III

l anochecer, después de completas, encontró no uno sino tres de golpe cuando regresaba con fray Juan bajo la luz del crepúsculo a la pequeña aparcería del herrero, situada en la linde de los campos de labranza del valle. El prior Roberto y fray Ricardo ya se habían retirado a descansar a la casa de Huw, Jerónimo y Columbano estaban cruzando los bosques para pasar la noche en casa de Cadwallon. ¿Quién podía saber si fray Cadfael se había ido a su catre del henil del sacerdote o si andaba merodeando por allí, entre los cuchicheos de Gwytherin? Los alojamientos se habían establecido de una forma admirable. Cadfael jamás se había sentido menos inclinado al sueño en aquella suave hora del anochecer y nadie le despertaría a medianoche para el rezo de maitines. Fray Juan se alegró de llevarle a casa del herrero, y el padre Huw, por su parte, tenía empeño en favorecer aquella amistad por sus propios motivos. Era bueno que otras personas y no sólo él hablaran en nombre de las gentes de aquella comunidad, y Bened, el herrero, era un hombre muy respetado, como todos los de su oficio, y sus palabras tenían mucho peso.

Cuando llegaron, había tres hombres sentados en un banco junto a la puerta de Bened y el hidromiel corría tanto como las palabras. Todas las cabezas se irguieron al oír las pisadas que se acercaban y un momentáneo silencio reveló la solidaridad de los habitantes del lugar. Sin embargo, fray Juan ya había conseguido trabar amistad con ellos y, en cuanto Cadfael les saludó en galés como un pescador que lanzara un sedal, la acogida fue algo más calurosa que la estricta cortesía que se hubiera dispensado a un inglés. Annest, la del cabello castaño claro y luminoso, había hecho correr por todas partes la noticia de que en la expedición figuraba un galés. Acercaron otro banco y las cuernas empezaron a pasar rápidamente en un círculo más amplio. Ya estaba oscureciendo sobre el río y, entre el verde oscuro de los prados y el bosque, serpeaba la corriente como una cinta plateada.

Bened era un hombre corpulento y musculoso de mediana edad, moreno y con barba. El más joven de sus dos compañeros era el labrador que aquel día había trabajado con la yunta de bueyes, por lo que no era de extrañar que tuviera la garganta reseca después de tan duro esfuerzo. El tercero era un anciano canoso de larga barba pulcramente recortada y manos nervudas, envuelto en una holgada túnica de tejido casero que había conocido tiempos mejores, tal vez sobre las espaldas de otro. El porte del anciano era el propio de alguien que se considerara con derecho a ser respetado, tal como efectivamente le respetaban.

—Aquí, Padrig es un buen poeta y un excelente arpista —dijo Bened—, y Gwytherin se alegra de tenerle entre nosotros, en casa de Rhisiart. Eso está más allá de las propiedades de Cadwallon, en un claro del bosque, pero Rhisiart también tiene tierras por esta parte, a ambos lados del río. Es el más rico propietario de tierras de esta comarca. No hay muchos que tengan derecho a poseer un arpa, de lo contrario, tal vez seríamos honrados con visitas más frecuentes de bardos como Padrig. Yo también soy dueño de un arpa, tengo este privilegio, pero la de Rhisiart es magnífica y la usan muy a menudo. A veces, he oído a su hija tocarla.

—Las mujeres no pueden ser bardos —dijo Padrig con tolerante desprecio—. Pero ella sabe afinarla y cuidarla, eso es muy cierto. Y su padre es un generoso protector de las artes. Ningún bardo abandona su casa insatisfecho y ninguno se va jamás de ella sin que le insistan en que se quede. ¡Es una buena casa en verdad!

—Y ése es Cai, el labrador de Rhisiart. Habréis visto sin duda la yunta de bueyes abriendo nuevos surcos cuando hoy subisteis a la colina.

—La vi y admiré su labor —contestó sinceramente Cadfael—. Jamás vi nada mejor. La yunta es muy buena, y el que la incita con su voz, también.

—El mejor —dijo Cai sin vacilar—. He trabajado con muchos y nunca conocí a nadie que se entendiera tan bien con las bestias como Engelardo. Lo aman con locura. Tiene muy buena mano con todo el ganado, con las parideras, con los animales enfermos y con todo lo que queráis. Rhisiart lo sentiría mucho si algún día lo perdiera. Hoy hemos tenido un buen día de trabajo.

—Ya os habrá comunicado el padre Huw —dijo Cadfael— que todos los hombres libres están convocados mañana en la iglesia después de la misa para escuchar la propuesta de nuestro prior. Sin duda veremos a Rhisiart.

—Le veréis y le oiréis —dijo Cai con una sonrisa—. Dice siempre lo que piensa. Es un hombre sincero y bondadoso, con un temperamento que tan pronto sube como baja, aunque nunca siente rencor; sin embargo, intentar disuadirle de su propósito cuando ya ha tomado una determinación es completamente vano.

—Un hombre no puede por menos que aferrarse a lo que considera justo, e incluso el adversario con quien se enfrenta debería apreciarle por ello. Pero ¿acaso sus hijos no muestran inclinación por el arpa, ya que se la dejan a la hermana?

