cudieron desde ambos lados, atraídos por el grito del herrero, abriéndose paso entre los arbustos como una manada de ciervos asustados hasta detenerse en círculo alrededor del espacio ovalado donde yacía el cuerpo. Cadfael se arrodilló y buscó algún signo de vida en los labios entreabiertos, algún resto de pulso en la garganta o algún movimiento en el pecho atravesado, pero no vio nada. Por un instante, fue el único que se movió en el espacio de hierba, en medio de un extraño silencio, como si los que lo rodeaban contuvieran la respiración.
De pronto, todo se puso ruidosamente en movimiento. Sioned penetró a través del círculo de personas, vio el cuerpo de su padre, soltó un penetrante grito más de rabia que de dolor y se arrojó hacia él. Peredur la sujetó por las muñecas y la atrajo hacia sí, acercando una mano a su cabeza para empujarle el rostro contra su hombro, pero ella volvió a gritar y le golpeó con todas sus fuerzas hasta que consiguió soltarse. Se arrodilló de cara a Cadfael y se inclinó para abrazar el cuerpo de su padre. Cadfael se agachó para impedírselo, con una mano apoyada sobre la hierba bajo la axila derecha de Rhisiart.
—¡No! ¡No toques nada! ¡Todavía no! Déjale solo, ¡tiene cosas que decirnos!
Por una intuitiva rapidez mental que no la había abandonado ni siquiera en aquel momento, Sioned obedeció el tono de voz y de inmediato comprendió las palabras. Mirando inquisitivamente a Cadfael con los ojos muy abiertos, se sentó en la hierba y cruzó las manos sobre su regazo, repitiendo silenciosamente las palabras con sus labios:
—… ¡cosas que decirnos!
Miró el rostro de Cadfael y luego el del muerto. Sabía que su padre estaba muerto. Y también sabía que los muertos hablaban, a menudo en tono amenazador. Y ella procedía de una orgullosa estirpe galesa para la cual las luchas encarnizadas entre clanes eran algo sagrado, un deber que trascendía incluso el dolor.
Cuando los demás se acercaron y alguien se inclinó para tocar el cuerpo, ella extendió el brazo en ademán protector al tiempo que decía en tono autoritario:
—¡No! ¡Dejadle!
Cadfael había retirado el brazo y, por un momento, no supo por qué razón se inquietó al levantar la palma de la mano de la hierba junto al cuerpo de Rhisiart. Inmediatamente lo comprendió. El lugar donde se había arrodillado sobre la hierba estaba mojado a causa del fuerte aguacero de la mañana. Lo notó por la forma en que el hábito se pegó a la hierba cuando desplazó la rodilla. Y, sin embargo, bajo el brazo derecho estirado la hierba estaba seca y la mano no tenía el menor asomo de humedad ni el más leve olor de lluvia. Volvió a tocar y desplazó los dedos a lo largo del costado derecho de Rhisiart. Cuando llegó a la altura de la rodilla, notó la humedad y percibió la fragancia que despedía la hierba. Se inclinó hacia el otro lado del cuerpo y comprobó lo mismo. ¡Curioso! ¡Muy curioso! Su mente tomó nota para estudiarlo más tarde porque había otros detalles que analizar. Toda clase de daños se estaban abatiendo sobre toda clase de personas.
La alta figura situada gélidamente inmóvil a su espalda no podía ser otra que la del prior Roberto, un prior Roberto sumido en un estado de sobresaltada emoción más parecido al ataque de éxtasis de fray Columbano que a cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida. La estridente y forzada voz preguntó por sobre el estremecedor rumor de los sollozos sin lágrimas de Sioned:
—¿Está muerto?
—Muerto —contestó Cadfael lacónicamente, clavando la mirada en los grandes ojos de Sioned como si le prometiera algo por ahora indefinido.
Sea lo que fuere, la moza se tranquilizó y le comprendió porque él también era galés y sabía lo que significaban las luchas entre clanes. Ella era la única heredera, la única pariente cercana de un hombre al que habían matado. Por encima de su dolor, tenía una tarea que cumplir.
La voz del prior se elevó súbitamente entre temerosa y emocionada:
—¡Contemplad la venganza de la santa! ¿No os dije yo que su cólera caería sobre los que se interpusieran en el camino de sus deseos? ¡Repetidles mis palabras! ¡Decidles que vean aquí el cumplimiento de mi profecía para que otros corazones obstinados comprendan la admonición! Santa Winifreda acaba de mostrar su poder y su enojo.
No hizo falta traducir nada porque todos los presentes habían intuido su sentido. Varios de los que estaban más cerca retrocedieron entre murmullos de sumisión. Por nada del mundo se opondrían a la voluntad de la santa.
—El impío cosecha lo que siembra —declamó Roberto—. Rhisiart fue advertido, pero no hizo caso.
Los más pusilánimes se arrodillaron, acobardados y horrorizados. En realidad, Santa Winifreda no significaba demasiado para ellos hasta que alguien la reclamó y Rhisiart invocó el derecho de prioridad en nombre de la parroquia. Pero Rhisiart había sufrido una muerte violenta e inexplicable en sus propios bosques.
Los ojos de Sioned sostuvieron la mirada de Cadfael por encima del corazón traspasado de su padre. Era una joven valiente que aún no había dicho ni una sola palabra, pese a tener muchas a punto de soltar o, mejor dicho, de escupir contra el pálido y aristocrático rostro alabastrino del prior Roberto. Sin embargo, de repente no fue ella quien habló, sino Peredur.
