VI

l mensaje de Sioned pudo haberse demorado bastante en llegar a su destinatario, pues no era fácil alejarse de la casa de Cadwallon sin una palabra de petición o excusa al prior Roberto. Sin embargo, en la oscuridad del bosque, Cadfael distinguió la sombra de alguien que trataba de ocultarse, y comprendió que era Peredur. Al parecer, éste no esperaba que lo siguieran puesto que sólo se había apartado un poco del camino para no tropezarse con nadie. Estaba sentado cabizbajo sobre un tronco caído, con la espalda apoyada en un árbol joven que se inclinaba bajo su peso mientras hundía un pie en las hojas que cubrían el suelo. Cadfael se le acercó sin pedir permiso.

Peredur levantó los ojos al oír el rumor de unas pisadas sobre las esporas de los helechos, y se puso de pie para retirarse y no tener que hablar con nadie, pero lo pensó mejor y se quedó donde estaba con expresión resignada.

—Tengo que comunicarte un mensaje —dijo Cadfael en voz baja— de parte de Sioned. Me pidió que te dijera que te echó de menos cuando necesitó tus hombros para llevar en andas a su padre. Dice que lo que hiciste fue muy generoso y te lo agradece.

Peredur movió nerviosamente los pies y se adentró un poco más en las sombras.

—Ya tenía mucha gente allí —contestó tras una pausa dictada más por timidez que por enojo—. A mí no me necesitaba para nada.

—Cierto que había manos y hombros de sobra —convino Cadfael—, pero de todos modos te echó de menos. A mi parecer, te considera alguien que ocupa un lugar muy destacado entre su gente. Desde la infancia has sido como un hermano para ella, y ahora no le vendría mal un hermano a su lado.

La tensión del cuerpo joven de Peredur fue claramente visible en la verde oscuridad del bosque, y tan fuerte que incluso le trabó la lengua.

—No es un hermano lo que yo quería ser para ella —replicó y soltó una carcajada amarga.

—Lo comprendo. Pero, en el momento más difícil, te has comportado como si lo fueras tanto para ella como para Engelardo.

Aquellas palabras que pretendían ser de consuelo y alabanza le hirieron interiormente y le provocaron un nuevo acceso de malhumor.

—O sea que se considera en deuda conmigo y quiere pagarme, pero no por mí. A mí no me quiere.

—Mira —dijo Cadfael en tono pausado—, ya te he transmitido su mensaje. Si vas a verla, ella te convencerá mejor que yo. Hay otro que hubiera deseado tu presencia allí, si hubiera podido hablar.

—¡Callaos, por Dios! —exclamó Peredur, moviendo la cabeza en un gesto de dolor—. No digáis más…

—No, perdóname, sé que eso es tan doloroso para ti como para Sioned. Ella misma lo dijo. «Él lo quería y sabe que mi padre lo apreciaba muchísimo…».

El muchacho jadeó y, dando bruscamente media vuelta, se alejó velozmente entre los árboles mientras fray Cadfael regresaba meditabundo junto a sus compañeros, con la sensación de haber hurgado en una llaga en carne viva.

—Vos y yo —dijo Bened cuando Cadfael regresó a la herrería después de completas— tendremos que beber solos esta noche, amigo mío. Huw aún no ha regresado de la mansión de Rhisiart y Padrig estará ocupado, cantando en honor del muerto hasta la madrugada. Menos mal que estaba aquí ahora. Es mejor que a un hombre le acompañe a la tumba un buen poeta y arpista con sus cantos. Los hijos lo recuerdan después con agrado. Y a Cai no le veremos muy a menudo por aquí hasta que venga el alguacil y se lleve al prisionero.

—¿Quieres decir que Cai será el carcelero de Juan? —preguntó Cadfael, alegrándose en su fuero interno.

—Se ofreció voluntariamente a cumplir esa tarea. Creo que esta chica mía le pidió que lo hiciera, aunque no hubiera sido necesario. Fray Juan estará muy bien atendido durante uno o dos días. No debéis preocuparos por él.

—Nada más lejos de mi mente —dijo Cadfael—. ¿Y es Cai quien guarda la llave?

—Podéis estar seguro. El príncipe Owain se ha ido al sur, según dicen, y dudo mucho que el juez o el alguacil tengan tiempo que perder en una pequeña cuestión de insubordinación en Gwytherin —Bened suspiró, contemplando su cuerna, llena esta vez de áspero vino tinto—. Me arrepiento de haber llamado la atención sobre el color azul de las plumas; por lo menos, delante de la moza. Pero alguien lo hubiera hecho. Es muy cierto que ahora, teniendo por guardián sólo a su tío Meurice, Sioned se hubiera salido con la suya. Le hace bailar al son que ella toca y el pobre hombre jamás se hubiera interpuesto en su camino. Pero ahora tengo mis dudas. Nadie hubiera sido tan necio como para dejar su huella personal en un muerto, a la vista de todo el mundo. A menos que ocurriera un imprevisto y tuviera que salir por piernas. Le hubiera bastado una trasquiladora, ¿cuánto hubiera tardado en acuchillarle? No, es difícil de comprender. ¡Y, sin embargo, pudo ser así!

Por la zozobra que le dominaba, tenía que haber algo más en la mente de Bened. En su fuero interno, éste se preguntaba si no habría hablado en la esperanza de tener mejores oportunidades con Sioned una vez eliminado su máximo rival. El herrero sacudió tristemente la cabeza.

—Me alegré de que huyera, pero estaré más contento cuando regrese al condado de Chester después del escándalo. A pesar de todo, no creo que sea un asesino.

