ubierais debido comunicarme vuestro propósito —dijo el padre Huw en tímido tono de reproche—. En tal caso, os hubiera dicho que era la peor de las locuras. ¿Qué interés os parece que puede tener el dinero para un hombre como Rhisiart? Aunque estuviera a la venta, cosa que no está, hubierais tenido que buscar otro medio para comprarle. Pensé que ya le habríais tomado la medida y le expondríais la apurada situación de los peregrinos ingleses que carecen de poderosos santos y están necesitados de una protectora. Él hubiera accedido si apelabais a su generosidad.
—Vengo con la bendición de la Iglesia y el soberano —replicó el prior, aunque, de tanto repetirlo, ya estaba empezando a cansarse—. No puedo ser obstaculizado por la voluntad de un señor comarcal. ¿Acaso mi orden no tiene ningún derecho aquí en Gales?
—Muy pocos —contestó bruscamente Cadfael—. Mi pueblo tiene una natural reverencia, pero tiende más a la ermita que al claustro.
La acalorada discusión se prolongó hasta la hora de vísperas e incluso envenenó los rezos con su amargura, pues el prior Roberto predicó un temible sermón que revelaba todos los presagios según los cuales Winifreda deseaba por encima de todo trasladarse a la santa casa de Shrewsbury y denunció proféticamente a todos quienes se oponían al traslado de sus reliquias. Terrible sería la cólera de la santa contra los que se atrevieran a impedir el cumplimiento de su voluntad. De este modo el prior Roberto echó los cimientos para una reconciliación con Rhisiart. Y, aunque Cadfael en su traducción procuró rebajar todo lo que pudo el tono de la amenaza, algunos de los congregados conocían el suficiente inglés como para comprender plenamente la intención de las palabras. Cadfael lo intuyó a través de la dura expresión de sus rostros. Ahora darían a conocer la noticia a los que no habían estado presentes y el pueblo de Gwytherin sabría que el prior les había recordado lo sucedido al príncipe Cradoc, cuya carne desapareció en la tierra como si fuera lluvia y la suerte de cuya alma nadie se atrevía a imaginar. Lo mismo podría ocurrirles a quienes tuvieran la osadía de contrariar la voluntad de Winifreda.
El padre Huw, angustiado y preocupado, hacía sinceramente lo que podía para complacer a todo el mundo. Le llevó casi toda la tarde conseguir que el prior le escuchara, aunque éste lo hizo más por cansancio que por otra cosa.
—Rhisiart no es un impío…
—¡Que no es un impío! —exclamó fray Jerónimo, levantando los ojos al cielo—. ¡Muchos hombres han sido excomulgados por menos!
—En tal caso, han sido excomulgados sin motivo —dijo Huw con determinación—, tal como yo creo sinceramente que ha sucedido algunas veces. Afirmo que es un hombre honrado, devoto, generoso y justo, y que tenía derecho a ofenderse cuando recibió la afrenta. Si queréis que retire su oposición, deberéis ser vos, padre prior, quien dé el primer paso, aunque en otras condiciones. No os aconsejaría que lo hicierais en persona, de momento. Yo que vos, le enviaría a fray Cadfael, que es un buen galés, y le rogaría que olvidara todo lo dicho y hecho y que accediera a reiniciar la discusión. Creo que no se negaría. El solo hecho de ir a verle le desarmaría porque tiene un corazón generoso. No digo que cambiara necesariamente de parecer, eso dependerá de cómo se plantee el tema esta vez, digo que accedería a escuchar.
—Lejos de mí perder la oportunidad de salvar un alma de la perdición —dijo el prior Roberto con altivez—. No le deseo a ese hombre el menor daño, si modera sus ofensas. No es humillante inclinarse para salvar a un pecador.
—¡Oh, portentosa clemencia! —exclamó fray Jerónimo—. ¡Santa generosidad para con el malhechor!
Fray Juan le miró de soslayo con ojos fulgurantes y movió nerviosamente un pie, como si tratara de refrenar el impulso de soltarle una patada. El padre Huw, deseoso de preservar sus buenas relaciones con el príncipe, el obispo, el prior y el pueblo, le dirigió una mirada de advertencia y se apresuró a añadir:
—Esta misma noche iré a ver a Rhisiart y le pediré que venga a comer mañana a mi casa. Entonces, si podemos llegar a un acuerdo, se convocará otra asamblea a fin de que todos sepan que se ha restablecido la paz.