—No tiene hijos varones —contestó Bened—. Su mujer murió y, como nunca quiso volver a casarse, sólo tiene una hija como descendiente.

—¿Y no hay ningún heredero varón entre sus parientes? Es insólito que una hija herede.

—No hay ningún hombre en su rama familiar, y es una lástima —dijo Cai—. El pariente más próximo es el hermano de su madre, que no tiene ningún derecho y, además, es viejo. Sioned es la doncella más rica de este valle y los jóvenes van tras ella como abejas. Si Dios quiere, será una feliz esposa con un hijo sobre su regazo mucho antes de que Rhisiart se reúna con sus padres.

—Un nieto nacido de un hombre bueno, ¿qué más puede ambicionar un señor? —dijo Padrig, escanciando hidromiel y pasando la cuerna—. Quiero que me comprendáis, no soy de Gwytherin y no tengo por qué decir nada ni en un sentido ni en otro, pero, si se me permite hablar en nombre de mis amigos, ya que vos estáis obligado con vuestro prior como Cai lo está con su señor o yo con mi arte y mis protectores, no penséis que lo vais a tener fácil y no os ofendáis si hubiera algún obstáculo en vuestro camino. ¡No se trata de una inquina personal contra vosotros! Pero, cuando los hombres libres de Gales consideran que algo no es justo, lo dicen a las claras y no se quedan cruzados de brazos.

—Lamentaría que eso ocurriera —dijo Cadfael—. Por mi parte, el final que yo deseo es un final justo que no deje a nadie agraviado. ¿Qué podéis decirme de los demás señores que participarán en la asamblea? De Cadwallon ya hemos oído hablar, dos de nuestros hermanos gozan de su hospitalidad. ¿Sus tierras lindan con las de Rhisiart?

—La casa de Rhisiart queda bastante lejos, al otro lado del bosque. Pero ambos tienen tierras colindantes y son amigos desde su juventud. Cadwallon es un hombre pacífico, muy aficionado a las comodidades y la caza. Acostumbra decir que sí a todo lo que mandan el príncipe y el obispo, pero también suele decir que sí a Rhisiart. En esto —reconoció Bened, apurando la última gota de la cuerna—, no sé lo que van a decir ni el uno ni el otro. Podrían aceptar vuestros presagios y bendecir vuestra misión. Si los hombres libres le dicen que sí a vuestro prior, Santa Winifreda se irá con vosotros, y ése será el final de la historia.

También era el final del hidromiel aquella noche.

—Quédate a pasar la noche aquí —le dijo Bened a Padrig cuando los invitados se levantaron para regresar a casa—, y disfrutaremos de un poco de música antes de tu partida mañana. Mi pequeña arpa necesita que alguien la toque. La tengo preparada para ti.

—Así lo haré, puesto que eres tan amable —contestó Padrig, entrando en la casa con su anfitrión.

Tras despedirse de ellos, Cai y fray Cadfael se pusieron en camino para regresar a la casa del padre Huw. Cadfael le acompañaría por un trecho de bosque en dirección a la casa de Rhisiart antes de separarse.

—No quise decir más ni más claro en presencia de Bened y de Padrig —dijo Cai—. Aunque es un buen hombre, ¡los dos lo son!, no deja de ser un forastero. Esta Sioned, la hija de Rhisiart… La verdad es que Bened la pretende, y es bueno y honrado a carta cabal. Cosas peores podría encontrar una joven. Lo malo es que es viudo, el pobre, y le lleva muchos años; no tiene muchas posibilidades. ¡Pero no habéis visto a la chica!

Fray Cadfael estaba empezando a sospechar que la había visto mucho mejor que nadie, pero se abstuvo de decir nada.

—¡La moza parece una ardilla! ¡Es tan rápida, morena y rojiza como ese animalillo! Aunque no tuviera fortuna, vendrían de muchas leguas a la redonda por ella, pero tendrá más tierras que las que cualquier hombre pudiera codiciar. ¡La cortejarían aunque fuera bizca! El pobre Bened piensa en ella en silencio y sigue esperando. Al fin y al cabo, un herrero es bien visto en todas partes. No aspira a la herencia sino a la moza.

Si la vierais, lo comprenderíais. Sea como fuere —añadió Cai suspirando—, su padre ya le tiene preparado un yerno desde hace tiempo. El hijo de Cadwallon entra y sale de la casa de Rhisiart como si fuera la suya. Utiliza sus criados, sus halcones y sus caballos desde que tiene uso de razón, y creció con la moza. Además, es el único heredero de las tierras colindantes. ¿Qué otra cosa mejor podría ambicionar un padre? Ya lo tienen decidido desde hace años y los jóvenes parecen hechos el uno para el otro, se conocen de toda la vida y son como hermano y hermana.

—No me parece muy adecuado para un matrimonio —dijo fray Cadfael.