—Podríamos examinar un poco este asunto, si quieres —dijo Cadfael—. Tú conoces a las gentes de aquí mejor que yo. Admitámoslo, la acusación de la joven contra el prior Roberto es la que más de uno habrá pensado, tanto si lo dice como si no. Hemos venido a este lugar e iniciado una disputa con el único hombre (no discutamos ahora quién tiene razón) que se oponía a nuestro propósito y, de pronto, alguien le mata. ¿Qué más natural que todas las sospechas recaigan sobre nosotros?

—Es blasfemia pensar siquiera en semejante acusación contra tan venerables monjes —dijo Bened, escandalizado.

—Los reyes y los abades también son hombres y pueden caer en la tentación. Por consiguiente, ¿qué podemos pensar de los acontecimientos de este día? Seis de nosotros estuvimos juntos o muy cerca los unos de los otros hasta después de misa. El prior Roberto, fray Ricardo y yo estuvimos con el padre Huw, primero en el jardín y después, cuando empezó a llover media hora más tarde, en el interior de la casa. Ninguno de nosotros pudo ir al bosque. Fray Juan tampoco porque estaba en la casa, tal como Marared puede confirmar. El único que se marchó antes de vísperas en busca de Rhisiart fue fray Ricardo, el cual se ofreció a ir a ver si le encontraba o si averiguaba alguna noticia sobre él, y regresó con las manos vacías. Se marchó pasada una hora del mediodía y afirma que en el bosque no habló con nadie. A la vuelta, preguntó en la puerta de Cadwallon sobre las dos y media. Tengo que hablar con el portero, para confirmar si es cierto. Quedan dos, pero sabíamos dónde estaban. Fray Jerónimo y fray Columbano habían sido enviados a la capilla de Santa Winifreda a fin de que oraran por la consecución de un acuerdo pacífico. Todos les vimos marcharse juntos y ya debían de estar arrodillados en la capilla mucho antes de que Rhisiart bajara por el camino. Allí se quedaron hasta que el padre Huw les envió un mensajero para que se reunieran con nosotros. Cada uno de ellos es testigo del otro.

—Esto es lo que yo digo —señaló Bened, más tranquilo—. Los santos varones no suelen cometer asesinatos.

—Buen hombre —dijo Cadfael con la cara muy seria—, hay santos varones tanto dentro como fuera de los conventos y te diré, en honor a la verdad, que hay tantos hombres buenos fuera de la fe cristiana como dentro de ella. En Tierra Santa conocí algunos sarracenos que me merecían más confianza que la mayoría de los cruzados; hombres honrados, generosos y corteses que hubieran desdeñado disputar y empujarse unos a otros por los mejores puestos y las mejores mercaderías, tal como hacían algunos de nuestros aliados. Trata a cada hombre según lo veas porque todos somos iguales bajo el hábito, la túnica o los harapos. Algunos están mejor hechos que otros, y algunos mejor atendidos, pero todos estamos cortados por el mismo patrón. Pero, volvamos a lo nuestro. Que yo sepa, sólo uno de nosotros, fray Ricardo, tuvo ocasión de estar cerca cuando mataron a Rhisiart y de entre todos, es el que menos probabilidades tiene de ser un asesino. Por consiguiente, tenemos que buscar a otros a quienes tal vez Santa Winifreda les sirvió de oportunidad y pretexto. ¿Tenía Rhisiart algún enemigo en Gwytherin? ¿Alguien que quizás nunca le hubiera atacado si nosotros no hubiéramos desencadenado esta tormenta, ofreciéndole la tentación en bandeja?

Bened reflexionó un instante, con la cuerna de vino en la mano.

—No existe hombre a quien alguien no le desee mal pero, de eso al asesinato, media un buen trecho. Hubo un tiempo en que el propio padre Huw disputó con Rhisiart por una franja de tierra, que ambos reclamaban como propia, y hubo muchas discusiones, pero, al final, todo se arregló poniendo por testigos a los vecinos, y ya nunca se volvió a hablar del asunto. También hubo algún juicio. ¿Habéis oído hablar de algún propietario de tierras galés que no tenga un juicio entre manos? Uno fue con Rhys de Cynan sobre unos lindes, y otro sobre unas cabezas de ganado extraviadas. Pero eso no provoca rencores duraderos. Aquí, en el País de Gales, los juicios se nos dan muy bien. Una cosa es cierta: con el interés que habéis despertado aquí, en varias leguas a la redonda todo el mundo sabía que Rhisiart acudiría al mediodía a casa del padre Huw. Imposible saber quién pudo asaltarle por el camino.

No pudieron llegar más lejos. El campo era muy ancho, tan ancho como para incluir también a Engelardo, por muy convencido que estuviera Cadfael de su inocencia. Tan ancho como para abarcar a vecinos como Cadwallon, siervos de la gleba y criados.

Pero no como para incluir, pensó fray Cadfael mientras regresaba al henil de Huw en la verde y fragante oscuridad, a aquel extraño joven, el preferido de Rhisiart y a quien tanto quería, y de cuya casa entraba y salía desde la infancia como si fuera su hijo, ¿verdad? El joven que había dicho de Engelardo, y también de sí mismo, que un hombre puede desviarse de su naturaleza por amor y que, seguramente por amor, le facilitó el camino de la fuga a Engelardo, tal como Cadfael había visto con sus propios ojos. El joven rechazaba ahora la gratitud y el afecto de Sioned, quizás porque no era amor o quizás porque el amor era lo único que quería de ella o por otra oscura razón. Cuando se adentró en silencio en el bosque tenía el aire de alguien perseguido por un demonio. Pero sin duda se trataría de otro demonio, y no de aquél. La muerte de Rhisiart, lejos de favorecer sus posibilidades, le había privado de su más firme aliado, el cual esperaba pacientemente e instaba en todo momento a su hija a aceptar el deseado matrimonio. No, se mirara como se mirara, Peredur era un inquietante misterio.