—¡Muy bien! —dijo el prior, tras reflexionar un instante. De este modo, no tendría que reconocer ninguna culpa por su parte ni pedir perdón ni molestarse en averiguar lo que Huw pensaba decir en su nombre—. Muy bien, pues, hacedlo así y confío en que consigáis vuestros propósitos.
—Sería una demostración de vuestra nobleza y de la importancia de este gesto —sugirió Cadfael con expresión solemne—, enviar a vuestros emisarios a caballo. Aún no ha oscurecido y a los caballos les vendría bien un poco de ejercicio.
—Cierto —dijo el prior, complacido—, eso realzaría nuestra dignidad y conferiría mayor peso a nuestra misión. Muy bien, pues, que fray Juan traiga los caballos.
—¡A eso llamo yo un amigo! —dijo fray Juan exultante de gozo, cuando los tres ya estaban cruzando el bosque a caballo bajo las primeras sombras del crepúsculo; el padre Huw y Juan montados en los dos caballos, y fray Cadfael en la mejor de las mulas—. Diez minutos más, y me hubiera ganado un castigo de por lo menos un mes de duración; ahora, en cambio, estoy aquí con la mejor compañía del mundo, cumpliendo una misión como Dios manda y disfrutando de la quietud de la noche.
—¿Dije yo que vendrías con nosotros? —preguntó Cadfael en tono socarrón—. Yo dije que los caballos añadirían lustre a la embajada, no que tú lo añadirías.
—Yo voy con los caballos. ¿Oíste hablar alguna vez de un embajador que viajara a caballo sin un mozo? Me quitaré de en medio mientras dure la discusión y haré las veces de obediente criado. Por cierto, Bened subirá a beber a la casa esta noche. Lo hacen por turnos, y esta vez le toca a Cai.
—¿Y cómo te enteraste de tantas cosas sin saber ni una sola palabra de galés? —preguntó Cadfael.
—Entiendo más o menos lo que dicen, y ellos me entienden a mí. Además, yo conozco algunas palabras de galés. Si me quedara aquí algún tiempo, pronto aprendería muchas más, siempre y cuando consiguiera llegar a pronunciarlas. También aprendería el oficio de herrero. Esta mañana le eché una mano a Cai en la fragua.
—Pues, ha sido un honor. En Gales, no todo el mundo puede ser herrero.
Huw les indicó la valla que discurría a su izquierda.
—La propiedad de Cadwallon. Todavía nos queda media legua de bosque para llegar a casa de Rhisiart.
Aún no había anochecido del todo cuando llegaron a un claro muy grande, con tierra arada y sembrada alrededor de una empalizada. En el aire se aspiraba el olor de la leña quemada y el resplandor de las antorchas iluminaba la puerta abierta de la casa. Los establos, los graneros y los rediles estaban adosados a la parte interior de la empalizada. Varios hombres y mujeres iban de acá para allá, entregados a las distintas tareas de la enorme mansión.
—Vaya, vaya —dijo la voz del labrador Cai desde un banco situado bajo el alero de uno de los establos—. Veo que por el olfato habéis descubierto dónde estaba el hidromiel esta noche, fray Cadfael —añadió, desplazándose hacia Bened para hacerle sitio—. Padrig está dentro, tocando música y, por lo que he oído, bien podría ser música de guerra, pero pronto se reunirá con nosotros. Sentaos y seáis bienvenidos. Nadie os considera enemigos.
Con ellos había un tercer hombre, sentado en un rincón más sombrío, con las largas piernas estiradas indolentemente hacia adelante y el cabello amarillo rojizo destacando en la oscuridad. El joven forastero Engelardo dobló gustosamente las piernas y se desplazó también en el banco, mostrando la blancura de sus dientes al sonreír.
—Hemos venido justamente para detener la guerra —dijo fray Cadfael mientras desmontaba con sus acompañantes. Un mozo de la casa se apresuró a tomar las bridas—. El padre Huw es portador de la paz y yo sólo vengo como testigo. Por desgracia, debemos regresar en seguida en cuanto hayamos hablado con vuestro señor, pero si acogéis a fray Juan mientras nosotros hacemos los tratos, él os lo agradecerá mucho. Podrá hablar en inglés con Engelardo; un hombre tiene que practicar su idioma siempre que pueda.