—Eso mismo parece pensar Sioned —replicó Cai—. Hasta ahora, se ha resistido a aceptar al tal Peredur. Y eso que es un joven alegre, amable y bien parecido al que su padre cuida como a la niña de sus ojos por ser su único hijo. Cualquier moza se le acercaría corriendo con sólo que él levantara un dedo. Ésta, en cambio, le tiene aprecio, pero nada más. No quiere oír hablar de matrimonio ni comprometerse con nadie.

—¿Y Rhisiart lo acepta? —preguntó cautelosamente Cadfael.

—Bien se ve que no le conocéis. Se le cae la baba cuando la mira, y con razón. Y ella lo adora, como es natural. Y entonces, ¿qué ocurre? Pues, que él no la obliga. Nunca pierde la ocasión de comentarle las cualidades de Peredur, y ella no las niega. Rhisiart espera y confía en convencerla con el tiempo.

—¿Y podrá convencerla? —preguntó fray Cadfael, advirtiendo un tono un tanto extraño en la voz del labrador. La suya era más dulce que la leche.

—Cualquiera sabe lo que esta moza tiene en la cabeza —contestó Cai muy despacio—. Puede que tenga otros proyectos. Es valiente y audaz como pocas, es lista y siempre acaba saliéndose con la suya. Pero quién sabe lo que quiere. ¿Vos lo sabéis? ¿Alguien lo sabe?

—Podría haber un hombre que lo supiera —dijo fray Cadfael con estudiada indiferencia.

Si Cai no hubiera picado el anzuelo, Cadfael no hubiera insistido porque no era justo revelar los secretos de la joven tras haberlos descubierto por casualidad. No se sorprendió lo más mínimo cuando el labrador se inclinó hacia él y le dio un significativo codazo en las costillas. Alguien que trabajaba tan estrechamente con el joven incitador de bueyes sin duda se habría dado cuenta de ciertas cosas muy evidentes. El deliberado paseo vespertino por los prados y a través del río hasta un frondoso roble no podía pasar inadvertido a ninguna mente despierta. El hecho de que mantuviera la boca cerrada demostraba bien a las claras que Cai estaba a favor de su compañero de fatigas.

—Fray Cadfael, vos no sois un chismoso y no estáis atado ni a uno ni a otro bando en nuestras pequeñas disputas caseras. No hay razón para que no os lo cuente. Entre nosotros, os diré que la moza le ha echado el ojo a un hombre que la quiere mucho más que Bened y tiene todavía menos posibilidades que éste de conseguirla. ¿Recordáis que hemos hablado de mi compañero Engelardo? Tiene muy buena mano con el ganado, como ya he dicho, y su señor Rhisiart lo sabe y le tiene en gran aprecio. Pero el mozo es un alltud, ¡un forastero!

—¿Sajón? —preguntó Cadfael.

—De cabello rubio. Sí, hoy le habéis visto. Su estatura y su delgadez. Sí. Es un hombre del condado de Chester, cerca de la frontera de Maelor, y huye del conde Ranulfo de Chester. ¡No por asesinato, bandidaje o cosas por el estilo! Resulta que el mozo era el cazador furtivo de venados más descarado de toda la comarca. Es un maestro con el arco corto y siempre los abatía a pie y en solitario. Los alguaciles del conde lo perseguían. Cuando le acorralaron en la frontera, no tuvo más remedio que escapar a Gwynedd. Todavía no se atreve a volver, y vos sabéis lo que significa para un forastero ganarse la vida en el País de Gales.

Cadfael lo sabía muy bien. En un país donde cada hombre tenía un lugar asegurado en un clan familiar y donde la base de todas las relaciones era el asentamiento en la tierra, ya fuera como señor libre o como villano aparcero en una comunidad rural, el forastero que no poseía tierras y no pertenecía a ningún clan se veía privado de todo medio de subsistencia. La única manera de conseguir vivir allí consistía en cerrar un pacto con algún señor que le diera alojamiento y una porción de tierra con aparcería, y que utilizara sus servicios en lo que mejor supiera hacer. Durante tres generaciones, el acuerdo era revocable en cualquier momento, y el forastero podía marcharse, dividiendo equitativamente sus bienes con el señor que le había dado los medios para adquirirlos.

—Lo sé. ¿Y Rhisiart aceptó los servicios de este joven y le dio tierras en aparcería?

—Sí. Hace un par de años o más. Ninguno de los dos se ha arrepentido de ello. Rhisiart es un amo muy justo y sabe reconocer los méritos de la gente. Sin embargo, por mucho que le valore y le respete, ¿os imagináis a un señor galés dando en matrimonio a su única hija a un alltud?

—¡Jamás! —convino enérgicamente Cadfael—. ¡Eso, ni soñarlo! Sería contrario a las leyes, las costumbres y la conciencia. Sus parientes nunca se lo perdonarían.

—Tan cierto como que yo respiro —dijo Cai, suspirando tristemente—. Pero ¿quién se lo dice a un joven orgulloso y obstinado como Engelardo, acostumbrado a las leyes y los derechos de un lugar donde su padre es señor de una gran heredad y manda tanto en su feudo como Rhisiart aquí?

—¿Vais a decirme que ha hablado con el padre de la moza? —preguntó Cadfael, sorprendido y admirado.