—¡No lo creo! —la hermosa y clara voz del joven resonó bajo las ramas—. ¿Cómo es posible que una santa virgen y mártir se vengue de tal modo en un hombre bueno? ¡Sí, un hombre bueno, aunque estuviera equivocado! Si la santa hubiera sido tan despiadada como para querer matarle, ¡cosa que me niego a creer de ella!, ¿qué necesidad hubiera tenido de arcos y flechas? Con el fuego del infierno hubiera conseguido lo mismo y hubiera manifestado mejor su poder. Aquí estáis viendo a un hombre asesinado, padre prior. Un hombre preparó esta flecha, la mano de un hombre tensó el arco, y por una razón humana. Otros debían tener alguna inquina contra Rhisiart, otros cuyos planes él obstaculizaba, aparte Santa Winifreda. ¿Por qué culparla a ella de este asesinato?
Cadfael tradujo las palabras galesas al inglés para que las entendiera Roberto, el cual ya había advertido el tono disidente, pero no el significado.
—El muchacho tiene razón —añadió Cadfael—. Esta flecha jamás fue disparada desde el cielo. Fijaos en la inclinación, desde bajo las costillas hacia el corazón. ¡Esto vino más bien de la tierra! ¿Un hombre armado con un arco corto y arrodillado entre los arbustos? Claro que, dada la pendiente del terreno, a lo mejor estaba algo más abajo que Rhisiart, pero, aun así…
—¡Los santos vengadores pueden utilizar instrumentos terrenos! —dijo Roberto con altanería.
—No por eso el instrumento dejaría de ser un asesino —replicó Cadfael—. En Gales también hay leyes. Tendremos que dar aviso al alguacil del príncipe.
Bened había pasado todo el rato contemplando en silencio el cadáver, la sangre que rodeaba la herida y la flecha con las plumas recortadas. De pronto, dijo muy despacio:
—Conozco esta flecha. Conozco a su propietario o, por lo menos, al hombre a quien pertenece esta marca. En las casas donde conviven varios jóvenes, éstos marcan sus flechas con un signo distintivo para que no pueda haber discusiones. Fijaos en la punta de las plumas de este lado, teñida de azul.
Así era, en efecto. Al oír sus palabras, varios de los presentes contuvieron la respiración porque conocían la marca tanto como él.
—Es de Engelardo —dijo Bened sin vacilar.
Tres o cuatro voces apagadas corroboraron su afirmación.
Sioned levantó su rostro petrificado en aparente calma, la cual se vino abajo, superada por la cólera y el temor. Rhisiart había muerto y ella no podía hacer por él otra cosa que no fuera llorarle y esperar. En cambio, Engelardo estaba vivo y era muy vulnerable por ser un forastero sin parientes que pudieran defenderle. La muchacha se levantó bruscamente y contempló con los ojos encendidos de rabia los semblantes de los que la rodeaban.
—Engelardo es el más honrado de todos los hombres de mi padre y antes de atentar contra su vida, se cortaría la mano. ¿Quién se atreve a decir que esto es obra suya?
—Yo no he dicho tal cosa —contestó Bened en tono conciliador—. Lo que digo es que la flecha lleva su marca. Es el mejor tirador con arco corto de toda la región.
—Y todo el mundo en Gwytherin sabe —añadió una voz galesa, no en tono acusatorio, sino de simple constatación— que ha tenido violentas discusiones con Rhisiart por cierto asunto que ambos se llevaban entre manos.
—Por mí —dijo Sioned con aspereza—. ¡Habla claro! Yo, mejor que nadie, conozco la verdad. Sí, es cierto que han disputado muchas veces por eso y sólo por eso, y lo hubieran seguido haciendo pero, a pesar de ello, ambos se entendían muy bien y ninguno hubiera hecho jamás el menor daño al otro. ¿Creéis acaso que la que era el objeto de sus disputas no conocía los riesgos a que se exponían tanto ella como los dos contendientes? Es verdad que discutían, pero se tenían más aprecio que el que pudieran sentir por cualquiera de vosotros, y con razón.
—Y, sin embargo —terció Peredur en voz baja—, ¿quién puede decir hasta qué extremo puede alejarse un hombre de su naturaleza por amor?
—¡Pensaba que eras su amigo! —exclamó Sioned, volviéndose a mirarle con desprecio.
—Y lo soy —contestó Peredur, palideciendo aunque sin inmutarse—. He dicho lo que pienso no sólo de él sino también de mí.
—¿Qué es este asunto del tal Engelardo? —preguntó el prior Roberto, un poco al margen de la discusión—. Traducidme lo que dicen —le ordenó a fray Cadfael. Cuando éste lo hizo con la mayor concisión posible, el prior, arrogándose una autoridad a la que no tenía derecho, añadió—: Parece que convendría pedirle a este joven que diera cuenta de sus actos de hoy. Tal vez otros han estado con él y podrán confirmar sus afirmaciones. En caso contrario…
—Salió esta mañana con tu padre —dijo Huw, contemplando afligido el desafiante rostro de la muchacha—. Tú nos lo dijiste. Ambos se dirigieron juntos a los campos. Después, tu padre dio media vuelta para reunirse con nosotros y Engelardo hubiera tenido que subir a los establos donde unas vacas estaban a punto de parir. Tenemos que preguntar por ahí si alguien vio a tu padre después de que se separara de Engelardo. ¿Hay alguien que pueda dar testimonio?
Silencio. Los congregados eran cada vez más numerosos. Algunos rezagados habían subido hasta allí sin haber descubierto nada y, al llegar, se habían encontrado con que el misterio ya había sido dramáticamente resuelto. Otros, al enterarse de la desaparición de Rhisiart, se habían desplazado desde la aldea. El mensajero del padre Huw regresó de la capilla con fray Columbano y fray Jerónimo. Pero nadie dijo haber visto a Rhisiart ni haberse tropezado con Engelardo aquel día.
