivocada? ¿Vos lo sabéis?

—Todavía no —contestó Cadfael—. Pero dame tiempo y lo sabremos.

Al tercer día de su cautividad nominal, fray Juan observó que le tenían más vigilado. Había corrido la voz de que el alguacil estaba en la aldea y hacía preguntas por todas partes sobre las circunstancias de la muerte de Rhisiart. Y se sabía, además, que había mantenido una prolongada conversación con el prior en la rectoría del padre Huw, donde seguramente le habrían instado a que también interviniera en la cuestión del delito imputado a fray Juan. Y no es que Juan tuviera quejas sobre el alojamiento, la comida y la compañía; raras veces se había sentido más feliz. Durante dos días, exceptuando breves intervalos en los que fue aconsejable ser precavido, había estado libre desde el amanecer hasta el ocaso, ayudando a cuidar del ganado, recogiendo leña, llevando y trayendo cosas, y plantando en el huerto, sin tiempo ni ganas de pensar en su situación. Pero, cuando volvieron a encerrarle en el establo, las realidades temporales empezaron a inquietarle, y su desconocimiento del galés, sin la ayuda de fray Cadfael, fue una frustración que ya no pudo soportar fácilmente. No sabía lo que estaban tramando Cadfael y Sioned, no sabía qué ocurría con Santa Winifreda ni con el prior Roberto y sus compañeros y, por encima de todo, no sabía dónde estaba Engelardo ni cómo se libraría de la maraña de sospechas que se levantaban contra él. Desde su instintivo gesto de solidaridad, Juan sentía un interés personal por Engelardo y deseaba verle libre y a salvo al lado de Sioned.

Pero Sioned, fiel a su palabra, no se acercó a él, y en la casa no había nadie más con quien pudiera conversar. Podían transmitirle algunas cosas sencillas, pero no había modo de comunicarle todo lo que él quería y necesitaba saber. Allí estaba él, dispuesto a ayudar, pero sin poderlo hacer, preguntándose inquieto cómo estarían sus amigos, por los que nada podía hacer.

Annest le sirvió el almuerzo y se sentó a su lado mientras comía, preocupada por no poder hablar con él. Una cosa era enseñarle sencillas palabras y frases en galés, tocando el objeto al que se refería, y otra muy distinta explicarle, tal como ella hubiera querido, todo lo que sucedía en la capilla y lo que se decía y pensaba en la aldea. La imposibilidad de comunicarse hacía que sus encuentros fueran casi silenciosos, aunque algunas veces hablaban en voz alta, él en inglés y ella en galés, diciéndose cosas que no podían guardarse dentro y que el otro comprendería en un futuro próximo, aunque el tono de voz transmitiera por lo menos el afecto de la amistad, tal como sucede con una caricia furtiva. De este modo, ambos se entregaban a breves monólogos que les servían de alivio y consuelo.

A veces, aunque ellos no lo supieran, se contestaban las preguntas el uno al otro.

—No sé quién pudo —dijo Annest en un vacilante susurro— llevarte a tomar los hábitos. Sioned y yo no acertamos a comprender que un mozo como tú hiciera semejante cosa.

Si él hubiera entendido el galés, la joven jamás le hubiera hecho este comentario.

—¡No sé cómo pude creer que Margery era tan hermosa! —se maravilló Juan—. Ni por qué me tomé tan a pecho que ella me rechazara. Pero es que entonces nunca había visto una belleza de verdad… ¡No te había visto a ti!

—A ambos nos hizo una mala jugada —replicó Annest, lanzando un suspiro—, quienquiera que fuera. ¡Enviarte nada menos que al convento, y para siempre!

—¡Dios bendito —exclamó Juan—, y pensar que hubiera podido casarme con ella! Por lo menos, su «no» me hizo un favor: entre tú y yo sólo hay una cogulla, no una esposa.

