II

l bello y gélido rostro del prior Roberto mostró una momentánea expresión de desagrado y recelo al saber que su delegación iba a aumentar de tamaño. La retorcida y, al mismo tiempo, cándida suficiencia de fray Cadfael, en la que nunca había una palabra de más o una mirada fuera de lugar, le producía un profundo desagrado y le hacía sentir que en cierto modo su dignidad estaba bajo asedio. De fray Juan no conocía nada de malo en particular, pero su cabello pelirrojo, la exuberancia de su salud y su vehemencia, junto con su costumbre de añadir sangre fresca a los antiguos martirios a través del entusiasmo que ponía en la lectura, le resultaban ofensivos y herían su sensibilidad. No obstante, puesto que el abad Heriberto había decretado que se incorporaran a la expedición y puesto que no cabía negar que la presencia de alguien que hablara con fluidez el galés sería muy necesaria en su momento, el prior Roberto aceptó la orden sin poner el menor reparo y procuró sacarle el mejor partido.

Emprendieron el camino en cuanto estuvo preparado el precioso relicario de madera de roble con incrustaciones de plata para los huesos de la santa, prueba fehaciente de los honores que esperaban a Winifreda en su nuevo santuario. En la tercera semana de mayo, llegaron a Bangor y expusieron sus argumentos al obispo David, que se mostró en extremo comprensivo y dio gustosamente su consentimiento al traslado, sujeto sólo a la conformidad del príncipe Owain, quien ejercía la regencia en Gwynedd a causa de la enfermedad de su anciano padre, el rey. En Aber fueron recibidos por el príncipe, que también fue muy generoso con ellos ya que no sólo les otorgó la deseada aprobación sino que, además, les cedió a su único escribiente y capellán que hablaba inglés para que les mostrara el camino más rápido y seguro a Gwytherin y les recomendara al párroco de aquel lugar.

De este modo, con las bendiciones reales y episcopales, el prior Roberto condujo a su grupo en la última fase de su expedición, demasiado convencido de que Dios allanaba sus obstáculos y lo seguiría haciendo hasta la victoria final.

Se apartaron del valle del Conway en Llanrwst y se alejaron del río para adentrarse en una región montañosa cubierta de bosques. Un poco más allá, cruzaron el Elwy donde el río todavía es joven y tiene poco caudal, y avanzaron a través de los bosques hacia el sureste, subiendo otra loma para descender una vez más al valle de una pequeña corriente en cuyas márgenes se extendían prados pantanosos y una estrecha franja de tierras cultivadas que se aferraban tenazmente a la ladera, protegidas por los bosques que crecían por encima de las verdes praderas. Las colinas boscosas de ambos lados discurrían en pliegues oblicuos de intenso verdor, en los que se podían ver algunas alquerías diseminadas. Los campos ya estaban sembrados y aquí y allá florecían los huertos. Por debajo de ellos, allí donde los bosques se retiraban para dejar un anfiteatro de hierba, vieron una pequeña iglesia de reluciente piedra encalada, con una casita de madera a su lado.

—He allí el objeto de vuestra peregrinación —dijo el capellán Urien.

Era una persona compacta muy bien vestida y montada, que más parecía un embajador que un escribiente.

—¿Eso es Gwytherin? —preguntó el prior Roberto.

—Es la iglesia y la casa del sacerdote de Gwytherin. La parroquia se extiende varias leguas a lo largo del valle del río y unas pocas más a ambas orillas del Cledwen. Nosotros no nos congregamos en aldeas como vosotros, los ingleses. Las buenas tierras de caza son muy abundantes, pero escasean las de labor. Cada cual vive donde mejor le parece para trabajar sus campos y conservar la caza.

—Es una región muy hermosa —dijo sinceramente el viceprior, contemplando los repliegues de colinas arboladas, en cuyo bello dibujo primaveral se mezclaban cien tonalidades distintas de verde, y los prados de la orilla del río semejantes a un collar de esmeraldas tendido junto a otro de plata y lapislázuli.

—Hermosa de ver, pero dura de trabajar —replicó Urien con sentido práctico—. Mirad, allá a lo lejos hay una yunta de bueyes, tratando de abrir una nueva franja, ahora que todo lo demás ya está sembrado. Fijaos en el esfuerzo de las bestias y comprenderéis lo que cuesta trabajar estas tierras.