El padre Huw no regresó aquella noche de casa de Rhisiart. Fray Cadfael se acostó solo en el henil y, recordando que fray Juan estaba encerrado en alguno de los graneros de Sioned y que no había nadie para preparar la comida, se levantó temprano para encargarse de la tarea. Se dirigió a la dehesa de Bened para ver a los caballos, que tampoco tenían a nadie que los cuidara. Le apetecía más trabajar al aire libre de buena mañana que permanecer encerrado con el prior Roberto, aunque se vio obligado a regresar a tiempo para el capítulo, que, según decreto del prior Roberto, tenía que celebrarse diariamente como en la abadía, por muy breves que fueran los asuntos a tratar.

Los cinco se reunieron en el jardín y el prior Roberto lo presidió todo con la solemne dignidad acostumbrada. Fray Ricardo leyó los santos de aquel día y del siguiente. La recia figura de fray Jerónimo hizo los habituales gestos de servil reverencia y dio todas las respuestas de rigor, pero a Cadfael le pareció que fray Columbano se mostraba insólitamente circunspecto y turbado, con sus grandes ojos azules empañados como por un velo. El contraste entre su vigorosa figura y su bella cabeza autocrática, y la humildad de su porte y semblante era siempre motivo de desconcierto, pero, aquella mañana, su extrema inquietud por alguna crisis interna o algún pecado real o imaginario hubiera resultado tremendamente dolorosa para cualquier observador. Fray Cadfael suspiró, temiendo que le diera otro ataque de mal caduco como el que había motivado aquel peregrinaje. ¿Quién sabía lo que podía hacer aquel desequilibrado medio santo y medio idiota?

—Aquí no tenemos más que un asunto que discutir —dijo con firmeza el prior Roberto— y lo estudiaremos con la debida atención. Quiero reivindicar con más fuerza que nunca nuestro derecho a tomar las reliquias de la santa y trasladarlas a Shrewsbury. Sin embargo, tenemos que reconocer que, de momento, no hemos conseguido convencer a la gente. Ayer tenía la esperanza de que todo se resolviera satisfactoriamente. Nos habíamos preparado con toda reverencia y merecíamos el triunfo…

Al llegar a este punto, el prior fue interrumpido por un audible sollozo de fray Columbano, que atrajo todas las miradas sobre el joven. Éste se levantó, trémulo y humilde, y permaneció de pie con los ojos cerrados y las manos cruzadas delante de Roberto.

—¡Padre prior, mea culpa, ay de mí! He sido infiel y deseo confesarme. He venido al capítulo dispuesto a purificar mi alma y pedir un castigo porque mi reincidencia es la causa de nuestra continua desgracia. ¿Se me permite hablar?

Ya sabía yo que algo se estaba cociendo, pensó fray Cadfael, hastiado y resignado. ¡Menos mal que esta vez no le ha dado por rodar por el suelo y morder la hierba!

—Hablad —dijo el prior con cierta benevolencia—. Puesto que nunca habéis tomado a la ligera vuestras faltas, no creo que debáis temer una condena muy dura. Siempre habéis sido vos mismo vuestro más severo juez.

Así era, en efecto, pero semejante actitud, utilizada con astucia, podía ser un medio de eludir o aplazar los juicios de los demás.

Fray Columbano cayó de hinojos sobre la hierba del jardín. Qué apostura y qué aristocracia, reconoció Cadfael, admirando, sin poderlo evitar, la compacta gracia y fortaleza de su cuerpo y la suave flexibilidad de sus movimientos.

—Padre, vos me enviasteis ayer con fray Jerónimo a hacer vigilia en la capilla y orar por un feliz resultado amistoso y pacífico. Padre, llegamos allí muy temprano, antes de las once calculo yo; y, tras haber comido, nuestras provisiones, entramos y ocupamos nuestros lugares, porque dentro hay reclinatorios y el altar está muy limpio y bien cuidado. Oh, padre, mi voluntad de hacer vigilia era sincera, pero la carne es débil. No llevaba ni media hora arrodillado en oración cuando caí dormido sobre mis brazos en el reclinatorio para mi eterna deshonra. No puedo aducir como excusa que duermo mal y cavilo mucho desde que llegamos aquí. La plegaria fortalece y purifica la mente. Me quedé dormido y nuestra causa se debilitó. Debí de pasarme toda la tarde durmiendo porque lo único que recuerdo es a fray Jerónimo, sacudiéndome por el hombro y diciéndome que un mensajero nos pedía que le acompañáramos —el joven contuvo la respiración mientras una gruesa lágrima resbalaba por su mejilla, rodeando el atrevido hueso normando—. No miréis de soslayo a fray Jerónimo porque sin duda no se percató de que me había quedado dormido y no debe culpársele de ello ni de no haber dado cuenta de mi pecado. Desperté cuando me sacudió por el hombro, me levanté y fui con él. Pensó que había estado orando como él y no sospechó nada malo.

A nadie se le había ocurrido mirar de soslayo a fray Jerónimo hasta aquel momento, pero fray Cadfael fue probablemente el más rápido y el único que observó la curiosa expresión de inquietud, trocada inmediatamente en complacencia, que cruzó por el semblante habitualmente imperturbable del fraile. Jerónimo no se había entregado a las mismas elucubraciones que Cadfael ya que, de lo contrario, su rostro hubiera distado mucho de mostrarse complacido. Fray Columbano, en su ensimismada inocencia, había eliminado cualquier certeza de que Jerónimo hubiera pasado el mediodía y la tarde del día anterior rezando inmóvil en la capilla de Santa Winifreda por el feliz resultado de las deliberaciones. Su único testigo había dormido todo el rato y él hubiera podido marcharse sigilosamente.