Fue entonces cuando, por primera vez, Juan empezó a acariciar la idea de abandonar por completo sus votos, lo cual le indujo a contemplar con más ardiente atención aquel bello rostro que tan cerca estaba del suyo. La muchacha tenía mejillas redondas y aterciopeladas de capullo de manzano, piel delicada y dorada por el sol, y ojos como las aguas transparentes de un riachuelo discurriendo sobre los guijarros con claridad cristalina.

—¿Aún sigues pensando en ella? —preguntó Annest en un susurro—. Una tonta presumida que no supo ver lo que era un hombre bueno, pese a tenerlo delante —Juan era sin duda un joven apuesto, amable y afectuoso, de piernas largas y fuertes, manos grandes y diestras y una maraña de bucles pelirrojos ensortijados. La moza que lo desdeñó debía de ser una insensata—. ¡La odio! —dijo Annest, inclinándose inocentemente hacia él.

Los labios que lo tentaban con palabras que él no entendía se encontraban a escasa distancia de los suyos. Desesperado, el joven recurrió al lenguaje de los signos, que no necesita intérpretes. Llevaba sin besar a una mujer desde Margery la hija del pañero que le rechazó cuando su padre fue nombrado alguacil de Shrewsbury. Annest se fundió en sus brazos, en los que encajaba mucho mejor de lo que él encajaba en los votos que tan precipitadamente hiciera.

—¡Oh, Annest! —exclamó fray Juan sintiéndose menos fraile que nunca—. ¡Creo que te amo!

Fray Cadfael y fray Columbano subieron juntos por la colina boscosa para hacer la tercera vigilia de oración. El anochecer era tibio, pero el cielo todavía estaba cubierto. Bajo los árboles, la luz mostraba un matiz verde oscuro. Hasta el último momento se pensó que Roberto, tras perder la noche que eligiera para hacer la vigilia, decidiría estar presente en la última ocasión, pero el prior no dijo nada. A decir verdad, fray Cadfael dudaba un poco de que aquella conversación con el alguacil hubiera sido necesaria y se preguntaba si el prior no la habría aprovechado como excusa para no hacer la vigilia y no tener que enfrentarse con la petición de Sioned por la mañana; ello no sería necesariamente una prueba de su culpabilidad, aparte la culpa que pudiera corresponderle por negarse a perdonar a Rhisiart aun sin la presencia de su hija. Ciertamente, entre las virtudes del prior Roberto no figuraban la humildad ni la magnanimidad. Él estaba invariablemente seguro de su rectitud y, cuando alguien la ponía en entredicho, no se mostraba dispuesto a perdonar.

—En esta peregrinación y esta vigilia, hermano —dijo fray Columbano, siguiendo con sus pasos jóvenes y flexibles los bamboleantes andares de marinero de Cadfael—, hemos recibido un gran privilegio. La historia de nuestra abadía recordará nuestros nombres y los monjes de las generaciones venideras nos envidiarán.

—He oído decir —contestó Cadfael con aspereza— que el prior Roberto pretende escribir la vida de Santa Winifreda, completándola con la historia del traslado de sus reliquias a Shrewsbury ¿Crees que mencionará los nombres de todos sus compañeros?

El tuyo tal vez sí, pensó Cadfael para sus adentros, porque fuiste el fraile que cayó enfermo y luego sanó en Holywell. Y también el de Jerónimo, cuyo sueño te condujo hasta aquí. Pero el mío estoy seguro de que permanecerá en el silencio, ¡de lo cual me alegro mucho!

—Tengo que expiar una falta —recordó devotamente Columbano—, tras haber traicionado una vez mi confianza en esta capilla, ¡yo, que hubiera tenido que ser más fiel que nadie! —ya habían llegado a la puerta decrépita y ante sus ojos tenían el cementerio cubierto de maleza, surcado por un estrecho sendero apenas discernible entre las malas hierbas—. Noto que un aire sagrado llega hasta mí —añadió el joven, levantando su rostro trémulo y pálido—. Me siento arrastrado hacia la luz. Creo que estamos acercándonos a un prodigio, a un milagro de la gracia divina. ¡Que esta merced me sea concedida a mí, que me quedé dormido, incumpliendo mi deber para con la santa!