Al otro lado del río, un poco por debajo de ellos, la serpenteante curva de los repliegues ya ganados por el hombre mostraba campos cultivados alternando con árboles inclinados que formaban una sinuosa línea pardo oscura en la pendiente, mientras que en el repliegue superior, todavía incompleto, los bueyes se apoyaban con gran esfuerzo en el yugo al tiempo que el labrador tiraba de la pesada reja. Por delante de los bueyes, un hombre caminaba de espaldas, agitando suavemente una vara que no usaba para fustigarlos sino tan sólo para incitarles a avanzar. Sus limpios gritos se elevaban en el aire, llenos de alabanzas y cariñosas invitaciones a seguir adelante. Las bestias avanzaban de buen grado, siguiendo dócilmente su voz. La tierra recién removida mostraba un color pardo grisáceo y parecía húmeda y fresca tras el paso de la reja.

—Un país muy áspero —dijo Urien a modo de aseveración y no de queja mientras bajaba por la ladera de la colina en dirección a la iglesia—. Venid, os encomendaré al padre Huw y me encargaré de que seáis bien recibidos.

Los componentes del grupo le siguieron por un sendero verde que descendía de las colinas y se alejaba del valle entre los árboles en flor. En el bosque vieron algunas casas de madera con pequeños jardines.

—¿Has visto? —dijo fray Juan al oído de Cadfael, caminando al lado de la mula de carga—. Las bestias se esforzaban para seguir al hombre, no para escapar de su vara sino para ir donde él quería, sólo por complacerle. ¡Y qué esfuerzo tan grande! ¡Eso me gustaría a mí aprender!

—El esfuerzo es tanto para el hombre como para la bestia —contestó fray Cadfael.

—¡Pero libremente y de buen grado! Deseaban ir con él, hacer lo que él quería. Hermano, ¿podrían los fieles discípulos hacer más? ¿Me dirás que ese hombre no halla placer en lo que hace?

—Ni el hombre ni Dios que ve a sus fieles servirle —contestó fray Cadfael con paciente cuidado—, pero es cierto que él halla placer en lo que hace. Ahora calla, estamos llegando y ya tendremos tiempo de mirar a nuestro alrededor.

Se encontraban en un pequeño claro cuajado de hierba y hortalizas, lejos ya de los árboles. La iglesia de piedra con su minúsculo campanario y su campana todavía más minúscula, resplandecía con su color blanco azulado en contraste con el lujurioso verdor que la rodeaba. Entre los repollos recién plantados, junto a la cabaña de madera, vieron a un hombre bajito y rechoncho con una túnica parda de arpillera que, subida hasta las rodillas, mostraba sus vigorosas piernas morenas, y cuya mata de ensortijado cabello y barba castaños casi ocultaba un rostro moreno, ancho e inquisitivo, presidido por grandes ojos azul oscuro. El hombre corrió presuroso a su encuentro, restregándose las manos en sus faldones. De cerca, sus ojos eran más grandes, azules y asombrados que nunca, y su mirada tan tímida como la de los dulces ojos de una paloma.

—Buenos días, padre Huw —dijo Urien, refrenando su montura—. Os traigo unos distinguidos huéspedes de Inglaterra que han venido para tratar un importante asunto de la Iglesia, con la bendición del príncipe y el obispo.

Cuando llegaron al claro, el sacerdote era el único hombre que se veía, pero, en cuanto Urien terminó su saludo, apareció como por arte de magia un ejército de figuras silenciosas que inmediatamente formaron un receloso semicírculo alrededor de su pastor. La expresión consternada del padre Huw reveló que calculaba con cierta alarma a cuántos de aquellos forasteros podría albergar en su modesta cabaña, dónde acomodar a los demás, si las provisiones de la despensa alcanzarían para preparar comida para tantos y de dónde podría sacar lo que le hiciera falta. La denegación de hospitalidad estaba totalmente excluida. Los huéspedes eran sacrosantos y no debían ser interrogados sobre la duración de su estancia, por ruinosa que ésta pudiera resultar.