—Hay que interrogarle —dijo el prior Roberto— y, si sus respuestas no son satisfactorias, se le tendrá que detener y entregar al alguacil. Porque está claro, según lo que aquí se ha dicho, que ese hombre tenía ciertamente un motivo para quitar de en medio a Rhisiart.
—¡Un motivo! —exclamó Sioned, encendiéndose de repente como un rescoldo que de pronto se avivara. Instintivamente volvió a refugiarse en el galés, pese a que ya había demostrado lo bien que comprendía el inglés y la principal razón de su reticencia a expresarse en dicho idioma había sido cruelmente eliminada—. ¡El motivo no era tan perentorio como el vuestro, padre prior! Todo el mundo sabe en esta aldea el empeño que vos teníais en arrebatarnos a Santa Winifreda y la gloria que eso le reportaría a vuestra abadía, y, sobre todo, a vos. ¿Y quién se interponía en vuestro camino sino mi padre? ¡En el vuestro, no en el de la santa! ¡Mostradme una mejor razón para desear su muerte! ¿Quién, durante todos estos años, quiso levantar alguna vez la mano contra él? Hasta que vos vinisteis aquí en demanda de las reliquias de Winifreda. Las diferencias de Engelardo con mi padre eran habituales y conocidas, las vuestras eran nuevas y apremiantes. Nuestra necesidad podía esperar porque somos jóvenes. La vuestra no podía. ¿Y quién mejor que vos sabía a qué hora mi padre cruzaría el bosque para ir a Gwytherin, y que no cambiaría de parecer?
El padre Huw había extendido una escandalizada mano para acallarla mucho antes de que la joven pronunciara esta acusación, pero ella no le hizo caso.
—Hija, hija mía, no debes lanzar estas terribles acusaciones contra el reverendo padre prior; es pecado mortal.
—Yo simplemente expongo hechos, que hablen ellos por sí mismos —replicó Sioned—. ¿Dónde está la ofensa? El prior Roberto destaca los hechos que le convienen, y yo destaco los que no le convienen. Mi padre era el único obstáculo que se interponía en su camino, y mi padre ha sido eliminado.
—Hija mía, todos los habitantes de este valle sabían que tu padre acudiría a mi casa y a qué hora, y muchos debían conocer los posibles caminos bastante mejor que estos buenos monjes de Shrewsbury. Tal vez alguien le guardaba rencor por algo. Debes saber que el prior Roberto estuvo conmigo y con fray Ricardo y fray Cadfael desde la misa de esta mañana —volviéndose a mirar a Roberto, el padre Huw se retorció las manos en actitud de súplica al tiempo que le decía—: Padre prior, os ruego que no tengáis en cuenta lo que esta muchacha acaba de decir. Está muy apenada…, acaba de perder a su padre… No es extraño que se revuelva contra todos nosotros.
—No pronunciaré ninguna palabra de reproche —contestó fríamente el prior—. Adivino que ha expresado ciertas dudas con respecto a mí y a mis compañeros, pero estoy seguro de que vos ya le habréis contestado. Decidle a esta joven en mi nombre que tanto vos como otras personas pueden dar testimonio de mí, ya que en todo el día no me he apartado de vuestro lado.
Alegrándose de poder contar por lo menos con aquella certeza, el padre Huw le repitió a Sioned las palabras del prior Roberto, pero, una vez más, la joven reaccionó con prontitud, olvidándose de todas sus precauciones ante la imperiosa necesidad de enfrentarse cara a cara con Roberto sin la tediosa intervención de los intérpretes.
—Puede que así sea, padre prior —replicó Sioned en inglés—. En cualquier caso, no os imagino como un buen tirador con arco. Sin embargo, el hombre que intentó comprar la voluntad de mi padre bien podría estar dispuesto a comprar a una persona más complaciente para que le hiciera este trabajo. ¡Aún teníais la bolsa en vuestro poder! ¡Rhisiart la rechazó!
—¡Tened cuidado! —tronó Roberto a punto de perder su frágil paciencia—. ¡Estáis poniendo vuestra alma en peligro! ¡Os he tolerado hasta ahora porque comprendo vuestro dolor, pero no sigáis por este camino!
Ambos se miraban como adversarios en liza antes de la caída de la posta; él, alto, erguido y más frío que el hielo; ella, grácil, bravía y con su sedosa mata de cabello negro cayendo sobre los hombros, tras haber perdido la cofia entre los arbustos. En aquel momento, antes de que la joven pudiera escupir más fuego o de que el prior la amenazara con una condena más inminente, se oyeron las voces de unas personas que bajaban por el bosque: la de un hombre y la de una muchacha que conversaban preocupados y se acercaban a toda prisa, como si hubieran oído los gritos y las amenazas y corrieran para averiguar qué sucedía.
Los dos antagonistas les oyeron y su concentración se disipó de inmediato. Sioned los conocía, y una fugaz sombra de desesperación y temor cruzó por su rostro. La joven miró asustada a su alrededor, en busca de ayuda. El brazo de una muchacha separó los arbustos que rodeaban el óvalo de hierba y en seguida apareció Annest, que contempló asombrada aquella inexplicable reunión de gente.
La angostura del sendero, no mayor que la sombra de un camino de venados en la hierba, y la brusquedad con la cual Annest se había detenido le ofrecieron a Sioned una oportunidad que ella intentó aprovechar valerosamente.