Columbano cruzó la puerta abierta y apuró el paso con las manos extendidas, como a punto de abrazar a una amante y no ya de prestar pleitesía a una santa. Cadfael le siguió malhumorado y resignado; conocía aquellos molestos ardores y no le apetecía soportarlos toda la noche en una capilla tan pequeña. Tenía no sólo que rezar sino también que pensar, y Columbano no le facilitaría ninguna de tales actividades.

En el interior de la capilla, el aire olía a madera vieja, a especias e incienso derramados sobre los lienzos en los que descansaba el relicario, y al característico aroma de muchos años de polvo y semiabandono. Sobre el altar ardía una pequeña lámpara de aceite. Cadfael se adelantó y encendió en ella las dos velas del altar, colocando una a cada lado. A través de la angosta ventana del este, la fragancia de los capullos caídos de la manzana de mayo se mezcló con una brisa suave, haciendo parpadear las llamas un instante. El fugaz resplandor iluminó todas las superficies cercanas, pero no alcanzó a las esquinas del techo ni a las paredes. Se encontraban en una cueva oscura que olía a madera y en la que un débil foco de luz apenas iluminaba un féretro vacío y un cuerpo sin féretro, pero no llegaba hasta los vagos perfiles de los dos reclinatorios, uno al lado del otro, a escasa distancia del catafalco. Rhisiart yacía más cerca de ellos, pero la sombra negra y plateada del relicario impedía, a modo de murete, que las luces del altar llegaran hasta él.

Fray Columbano se inclinó humildemente ante el altar y ocupó su lugar en el reclinatorio de la derecha. Fray Cadfael se acomodó en el de la izquierda y, mediante hábiles movimientos, buscó y encontró la mejor posición para sus rodillas. El silencio descendió sobre ellos poco a poco. Cadfael se preparó para una larga vigilia y rezó una oración por Rhisiart, que, por cierto, no era la primera que rezaba por él. La profunda oscuridad, la permanente debilidad de la luz, el lento discurrir del tiempo desde mucho más allá de su concepto hasta mucho más allá de la capacidad de Cadfael de seguirlo, la soledad que lo rodeaba y su turbado y poblado mundo interior, todo eso se ajustó a un ritmo tan perfecto y regular como el del sueño. Cadfael ya no pensó en Columbano y se olvidó de su existencia. Rezó como respiraba, sin formular palabras ni hacer peticiones concretas, limitándose a sostener en su corazón, como pájaros heridos en los huecos de las manos, a todas aquellas personas angustiadas o afligidas a causa de aquella pequeña santa, ya que, si él sufría de tal modo por ellas, ¿cuánto más no se compadecería la santa de su dolor?

Las velas durarían toda la noche y, de forma instintiva, Cadfael calculó el tiempo a través de la velocidad con que se consumían, y supo cuándo se aproximaba la medianoche.