Sin embargo, en aquellos momentos fray Juan se había quedado imposibilitado de hablar cualquier idioma porque mantenía la mirada fija en un punto y dejó que le quitaran las riendas de las manos como si estuviera dormido. No miraba a Engelardo sino hacia la puerta de la casa donde acababa de aparecer una moza que inmediatamente se acercó a los que estaban sentados en el banco junto al establo, sosteniendo una enorme jarra con ambas manos. Sus amables ojos castaños miraron fugazmente a los visitantes, se posaron en fray Cadfael y el cura con familiaridad y se abrieron como platos al ver a fray Juan, de pie como una estatua viviente, con su cabello cobrizo encrespado, sus mejillas curtidas por la intemperie y la expresión rendida de su mirada. Fray Cadfael siguió la dirección de los ojos de Annest y vio a un vigoroso joven muy bien parecido que le debía llevar unos dos o tres años a la moza. El hábito benedictino, subido hasta las rodillas para montar con más comodidad, parecía una típica túnica galesa y la tonsura, por mucho que uno (¡o una!) supiera que estaba allí, resultaba casi invisible bajo los llameantes rizos.
—¡Veo que estáis sedientos! —dijo Annest con la mirada fija en fray Juan mientras posaba la jarra en el banco al lado de Cai y se sentaba con un revuelo de faldas y un movimiento de su cabello castaño claro, aceptando la cuerna que Bened le ofrecía. Fray Juan la miró subyugado.
—Ven aquí, muchacho —dijo Bened, haciéndole sitio al joven entre su propia persona y Cai, a escasa distancia de la moza que, en aquellos momentos, tomaba delicadamente un sorbo de hidromiel.
Fray Juan se acercó como un sonámbulo al lugar que le habían reservado.
—Bien, bien —musitó para sus adentros fray Cadfael, dejando lo insoluble en manos de Aquél que todo lo puede resolver, y acompañó al padre Huw al interior de la casa.
—Iré —dijo Rhisiart, encerrado con sus visitantes en una pequeña estancia—. Pues, claro que iré. Ningún hombre debe negarle a otro la posibilidad de expresar su parecer. Ningún hombre puede tener la certeza de que el otro no rectificará y obrará con rectitud. Dios me libre de negarle a alguien una segunda oportunidad. Yo mismo me he precipitado a veces, afirmando algo de lo que después me he arrepentido, y así lo he dicho, tal como acaba de hacer vuestro prior —Roberto no lo había expresado tan claramente y el padre Huw tampoco había afirmado que lo hubiera hecho. Éste más bien había manifestado su propio pesar y su vergüenza por lo ocurrido, pero, si Rhisiart quería atribuir aquellos sentimientos a Roberto, el padre Huw no pensaba sacarle de su error—. Pero os confieso que espero muy poco de este encuentro. La brecha entre nosotros es demasiado grande. A vosotros puedo deciros lo que no he dicho a nadie de los que no estuvieron allí. Es algo que me avergüenza. Ese hombre me ofreció dinero. Ahora dice que lo ofreció a Gwytherin, pero ¿cómo es posible? ¿Acaso yo soy Gwytherin? Yo no soy más que un hombre como los demás. Ocupo mi lugar lo mejor que puedo, pero sólo soy un hombre. No, la bolsa me la ofreció para que no me opusiera a sus propósitos y para que convenciera a mis paisanos de que accedieran a sus deseos. Acepto su voluntad de volver a hablar conmigo para que yo consiga ver las cosas tal como él las ve. Pero no puedo olvidar que él las vio como algo que puede comprarse con dinero. Si él quiere que yo cambie, eso también deberá cambiar. En cuanto a sus amenazas, porque fueron amenazas, y a vos os agradezco que me las tradujerais fielmente, no me asustan. Mi reverencia por nuestra santa es tan grande como la suya o como la de cualquier otro hombre. ¿Acaso pensáis que ella no lo sabe?
—Estoy seguro de que sí —contestó el padre Huw.
—Y, si lo que quieren es honrarla y venerarla como es debido, ¿por qué no pueden hacerlo aquí, donde está ella? Podrían incluso engalanar la sepultura que tenemos tan descuidada, si eso les molesta.