—Mi humilde casa está a la disposición de los reverendos padres —dijo—, y también cualquier poder que yo tenga de servirles. ¿Venís de Aber?

—De Aber, de ver al príncipe Owain —contestó Urien—, con quien debo reunirme esta noche. Sólo soy el heraldo de estos hermanos benedictinos que han venido en santa misión. Cuando os haya explicado de qué se trata, los dejaré en vuestras manos —dicho esto, Urien presentó a cada uno por su nombre, el prior Roberto en primer lugar—. Me iré sin ningún temor porque fray Cadfael es hombre de Gwynedd y habla el galés tan bien como vos.

La mirada de inquietud de Huw desapareció de inmediato, pero, por si le quedara alguna duda, fray Cadfael le dirigió un fraternal saludo en el idioma prometido, el cual provocó una mirada de leve desconfianza e inseguridad en los habitualmente seguros ojos grises del prior Roberto.

—Sed bienvenidos a esta humilde casa, señoría —dijo Huw, echando un rápido vistazo a los caballos, las mulas y sus cargas.

Sin pensarlo ni un momento, volvió la cabeza y llamó a dos personas por su nombre. Inmediatamente se presentaron un anciano de cabello desgreñado y un niño de unos diez años con el rostro bronceado por el sol.

—Ianto, ayuda al buen fraile a dar de beber a las bestias y ponlas a pastar un poco en la dehesa hasta que resolvamos dónde albergarlas. Edwin, corre y dile a Marared que tenemos huéspedes, y ayúdala a traer agua y vino.

Ambos corrieron a cumplir los encargos. Varios de los que allí se habían congregado, hombres con las piernas desnudas, mujeres delgadas y morenas, niños medio desnudos, se acercaron hablando en susurros, en tanto que algunas mujeres regresaban a sus hornos caseros para contribuir en lo que buenamente pudieran a la hospitalidad de Gwytherin.

—Ahora que hace buen tiempo —dijo Huw, apartándose a un lado para que los huéspedes entraran en su pequeño jardín—, tal vez os agrade sentaros aquí. Tengo bancos y una mesa. En verano, hago vida al aire libre. Ya hay tiempo para estar en casa y encender la chimenea cuando los días se acortan y las noches son frías.

Su casa era modesta y su existencia muy frugal, pero cuidaba amorosamente los árboles frutales y era un diligente hortelano, observó complacido fray Cadfael. Y, para ser alguien que, a diferencia de muchos párrocos de credo celta, parecía cumplir de buen grado el voto del celibato, su casa y su jardín estaban muy pulcros y ordenados. Gracias a su propia cosecha y a las aportaciones de sus feligreses, tenía relucientes platos de madera en los que colocar gruesas rebanadas de pan, y sencillas pero presentables cuernas en las que escanciar un áspero vino tinto. El sacerdote cumplió todas las ceremonias propias de un anfitrión con humilde dignidad. El niño llamado Edwin regresó con una amable anciana vecina de Huw, portando comida y bebida. Mientras los forasteros permanecían sentados bajo el sol, varios habitantes de Gwytherin encontraron el medio de pasar por delante de la valla de juncos del jardín y observar al grupo con todo detenimiento y sin que se notara que lo hacían. Eso, a pesar de lo extendida que estaba la parroquia. No todos los días, y ni siquiera todos los años, se producía un acontecimiento como aquél. Antes del anochecer todos los aldeanos sabrían no sólo que Huw tenía como huéspedes a unos monjes benedictinos de Shrewsbury, sino también cuántos eran éstos, qué aspecto tenían, lo hermosos que eran sus caballos y sus mulas y, casi con toda certeza, qué asunto les había traído allí. Sin embargo, ejercitaban los sentidos de la vista y el oído con absoluta cortesía y discreción.

—Y ahora, puesto que Urien tiene que regresar a Aber —dijo Huw cuando ya todos habían comido y estaban descansando tranquilamente—, convendría que me dijera en qué puedo servir a nuestros hermanos de Shrewsbury. Así tendré la certeza de que ha quedado todo claro antes de que se vaya. Todo lo que esté en mi mano, gustosamente lo haré.