—En efecto, y obtuvo la respuesta que ya podéis imaginar. Rhisiart no se enfadó, pero no le dio ninguna esperanza. Él se mantuvo firme y defendió su causa, y lo sigue haciendo en cuantas ocasiones se le presentan para recordarle a Rhisiart que nunca se dará por vencido. Esos dos son tal para cual; exaltados, pero sinceros y honrados como pocos. Como se respetan mucho, no se guardan rencor ni se tienen enemistad. Pero, cada vez que se habla de este asunto, saltan las chispas. Rhisiart pegó una vez a Engelardo, un día en que éste le apremió demasiado, y el mozo estuvo en un tris de devolverle los golpes. ¿Cuál hubiera sido la respuesta a eso? Nunca supe lo que podría ocurrir con un alltud, pero si un siervo agrede a un hombre libre puede perder la mano con que lo hizo. Por suerte, se detuvo a tiempo, aunque no creo que impulsado por el temor sino porque sabía que no tenía razón. ¿Y qué hizo Rhisiart sino volver y pedirle perdón antes de que transcurriera media hora? Le dijo que era un insolente y un bellaco, tal como era de esperar de un forastero, pero que no hubiera tenido que levantarle la mano. Esos dos andan siempre a la greña y nunca hay paz entre ellos, pero, si alguien dice una palabra contra Rhisiart en presencia de Engelardo, éste le obliga a tragársela de un puñetazo. Y si un siervo habla mal de Engelardo, pensando ganarse el favor de su amo, Rhisiart le replica que el alltud es un hombre honrado y un buen trabajador que vale mil veces más que quienes despotrican. ¡Así están las cosas! No veo cómo terminará este asunto.

—¿Y la moza? —preguntó Cadfael—. ¿Qué dice de todo esto?

—Muy poco y con mucha cautela. Puede que al principio discutiera y suplicara, pero sólo en privado, con su padre. Ahora quiere ganar tiempo y en la medida de lo posible procura evitar las peleas.

Y, entretanto, se reúne con su amado junto al roble, pensó Cadfael, o en cualquiera de los muchos lugares apartados en los que Engelardo trabaja. Así aprendió el inglés durante aquellos dos años, y el muchacho sajón aprendió de ella el galés. Por esa razón, aunque le hubiera encantado hablar con un monje forastero en el propio idioma de éste, temía que sus conocimientos la traicionaran ante un desconocido que hablaba el galés y que quizás lo comentara inocentemente con otras personas. Por nada del mundo quería que se descubrieran sus encuentros secretos con Engelardo y procuraba ganar tiempo, impidiendo que su padre y su amado se agarrasen por el cuello hasta que ella consiguiera sus propósitos. ¿Quién sabe cuál de los tres dará primero su brazo a torcer, siendo todos tan obstinados?, pensó Cadfael.

—Parece que ya tenéis vuestras preocupaciones aquí en Gwytherin, aparte las que nosotros hemos traído —dijo Cadfael al despedirse de Cai.

—Dios lo resuelve todo con el tiempo —contestó filosóficamente Cai, alejándose con paso cansino en la oscuridad.

Cadfael regresó por el sendero con la molesta sensación de que, aun así, Dios necesitaba un poco de ayuda de los hombres, los cuales más bien le ponían trabas.

Al día siguiente todos los hombres libres de Gwytherin acudieron a la asamblea. Previamente, las mujeres y los siervos de la gleba habían asistido a misa. Cuando el caudillo de todos ellos hizo su aparición en el templo, el padre Huw se lo indicó a fray Cadfael. Raras veces se congregaba tanta gente en su iglesia.

—Ése es Rhisiart, con su hija, su mayordomo y la doncella de la joven.

Rhisiart era un hombre corpulento y de aspecto jovial, de unos cincuenta y tantos años, rubicundo y de cabello negro, con una barba corta entrecana y unas facciones audaces que podían ser alegres o coléricas, amables o severas, pero que eran demasiado expresivas como para ser alguna vez mezquinas o hipócritas.

Sus zancadas eran largas e impetuosas y la sonrisa afloró inmediatamente a sus labios en cuanto le saludaron. Su sencillo atuendo apenas le distinguía de los demás hombres libres que iban entrando en la iglesia, aunque estaba confeccionado con una excelente tela hilada en casa. A juzgar por la expresión de su rostro, había acudido a la iglesia sin el menor prejuicio y dispuesto a escuchar. Pese a los obstáculos con que tropezaban sus proyectos familiares, se le veía feliz y orgulloso de aquella hija a la que tanto quería.

La moza, por su parte, le seguía modestamente con la cabeza erguida y la mirada serena. Aunque en aquella ocasión iba calzada y llevaba el cabello recogido en una sedosa trenza oscura y cubierto por una cofia de lino, no cabía duda de que la más codiciada heredera de la comarca era la joven del roble.

El mayordomo, un hombre de rostro afable, era medio calvo y canoso.

—Es pariente de Rhisiart por matrimonio —explicó Huw en voz baja—, el hermano mayor de su mujer.

—¿Y la otra moza es la doncella de Sioned?