—Vuelve a casa, Annest —dijo en voz alta—. Regresaré acompañada. Date prisa en prepararlo todo para los invitados porque tendrás poco tiempo —añadió con apremio.
Annest aún no había bajado los ojos hacia donde el cuerpo de Rhisiart yacía medio oculto por la hierba y las sombras.
El esfuerzo fue inútil. Una mano grande y fuerte se apoyó en el hombro de la vacilante joven y la apartó a un lado.
—La compañía parece un poco enojada —dijo una clara y poderosa voz varonil—. Con tu permiso, Sioned, nos iremos todos juntos.
Engelardo apartó suavemente a un lado a la joven con tanta familiaridad como si fuera su hermano y entró en el claro del bosque.
Después se acercó a Sioned con los pasos seguros de un dueño y, de pronto, observó la rigidez de su cuerpo, el fuego de su mirada y la gélida desesperación de su semblante, inmediatamente reflejados en el suyo. Entonces frunció el ceño, y la amable sonrisa de sus labios desapareció de golpe mientras sus ojos ardían con un azul más intenso que el de las flores del aciano. Pasó por delante del prior como si no le viera o como si éste fuera un simple tocón o un árbol muerto al borde del camino, y extendió las manos sobre las cuales Sioned apoyó las suyas, cerrando los ojos por un instante. Ahora ya no podía indicarle por señas que se alejara. Ya estaba allí, en medio de todos y sin ninguna defensa. El círculo de personas todavía no hostiles se estrechó a su alrededor para impedirle la huida.
Aún no había soltado las manos de Sioned cuando vio el cuerpo de Rhisiart.
La impresión penetró con tanta violencia en su interior como debió penetrar la flecha en Rhisiart, paralizándole de golpe. Cadfael le tenía directamente delante y vio que sus labios se entreabrían y murmuraban casi en silencio: «¡Jesucristo nos valga!». Lo que aconteció a continuación fue de lo más elocuente. El muchacho sajón se movió con amorosa lentitud, tomó las manos de Sioned en una de las suyas y, con la otra, empezó a acariciarle el cabello, las sienes, la mejilla, el mentón y el cuello. Lo hizo con tanta dulzura que ella se tranquilizó como por ensalmo. Él temblaba sin poder dominar su emoción.
Después, la rodeó con su brazo y la estrechó, contemplando uno por uno los rostros que le miraban, hasta posar finalmente los ojos en el cuerpo de su señor.
—¿Quién lo ha hecho? —preguntó, palideciendo.
Miró a su alrededor, buscando al que, por derecho, hubiera tenido que ser el vocero de los demás, y dudó entre el prior Roberto, que se había arrogado la autoridad, y el padre Huw, que era conocido y apreciado por todos. Repitió la pregunta en inglés, pero ninguno de los dos contestó, cosa que nadie hizo durante un buen rato. Al final, Sioned habló con una nota de clara advertencia en la voz:
—Aquí algunos dicen que has sido tú.
—¿Yo? —exclamó Engelardo asombrado y despectivo, más que alarmado, clavando los ojos en el angustiado rostro de la muchacha.
«¡Huye! —gritaron los labios de Sioned en silencio—. ¡Te acusan a ti!».
Era lo único que ella podía hacer. El joven la entendió porque ambos se comprendían en silencio y con sólo una mirada. Engelardo calculó con un rápido vistazo el número de sus enemigos y los espacios que mediaban entre ellos, pero no se movió.
—¿Quién me acusa? —preguntó—. ¿Y por qué motivos? Me parece que más bien tendría que ser yo quien os interrogara a vosotros, que estáis aquí de pie alrededor del cuerpo de mi amo muerto, mientras que yo he pasado todo el día con las vacas, más allá de Bryn: Cuando regresé a casa, Annest estaba preocupada porque Sioned no había vuelto y el pastor le había dicho que las vísperas no se rezarían en la iglesia. Salimos en su busca y os encontramos a todos aquí, gritando como locos. Ahora vuelvo a preguntar, y lo sabré antes de darme por vencido: ¿Quién lo hizo?
—Es lo que todos nos preguntamos —contestó el padre Huw—. Hijo mío, aquí nadie te acusa. Pero hay ciertas cosas que nos dan derecho a interrogarte, y un hombre que tenga la conciencia tranquila no debe avergonzarse de responder. ¿Has examinado detenidamente la flecha que abatió a Rhisiart? ¡Pues, mírala bien!
Engelardo se acercó frunciendo el ceño, miró con amargura al muerto y sólo después se fijó en la flecha. Vio las plumas azul oscuro y emitió un jadeo.
—¡Es una de las mías! —exclamó, mirándoles recelosamente a todos—. O eso, o alguien ha copiado mi marca. Pero no, es mía, conozco el adorno, le puse las plumas nuevas hace apenas una semana.
—¿Reconoce que es suya? —preguntó Roberto, tratando de entender sus palabras—. ¿Lo confiesa?
—¿Confesar? —replicó Engelardo en inglés—. ¿Qué tengo que confesar? ¡Lo afirmo! Cómo fue traída hasta aquí o quién la disparó, lo ignoro tanto como vos, pero sé que la flecha es mía, ¡tan cierto como que existe Dios! —gritó enfurecido—. ¿Creéis que, si yo hubiera tenido parte en esta villanía, hubiera dejado mi huella en la herida? ¿Acaso soy tonto además de forastero? ¿Y me creéis capaz de hacerle daño a Rhisiart? ¿El hombre que me demostró su amistad y me ofreció un medio de subsistencia cuando tuve que escapar del condado de Chester a causa de mi afición a cazar venados?
—Él no te aceptaba como pretendiente de su hija —dijo Bened casi a regañadientes—, aunque en todo lo demás fuera bueno contigo.