Urien le contó el relato tal como se lo habían referido, y el prior Roberto lo amplió con tantos detalles que, al final, fray Juan empezó a ponerse nervioso y sus ojos se desviaron hacia las ocasionales figuras que pasaban junto a la valla con los oídos alerta y miradas furtivas y penetrantes. El interés y la curiosidad de los aldeanos eran en cierto modo menos discretos que los suyos, puesto que entre ellos había algunas jóvenes muy hermosas. La que pasaba por allí en aquellos momentos, por ejemplo, caminaba con paso cadencioso y pausado, ¡porque sabía que la miraban!, y llevaba el cabello castaño recogido en una gruesa trenza sobre el hombro. Era un cabello color roble e incluso con destellos plateados como el grano de aquella madera…

—¿Y el obispo ha dado su consentimiento a vuestra propuesta? —preguntó Huw tras un prolongado silencio, en un tono de voz en el que se mezclaban el asombro y la duda.

—Tanto el obispo como el príncipe la han sancionado —el prior Roberto se inquietó ante la posibilidad de que surgiera algún impedimento en aquella fase—. Los presagios no nos habrán hecho extraviar el camino, ¿verdad? ¿No está aquí Santa Winifreda? ¿No vivió aquí tras su resurrección y permanece enterrada en este lugar?

Huw reconoció que sí, pero con una entonación de voz tan cautelosa y renuente que Cadfael dedujo que estaba tratando de recordar dónde estaba enterrada la santa y en qué estado se encontraría su sepultura al cabo de tantos años sin haberle dedicado ni tan siquiera un solo pensamiento.

—¿Está aquí, en este cementerio?

La pequeña iglesia encalada resplandecía provocadoramente bajo el sol.

—No, aquí no —esta vez, Huw pareció lanzar un suspiro de alivio por el hecho de no tener que revelar de inmediato su paradero—. La iglesia se construyó más tarde. Su tumba se encuentra en el antiguo cementerio de la iglesia de madera de la colina, a media legua de aquí. Hace mucho tiempo que no se usa. Ciertamente, los presagios favorecen vuestros planes, y la santa se encuentra sin lugar a dudas aquí, en Gwytherin. Pero…

—Pero ¿qué? —preguntó el prior Roberto con visible desagrado—. Tanto el príncipe como el obispo nos han dado su bendición y os han encomendado nuestra causa. Además, hemos oído decir, y ellos nos lo han confirmado, que la santa ha sido muy olvidada en su estancia entre vosotros y tal vez desea ser recibida en algún lugar donde se le tributen más honores.

—En mi iglesia —dijo Huw con humildad— nunca he oído decir que los santos desearan honores para sí mismos, sino más bien honrar debidamente a Dios. Por consiguiente, jamás me atrevería a suponer cuál puede ser la voluntad de Santa Winifreda a este respecto. Que vos y vuestra casa deseéis honrarla debidamente, ya es otra cuestión, muy noble, por cierto. Pero… Esta gloriosa doncella vivió su existencia milagrosamente resurrecta en este lugar y no en otro. Aquí murió por segunda vez y aquí está enterrada y, aunque mi pueblo la haya olvidado, a causa de su humana debilidad, siempre supo que la tenía aquí y que, en caso de necesidad, podría confiar en ella. Yo creo que eso cuenta mucho para una santa galesa. El príncipe y el obispo, a quienes presto el debido acatamiento, tal vez no comprenden lo que sentirá mi rebaño si la más santa de sus doncellas es sacada de su sepulcro y trasladada a Inglaterra. Puede que la corona y el báculo no lo entiendan demasiado, pero un santo es un santo dondequiera que estén sus reliquias. Si queréis que os lo diga con franqueza, ¡esto no le va a gustar un ápice al pueblo de Gwytherin!

Fray Cadfael, lleno de atávico fervor galés ante aquella muestra de patriótica elocuencia, le arrebató la iniciativa a Urien y tradujo con la altisonante declamación de los bardos.