—Una buena pregunta —dijo fray Cadfael—, yo mismo me la he hecho. El sueño de los santos debería ser más sagrado y respetable que el de los hombres corrientes.
Rhisiart le miró con sus bellos ojos desafiantes, algo más claros que los de su hija, y esbozó una sonrisa.
—De todos modos, iré y os agradezco las molestias. Al mediodía o un poco más tarde, iré a comer a vuestra casa y escucharé lo que él quiera decirme.
Las risas sonaban alegremente de un extremo a otro del banco bajo el alero del establo. Hubiera sido agradable unirse a los bebedores, por lo menos para tomar unos tragos, tal como Cai les pedía. Bened se había levantado para volver a llenar la cuerna, y fray Juan, silencioso y arrebolado, pero con expresión inmensamente feliz, permanecía sentado sin ninguna barrera al lado de la moza; las mangas de ambos se rozaban cuando ella se inclinaba con curiosidad, dejando caer sobre su hombro un mechón de su cabello.
—Pero bueno, ¡qué prisa os habéis dado! —exclamó Cai, escanciándoles un poco de hidromiel—. ¿Irá a hablar con vuestro prior?
—Sí —contestó Cadfael—. Pero dudo que lleguen a un acuerdo. Sufrió una grave afrenta. Pero irá a comer, y eso ya es algo.
—Toda la comunidad se habrá enterado antes de que regreséis a la parroquia —dijo Cai—. Aquí las noticias corren más que el vino y, después de lo de esta mañana, os digo que todo el mundo respalda a Rhisiart. Si él cambiara de parecer y dijera que sí, ellos lo aceptarían. Y no porque no tuvieran dudas y vacilaciones sino porque confían en él. Manifestó su parecer y ellos saben que no lo abandonará más que por una buena razón. Si lográis ablandarle, os saldréis con la vuestra.
—Con la mía, no —replicó Cadfael—. Nunca he podido comprender por qué un hombre no puede venerar a su santo preferido sin necesidad de manosear sus huesos, pero últimamente hay mucha rivalidad en las abadías por la cuestión de las reliquias. El hidromiel es muy bueno, Cai.
—Lo preparó nuestra Annest —dijo Bened, mirando con paternal orgullo a su sobrina mientras apoyaba cariñosamente una mano sobre su hombro—. ¡Y ésa no es más que una de sus cualidades! Cuando se case, será un tesoro para su marido, pero una triste pérdida para mí.
—Podría traerte a un buen herrero que trabajara contigo —la moza esbozó una graciosa sonrisa—. ¿Dónde estaría entonces la pérdida?
Ya había anochecido por completo y, aunque gustosamente se hubieran quedado un rato allí, los visitantes tenían que marcharse.
El padre Huw estaba nervioso, imaginándose la impaciencia del prior Roberto paseando su alta figura por el jardín a la espera de que regresaran los mensajeros.
—Tenemos que irnos. Nos esperan. Vamos, hermano, despedíos de los amigos.
Fray Juan se levantó con cierta renuencia, pero de buen grado. El mozo se acercó con los caballos, sujetándolos por sus cuellos arqueados. Con rostro sereno y mirada brillante, fray Juan dio a todos las buenas noches, ¡en un cuidadoso pero sonoro galés!
El eco de las voces acompañó a los jinetes hasta la entrada. En medio de las risas y los buenos deseos, se elevó la clara voz de la joven mientras un cordial «¡Id con Dios!» de Engelardo en inglés equilibraba los idiomas.
—¿Quién te enseñó a decir eso entre el anochecer y la noche? —preguntó fray Cadfael con interés mientras los tres se adentraban en el bosque—. ¿Cai o Bened?
—Ninguno de los dos —contestó fray Juan, alegrándose en secreto de algo.
Hubiera resultado inútil preguntar cómo había conseguido la moza enseñarle la frase sin conocer ella el inglés y sin que él entendiera el galés. El lenguaje que ambos utilizaban no necesitaba traducción.
—Bueno, pues, si algo se ha aprendido podemos decir en justicia que el día no se ha desperdiciado totalmente —reconoció generosamente Cadfael—. ¿Hiciste algún otro descubrimiento?