No hacía falta nombrarla, Cadfael ya conocía su nombre. Sonriente y con unos graciosos hoyuelos en las mejillas, Annest siguió recatadamente a su amiga al interior de la iglesia. El sol arrancaba reflejos plateados de su cabello.

—Es la sobrina del herrero —dijo el padre Huw en tono esperanzado—. Es muy buena, lo visita a menudo desde que murió su mujer y le cuece lo que necesita en el horno.

—¿La sobrina de Bened? —fray Juan aguzó los oídos y contempló fascinado la cimbreante cintura y el sedoso cabello, confiando en que la joven les hiciera alguna visita antes de que él se marchara de Gwytherin.

Las disposiciones de los alojamientos habían sido ciertamente inspiradas, aunque aún no se sabía si por un ángel o por un demonio.

—Bajad la mirada, hermano —dijo Jerónimo en tono de reproche—. No es decoroso mirar tan descaradamente a las mujeres.

—¿Y cómo sabe que pasan mujeres —murmuró Juan en tono rebelde— si tiene los ojos bajados?

Fray Columbano, por lo menos, se comportaba tal como mandaban los cánones en presencia de las hembras, con sus manos pálidas entrelazadas en actitud de plegaria y la mirada puesta en la hierba.

—Aquí viene Cadwallon —dijo el padre Huw—. Estos buenos monjes ya le conocen, claro. Su esposa. Y su hijo Peredur.

Con aquel joven que caminaba detrás de sus padres con los andares de un corzo añojo, era el marido elegido para Sioned, el mozo al que ella apreciaba y conocía de toda la vida, pero con quien no mostraba la menor inclinación a casarse. A Cadfael se le ocurrió que nunca había preguntado cuáles eran los sentimientos del joven, pero le bastó con observar el rostro de Peredur cuando vio a Sioned para comprenderlo todo. Menudo embrollo. Las inclinaciones de la moza tal vez se limitaban a un simple aprecio, pero las del joven ciertamente que no. Al verla, éste palideció intensamente y se le encendieron los ojos.

Los padres formaban una plácida pareja que había engordado gracias a la buena vida y que esperaba que las cosas siguieran tan tranquilas como siempre. Cadwallon tenía un carnoso rostro sonriente y su mujer era gruesa, rubia y parlanchina. El hijo debía de parecerse a algún antepasado más audaz. La agilidad de sus movimientos era un gozo para la vista. Aunque de estatura corriente, estaba tan bien proporcionado que parecía alto. Llevaba el cabello negro muy corto y los rizos apretados le cubrían toda la cabeza. No lucía barba y los huesos de su rostro eran tan audaces y delicados como vivos eran sus colores, con unos pómulos bermejos teñidos por el sol y una atrevida y voluntariosa boca rojo carmín. Un joven como aquél no debía soportar de buen grado que otro, y encima forastero, fuera preferido en su lugar. Sus gestos y sus miradas revelaban que todo y todos habían sucumbido siempre a sus encantos, por lo menos, hasta entonces.

En el momento oportuno, cuando la iglesia ya estaba llena a rebosar, el prior Roberto, alto, majestuoso y pulcramente ataviado, salió de la sacristía y ocupó su lugar, seguido de todos los monjes de Shrewsbury. La misa empezó inmediatamente.

En las deliberaciones de los hombres libres, las mujeres no tenían parte, como es natural. Tampoco los siervos de la gleba, aunque podían influir indirectamente a través de los hombres libres con quienes mantenían relaciones de amistad. Por consiguiente, una vez finalizada la misa, mientras los hombres libres se quedaban, los demás se dispersaron con dignidad, aunque no demasiado lejos, lo justo para no poder ver ni oír pero lo bastante cerca como para adivinar lo que ocurría y confirmarlo en cuanto terminara la asamblea.

Los hombres libres se reunieron delante de la iglesia. El sol ya estaba muy alto en el cielo. Faltaba algo más de una hora para el mediodía. El padre Huw se situó frente ellos y les expuso la esencia de la cuestión, tal y como se la habían planteado a él. Era el padre de su rebaño y tenía que ser sincero con su pueblo, aunque sin traicionar jamás su fidelidad a la Iglesia. Señaló que el obispo y el príncipe habían respondido favorablemente a la petición de Shrewsbury reverentemente presentada y avalada por numerosas pruebas. La relación de las pruebas la dejó en manos del prior Roberto.

Jamás en su vida había parecido el prior más santo o más encaminado a la santidad que en aquellos momentos. Siempre tuvo el sentido de la oportunidad y no cabía la menor duda de que la idea de celebrar la reunión al aire libre se le debió de ocurrir a él para que, de ese modo, el sol iluminara con sus dorados reflejos su imponente prestancia. Cadfael pensó que el prior había acertado al mostrarse menos arrogante que de costumbre. Por regla general, tendía a la exageración. Esta vez, en cambio, lo hizo bien, por lo menos, todo lo bien que puede hacerse algo que está inequívocamente bien.

—No están contentos —susurró fray Juan al oído de Cadfael, como si aquella circunstancia le alegrara.