—Hijo mío —dijo el prior Roberto con una indulgencia que ciertamente jamás hubiera utilizado con fray Juan—, vuestra falta es humana, y la fragilidad es propia de nuestra naturaleza. Al defender a vuestro hermano, compensáis con creces vuestro error. ¿Por qué no lo dijisteis ayer?

—¿Cómo hubiera podido hacer tal cosa, padre? No tuve ocasión antes de que conociera la muerte de Rhisiart. Con la pesada carga que llevabais sobre vuestras espaldas, ¿cómo podía yo echaros otra en aquel momento? Decidí guardarlo para este capítulo, que es el lugar apropiado para que los frailes que pecaron reciban su penitencia y se humillen, tal como yo me humillo ahora como indigno de la vocación que elegí. Dadme vuestro veredicto, deseo hacer penitencia.

El prior estaba a punto de emitir su juicio, desarmado ante aquella devota sumisión y conciencia del pecado, cuando de repente le distrajo el ruido de la tranca de madera de la verja del jardín y vio al padre Huw cruzando el césped para acercarse a ellos, con el cabello y la barba más desgreñados que de costumbre y los ojos cansados por falta de sueño, pero el semblante decidido y sereno.

—Padre prior —dijo el párroco, deteniéndose ante ellos—, vengo de celebrar una reunión con Cadwallon, Rhys y Meurice y todos los hombres de mayor peso en mi parroquia. Ha sido la mejor oportunidad, si bien lamento la causa que la ha propiciado. Todos acudieron a dar su condolencia por Rhisiart, el cual halló la muerte tal como le habían profetizado…

—Dios me libre de vaticinar la muerte de nadie —se apresuró a contestar el prior Roberto—. Yo dije que a su debido tiempo Santa Winifreda sería vengada en el hombre que se interpusiera en su camino.

—Pero, cuando él ya estaba muerto, vos dijisteis que era la venganza de la santa. Todos lo oyeron y casi todos lo creyeron. Yo aproveché la oportunidad para volver a hablar con ellos sobre el asunto. No quieren hacer nada contrario a la voluntad del cielo ni ofender a la orden benedictina y la abadía de Shrewsbury. Después de lo ocurrido, no consideran acertado ni conveniente poner en peligro la vida de ningún hombre, mujer o niño de Gwytherin. Padre prior, se me ha encomendado deciros que retiran cualquier oposición a vuestros planes. Las reliquias de Santa Winifreda están a vuestra disposición y os las podéis llevar cuando queráis.

El prior Roberto lanzó un profundo suspiro de triunfo y gozo y, en aquel momento, se olvidó de cualquier deseo de imponer aunque fuera un leve castigo al joven fraile. Aquello era el cumplimiento de todas sus esperanzas. Fray Columbano, todavía de rodillas, elevó los ojos al cielo con expresión extasiada y juntó las manos en gesto de gratitud, como si, tras haber compensado el daño de su infidelidad con contrición y penitencia, él fuera la causa de aquel deseado final. Fray Jerónimo, dispuesto a impresionar con su devoción tanto al prior como al párroco, levantó las manos y pronunció en latín una reverente invocación de alabanza a Dios y los santos.

—Estoy seguro —dijo el prior Roberto con magnanimidad— de que el pueblo de Gwytherin nunca tuvo intención de ofender. Ahora ha obrado con prudencia y rectitud. Me alegro, tanto por este pueblo como por mi abadía, de que hayamos cumplido nuestra misión aquí y podamos despedirnos amistosamente de vosotros. Y a vos, padre Huw, os damos las gracias por la parte que habéis tenido en la consecución de este satisfactorio final. Habéis hecho lo debido por vuestra parroquia y por vuestro pueblo.

—Me veo en la obligación de deciros —contestó Huw con toda sinceridad— que no les hace felices perder a la santa. Pero ninguno de ellos quisiera poner trabas a vuestros deseos. Si os parece bien, hoy mismo os acompañaremos a su sepulcro.

—Iremos en procesión después de la próxima misa —dijo el prior con su severo semblante insólitamente risueño tras haber conseguido su propósito—. No probaremos la comida hasta postrarnos ante el altar de Santa Winifreda para darle las gracias —sus ojos se posaron en fray Columbano, el cual, pacientemente arrodillado, miraba a su alrededor con ojos perrunos, insistiendo en que se reconociera su pecado. Roberto le miró levemente sorprendido, como si se hubiera olvidado de su existencia—. Levantaos, hermano, y tened confianza. Ya veis que el perdón se respira en el aire. No seréis privado de participar en el deleite de visitar a la santa doncella y tributarle honor.

—¿Y mi castigo? —insistió el incorregible penitente.

En la sumisión de fray Columbano había una considerable cantidad de hierro.

—En penitencia, os encargaréis de las humildes tareas que cumplía fray Juan y serviréis a vuestros hermanos y a las bestias hasta que regresemos a casa. Pero vuestra parte en la gloria de este día no la perderéis y os permitiré portar con vuestros hermanos el relicario donde descansarán los huesos de la santa. Lo llevaremos con nosotros y lo depositaremos ante el altar. En presencia de todo el mundo pediré que la santa doncella apruebe cualquier cosa que hagamos.

—¿Y hoy mismo emprenderéis el regreso? —preguntó el padre Huw con gesto cansado.

Estaba deseando olvidar aquel episodio y librarse de todos ellos para que Gwytherin volviera a ser como antes, aunque con la ausencia de un hombre bueno.

—No —contestó el prior Roberto tras reflexionar un instante—, quiero mostrar a cada paso nuestra voluntad de ser guiados y la veracidad de nuestra afirmación, según la cual esta misión fue inspirada por la propia Santa Winifreda. Decreto tres noches de vigilia y oración ante el altar de la capilla con anterioridad a nuestra partida, para confirmar que todo lo que hacemos cuenta con la bendición del cielo. Aquí somos seis, si vos queréis uniros a nosotros, padre Huw. De dos en dos, nos turnaremos durante toda la noche en la capilla y rezaremos para que seamos debidamente guiados.