—Sí —contestó fray Juan con sonrisa satisfecha—. Pasado mañana será día de hornear en casa de Bened.
—Podéis dormir y descansar, padre prior —dijo Huw, levantando hacia la pálida y despejada frente la suya estrecha y morena—. Rhisiart vendrá y os escuchará. Ha sido muy generoso y amable. Mañana al mediodía o un poco más tarde, estará aquí.
El prior Roberto disimuló un suspiro de alivio. Pero necesitaba algo más para poder descansar. Ricardo se acercó a él con inquietud.
—¿Se habrá percatado de que su resistencia era un error? ¿Retirará su oposición?
En la oscuridad donde apenas llegaba la luz de la vela, fray Jerónimo y fray Columbano temblaron ya que, mientras persistiera la duda, no se les permitiría retirarse a descansar a casa de Cadwallon. La luz se reflejaba en sus inquietos ojos suplicantes.
El padre Huw contestó con evasivas porque también estaba deseando irse a dormir.
—Ofrece un amistoso interés y una amable consideración. No le pedí más.
—Tendréis que ser muy persuasivos y sinceros —intervino bruscamente fray Cadfael—. Él es sincero. Y no estoy muy seguro de que se le pueda convencer fácilmente —estaba harto de halagar vanidades heridas y decía claramente lo que pensaba—. Padre prior, cometisteis un error con él esta mañana. Hará falta un cambio de corazón, del suyo o del vuestro, para deshacer el entuerto.
En cuanto terminó la misa a la mañana siguiente, el prior Roberto elaboró cuidadosamente sus planes.
—Sólo el viceprior y yo, con el padre Huw y fray Cadfael como intérprete, nos sentaremos a la mesa. Vos, fray Juan, ayudaréis en la cocina y haréis lo que haga falta. También podréis cuidar del ganado y las gallinas del padre Huw. Y vosotros dos, fray Jerónimo y fray Columbano, cumpliréis una misión especial que os he preparado. Puesto que vamos a discutir la cuestión de Santa Winifreda, quiero que paséis las horas que duren nuestras deliberaciones en vigilia y oración, implorando su auxilio para que ese hombre obstinado se avenga a razones y podamos concluir felizmente nuestra misión. No aquí en la iglesia sino en su propia capilla del viejo cementerio donde está enterrada. Llevaos comida y vino e idos allí ahora mismo. El niño Edwin os mostrará el camino. Si logramos convencer a Rhisiart, tal como así lo espero gracias al patrocinio de la santa, os mandaré llamar. Entretanto, orad hasta que yo os avise.
Los monjes se fueron cada uno a cumplir su tarea. Juan se alegró de poder ayudar a Marared a vigilar el fuego e ir por las cosas que ella le encomendara. La anciana, viuda y con hijos crecidos, estaba muy contenta de tener como ayudante a aquel joven tan apuesto, y Cadfael pensó que Juan disfrutaría seguramente de los mejores bocados antes de que la comida llegara a la mesa. Jerónimo y Columbano se fueron con el niño, portando pan y carne envueltos en servilletas en el interior de las pecheras de sus hábitos. Fray Columbano llevaba, además, un frasco con las raciones de vino y una botellita con agua del manantial para él.
—Sé que es una ofrenda insignificante —dijo con humildad—, pero no tocaré más que agua hasta que nuestra causa se vea coronada por el triunfo.
—Peor para él —dijo fray Juan, esbozando una sonrisa picara—, ¡porque a lo mejor se pasa la vida sin volver a probar el vino!
Era una hermosa mañana de primavera, pero tan caprichosa como pueden ser las del mes de mayo. El prior Roberto y sus acompañantes permanecieron sentados en el jardín hasta que un chaparrón de casi media hora les obligó a entrar en la casa. Ya era casi mediodía, la hora en que Rhisiart se reuniría con ellos. Se habría mojado en el bosque. O tal vez habría esperado en casa de Cadwallon a que saliera nuevamente el sol. En esta creencia, no se preocuparon cuando pasó otra media hora sin que apareciera. Al cabo de una hora, el prior Roberto adoptó una expresión cautamente triunfal.
—Oyó mi advertencia contra su pecado y teme venir a enfrentarse conmigo —dijo.