Estaba pensando en Sioned, a quien no tendría nada que ofrecer por la mañana, ya que su piadoso inocente compañero equivalía esencialmente a una nulidad, y él, por su parte, no era en modo alguno suficiente, cuando de pronto oyó unos debilísimos y extraños sonidos desde el reclinatorio de su derecha, donde fray Columbano se encontraba de rodillas y totalmente concentrado. Esta vez no ocultaba su rostro con las manos entrelazadas sino que lo mantenía levantado hacia la escasa luz, que, pese a su debilidad, permitía distinguir su afilado perfil y la amarillenta palidez de su semblante. El joven mantenía los ojos muy abiertos, como mirando más allá del muro de la capilla. Sus labios, curvados en expresión extática, entonaban con un hilillo de voz un cántico en latín de alabanza a la virginidad. Aunque apenas resultaba audible, el canto se oía con tanta claridad como en un sueño. Antes de ser plenamente consciente de lo que oía, Cadfael vio al joven inclinarse hacia adelante y levantarse ante el altar, sujetando con las manos el reclinatorio. El canto cesó. De pronto, Columbano se irguió y echó la cabeza hacia atrás, como queriendo ver la noche estrellada de primavera a través del techo, y, extendiendo los brazos a ambos lados como un crucificado, emitió un grito no sólo de dolor sino también de triunfo. Luego cayó sobre el suelo de tierra cuan largo era y con los brazos todavía en cruz, el cuerpo tenso hasta los dedos de los pies. Después, se quedó inmóvil con la frente rozando el borde del mantel del altar que colgaba del catafalco de Rhisiart.

Cadfael se levantó a toda prisa y se acercó a él, por una parte alarmado y por la otra resignado. Qué demonios se puede esperar de este idiota, pensó exasperado mientras se arrodillaba para tocarle la frente y colocarle un pliegue de los paramentos del altar que mejorara la posición de su nariz y su boca. Le volvió la cabeza de lado para facilitarle la respiración. ¡Hubiera debido reconocer los signos! Nunca le dan los ataques de devoción ni los éxtasis místicos como Dios manda. Cualquier día de éstos, se meterá en esa luz que dice ver, y jamás volverá. Y, sin embargo, cae de cara sin hacerse daño y las convulsiones que le provocan sus visiones y pecados nunca le llevan a golpearse contra objetos duros o afilados, ni siquiera a morderse la lengua. La misma providencia que cuida de los borrachos vela por Columbano en sus dolorosas angustias. En lo más recóndito de su mente, Cadfael pensó con amargura que todo aquello debía de tener una moraleja que englobaba todos los excesos.

Menos mal que esta vez no hubo convulsiones. Columbano vio, o creyó ver algo, y cayó al suelo en destructivo arrobamiento. Cadfael le sacudió por el hombro, primero con delicadeza y después con más fuerza, pero él se quedó rígido y no reaccionó. Su tersa frente estaba fría y sus rasgos, apenas distinguibles en la oscuridad, parecían serenos y sosegados en una gozosa paz. De no ser por la rigidez de su cuerpo y sus extremidades y de aquella extraña postura de crucificado, cualquiera hubiera dicho que estaba durmiendo. Cuando Cadfael trató de doblarle el brazo derecho para que estuviera más cómodo tendido de lado, las articulaciones se resistieron, y entonces prefirió dejarle.

Y ahora, pensó, ¿qué tengo que hacer? ¿Abandonar mi vigilia e ir en busca del prior y de gente que lo ayude? ¿Qué podrían hacer por él que yo no pueda hacer? Si yo no puedo despertarle, ellos tampoco podrán. Saldrá de ello en el momento oportuno, y no antes. No se ha lastimado y su respiración es profunda y regular. El corazón le late con fuerza y no tiene fiebre. ¿Por qué entremeterse en los placeres personales de un hombre si éstos no le hacen daño? Aquí no hace frío y uno de estos manteles de altar puede servirle de manta, cosa que sin duda le encantaría. No, hemos venido a pasar la noche en vigilia juntos, y eso haremos, yo de rodillas como está mandado y él dondequiera que esté en estos momentos.

Cadfael arropó a Columbano, colocó los lienzos de forma que le sirvieran de almohada para la cabeza y regresó a su reclinatorio. No sabía qué le reportaría aquella visita celestial a Columbano, pero a él le había destrozado la capacidad de pensar y concentrarse. Cuanto más trataba de centrar la mente en su deber de plegaria y meditación o en considerar en qué situación se encontraba Sioned y qué otra cosa se podía hacer, tanto más se sentía inclinado a contemplar el cuerpo tendido en el suelo y a cerciorarse de que el joven seguía respirando con normalidad. Lo que hubiera podido ser una noche provechosa se había convertido en la noche más larga de su existencia, desperdiciada para la oración e inservible para pensar.