Confiando en el feliz resultado de la misión, tomaron el féretro con incrustaciones de plata labrado en Shrewsbury y lo llevaron en procesión bosque arriba. Pasaron por delante de la casa de Cadwallon y siguieron el camino de la derecha que discurría en sentido oblicuo al del escenario de la muerte de Rhisiart, hasta llegar a un pequeño claro de la ladera de la colina, rodeado por tres lados por altos espinos cubiertos de flores blancas. La capilla era de madera ennegrecida por el tiempo, pequeña y oscura en su interior, con un minúsculo campanario sin campana junto a la entrada. A su alrededor, el camposanto se extendía en fluctuantes terrazas cubiertas de hierba y maleza. Al llegar allí, ya les seguía una ingente y silenciosa comitiva de lugareños que los miraban con rostros recelosos, inquisitivos y humildes. Nadie hubiera podido adivinar si aún estaban resentidos. Sus ojos empañados no deseaban revelar nada ni perderse ningún detalle.

Al llegar a la vieja puerta de madera que cerraba el camino, el prior Roberto se detuvo y trazó la señal de la cruz con amplios y majestuosos ademanes.

—¡Esperad aquí! —dijo cuando Huw se disponía a acompañarle—. Ahora veremos si la plegaria puede guiar mis pasos. Debéis saber que he rezado mucho. No quiero que me mostréis la sepultura de la santa. Yo os la mostraré a vos, si ella viene en mi ayuda.

Todos permanecieron inmóviles mientras la alta figura avanzaba con pasos cautelosos, como tanteando el terreno mientras los faldones de su hábito rozaban la maraña de hierbas y flores. Sin prisas y sin la menor vacilación, el prior se dirigió hacia un pequeño montículo cubierto de maleza al este de la capilla y cayó de rodillas delante de él.

—Santa Winifreda está enterrada aquí —dijo.

Cadfael pensó en ello durante el camino cuando aquella tarde cruzó el bosque hacia la casa de Rhisiart. Era previsible que el prior Roberto hiciera algo para impresionar a los demás, pero aquel pequeño milagro fue un auténtico golpe maestro. Aún no había olvidado el susurro de asombro y los comentarios en voz baja de los hombres de Gwytherin. A aquellas horas, las más remotas cabañas de los siervos de la gleba y las casitas más humildes de la aldea ya se habrían enterado de la noticia. Los monjes de Shrewsbury ya estaban justificados. La santa había tomado a su prior de la mano y lo había conducido hasta su sepultura. No, aquel hombre jamás había estado en aquel lugar y la tumba no tenía ninguna marca que facilitara su identificación como, por ejemplo, un tardío intento de cortar la maleza que la cubría. Estaba como siempre había estado y, sin embargo, él la reconoció entre todas las demás.

De nada hubiera servido recordarle a aquella gente tan dominada por el asombro que, si bien el prior Roberto jamás había estado en la capilla, sus fieles servidores fray Jerónimo y fray Columbano estuvieron allí la víspera con el pequeño Edwin. ¿Y qué más probable que uno de ellos le pidiera al niño que le mostrara la sepultura de la santa a la que habían venido a buscar desde tan lejos?

Tras haber demostrado con aquel triunfo lo justificado de su petición, el prior Roberto se había concedido tres días con sus noches, durante los cuales tal vez ocurrirían otros prodigios similares que corroborarían sus afirmaciones. Un paso muy atrevido, pero Roberto era un hombre atrevido e ingenioso, capaz de jugarse sus posibilidades de ofrecer ulteriores milagros contra el riesgo de otras posibilidades que los desmintieran. Quería quitar a la aldea de Gwytherin aquello que había ido a buscar, pero, al mismo tiempo, dejarla si no plenamente satisfecha, sí por lo menos bastante atemorizada. No quería alejarse a toda prisa con el trofeo de los huesos como si temiera que alguien frustrara sus propósitos.

Pero él no pudo haber matado a Rhisiart, pensó Cadfael sin dudarlo ni un instante. De eso estoy seguro. Pero ¿pudo tal vez llegar al extremo de buscar a alguien que…? Consideró la posibilidad con toda honradez, y la rechazó. Soportaba de mal grado al prior Roberto, le tenía antipatía y, en cierto modo, lo admiraba. A la edad de fray Juan lo hubiera detestado, pero con el tiempo Cadfael se había vuelto tolerante y comprensivo.

Llegó a la choza de vigilancia con techumbre de paja que había en un rincón de la empalizada de la mansión de Rhisiart. El hombre le conocía de la víspera y le franqueó la entrada. Cai se acercó sonriendo a saludarle desde el otro lado del patio. En aquella casa todas las sonrisas eran un poco amargas, pero en la del labriego subsistía un destello de picardía.

—¿Habéis venido a rescatar a vuestro compañero? —preguntó Cai—. Dudo que os dé las gracias porque aquí está muy cómodo y tan bien alimentado como un gallo de pelea, y aún no ha recibido ninguna amenaza del alguacil. Ella no ha dicho una palabra, podéis estar seguro, y supongo que el padre Huw no tiene ninguna prisa. Calculo que aún nos quedan un par de días, a menos que vuestro prior se meta donde no debe. En caso de que lo hiciera, tenemos por ahí a muchos mozos que nos lo harían saber antes de que cualquier jinete llegara a esta puerta. Fray Juan está en buenas manos.

Hablaba el compañero de Engelardo, el hombre que le conocía mejor que nadie. Estaba claro que fray Juan había hecho amistad con su carcelero, y la misión de Cai era más bien la de protegerle de las amenazas del mundo que la de impedir que escapara. Cuando hiciera falta la llave para algún fin determinado, ésta aparecería.