Dominado por aquel tropel de palabras, apartó los ojos de los semblantes que lo distraían y los posó en algo que todavía lo distrajo más. La joven del cabello color roble estaba pasando otra vez junto a la valla y, subyugada por lo que oía y por la vehemencia de la versión, se olvidó de moverse y se quedó allí de pie, con su radiante rostro de capullo de manzano y sus labios de rosa entreabiertos en una sonrisa. Con la misma fascinación con que ella miraba a Cadfael, fray Juan la miró a ella. Cadfael los observó a los dos, aturdido. Con las mejillas teñidas de arrebol, la joven se sobresaltó repentinamente y se alejó a toda prisa. Fray Juan se quedó boquiabierto y con la mirada perdida en la distancia hasta mucho después de que ella hubiera desaparecido.

—Y eso no significa nada, ¿verdad? —dijo el prior con siniestra mansedumbre—. Vuestro obispo y vuestro príncipe han manifestado claramente su sentir. El parecer de los feligreses no es necesario.

Cadfael interpretó estas palabras mientras Urien guardaba silencio y se mantenía neutral.

—¡Imposible! —dijo Huw con firmeza, sabiendo que pisaba terreno seguro—. En una cuestión tan grave que afecta a toda la comunidad, no se puede hacer nada sin antes convocar una asamblea de hombres libres y exponerles públicamente el caso. La voluntad del príncipe y del obispo prevalecerá sin duda, pero, aun así, tenemos que darla a conocer al pueblo para que éste diga que sí o que no. Mañana mismo convocaré la asamblea. Vuestra propuesta se podrá reivindicar tan sólo a través de la aceptación del pueblo.

—Dice la verdad —convino Urien, sosteniendo la austera mirada de los ofendidos ojos del prior—. Haréis bien en recabar el beneplácito de Gwytherin por muchas bendiciones que tengáis. El pueblo respeta a su obispo y está muy satisfecho de su rey y de sus hijos, por lo que no creo que debáis incomodaros por esta demora.

El prior Roberto aceptó tanto la advertencia como las seguridades, y experimentó la necesidad de un período de descanso en el que revisar su estrategia y preparar sus argumentos. Cuando Urien se levantó para marcharse, tras haber cumplido meticulosamente su misión, el prior se levantó también, dominando a todos los demás con su estatura, y cruzó sus manos blancas y largas en actitud de sumisa resignación.

—Aún faltan dos horas para las vísperas —dijo, estudiando la inclinación del sol—. Quisiera retirarme a vuestra iglesia a meditar un rato y orar para que la luz divina nos ilumine. Fray Cadfael, será mejor que os quedéis con el padre Huw y le ayudéis en los preparativos que tenga que hacer, y vos, fray Juan, haced lo que él os diga con los caballos y encargaos de que los cuiden. Los demás se reunirán conmigo para orar por el feliz término de esta empresa.

Después, el prior se alejó majestuosamente con su cabello de plata y su impresionante figura, y tuvo que inclinar la cabeza para pasar por debajo del arco del portal de la iglesia. Fray Ricardo, fray Jerónimo y fray Columbano desaparecieron tras él en el interior del pequeño templo. No todo el rato que pasaron juntos lo dedicarían a la plegaria sino que considerarían también qué argumentos serían los más idóneos para salir airosos ante la asamblea libre convocada por Huw o qué oblicuas amenazas eclesiales les podrían insinuar para forzarles a la obediencia.

Fray Juan contempló la altiva cabeza plateada en el momento en que se inclinaba con cuidadosa dignidad justo lo suficiente para pasar por debajo del arco, y lanzó una mezcla de suspiro y carcajada reprimida como si hubiera rezado para que se produjera un error de cálculo. Después del viaje, el ejercicio y la vida al aire libre, estaba más rubicundo, saludable y vigoroso que nunca.

—Estaba esperando la oportunidad de montar este caballo rucio —dijo—. Ricardo lo monta como si fuera un fardo de lana mal equilibrado. Confío en que los establos del padre Huw estén a media legua o más de distancia.

Al parecer, el padre Huw tenía previsto albergar las bestias en los establos de dos de los más cercanos y prósperos miembros de su rebaño, pero, aun así, según la costumbre galesa, las casas estaban diseminadas en el valle y el bosque.