Algunas veces, hasta fray Juan podía ser humanamente perverso. En efecto, los rostros galeses que los rodeaban no parecían muy entusiasmados por todos aquellos milagros ingleses obrados por una santa galesa. A pesar de su elocuencia, Roberto no conseguía convencer a sus oyentes.

Éstos se movían y murmuraban, se miraban y volvían a observarle como un solo hombre.

—Si Owain de Griffith lo quiere y el obispo da también su bendición —dijo Cadwallon en un tono vacilante—, como leales hijos de la Iglesia y sinceros hombres de Gwynedd, difícilmente podríamos…

—Tanto el príncipe como el obispo han bendecido nuestra misión —dijo orgullosamente el prior.

—Pero la doncella está aquí, en Gwytherin —terció bruscamente Rhisiart. Tenía la voz que cabía esperar, sonora, melodiosa y profunda, una voz que primero cantaba lo que sentía y después lo pensaba, aunque el pensamiento siempre coincidía con su sentir—. ¡Es nuestra y no del obispo David! ¡Tampoco pertenece a Owain de Griffith! Ella vivió aquí y nunca dijo que quisiera dejarnos. ¿Cómo puedo creer que quiera dejarnos después de tanto tiempo? ¿Por qué nunca nos lo dijo? ¿Por qué?

—A nosotros nos lo ha hecho saber con toda claridad —contestó el prior—, a través de muchas manifestaciones, tal como ya os he dicho.

—A nosotros nunca nos dijo una palabra —tronó Rhisiart—. ¿Os parece cortés? ¿Cómo podemos creer semejante cosa de una doncella que decidió establecer su hogar entre nosotros?

Todos estaban con él, y su ardor les había despertado de su indolencia. De todas direcciones empezaron a oírse voces, gritando simultáneamente que Santa Winifreda pertenecía a Gwytherin y no a otro lugar.

—¿Os atreveréis a decirme —clamó el prior Roberto— qué la habéis visitado? ¿Qué le habéis dirigido vuestras oraciones? ¿Que habéis invocado el auxilio de esta bendita doncella y le habéis tributado el honor que se merece? ¿Conocéis alguna razón por la cual ella desee quedarse entre vosotros? ¿Acaso no habéis descuidado su sepultura?

—Aunque lo hayamos hecho —replicó Rhisiart con jubilosa convicción—, ¿pensáis que la doncella se sorprende? Vos no habéis vivido aquí, entre nosotros. Ella, sí. Vos sois inglés; ella era galesa, nos conocía y nunca se enfadó con nosotros al extremo de quejarse o retirarnos su favor. Sabemos que está aquí y no nos hace falta proclamarlo a gritos. Ella conoce nuestras necesidades y nunca nos pide que vayamos con nuestras oraciones y lágrimas a arrodillarnos delante de su sepulcro. Si tuviera algún reproche que hacernos, hubiera encontrado el medio de decírnoslo. ¡A nosotros, no a un lejano monasterio benedictino de Inglaterra!

Otras gargantas se abrieron gozosamente, gritando lo que antes comentaban en susurros. Aquel hombre era un predicador y un poeta, capaz de igualar a cualquier inglés. Fray Cadfael abrió las compuertas de su sangre de bardo y se regocijó en silencio. No sólo porque el prior Roberto había tenido que tragarse su marmórea cólera ante el asedio galés sino también porque el grito de batalla lo había emitido una voz galesa.

—¿Acaso negáis —tronó el prior Roberto, irguiéndose en toda su ascética estatura— la verdad de los prodigios y milagros que os he declarado, y la llamada que nos trajo hasta aquí?

—¡No! —contestó rotundamente Rhisiart—. Nunca he dudado de la veracidad de esos portentos. Pero los portentos y los milagros pueden venir de los ángeles o de los demonios. Si éstos son del cielo, ¿por qué no hemos sido instruidos? La santa está aquí y no en Inglaterra. Nos debe la cortesía del parentesco. ¿Os atreveréis a decir que es una traidora? ¿Acaso no existe en Gales una Iglesia, una Iglesia celta a la que sirvió? ¿Qué sabía ella de la vuestra? No puedo creer que os hablara a vosotros y no a nosotros. ¡Os han engañado los demonios! ¡Winifreda nunca dijo una palabra!

Una docena de voces se sumó al reto, respaldando a su más conspicuo representante, el cual acababa de poner el dedo en la llaga de su resentimiento. Hasta la jerarquía episcopal irritaba a los fieles de la antigua y sagrada Iglesia celta que no tenía aderezos mundanos y no cortejaba ningún trono, sitio que más bien se retiraba del mundo en la bendita soledad del pensamiento y la plegaria. El murmullo se convirtió en un gruñido, un rugido, un trueno. El prior Roberto, con bastante imprudencia, elevó su autoritaria voz para acallarlo.

—No os dijo nada porque la dejasteis olvidada y no le tributasteis honores. Se ha manifestado a nosotros para que la ensalcemos puesto que vosotros no lo hicisteis.