—Cuida tu cabeza —dijo Cadfael sin demasiada inquietud. Sabían lo que estaban haciendo—. Vuestro príncipe podría tener mentalidad de leguleyo y ayudar a los benedictinos más allá de la frontera.

—¡No os preocupéis por eso! La huida de un felón no es culpa de nadie. ¡Todos somos piezas de caza y nadie es un trofeo! ¿Nunca habéis buscado celosamente en lugares que no debíais algo que no deseabais encontrar?

—No digas más —replicó Cadfael—, de lo contrario, tendré que cubrirme los oídos. Y dile al mozo que ni siquiera he preguntado por él, porque sé que no es necesario.

—¿Queréis hablar con él? —preguntó generosamente Cai—. Está alojado en un pequeño establo vacío de allí. ¡Y os aseguro que come como un rey!

—No me cuentes más porque podrían hacerme preguntas —dijo Cadfael—. Un ojo ciego y un oído sordo pueden ser útiles a veces. Después me encantará pasar un rato contigo, pero ahora tengo que ir a verla a ella. Tenemos asuntos que discutir.

Sioned no estaba en la sala sino en una pequeña estancia con un cortinaje de separación al fondo. Era la habitación de Rhisiart. Allí estaba él solo con su hija, tendido inmóvil sobre unas pieles en una mesa de caballete y cubierto con una sábana blanca de lino. La joven permanecía sentada a su lado, vestida severamente y con el cabello recogido en una austera trenza alrededor de la cabeza. Parecía mayor y más alta, tras haberse convertido en la señora de la mansión. Sin embargo, se levantó para saludar a fray Cadfael con la sonrisa triste y ansiosa de una niña finalmente segura de haber encontrado a alguien que le ofrecerá consejo y ayuda.

—Os busqué antes, pero no importa. Me alegro de que estéis aquí. Os guardé la ropa y no la doblé. De haberlo hecho, la humedad se hubiera extendido a todas partes. En cambio, ahora, aunque se haya secado un poco, creo que notaréis la diferencia —la joven le entregó las calzas, la túnica y el blusón. Fray Cadfael tomó las piezas una a una y las tocó cuidadosamente—. Ya veo —añadió sonriendo Sioned— que sabéis dónde tocar.

Las calzas de Rhisiart, aunque en parte cubiertas por la túnica que llevaba, estaban todavía húmedas en la parte de atrás de los muslos y las piernas, pero secas por delante, si bien la humedad se había extendido un poco a la parte seca a través de las costuras. La túnica estaba húmeda por la espalda hasta el dobladillo, y la parte de los hombros todavía conservaba la forma de unas alas extendidas como una mancha oscura. En cambio, la pechera, incluso alrededor del orificio orlado de negro abierto por la flecha, estaba completamente seca. El blusón, aunque con menos claridad, ofrecía la misma apariencia. La parte anterior de las mangas estaba seca, y la posterior, mojada. En la parte de la espalda perforada por la flecha, tanto el blusón como la túnica estaban empapados de sangre, ahora ya reseca y agrietada.

—¿Recuerdas —preguntó Cadfael— cómo estaba tendido cuando le encontramos?

—Lo recordaré toda mi vida —dijo Sioned—. Tendido boca arriba, pero con la cadera derecha vuelta hacia la hierba y las piernas cruzadas, la izquierda sobre la derecha, como si… —la joven vaciló y frunció el ceño, tratando de adivinar el significado hasta que, al final, lo encontró—. Como un hombre que estuviera tendido boca abajo y que, durante el sueño, se volviera boca arriba y se quedara nuevamente dormido.

—O como un hombre que, estando tendido boca abajo —añadió Cadfael—, fuera agarrado por el hombro izquierdo y colocado boca arriba. ¡Cuando ya estaba completamente dormido!

La joven le miró fijamente, con sus ojos oscuros abiertos como heridas.

—Decidme lo que pensáis. Debo saberlo.

—Primero —contestó fray Cadfael—, quiero llamar la atención sobre el lugar donde ocurrieron los hechos. Un lugar cerrado por unos arbustos, de no más de cincuenta pasos de longitud en cualquier dirección. ¿Es ése un terreno propicio para un arquero? Creo que no. Aunque quisiera dejar el cuerpo en el bosque de tal forma que tardaran horas en encontrarlo, hubiera podido buscar cientos de sitios más favorables. Un hábil arquero no necesita acercarse a su pieza, lo que necesita es espacio para disparar sobre una pieza a la que pueda ver bien, y apuntar con precisión.

—Sí —dijo Sioned—. Aunque le creyéramos capaz de matar, eso nos obligaría a descartar a Engelardo.

—No sólo a Engelardo sino también a cualquier buen arquero. Si alguien fuera tan poco hábil como para tener que disparar de tan cerca, dudo que pudiera conseguir su propósito. No me gusta esta flecha porque no está en su sitio y, sin embargo, aquí la tenemos. Su único propósito es el de inculpar a Engelardo, pero no me puedo quitar de la cabeza que también tiene otro propósito.

—¡Matar! —exclamó Sioned, ardiendo de furia.

—Hasta eso pongo en duda, aunque parezca una insensatez. Fíjate en el ángulo por el que entra y sale. Y ahora observa que toda la sangre está en la parte posterior y no donde penetró la flecha. Recuerda lo que hemos dicho y comentado sobre la ropa. Estaba mojada por detrás, pese a que él se encontraba tendido boca arriba. Tú misma has dicho que era la postura propia de un hombre que, estando tendido boca abajo, tratara de incorporarse. Ayer, cuando me arrodillé a su lado, descubrí otra cosa. Por debajo de su cuerpo, la hierba estaba mojada pero, a lo largo del costado derecho, desde el hombro a la cadera y con una anchura equivalente a la de su cuerpo, estaba completamente seca. Ayer por la mañana cayó un aguacero que duró media hora. Cuando empezó a llover, tu padre estaba tendido boca abajo, ya muerto. ¿De qué otro modo hubiera permanecido seca esa extensión de hierba si su cuerpo no la hubiera cubierto?