—Yo cederé mi casa al prior y el viceprior —dijo Huw— y me iré a dormir en el henil del establo de mi vaca. Para las bestias, mis pastos son demasiado exiguos y no tengo establo, pero Bened, el herrero, tiene una buena dehesa por encima de los prados, y un establo con henil, si a este joven monje no le molesta alojarse a un cuarto de legua de sus compañeros. En cuanto a vos y a vuestros dos compañeros, fray Cadfael, hay una casa a vuestra disposición al otro lado del bosque. Es la de Cadwallon, uno de los más grandes propietarios de tierras de esta región.

A fray Cadfael, la perspectiva de alojarse con Jerónimo y Columbano no le pareció agradable.

—Puesto que soy el único entre nosotros que habla el galés con fluidez —dijo con astucia—, preferiría quedarme cerca del prior Roberto. Si vos me lo permitís, Huw, compartiré vuestro henil sobre el establo de la vaca y estaré muy a gusto.

—Como queráis —dijo Huw—. Me encantará vuestra compañía. Y ahora debo indicarle a este joven el camino de la casa del herrero.

—Y yo —replicó Cadfael—, si no me necesitáis, ¡ya que este muchacho es capaz de hacerse entender en todos los idiomas, o en ninguno!, desandaré un poco el camino con Urien. Si puedo trabar amistad con alguno de los fieles de vuestro rebaño, tanto mejor porque me gustan estas gentes y sus valles.

Fray Juan salió de la pequeña dehesa con los dos caballos, seguido de las mulas a las que llevaba de las riendas. Los ojos de Huw se iluminaron casi tanto como los de Juan mientras acariciaban el suave perfil del cuello y la grupa.

—¡Cuánto tiempo hace —dijo en tono nostálgico— que no monto un buen caballo!

—Vamos, padre —le instó fray Juan, comprendiendo su mirada ya que no sus palabras—, os ruego que montéis. Aquí está mi mano si os gusta el ruano. ¡Encabezad la marcha! —añadió, ahuecando la palma de la mano para que el sacerdote colocara en ella el pie y pudiera encaramarse a la silla, medio aturdido de gozo. Montado en el rucio, fray Juan se situó a su lado por si el sacerdote necesitara ayuda, pero las morenas rodillas se sujetaron con fuerza a la bestia—. ¡Bravo! —exclamó el joven, riéndose—. ¡Nos llevaremos muy bien y acabaremos haciendo una carrera!

Con la mano en la cincha, Urien les vio alejarse del suave arco del claro.

—Allá van dos hombres felices —dijo con aire pensativo.

—Cada vez me sorprende más —comentó fray Cadfael— que este joven se entregara a la vida monástica.

—¿Y no os sorprende que vos lo hicierais? —replicó Urien con un pie en el estribo—. Venid, si queréis ver el paisaje. Recorreremos un trecho del valle y después yo subiré a las colinas.

Se separaron en lo alto de un cerro entre los árboles, en un pliegue del terreno desde donde se podía ver la yunta de bueyes arando una segunda franja por encima de la tierra más fértil del valle. Dos franjas de tierra en un solo día era una hazaña prodigiosa.

—Vuestro prior haría bien —dijo Urien antes de despedirse— en seguir el ejemplo de aquel joven de allí. En esta región se consigue más con los halagos y las súplicas que con las exigencias. Pero no hace falta que os lo diga… siendo vos tan galés como yo.

Cadfael le vio alejarse por el camino hasta que se perdió entre los árboles. Después regresó a Gwytherin, pero lo hizo bajando por la ladera de la colina hacia el río. Al llegar al lindero del bosque, se detuvo bajo la sombra verde de un roble y contempló los prados y la cinta plateada del río hasta el lugar donde la yunta de bueyes se esforzaba en trazar el último surco. La distancia no era mucha y Cadfael podía distinguir el brillo del sudor en el pelaje de los bueyes y el pesado bucle de tierra cuando se apartaba de la reja. El labrador era un hombre moreno, fuerte y achaparrado con algunas hebras de plata en su cabello desgreñado. En cambio, el que incitaba a los bueyes era alto y delgado y el cabello rizado que le cubría la nuca y se le pegaba a la frente sudorosa era tan claro como el lino. Caminaba de espaldas sin mirar hacia atrás, tanteando hábilmente el terreno con el pie, como si tuviera ojos en los talones. Tenía la voz ronca y cansada de tanto gritar, pero todavía clara y alegre y más eficaz que cualquier aguijada, llamando a los cansados animales, atrayéndolos y diciéndoles que habían hecho prodigios y que merecían descansar y recibir una recompensa, que pronto se irían a casa y que estaba orgulloso de ellos y los quería mucho, tal como si hablara con almas cristianas. Los bueyes proseguían su duro esfuerzo, apoyando todo su peso en el yugo con los ojos clavados en él, como si quisieran decirle que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de complacerle. Cuando el arado se detuvo y los sudorosos bueyes inclinaron la testuz, el joven se les acercó, rodeó con un brazo el cuello del que tenía más cerca y acarició con los nudillos de una mano la frente rizada del otro. Cadfael dijo en voz alta:

—¡Bravo! Pero ¿cómo viniste a parar al País de Gales, amigo mío?

Algo pequeño, redondo y duro cayó susurrante desde las hojas de arriba, golpeándole justo en el centro de su tonsura curtida por la intemperie. Se tocó la coronilla y dijo algo impropio de su hábito. Pero no era más que una agalla de roble del año anterior, reseca por el viento y dura como un guijarro. Cadfael levantó los ojos hacia el follaje, que ya estaba pasando de oro a verde, y le pareció que la vibración de las hojas sin que soplara el viento exigía otra explicación que no fuera la caída accidental de un pequeño residuo de un año ya muerto. La vibración cesó de golpe y el silencio pareció de pronto excesivo. Cadfael se apartó unos metros como si quisiera reanudar la marcha y dio la vuelta detrás de la primera barrera de arbustos para ver si alguien había picado el anzuelo.

Un piececito desnudo, ligeramente manchado de musgo y corteza, descendió de las ramas hasta un punto de apoyo en el tronco. El otro piececito, estirado al final de una larga y torneada pierna, asomó por entre las ramas mientras el mozo se disponía a saltar. Fascinado, fray Cadfael apartó súbitamente los ojos y se volvió de espaldas sonriendo, pero no se alejó sino que rodeó la pantalla de arbustos y volvió a aparecer con aire inocente a la vista del pájaro que acababa de caer del nido. No era un mozo, como pensara al principio, sino una moza, y muy bella, por cierto. Permanecía decorosamente de pie, con la falda noblemente dispuesta a su alrededor y los piececitos desnudos ocultos entre la hierba.

Ambos se miraron con sincera curiosidad y sin la menor timidez. La muchacha debía de tener unos dieciocho o diecinueve años, o tal vez menos, dado que la dignidad de su porte le confería una insólita madurez incluso en el trance de saltar de un roble. A pesar de sus pies descalzos y su cabello despeinado, no parecía una villana. Todo en ella demostraba que era consciente de su valor. Su vestido era de excelente lana casera teñida de azul claro, con bordados en el cuello y las mangas. No cabía duda de que era extremadamente hermosa. Su rostro era ovalado y de firmes facciones y el cabello que le caía en suaves ondas sobre los hombros era casi negro, pero con reflejos rojizos cuando le daba el sol; los grandes ojos de pestañas negras que miraban a fray Cadfael con tan sincero interés eran casi del mismo color, oscuros como las ciruelas damascenas y brillantes como los destellos de mica de los guijarros del río.

—Sois uno de los monjes de Shrewsbury —dijo la joven sin vacilar.

Para asombro de Cadfael, lo dijo en un fluido inglés.

—Lo soy —dijo Cadfael—, pero ¿cómo sabes tantas cosas sobre nosotros? Creo que no te vi entre los que se tomaron la molestia de pasar por delante del jardín de Huw mientras hablábamos. Había una joven muy bella, recuerdo, pero no tan morena como tú.

La moza esbozó una encantadora sonrisa, repentina y radiante.

—Ah, debía de ser Annest. En Gwytherin todo el mundo sabe a estas horas quiénes sois y a qué habéis venido. El padre Huw tiene razón, ¿sabéis? —advirtió la joven, muy seria—, no nos gustará ni tanto así. ¿Por qué queréis a Santa Winifreda? Lleva mucho tiempo aquí y nadie le había prestado jamás la menor atención. No me parece honrado ni amistoso.