—Es cierto y, según su sentir, tenía razón. Lo sé porque conozco las costumbres del País de Gales y, aunque en mi fuero interno me doliera, sabía que la razón y las tradiciones estaban de su parte. Nunca cometió la menor injusticia conmigo y yo nunca tuve ocasión de quejarme de nada. En cambio, él toleró mi arrogancia y mi impaciencia. No hay en todo Gwynedd un hombre a quien yo estime y respete más. Antes que causarle el menor daño a Rhisiart me hubiera cortado la garganta.
—Él lo sabía y lo sabe —dijo Sioned—, y yo también lo sé.
—Y, sin embargo, la flecha es tuya —dijo Huw con inmensa tristeza—. En cuanto a la conveniencia de retirarla o esconderla, puede que la precipitación de la huida, tras cometer este execrable acto, fuera más importante que lo otro.
—Si hubiera planeado este acto —contestó Engelardo—, aunque Dios me libre de tener que imaginar alguna vez tan gran vileza, no me hubiera sido difícil hacer lo que algún maldito diablo me ha hecho a mí, utilizando la flecha de otro.
—Pero, hijo mío, es más propio de tu naturaleza —añadió dolorosamente el sacerdote— que cometieras este acto sin premeditación y que en aquel momento sólo tuvieras tu arco y tus flechas. Otra petición, otra disputa, ¡y un súbito acceso de furia! Nadie supone que esto se urdió de antemano.
—No he usado el arco en todo el día. Estaba ocupado con las vacas, ¿por qué lo hubiera necesitado?
—Esto tendrá que establecerlo el alguacil real —dijo el prior Roberto, reclamando una posición de dominio sobre los demás—. Lo que hay que preguntarle ahora mismo a este joven es dónde estuvo todo el día, qué hizo y quién le acompañó.
—Nadie me acompañó. Los establos del otro lado de Bryn se encuentran en un lugar apartado, con muy buenos pastos, pero lejos de los caminos habituales. Hoy han parido dos vacas, una al mediodía y la otra a última hora de la tarde. Ha sido un parto difícil que me ha dado mucho trabajo, pero ahora los ternerillos están vivos. Ya se sostienen sobre sus patas y son la prueba de lo que estuve haciendo.
—¿Dejaste a Rhisiart en sus campos a mitad de camino?
—Así es. Me fui a mi trabajo y no volví a verle hasta ahora.
—¿Hablaste con alguien en los establos? ¿Alguien puede atestiguar dónde estuviste durante el día?
Ahora era improbable que alguno intentara arrebatarle la iniciativa a Roberto. Engelardo miró rápidamente a su alrededor, calculando las posibilidades. Annest se adelantó en silencio y se situó al lado de Sioned. Los emocionados ojos de fray Juan la siguieron, aprobando una lealtad que no tenía otro medio para expresarse.
—Engelardo no regresó a casa hasta hace media hora —contestó la joven con firmeza.
—Hija mía —dijo el padre Huw con profundo pesar—, el lugar donde no estuvo no sirve para confirmar que estuvo donde dice. Las dos vacas pueden haber parido más rápido de lo que él afirma. ¿Cómo podemos saberlo si no estuvimos allí? Pudo tener tiempo de bajar de nuevo aquí, cometer el acto y regresar junto al ganado sin que nadie le viera. A no ser que haya alguien que declare haberle visto en otro sitio a la hora en que se cometió esta acción, en cuyo caso me temo que deberíamos retener a Engelardo hasta que el alguacil del príncipe asuma la responsabilidad de la situación.
Los hombres de Gwytherin empezaron a murmurar entre sí, algunos convencidos por las palabras de Huw y muchos encolerizados por la trágica muerte de Rhisiart.
Otros vacilaban, aunque reconocían la necesidad de retener al forastero hasta que se demostrara su inocencia o se probara su culpabilidad. El círculo se cerró y los murmullos se convirtieron en unánime asentimiento.
—Es justo que así se haga —dijo Bened entre susurros de aprobación de los demás.
—Un inglés solitario con la espada contra la pared —le susurró fray Juan al oído a Cadfael—. ¿Qué posibilidades puede tener si nadie confirma sus dichos? ¡Estoy seguro de que dice la verdad! ¿Acaso habla o se comporta como un asesino?
Peredur había pasado todo el rato inmóvil como una roca sin apartar los ojos de Engelardo como no fuera para mirar con triste anhelo a Sioned. Cuando el prior levantó su brazo autoritario hacia Engelardo y todo el grupo se cerró obedientemente a su alrededor dispuesto a ponerle las manos encima, Peredur retrocedió un poco hacia los árboles y Cadfael le vio mirar a Sioned y hacer un movimiento de cabeza como llamándola. Vencida por el agotamiento y el dolor, la joven respondió de la misma manera y se inclinó rápidamente para murmurarle algo al oído a Engelardo.
—Cumplid con vuestro deber —ordenó Roberto— para con vuestras leyes, vuestro príncipe y vuestra Iglesia, ¡y detened a este hombre!