—Y entonces, tal como vos decís —añadió Sioned en voz baja—, le agarraron por el hombro izquierdo y le volvieron boca arriba. Cuando ya estaba dormido. ¡Totalmente dormido!

—¡Precisamente eso!

—Pero la flecha le atravesó el pecho —dijo la joven—. ¿Cómo pudo caer boca abajo?

—Eso tendremos que averiguarlo. Y también por qué razón sangró por la espalda y no por el pecho. De lo que no cabe duda es de que permaneció boca abajo desde antes de que empezara a llover y hasta después de que cesara la lluvia, de lo contrario, la hierba bajo su cuerpo no hubiera estado seca. Desde media hora antes del mediodía, cuando empezaron a caer las primeras gotas, hasta pasado un poco el mediodía, cuando el sol volvió a brillar. Sioned, ¿podría, con el mayor respeto, examinar su cuerpo más detenidamente?

—No hay mayor respeto para un hombre asesinado que el de intentar esclarecer su muerte por todos los medios posibles. Y vengarla después debidamente —contestó la joven con gallardía—. Sí, tocadle si es necesario. Os ayudaré. ¡Nadie más! Por lo menos —añadió con una leve sonrisa—, ni vos ni yo tememos tocarle y que él nos acuse con su sangre.

Cadfael se detuvo en seco cuando estaba a punto de retirar la sábana que cubría el cuerpo de Rhisiart, como si lo que Sioned acababa de decir le hubiera dado una prometedora idea.

—¡Cierto! Muchos no creen en esa prueba. ¿Dirías que aquí todos creen en ella?

—¿Los vuestros no lo creen? ¿No lo creéis vos? —preguntó Sioned, mirándole con los ojos muy abiertos.

—Mis hermanos de claustro… sí, yo diría que todos o casi todos creen en ella. En cuanto a mí, he visto demasiados hombres muertos, tocados una y otra vez después de la batalla por aquéllos que los rematan, sin que jamás haya brotado de ellos ni una sola gota de sangre fresca. No importa mucho lo que yo crea o deje de creer a este respecto, hija mía. Lo importante es lo que crea el asesino. No, ya has sufrido demasiado. Déjalo de mi cuenta.

Pese a ello, la muchacha no apartó los ojos cuando Cadfael retiró la sábana. Debió de haber previsto la necesidad de examinar el cuerpo pues lo había dejado desnudo. Limpio de la sangre que lo cubría, Rhisiart yacía con su vigoroso cuerpo, moreno de cintura para arriba y pálido de cintura para abajo… La herida por debajo de las costillas ofrecía ahora un desagradable aspecto y tenía los bordes azulados, pese a que se había hecho todo lo posible por alisar y juntar la carne lacerada.

—Tengo que darle la vuelta —dijo Cadfael—. Necesito ver la otra herida.

Sin vacilar, pero más con la ternura de una madre que la de una hija, la joven pasó un brazo por debajo de los hombros de su padre y, con la otra mano bajo el cuerpo por el otro lado, levantó el cadáver rígido hasta tenderlo sobre el lado derecho y le sostuvo el rostro con el hueco de su brazo. Cadfael lo sujetó por las piernas y se inclinó para examinar la herida de la parte superior izquierda de la espalda.

—Habrá sido difícil arrancar la flecha. Debisteis de arrancarla por delante.

—Sí —la muchacha sacudió la cabeza, recordando el peor momento de aquel suplicio—. La punta apenas perforó la piel de la espalda, no tuvimos más remedio que cortarla. Sentimos tener que dañarle de esa manera, pero ¿qué podíamos hacer? ¡Y, sin embargo, tanta sangre!

La punta de la flecha apenas había perforado la piel, dejando tan sólo una pequeña marca ennegrecida de sangre reseca con una magulladura azulada alrededor. Desde aquella mancha negra, se extendía la línea parduzca de otra herida vertical, un poco más larga en la parte superior de la marca de la flecha que en la inferior, con una longitud análoga a la anchura del pulgar de Cadfael y una ligera magulladura en cada extremo, algo más allá de los bordes de la herida. Toda aquella sangre (en realidad, no era mucha, pero bastó para arrebatarle la vida a Rhisiart) se había escapado por aquella pequeña hendedura y no por la herida del pecho, pese a que ésta parecía visiblemente abierta mientras que la de la espalda estaba misteriosamente cerrada.

—Ya he terminado —dijo Cadfael en voz baja, ayudando a Sioned a tender nuevamente el cuerpo de su padre.

Cuando le hubieron alisado el abundante cabello, volvieron a cubrirlo respetuosamente. Después Cadfael le explicó a la joven todo lo que había observado. Ella le miró con sus grandes ojos y reflexionó un instante en silencio.

—Vi esa marca de que me habláis —dijo al final—. No supe lo que era. Si vos lo sabéis, decídmelo.

—Por allí perdió la sangre —contestó Cadfael—. No a través de la herida que provocó la flecha sino a través de otra anterior. Una herida causada, según creo, por un puñal largo, muy fino y afilado, no por un cuchillo cualquiera. Una vez retirado, la herida se cerró casi por completo, pero antes le había atravesado limpiamente el cuerpo. La hoja fue sacada con toda precisión. Lo que consideramos una herida de salida no era sino una herida de entrada. La flecha penetró por delante cuando él ya estaba muerto, para ocultar que había sido apuñalado por la espalda. Por eso la emboscada tuvo lugar en un sitio tan angosto y tan rodeado de arbustos. Por eso tu padre cayó boca abajo y posteriormente le volvieron boca arriba. Y por eso la inclinación de la flecha era tan extraña. No le dispararon con arco. Clavar una flecha es muy difícil porque su fuerza proviene de su trayectoria. Creo que la herida se hizo primero con un puñal.