Cuando la oscuridad empezó a teñirse de color gris paloma, Cadfael suspiró de alivio ante la cercanía de la liberación. El angosto retazo de cielo que se veía a través de la ventana del altar pasó de gris a verde pálido, de verde a azafrán y de azafrán a una dorada mañana sin nubes, cuyos primeros rayos de sol penetraron por la aspillera e iluminaron el altar, el relicario y el cuerpo amortajado, y atravesaron la capilla como una flamígera espada dejando a Columbano en la oscuridad. El joven seguía tan rígido como antes, pero su respiración era profunda y regular.

Se encontraba en la misma posición cuando llegó el prior Roberto y sus acompañantes, seguidos de Sioned, Annest y toda la gente de la aldea y las tierras circundantes, reunidas en silencio para presenciar el final de aquellas tres noches de vigilia.

Sioned fue la primera en entrar. La lobreguez del interior de la capilla, tras la claridad del exterior, la obligó a parpadear un momento y a detenerse en la entrada para que sus ojos se acostumbraran al cambio. El prior se encontraba a su espalda cuando ella vio las suelas de las sandalias de Columbano, apenas iluminadas por los rayos de sol que entraban por la ventana; el resto de su figura permanecía en las sombras. La joven abrió los ojos horrorizada y, antes de que Cadfael tuviera tiempo de tranquilizarla, emitió un grito agudo.

—¿Qué es eso? ¿Está muerto? —preguntó.

El prior la apartó rápidamente a un lado, pasó por delante de ella y se detuvo cuando sus pies pisaron el dobladillo del hábito de Columbano.

—¿Qué ha ocurrido aquí? ¡Columbano! ¡Hermano! —exclamó, agachándose para apoyar la mano en su rígido hombro. Columbano dormía y soñaba sin moverse ni conmoverse—. Fray Cadfael, ¿qué significa esto? ¿Qué le ha pasado?

—No está muerto —dijo Cadfael, pensando que lo primero era lo primero— y no creo que esté en peligro. Respira como un hombre tranquilamente dormido, tiene buen color de cara, está frío al tacto y no ha sufrido ninguna lesión. A medianoche se levantó de pronto ante el altar, extendió los brazos y cayó al suelo inconsciente. Lleva toda la noche así, pero sin zozobra ni agitación.

—Hubierais debido avisarnos para que acudiéramos en su ayuda —dijo el prior, consternado.

—Yo también tenía un deber que cumplir —replicó Cadfael—, quedarme aquí, haciendo la vigilia que me correspondía. ¿Qué más se hubiera podido hacer que lo que yo he hecho, dándole una almohada para la cabeza y un cobertor para protegerlo del frío de la noche? No creo que nos agradeciera que le sacáramos de aquí antes del momento oportuno. Ahora, él ha hecho fielmente su vigilia y si no podemos despertarle, le trasladaremos a su cama sin hacer violencia a su sentido del deber.

—Es cierto —terció fray Ricardo con la cara muy seria—. Vos sabéis que fray Columbano ha recibido visitas y varias veces ha sido favorecido con visiones. Quizás hubiéramos cometido un gran error sacándole del lugar donde le ocurrió este bendito prodigio. Incluso hubiera podido representar una ofensa contra la santa, en caso de que ella se haya dignado manifestarse a él. Si es así, fray Columbano despertará cuando llegue el momento. Si tratáramos de acelerar el proceso podríamos causarle un grave daño.

—Es verdad —dijo el prior, ya un poco más tranquilo—, parece muy calmado, tiene buen color y no se ve ninguna señal de turbación o dolor. Qué extraño. ¿Y si fuera la ocasión de otro prodigio semejante al ocurrido cuando su dolencia nos condujo por primera vez hasta Santa Winifreda?