Hubo un instante de silencio y, de pronto, todos los presentes se abalanzaron sobre él. Engelardo se alejó de un salto de Sioned como queriendo refugiarse en los arbustos, pero, en su lugar, tomó una rama caída sobre la hierba y empezó a blandiría en círculo a su alrededor, derribando al suelo a dos desprevenidos ancianos y empujando a otros hacia atrás. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, cambió de dirección, saltó por encima de uno de los caídos en el suelo, se alejó de ellos, se libró del único que casi había conseguido agarrarle y se dirigió hacia la brecha que Peredur había dejado en sus filas. El padre Huw pidió a gritos a Peredur que lo detuviera, y éste saltó para impedirle la huida. Nunca quedó muy claro lo ocurrido entonces aunque en cierto modo fray Cadfael lo adivinó. El caso fue que, cuando su brazo extendido estaba casi a punto de rozar la manga de Engelardo, Peredur pisó una rama podrida, perdió pie y cayó de bruces medio aturdido entre los arbustos. Y probablemente sin resuello porque no hizo el menor ademán de levantarse hasta que Engelardo ya estaba muy lejos.
Pero el acoso no terminó ahí. Los más cercanos perseguidores de ambos lados, al ver el sesgo que adquiría la huida, empezaron a correr como liebres, siguiendo caminos convergentes hacia el fugitivo en el mismo borde del claro. Por la izquierda, se acercó uno de los siervos de la gleba de Cadwallon, corriendo como un galgo con sus largas piernas, mientras, por la derecha, fray Juan, con el hábito ondeando al viento, golpeaba poderosamente la tierra con sus sandalias. Fue quizás la primera vez que fray Juan disfrutó de la plena aprobación del prior Roberto. Y, sin duda, la última.
Ya no quedaban en la carrera más que ellos tres y, aunque Engelardo era muy veloz, todos creyeron que el siervo de las largas piernas acabaría atrapándole antes de que pudiera escapar, o que los tres se precipitarían juntos en una impresionante colisión. El siervo estiró unos brazos tan largos como sus piernas, y fray Juan hizo lo mismo por el otro lado. Una poderosa mano agarró un pliegue de la túnica de Engelardo por un lado; fray Juan saltó ágilmente por el otro. El prior Roberto suspiró de alivio, esperando que el fugitivo fuera apresado por un doble abrazo. Entonces fray Juan se agachó, apresó al siervo de Cadwallon por las rodillas y le hizo caer al suelo. Engelardo, librando su túnica de la presa del enemigo, saltó hacia los arbustos y desapareció entre el susurro de las ramas hasta que el silencio y la quietud cubrieron como un manto el camino de su huida.
La mitad de los hombres, más por la emoción que por verdadera hostilidad, se distribuyeron por el bosque tras el fugitivo, pero ya sin demasiado entusiasmo. Ya no tenían muchas posibilidades de atraparle. Probablemente tampoco les apetecía hacerlo, si bien, una vez iniciada la persecución, los sabuesos tenían que seguir el rastro. La verdadera tragedia estaba detrás, en el claro. Allí, por lo menos, la justicia tenía un culpable inequívoco.
Fray Juan apartó los brazos de las rodillas de su víctima, se sentó en la hierba, esquivó plácidamente un débil golpe que el siervo iba a propinarle y dijo en un sonoro pero incomprensible inglés:
—¡Vamos, muchacho, déjale en paz! ¿A ti qué daño te ha hecho? A fe mía que siento haberte agarrado de esta manera. ¡Si crees que te castigarán por eso, consuélate! Yo seguramente lo pagaré mucho más caro que tú.
Después se levantó, sacudiéndose las hojas y la tierra adheridas a su hábito, y miró complacido a su alrededor.
El prior Roberto, todavía no recuperado de la decepción, alto, erguido y majestuoso, parecía un señor normando pensando en el terrible castigo que debería imponer al traidor. Pero allí estaba también Sioned, cansada, afligida y vacía de pasión, pero con un leve resplandor en los ojos. Y, a su lado, Annest, rodeándole protectoramente la cintura con su brazo, pero con su rostro de flor vuelto hacia Juan. De nada servirían los truenos y los relámpagos de Roberto mientras ella sonriera de aquella forma y le expresara de tal guisa su gratitud y admiración.
Fray Ricardo y fray Jerónimo se acercaron como heraldos de la condena, situándose uno a cada lado del joven monje.
—Fray Juan, os llaman. Habéis cometido un grave delito.
Fray Juan les siguió resignado. A pesar de la tormenta que se avecinaba, jamás en su vida se había sentido más libre. Puesto que ya no tenía nada más que perder como no fuera su pundonor, estaba firmemente decidido a no sacrificarlo.
—Infiel e indigno hermano —dijo el prior Roberto con voz sibilante y tono de terrible indignación—, ¿qué habéis hecho? No neguéis lo que todos hemos visto. No sólo habéis contribuido a la fuga de ese malvado sino que, además, habéis frustrado el intento de apresarle de aquel fiel servidor. Habéis provocado deliberadamente la caída de aquel buen hombre, para ayudar a Engelardo a escapar. Traidor contra la Iglesia y la ley, habéis cometido una acción reprobable. Si hay algo con que podáis defenderos, decidlo ahora.
—Pensé que al muchacho le perseguían sin razón, por una sospecha muy sospechosa —contestó fray Juan con audacia—. He hablado con Engelardo, le tengo por un alma sincera y honrada, incapaz de cometer violencia a traición contra ningún hombre y mucho menos contra Rhisiart, a quien tanto apreciaba y valoraba. No creo que haya tenido parte en su muerte y, lo que es más, creo que no descansará hasta descubrir quién la tuvo. ¡Y entonces, que Dios se apiade del asesino! ¡Por eso le he dado una oportunidad y le deseo mucha suerte!
Ambas jóvenes, con las cabezas juntas en gesto de femenina solidaridad, interpretaron el tono, ya que no las palabras y, con expresión radiante, le dedicaron un silencioso aplauso. El prior Roberto estaba indefenso, pero no lo sabía. Fray Cadfael, en cambio, lo sabía muy bien.