—Oyó la advertencia, ciertamente —comentó el padre Huw—, pero no vi en él la menor señal de temor. Habló con gran firmeza y serenidad. Y es un hombre de palabra. Esta demora no es propia de él.
—Comeremos frugalmente —dijo el prior— y le daremos la oportunidad de cumplir su promesa, en caso de que se haya retrasado por culpa de algún contratiempo. Puede ocurrirle a cualquiera. Le esperaremos hasta la hora de prepararnos para vísperas.
—Me acercaré hasta la casa de Cadwallon —se ofreció fray Ricardo—. Hasta allí hay un solo sendero, tal vez le encuentre o me digan que ya está en camino.
Tardó más de hora y media y regresó solo.
—Fui un poco más lejos, pero no vi ni rastro de él. Al volver, pregunté por él en la puerta de Cadwallon, pero nadie le ha visto pasar. Pensé que tal vez había seguido el camino más corto mientras yo tomaba el otro.
—Le esperaremos hasta vísperas, pero no más —dijo el prior cada vez más satisfecho.
Ya no esperaba la llegada del invitado. El enemigo saldría mal parado y él ganaría. Esperaron hasta vísperas, cinco horas después de la hora de la cita. Los habitantes de Gwytherin no podrían decir que no se había tenido paciencia con Rhisiart.
—Esto se ha terminado —dijo el prior, levantándose y sacudiéndose los faldones del hábito como quien se sacude de encima una duda o una pesadilla—. Se ha echado atrás y ahora nadie le hará caso. ¡Vámonos!
El sol todavía brillaba un poco sobre la verde extensión de hierba que rodeaba la iglesia y varias personas se habían congregado allí para asistir al oficio religioso. De las verdes sombras donde comenzaba el sendero del bosque emergió no Rhisiart sino su hija, galanamente vestida de verde, con el cabello trenzado y una cofia de lino en la cabeza. La acompañaba Peredur, tomándola posesivamente del codo sin que ella le prestara la menor atención. La joven les vio salir en silenciosa procesión desde la puerta de Huw y sus ojos se posaron en cada uno de ellos, deteniéndose en Cadfael, que era el último; entonces frunció el ceño, como si faltara alguien.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó sorprendida, aunque no preocupada—. ¿No está aquí con vosotros? ¿Acaso nos hemos cruzado sin vernos? He ido a caballo a casa de Cadwallon. Mi padre venía a pie. Por consiguiente, si se fue hace más de una hora, puede que ya esté en casa. Vine para hacerle compañía en la iglesia y regresar después con él.
El prior la miró sorprendido mientras una fugaz inquietud se apoderaba de él.
—Pero ¿qué es lo que dice? ¿Me estáis diciendo que el señor Rhisiart se puso en camino para reunirse con nosotros?
—¡Pues, claro! —contestó Sioned, asombrada—. Dijo que vendría.
—Pero no vino —replicó Roberto—. Llevamos esperándole desde el mediodía y aún no ha aparecido por aquí. El viceprior recorrió una parte del camino para ver si le encontraba, pero todo fue en vano. No ha estado aquí.
La joven comprendió el sentido de las palabras sin necesidad de que Cadfael se las tradujera y contempló desconfiada y enfurecida los distintos rostros.
—¿Me estáis diciendo la verdad? ¿O acaso lo tenéis encerrado bajo llave hasta que podáis sacar a Winifreda de su sepulcro y llevárosla a Shrewsbury? Él es el único que se interpuso en vuestro camino. ¡Y vos le habéis amenazado!
Peredur comprimió su brazo y la atrajo a su lado.
—Sssh, no debes decir estas cosas. Los monjes no serían capaces de semejante mentira.
—¿A qué hora salió tu padre de casa esta mañana? —preguntó Cadfael.
La joven le miró y se tranquilizó un poco. El círculo de silenciosos espectadores se había acercado y escuchaba con atención, dispuesto a ponerse de su parte en caso de que necesitara un ejército.
—Faltaba una hora larga para el mediodía. Primero quería pasar por los campos del claro y después pensaba tomar un atajo, atravesando el bosque hasta el sendero. Tenía tiempo de sobra. Engelardo le acompañaría hasta el claro y después se iría a los establos del cerro, donde hay dos vacas a punto de parir.
—Decimos la verdad, hija mía —terció el padre Huw en tono preocupado—. Le esperamos, pero no vino.