—Una vez fue instrumento de la gracia divina —contestó Ricardo—, y podría volver a serlo. Tendríamos que trasladarle a su cama en casa de Cadwallon, mantenerlo tranquilo y abrigado, y esperar. ¿O tal vez sería mejor llevarle a la rectoría del padre Huw para que estuviera cerca de la iglesia? Es muy posible que su primera necesidad sea la de ofrecer una acción de gracias.

Con un grueso mantel de altar y las correas de sus cinturas hicieron unas parihuelas para transportar a Columbano, a quien levantaron del suelo tan tieso como la rama de un árbol y con los brazos todavía extendidos. Le colocaron de espaldas en la improvisada litera y él lo soportó todo sin hacer la menor señal ni emitir el menor sonido. Algunos lugareños, conmovidos por el espectáculo, se acercaron para ayudar a trasladarle a través del bosque hasta la casa de Huw. Cadfael les dejó ir y después se volvió hacia Sioned, que le estaba mirando con una expresión inquisitiva y recelosa.

—Bueno —dijo Cadfael—, por lo menos estoy en mi sano juicio y puedo hacer y haré lo que no me has pedido.

Acercándose a Rhisiart, Cadfael apoyó la mano sobre el corazón del difunto y se santiguó.

Sioned se situó a su lado para seguir con él la lenta procesión hacia la aldea.

—¿Qué más podemos hacer? Si sabéis algo, decídmelo. Hasta ahora no hemos tenido suerte. Y hoy es el día del entierro.

—Lo sé —contestó Cadfael en un tono meditabundo—. En cuanto a lo de anoche, me debato en dos sentidos. Debería creer posible una superchería destinada a fortalecer nuestra causa con otro milagro de no ser por dos cosas. El asombro y la preocupación del prior Roberto, se miren como se miren, me parecen sinceros y no falsos. Columbano ya ha demostrado otras veces poseer extrañas cualidades y, por la violencia y peligro de los ataques, cuesta creer que esté fingiendo. Un volatinero de feria que se gana la vida haciendo diabluras con su propio cuerpo no podría superar a Columbano cuando le da el ataque. No puedo juzgar. Creo que algunos viven espiritualmente en el filo de un cuchillo y, a veces, son arrojados al aire, a merced del cielo o del infierno según el lado por donde caigan.

—Yo sólo sé —dijo Sioned, ardiendo lentamente como una antorcha— que mi amado padre ha sido asesinado y quiero que se haga justicia con el asesino, y no deseo un precio de sangre. No acepto ningún precio a cambio de la sangre de Rhisiart.

—¡Lo sé, lo sé! —dijo Cadfael—. Soy tan galés como tú. Pero mantén la puerta abierta a la compasión, ¡quién sabe cuándo puedes necesitarla! ¿Ya hablaste con Engelardo? ¿Está bien?

La joven tembló, se ruborizó y se ablandó a su lado como una flor que, congelada por la escarcha, hubiera sido milagrosamente resucitada por un viento del sur. Pero no contestó y ni falta que hizo.

—¡Ah, vivirás! —dijo fray Cadfael, satisfecho—, tal como él hubiera querido. Aunque pusiera mala cara, como buen galés que era. Al final te hubieras salido con la tuya, en eso tenías razón. Escucha. Se me han ocurrido dos cosas que deberías hacer. Tenemos que probarlo todo. Ahora no vayas a casa. Que Annest te acompañe a descansar a la herrería de Bened, y después venid las dos a misa. Quién sabe lo que podremos averiguar cuando nuestro medio santo recupere el conocimiento. Más tarde, cuando entierres a tu padre, procura que Peredur asista con su padre. Podría intentar eludir este deber, tal como ha eludido encontrarse contigo hasta ahora, pero, si se lo pides, no podrá negarse. Estoy pensando varias cosas con respecto a Peredur, y ninguna de ellas está muy clara.