—¡Insolente! —tronó Roberto, erizándose hasta mostrar el cortante filo de su indignación ante aquella afrenta—. Os habéis condenado por vuestra propia boca y sois una deshonra para nuestra orden. Yo no tengo autoridad en lo que respecta a la ley galesa. El alguacil del príncipe deberá resolver este crimen que clama venganza. Pero, por lo que respecta a mis subordinados, en caso de que hayan infringido las leyes de este país del que somos huéspedes, dos disciplinas os amenazan, fray Juan. No puedo hablar en nombre del soberano de Gwynedd, pero en el mío sí puedo y así lo haré. Os habéis situado más allá de una simple sanción eclesiástica. Os confino en prisión hasta que yo hable con la autoridad secular de aquí, y entretanto os niego todas las confortaciones y los consuelos de la Iglesia —el prior hizo una breve pausa de reflexión mientras el padre Huw le miraba angustiado y perdido en aquel océano de quejas y acusaciones—. Fray Cadfael, preguntadle al padre Huw en qué lugar hay una prisión segura donde podamos encerrarle.
Fray Juan no había contado con aquella posibilidad y, aunque no se arrepentía de nada, como hombre pragmático que era, empezó a mirar a su alrededor, buscando el medio de escapar de allí. Estudió las brechas del semicírculo, tal como previamente hiciera Engelardo, separó sus poderosos pies e inclinó los hombros experimentalmente como si se dispusiera a propinarle un codazo en el vientre a fray Ricardo y una patada en las piernas a Jerónimo para luego correr hacia la libertad, pero se detuvo justo a tiempo cuando fray Cadfael dijo en tono pausado:
—El padre Huw dice que sólo hay un lugar apropiado. Si Sioned nos permite utilizar su casa, allí estaría seguro.
Al oír aquellas palabras, fray Juan perdió inesperadamente el interés por la fuga.
—Mi casa está a disposición del prior Roberto —se apresuró a decir Sioned en galés y con la mayor frialdad posible. Ya había recuperado el dominio de sí misma y no cometió el error de expresarse en inglés—. Hay graneros y establos, si queréis utilizarlos. Prometo no acercarme al prisionero y no conservar en mi poder la llave de su prisión. El padre prior puede elegir al guardián que mejor le plazca entre los suyos. Mi casa le proporcionará el sustento, pero esta tarea se la encomendaré también a otra persona. Si la cumpliera yo misma, temo que se dudara de mi imparcialidad, después de lo ocurrido.
Es una buena chica, pensó fray Cadfael, traduciendo sus palabras más para Roberto que para Juan. Lo suficientemente lista como para evitar las mentiras aunque ello le provocara un inconveniente tras otro, pero lo bastante generosa como para pensar en los anhelos y deseos de los demás. La persona a quien se encomendaría alojar y alimentar debidamente a Juan se encontraba de pie al lado de su ama, mejilla contra mejilla y cabello claro contra cabello oscuro. Eran unas mozas admirables. Pero tal vez no hubieran encontrado aquel inesperado y prometedor camino abierto de no haber sido por la inocente intervención del célibe sacerdote de su parroquia.
—Tal vez sea lo mejor —dijo el prior Roberto con una gelidez no exenta de cortesía—. Os agradezco vuestro amable ofrecimiento, hija mía. Tratadle severamente, dadle lo que necesite para vivir, pero nada más. Está en grave peligro de perder su alma y justo es que su cuerpo expíe la culpa. Si lo permitís, nosotros nos adelantaremos a encerrarle, comunicaremos a vuestro tío lo ocurrido y le pediremos que mande a alguien a buscaros. No quiero molestar más en una casa que está de luto.
—Yo os mostraré el camino —dijo Annest, apartándose modestamente del lado de Sioned.
—¡Sujetadle fuerte! —advirtió Roberto mientras iniciaban la marcha a través del bosque.
Sin embargo, de haberle mirado con más detenimiento, el prior hubiera observado que la resignación del reo se había transformado en algo muy cercano a la complacencia. Juan caminaba con tanta ligereza como sus guardianes, más interesado en contemplar el fino talle y los gráciles hombros de Annest que en buscar una oportunidad de fugarse.
Bien, pensó Cadfael, decidiendo no acompañarles mientras se volvía a mirar a Sioned, ¡que Dios lo resuelva todo! ¡Tal como indudablemente está haciendo, ahora y siempre!
Los hombres de Gwytherin cortaron unas ramas jóvenes y entretejieron unas parihuelas verdes para trasladar el cuerpo de Rhisiart a casa. Cuando levantaron el cadáver, vieron en la parte inferior mucha más sangre que alrededor de la herida, pese a que la punta de la flecha apenas había atravesado la piel de la espalda y la ropa. Cadfael hubiera deseado examinar más detenidamente la túnica y la herida, pero se abstuvo de hacerlo porque Sioned se encontraba de pie a su lado, rígidamente erguida en su pétreo dolor. Nada, ni una palabra ni un acto que no fuera hierático y ceremonioso, hubiera sido permisible en su presencia. Por si fuera poco, acababan de llegar todos los criados de Rhisiart para llevarse a su señor a casa. El mayordomo esperaba en la puerta con los bardos y las plañideras para recibirle por última vez, y aquello ya no era la indagación de un delito sino la primera celebración de un gran rito funerario, por lo que cualquier intento de examen hubiera resultado indecoroso. No había ninguna esperanza de hacer ulteriores averiguaciones aquella noche. Hasta el prior Roberto comprendió la necesidad de retirarse respetuosamente, junto con los suyos, de aquella afligida comunidad de la que no formaban parte.