—¿Qué puede haberle sucedido? ¿Dónde estará?
—Se habrá cruzado con nosotros al volver a casa —dijo Peredur, inclinándose hacia ella—. Volvamos a casa y ya verás cómo le encontramos allí.
—¡No! ¿Por qué razón hubiera regresado sin acudir a la cita? Y, en caso de que lo hiciera, ¿por qué esta tardanza? En caso de que hubiera cambiado de parecer hubiera llegado mucho antes de que yo me peinara y saliera a reunirme con él. Pero eso jamás lo hubiera hecho.
—Creo —dijo el padre Huw— que toda la comunidad está interesada en aclarar lo ocurrido, por lo que será mejor que aplacemos todo lo demás, incluso los oficios religiosos, hasta que encontremos a Rhisiart y nos cercioremos de que no le ha pasado nada. Seguramente se trata de una equivocación y un malentendido, pero es mejor que primero lo resolvamos y después nos hagamos las preguntas. Aquí somos muchos. Nos distribuiremos en grupos por todos los caminos que pueda haber seguido, y Sioned nos mostrará el lugar donde ella cree que Rhisiart tomó el atajo para bajar desde los campos de la loma, hasta el sendero del bosque. Es imposible que en este bosque se haya tropezado con alguna bestia, pero puede haber sufrido una caída o una lesión que le haya obligado a detenerse o a caminar muy despacio. Padre prior, ¿queréis acompañarnos?
—Faltaría más —contestó el prior Roberto—, todos nosotros os acompañaremos.
Los menos ágiles fueron enviados al sendero con la orden de distribuirse a ambos lados del mismo y buscar en los alrededores, mientras los más capacitados subían por una angosta vereda, al otro lado de la empalizada de Cadwallon. Allí el bosque todavía no era muy denso y sólo crecían hierba y algunos arbustos dispersos. Se distribuyeron en semicírculo, a pocos pasos unos de otros. Sioned subió por el camino con los labios fruncidos y los ojos clavados en el suelo. Peredur la seguía con desesperado afecto, murmurándole palabras tranquilizadoras que ella no escuchaba. Tanto si creía en aquellas palabras de consuelo como si no, Peredur era un joven profundamente enamorado y dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de servir y proteger a Sioned, la cual no veía en él más que al molesto vecino de la heredad colindante.
Cuando ya se habían alejado un buen trecho de la empalizada de Cadwallon, el padre Huw tiró de repente de la manga de Cadfael.
—¡Nos hemos olvidado de fray Jerónimo y de fray Columbano! La capilla de la colina está aquí cerca, a la derecha. Preguntadle al prior Roberto si no convendría mandarles llamar para que se reúnan con nosotros.
—Lo había olvidado —reconoció el prior—. Mandad a un lugareño que conozca el camino.
Un joven se adelantó para cumplir el encargo y echó a correr hacia la loma. La guadaña humana se adentró despacio en el bosque.
—Por aquí —dijo Sioned, deteniéndose— hubiera bajado desde el claro. Si nos desplazamos hacia la derecha y nos distribuimos como antes, cubriremos su posible camino.
El terreno se elevaba y la maleza ya era más tupida. Empezaron a avanzar entre los arbustos y se vieron obligados a separarse unos metros los unos de los otros y a perder momentáneamente de vista a sus compañeros. Habían avanzado de esta guisa un breve trecho cuando Bened, el herrero, abriéndose paso entre la maleza a la izquierda de fray Cadfael, gritó consternado y todos los que formaban la sinuosa línea se detuvieron sobresaltados.
Cadfael se encaminó hacia el lugar de donde procedía el grito, apartando las ramas espinosas de los arbustos, y salió a una angosta extensión ovalada de hierba, rodeada por un tupido muro de maleza en el que se abría un hueco no más ancho que el hombro de una persona. En el espacio ovalado, justo en el lugar por donde habría entrado, Rhisiart yacía boca arriba con la cadera derecha hundida en la hierba, los hombros apoyados en el suelo y los brazos extendidos. Tenía las piernas encogidas y las rodillas dobladas, la izquierda cruzada sobre la derecha. Su corta barba desafiante apuntaba al cielo. Exactamente igual y con la misma inclinación que la flecha emplumada que asomaba por debajo de sus costillares.