—Eso no es cierto —replicó Rhisiart—, aunque vosotros, en vuestra ignorancia, lo creáis. La santa es una buena galesa y conoce a sus paisanos. Nosotros no somos demasiado respetuosos con el poder o la riqueza, no nos quitamos el sombrero ni nos inclinamos en reverencia cuando alguien hace ostentación de algo ante nosotros. Somos bruscos y poco ceremoniosos incluso en las alabanzas. Lo que valoramos, lo valoramos en el corazón y esta doncella galesa lo sabe. Jamás dejaría a los suyos desprotegidos, aunque nosotros hayamos descuidado su sepulcro. Es el espíritu que se inclina hacia nosotros, y lo sentimos como nuestro guardián y protector. Pero además, estos huesos que venís a buscar, son también suyos. ¡Ni nuestros ni vuestros! Hasta que ella no nos comunique su deseo de trasladarlos, aquí se quedarán. ¡Jamás toleraríamos otra cosa!

Era el golpe más amargo que el prior Roberto hubiera sufrido en su vida. Haber tropezado con alguien que podía igualarle e incluso superarle en elocuencia y riqueza de argumentos, nada menos que un señor galés semibárbaro, que ni siquiera pertenecía a un ilustre linaje sino que sólo era un mero propietario de tierras elevado entre sus inferiores a un rango insignificante, por lo menos a los ojos normandos. La diferencia que Roberto establecía en términos de jerarquía, Rhisiart la calificaba de nexos sanguíneos altos y bajos aunque todos con un mismo sentir, sin que nadie se sintiera jamás inferior sino tan sólo consciente del lugar que ocupaba en una familia unida.

El trueno parecía ahora una sola voz exigente y autoritaria, aunque fuera un solo hombre el que lo hubiera suscitado. El prior Roberto, sabedor de que se enfrentaba con un único adversario, moderó su tono y optó por la sabiduría de la paloma y las sutilezas de un combate solitario. Levantó sus largos brazos de los que colgaban las holgadas mangas de su hábito, y esbozó una apremiante sonrisa paternal, mirando con expresión benévola a Rhisiart.

—Os lo ruego, fray Cadfael, decidle en mi nombre al señor Rhisiart que es demasiado fácil para nosotros, que en el fondo de nuestro corazón sentimos el mismo fervor, disentir sobre los medios. Es mejor hablar tranquilamente de hombre a hombre y evitar los excesos de la cólera. Mi señor Rhisiart, os ruego que os apartéis conmigo para deliberar sobre esta cuestión en soledad y después seréis libre de decir lo que creáis conveniente. Tras haberos manifestado sinceramente mis propósitos, no me opondré a lo que queráis decirle a vuestro pueblo.

—Me parece muy justo y generoso —contestó Rhisiart, adelantándose mientras los demás se apartaban para abrirle camino.

—No queremos que haya la menor sombra de desacuerdo en la Iglesia —dijo el prior Roberto—. ¿Queréis acompañarnos a casa del padre Huw?

Todos los inquietos y excitados ojos les siguieron mientras cruzaban el bajo portal y se quedaron clavados allí, a la espera de que volvieran a salir. Ningún galés se movió de su sitio. Todos confiaban en la voz que hasta entonces había hablado en su nombre y lo seguiría haciendo después.

En la pequeña estancia que olía a leña y parecía oscura en comparación con la claridad exterior, Roberto se enfrentó a su oponente con rostro calmo y benigno.

—Habéis hablado muy bien —dijo— y alabo vuestra fe y el alto valor que atribuís a la santa porque también nosotros la tenemos en muy alto aprecio. Creemos que, obedeciendo su voluntad, hemos venido hasta aquí sólo para servirla. Tanto la Iglesia como la monarquía están con nosotros y vos sabéis mejor que yo los deberes que un noble de Gales tiene para con ambas. Pero yo no quisiera dejar a Gwytherin agraviado. Sé que la partida de Santa Winifreda es una gran pérdida, eso lo reconocemos y yo desearía reparar debidamente a Gwytherin.

—¿Una reparación a Gwytherin? —repitió Rhisiart cuando se lo hubieron traducido—. No entiendo cómo…

—Y también a vos —añadió Roberto en voz baja—, si retiráis vuestra oposición, porque entonces no me cabe la menor duda de que vuestros paisanos harán lo mismo, y aceptarán juiciosamente lo que el príncipe y el obispo han decretado.

Mientras interpretaba sus palabras y antes incluso de que el prior iniciara el lento y significativo movimiento de una aristocrática mano hacia la parte superior de su hábito, a Cadfael se le ocurrió pensar que Roberto estaba en vías de cometer el más desastroso error de cálculo de toda su vida. Rhisiart se mantuvo imperturbable y distante mientras el prior sacaba de entre los pliegues de su hábito una suave bolsa de cuero atada con una cinta y la depositaba sobre la mesa, empujándola delicadamente hasta rozar su mano derecha. El avance de la bolsa sobre las ásperas tablas de madera produjo un leve rumor chirriante. Rhisiart la observó con expresión recelosa y después levantó los ojos, mirando desconcertado al prior.

—No os entiendo. ¿Qué es eso?

—Es vuestro —contestó Roberto—, si convencéis a vuestros paisanos para que accedan a cedernos la santa.