Cuando llegó el momento de levantar las parihuelas con el cadáver, ahora debidamente tendido con las piernas estiradas y las manos en los costados, Sioned miró a su alrededor, buscando a alguien más a quien encomendar una participación en aquella honrosa tarea. Pero no le encontró.
—¿Dónde está Peredur? ¿Qué ha sido de él?
Nadie le había visto alejarse, pero se había ido. Nadie le prestó atención tras completar fray Juan lo que Peredur había comenzado. Se había ido sin decir nada, como si hubiera cometido un acto vergonzoso del que esperara reproches y no gratitud. En medio de su inmenso dolor, Sioned lamentó su deserción.
—Pensé que querría ayudar en el traslado de mi padre a casa. Él lo quería y sabe que mi padre lo apreciaba muchísimo. Desde niño, entraba y salía de nuestra casa como si fuera la suya.
—Tal vez temió no ser bien recibido —apuntó Cadfael—, tras haber hecho un comentario sobre Engelardo que te disgustó.
—¿Y haber hecho después algo que lo borró con creces? —replicó Sioned en voz baja para que sólo lo oyera Cadfael. No tenía por qué proclamar a los cuatro vientos lo que ella sabía muy bien, es decir, que Peredur le había facilitado la huida a su enamorado—. No, no entiendo por qué se ha ido de esta manera, sin decir nada —añadió, suplicándole al monje con una mirada que la acompañara mientras ella echaba a andar tras las parihuelas. Al cabo de un rato de silencio, Sioned preguntó sin volver la cabeza—: ¿Os dijo mi padre las cosas que os tenía que decir?
—Algunas —contestó Cadfael—. No todas.
—¿Hay algo que yo deba o no deba hacer? Necesito saberlo. Tenemos que prepararle esta noche —al día siguiente el cuerpo ya estaría rígido, y ella lo sabía—. Si necesitáis algo de mí, decídmelo ahora.
—Guarda la ropa que lleva cuando se la quitéis, y observa dónde está mojada por la lluvia de esta mañana y dónde está seca. Si ves algo extraño, recuérdalo. Mañana, en cuanto pueda, vendré a verte.
—Tengo que saber la verdad —dijo la joven—. Vos sabéis por qué.
—Sí, lo sé. Pero, esta noche, cantad y bebed por él, y ten la absoluta certeza de que él oirá vuestros cantos.
—Sí —Sioned suspiró profundamente—. Sois un hombre bueno. Me alegro de que estéis aquí. Vos no creéis que haya sido Engelardo.
—Estoy completamente seguro de que no. En primer lugar, no es propio de él. Los jóvenes como Engelardo pueden atacar cuando se enfurecen, pero con los puños, no con las armas. En segundo lugar, si hubiera tenido la intención, lo hubiera hecho mejor. Ya viste el ángulo de la flecha. Calculo que Engelardo supera la estatura de tu padre por lo menos en tres dedos. ¿Cómo pudo disparar una flecha por debajo de las costillas de un hombre más bajo que él, aunque lo hiciera desde un terreno situado a un nivel inferior? Aunque se arrodillara o agachara entre la maleza, dudo que lo hubiera conseguido. ¿Y por qué razón hubiera cometido ese delito? Es una locura. ¿Cómo el mejor tirador de la región no pudo disparar limpiamente la flecha desde una distancia en la que pudiera verle con toda claridad? Y, lo que es peor, ¿cómo es posible que un buen arquero buscara un sitio tan angosto y complicado? No han mirado bien el terreno, de lo contrario no dirían semejante sandez. Pero, sobre todo, Engelardo es demasiado sincero y honrado como para matar a traición, por mucho que odie a un hombre. Y a Rhisiart no lo odiaba. No hace falta que me lo digas, lo sé.
Buena parte de lo que Cadfael acababa de decirle hubiera podido herir a Sioned, pero no la hirió. La joven siguió todos sus argumentos y, al oír ensalzar de tal guisa a su enamorado, se ruborizó de emoción en su vulnerable doncellez.
—No parecéis sorprendido de que no me preocupe por lo que pueda haber sido de Engelardo y por dónde pueda estar ahora.
—No —dijo Cadfael, sonriendo—. Tú sabes dónde está y cómo comunicarte con él siempre que lo necesites. Creo que vosotros tenéis dos o tres lugares secretos más apartados que aquel roble, y en uno de ellos descansa ahora Engelardo o pronto descansará. Me parece que sabes que está a salvo. No me digas nada, a menos que necesites ayuda o un mensajero.
—Vos podéis ser mi mensajero para otro, si queréis —dijo la joven. Habían dejado atrás el bosque y se encontraban en los linderos de los campos de Rhisiart. El prior Roberto, con expresión severa y reservada, se encontraba de pie, discretamente acompañado por los suyos, tratando de comunicar con sus manos, sus facciones y la leve inclinación de su cabeza, el respeto que sentía por el muerto y la compasión que le inspiraban sus deudos sin que ello significara que había perdonado la ofensa. Su prisionero estaba a buen recaudo y Roberto sólo aguardaba para recoger al último de su rebaño y retirarse con majestuoso decoro—. Decidle a Peredur que le he echado de menos entre aquéllos que mi padre hubiera querido que le llevaran a casa. Decidle que lo que hizo fue muy generoso, y que le estoy agradecida. Y que lamento que lo haya dudado por un instante.
Ya se estaban acercando a la entrada y tío Meurice, el mayordomo, había salido a recibirles con su bondadoso rostro desfigurado por la angustia y el dolor.
—Y venid mañana —añadió Sioned casi en un susurro mientras se alejaba de Cadfael y entraba en la casa tras el cuerpo sin vida de su padre.