—El mismo que le clavaron por la espalda —dijo Sioned, tan blanca y translúcida como la llama.

—Eso parece. La flecha la hundieron después. Aun así, no pudieron introducirla bien. Desconfié de esa herida desde el primer momento. Engelardo hubiera podido disparar una flecha a través de dos troncos de roble desde lejos. Y lo mismo hubiera podido hacer cualquier arquero digno de este nombre. Clavarla con las manos es imposible…, eso lo hizo un brazo muy fuerte. Siguió la trayectoria sin error. Buena vista y mano sensible.

—Pero corazón de demonio —dijo Sioned—. ¡Y con la flecha de Engelardo! Alguien que sabía dónde las guardaba y sabía que Engelardo no estaría allí para impedirlo —a pesar de su insoportable dolor, la muchacha no había perdido la capacidad de razonar—. Tengo otra pregunta. ¿Por qué el asesino tardó tanto entre la comisión del crimen y el intento de disimularlo? Mi padre murió antes de que empezara a llover.

Vos me lo habéis demostrado claramente. Pero no le giraron boca arriba hasta que cesó el aguacero. Más de media hora. ¿Por qué? ¿El asesino se asustó ante la presencia de alguien que pasó por allí cerca? ¿Esperó entre los arbustos para asegurarse de que Rhisiart había muerto antes de atreverse a tocarlo? ¿O el engaño se le ocurrió más tarde y tuvo que ir por la flecha? ¿Por qué tanto rato?

—Eso no lo sé —contestó Cadfael con toda sinceridad.

—¿Qué sabemos? Que quien lo hizo pretendió inculpar a Engelardo. ¿Ésa fue la causa? ¿Fue mi padre simplemente un medio para librarse de Engelardo? ¿Un anzuelo para pescar a otro hombre? ¿O alguien quiso matar a mi padre y sólo después se dio cuenta de lo fácil y cómodo que sería eliminar también a Engelardo?

—Sé tanto como tú —dijo Cadfael, profundamente conmovido. Involuntariamente pensó en el angustiado joven que movía nerviosamente los pies entre las hojas del suelo y rechazaba la gratitud de Sioned como si fuera una herida mortal—. Tal vez el asesino huyó y después comprendió que sería muy fácil librarse de la sospecha y regresó a completar su acción. Sólo de eso estamos seguros, hija mía, y podemos dar gracias a Dios de que así sea. Engelardo es una víctima propiciatoria. No lo olvides, y espera.

—Tanto si descubrimos al verdadero asesino como si no, ¿hablaréis en favor de Engelardo en caso necesario?

—Lo haré con todo mi corazón. Pero, de momento, no le digas nada a nadie porque nosotros, los perturbadores de la paz de Gwytherin, aún estamos aquí, y no pienses que he descartado a los nuestros como inocentes. Hasta que no conozcamos al culpable, no conoceremos al inocente.

—No retiro nada de lo dicho con respecto a vuestro prior —dijo Sioned con firmeza.

—Pese a ello, él no pudo hacerlo. No le perdí de vista ni un momento.

—Eso ya lo sé. Pero él compra a los hombres y estaba decidido a conseguir la santa. Me han dicho que ya lo ha logrado. Es un motivo. Nunca olvidéis que los galeses, al igual que los ingleses, pueden estar a la venta. Rezo para que no sean muchos. Pero hay unos cuantos.

—No lo olvido —dijo Cadfael.

—¿Quién es? ¿Quién? Alguien que conocía los movimientos de mi padre y sabe dónde están las flechas de Engelardo. Quiere conseguir algo por medio de la muerte de mi padre y, sobre todo, quiere cargarle el asesinato a Engelardo. ¿Quién puede ser, fray Cadfael?

—Eso, con la ayuda de Dios, es lo que tú y yo vamos a descubrir. En estos momentos, no puedo juzgar ni adivinar, porque estoy totalmente perdido. Veo lo que han hecho, pero no sé quién ni por qué. Sin embargo, me has recordado que los muertos se rebelan al contacto con quienes los mataron, y, puesto que Rhisiart ya nos ha dicho tantas cosas, es posible que nos las diga todas.

Después, Cadfael le habló a Sioned de las tres noches de vigilia y oración que el prior Roberto había decretado y de cómo los monjes y el padre Huw se turnarían en dicha tarea. Pero no le comentó que Columbano, en su ignorancia e inocente preocupación por su propia conciencia, había añadido un nombre más a los de quienes tuvieron ocasión de aguardar al acecho a su padre en el bosque. Tampoco reconoció ante la muchacha, y casi ni siquiera ante sí mismo, que lo que acababan de descubrir había añadido un siniestro significado a la revelación de Columbano. La posibilidad de que fray Jerónimo hubiera salido a dar caza a Rhisiart con arco y flecha era de lo más improbable. En cambio, un Jerónimo acercándose subrepticiamente por detrás con un afilado puñal en la mano…

Cadfael apartó aquel pensamiento de su mente, pero no demasiado. La idea no le parecía del todo descabellada.

—Esta noche y durante las dos siguientes, dos de nosotros haremos vigilia en la capilla desde después de completas hasta prima. Los seis podemos ser juzgados y nadie puede sentirse excluido. Después, ya veremos. Ahora —añadió fray Cadfael— deberás hacer lo siguiente…