Demasiado tarde, Roberto percibió la increíble frialdad del aire e intuyó el lamentable error que acababa de cometer. Inmediatamente trató de recuperar parte del terreno perdido.

—Para que lo utilicéis en lo que, a vuestro juicio, sea mejor para Gwytherin…, una elevada suma…

Ya todo era inútil. Cadfael prefirió no decir nada.

—¡Dinero! —exclamó Rhisiart en tono perplejo, burlón y asqueado a la vez.

Sabía lo que era el dinero, claro, e incluso para qué servía, pero lo consideraba una aberración en las relaciones entre los hombres. En las regiones rurales de Gales, que era como decir en casi todo el País de Gales, apenas se utilizaba y se necesitaba. Las provisiones se obtenían por medio del trueque de bienes y servicios, nadie era tan pobre que careciera de medios de vida y los pordioseros no existían. Las familias se hacían cargo de sus miembros más desvalidos y las casas estaban abiertas a todo el mundo. Las monedas acuñadas que se habían filtrado a través de las fronteras eran una inútil excentricidad. Sólo tras un momento de despectivo asombro, se le ocurrió pensar a Rhisiart que, en aquel caso, eran un insulto imperdonable. Apartó la mano de aquel ultrajante contacto y la sangre le afluyó incluso al blanco de los ojos.

—¿Dinero? ¿Os atrevéis a proponernos la compra de nuestra santa? ¿Pretendéis comprarme a mí? Tenía ciertas dudas con respecto a vos y a lo que yo debería hacer, pero ahora, ¡voto a bríos que ya sé lo que debo pensar! Vosotros teníais vuestros presagios. ¡Ahora yo tengo los míos!

—¡Estáis equivocados! —gritó Roberto, corriendo a trompicones tras su incalificable error mientras éste se le escapaba de las manos—. No se puede comprar lo que es sagrado, yo tan sólo quería ofrecer un obsequio a Gwytherin, en prenda de gratitud y en compensación por su sacrificio…

—Mío dijisteis que era —le recordó Rhisiart, encendido de justa cólera—. Mío, si yo convencía… ¡No es una dádiva sino un soborno! Esta insensatez que tenéis en más estima que vuestra honra, no creáis que os servirá para comprar mi conciencia. Ahora sé que estaba en lo cierto al dudar de vos. Ya habéis manifestado vuestro parecer, ahora yo manifestaré el mío a las personas que aguardan fuera, y sin ningún impedimento, tal como vos me prometisteis.

—¡No, esperad! —el prior estaba tan alterado que llegó incluso al extremo de extender la mano y agarrar a su interlocutor por la manga—. ¡No os precipitéis! No me habéis interpretado bien y, aunque yo haya cometido un error, ofreciendo una limosna a Gwytherin, os pido perdón. Pero no digáis que es un…

Rhisiart se zafó enojado y cortó inmediatamente su protesta, mirando a Cadfael.

—Decidle que no tema. Me avergonzaría de tener que explicarle a mi pueblo que un prior de Shrewsbury intentó corromperme con un soborno. Yo no tomo parte en esta clase de guerras. Pero mi parecer… ése lo sabrán, y vos también.

Acto seguido, Rhisiart se alejó y el padre Huw tuvo que hacer un gesto de advertencia con la mano para evitar que intentaran impedírselo o lo siguieran.

—¡Ahora no! Está fuera de sí. Mañana podrá hacerse algo para ablandarle, pero ahora no. Dejadle decir lo que quiera.

—Procuremos, por lo menos, disimular —dijo el prior, recogiendo soberbiamente los pedazos de la ruina que acababa de provocar.

Tras lo cual, salió fuera y se situó de pie junto al portal de la iglesia, seguido de todos sus monjes, con la cabeza erguida y las manos serenamente cruzadas a la vista de todos mientras Rhisiart pronunciaba su tronante declaración ante todo el pueblo reunido de Gwytherin.

—He escuchado lo que estos hombres de Shrewsbury querían decirme, me he forjado un juicio al respecto y os lo voy a exponer. Os digo que, lejos de modificar mi parecer, me ratifico mil veces en la creencia de que estaba en lo cierto al oponerme al sacrilegio que ellos nos proponen. Digo que el lugar de Santa Winifreda está aquí, entre nosotros, donde siempre estuvo, y que sería un pecado mortal permitir que se la llevaran a un lugar desconocido donde ni siquiera las plegarias serían en la lengua que ella conoce y donde unos forasteros indignos de ella serían su única compañía. Me opongo firmemente a cualquier intento de trasladar sus huesos y os invito a hacer lo propio. No tengo nada más que decir.

Así lo dijo, y así fue. Hubiera sido imposible intentar discutir con él. El prior se vio obligado a permanecer de pie con expresión marmórea y manos inmóviles mientras Rhisiart se encaminaba hacia el sendero del bosque y los restantes miembros de la asamblea, en sobrecogido y deliberado silencio, se dispersaban misteriosamente en todas direcciones de tal modo que, en pocos minutos, el espacio tapizado de verde hierba quedó completamente vacío.