Era una excelente elección de palabras, pensó Cadfael, sorprendiéndose de que una galesa utilizara el inglés como si fuera su propia lengua o como si lo hubiera aprendido por amor.

—Yo también dudo de su conveniencia, a decir verdad —convino tristemente Cadfael—. Cuando el padre Huw habló en nombre de esta comunidad, confieso que me incliné por sus argumentos.

Sus palabras indujeron a la joven a mirarle con más detenimiento que antes, frunciendo el ceño como si dudara súbitamente o recelara de él. Quienquiera que la hubiera informado, había sido testigo de todo lo ocurrido en el jardín del padre Huw.

—Vos debéis de ser el que habla nuestra lengua, el que tradujo las palabras del padre Huw —el hecho pareció inquietarla más de lo razonable—. ¡Habláis el galés! Y ahora me entendéis —añadió, rompiendo de pronto a hablar en galés tras vacilar un instante.

—Pero si yo soy tan galés como tú, hija mía —dijo Cadfael—. Me hice benedictino al llegar a la mediana edad y aún no he olvidado mi lengua natal, espero. Pero me maravilla que hables el inglés tan bien como yo, aquí, en el mismísimo corazón del Rhos.

—Oh, no —dijo la joven en actitud defensiva—, lo hablo sólo un poco. Intenté utilizarlo con vos porque pensé que erais inglés. ¿Cómo podía saber yo que erais aquél?

¿Por qué la turbaba el hecho de ser bilingüe?, se preguntó Cadfael. ¿Y por qué dirigía tantas miradas furtivas hacia el río que se entreveía desde el bosque? Hacia el preciso lugar donde, con una mirada tan rápida y furtiva como la de la moza, Cadfael vio al joven alto y rubio que no era galés, y que sin duda debía de ser el mejor llamador de bueyes de Gwynedd, apartarse de la yunta que estaba bebiendo plácidamente en el río y, en medio de un centelleante rocío de espuma, vadear la corriente con el agua hasta los muslos en dirección hacia el roble. La joven se había encaramado a aquel árbol desde el que se divisaba la arada y bajó tan pronto como ésta terminó.

—Me avergüenzo de mi inglés —dijo en vulnerable tono de súplica—. ¡No se lo digáis a nadie!

Estaba deseando que Cadfael se marchara y le pedía al mismo tiempo su discreción. El monje dedujo que su presencia resultaba inoportuna.

—Yo también he conocido las mismas angustias —contestó Cadfael, mirándola con expresión tranquilizadora— cuando al principio intentaba hablar el inglés. Jamás comentaré tus dificultades. Y ahora será mejor que vuelva a casa si no quiero llegar tarde a vísperas.

—Id con Dios, padre —dijo la joven, ya más sosegada.

—Que Él te acompañe, hija mía.

Cadfael se retiró por un camino en el que no tuviera que tropezarse con el joven rubio. Ella se lo quedó mirando un buen rato, antes de correr hacia el joven, que estaba chapoteando en los bajíos de la corriente para subir a la orilla. Cadfael pensó que la joven sabía muy bien todo lo que él había observado y comprendido, y que se alegraba de su discreción. Se alegraba y respiraba tranquila. Una joven galesa con bordados en las mangas del vestido no tenía más remedio que andarse con mucho tiento si quería reunirse con un forastero sin tierras y sin raíces en aquella sociedad de clanes en la que no tener un lugar en una familia era como carecer de medios de vida. Y, sin embargo, el joven era amable y bien parecido, hacía bien su trabajo y amaba tiernamente a sus bestias. Cadfael volvió la mirada hacia atrás cuando estuvo seguro de que los arbustos lo ocultaban, y vio que los dos se reunían llenos de gozo, pero sin tocarse y casi avergonzándose el uno ante el otro. Ya no quiso mirar más.

Lo que necesito aquí, pensó mientras regresaba a la iglesia de Gwytherin, es una buena amistad con alguien que conozca a todos los hombres, mujeres y niños de esta comarca y que no tenga que llevar la carga de sus almas. Un buen compañero de bebida con sentido común es lo que necesito.