n la clara mañana de principios de mayo en que puede situarse propiamente el comienzo del increíble asunto de las reliquias de Gwytherin, fray Cadfael llevaba levantado desde mucho antes de prima. Trasplantaba plantones de repollo antes de que avanzara la jornada, y tenía todos sus pensamientos puestos en el nacimiento, el desarrollo y la fertilidad. De ningún modo pensaba en los sepulcros, los relicarios y las muertes violentas, ya fuera de santos, pecadores o simples hombres honrados y falibles como él. Nada turbaba su paz como no fuera el deber de entrar a oír misa y participar en la subsiguiente media hora de capítulo que siempre solía prolongarse unos diez minutos más. Lamentaba tener que apartarse de sus agradables ocupaciones en el huerto, pero no podía eludir sus deberes. Al fin y al cabo, había elegido la vida de claustro con los ojos bien abiertos y no podía quejarse de las tareas menos placenteras. Todo el resto le agradaba y le permitía experimentar la clase de satisfacción que sintió entonces, cuando enderezó la espalda y miró complacido a su alrededor.
Dudaba de que en todo el reino hubiera un huerto benedictino más hermoso o mejor provisto de hierbas útiles no sólo para condimentar las carnes, sino también como remedios medicinales. Los principales huertos y tierras de la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury se extendían al norte del camino, fuera del recinto monástico, pero allí, en aquel huerto cerrado en el interior de las murallas, cerca de las redes que usaba el abad para atrapar peces y del riachuelo que alimentaba el molino de la abadía, fray Cadfael ejercía un dominio absoluto. El herbario, en particular, constituía su reino: él mismo lo había completado poco a poco, a lo largo de quince años de esfuerzos, añadiéndole muchas plantas exóticas que cuidadosamente había cultivado, tras haberlas recogido en una errante juventud que le había llevado nada menos que hasta Venecia, Chipre y Tierra Santa. Fray Cadfael se había incorporado tarde a la vida monástica, como una maltrecha embarcación que buscara, al final, un puerto tranquilo donde reposar. Sabía muy bien que, en los primeros años de sus votos, los novicios y los sirvientes legos solían señalarle con el dedo entre murmullos de asombro.
—¿Ves aquel fraile que trabaja en el huerto? ¿Ése tan corpulento que se balancea sobre una y otra pierna como un marinero? Viéndole así, ¿a que no imaginas que de joven participó en una cruzada? Estuvo con Godofredo de Bouillon en Antioquía, cuando los sarracenos se rindieron. Y se hizo a la mar como capitán cuando el rey de Jerusalén gobernaba en toda la costa de Tierra Santa, ¡y sirvió luchando diez años contra los corsarios! Ahora nadie lo diría, ¿verdad?
Fray Cadfael, por su parte, no veía nada insólito en su agitada existencia, no había olvidado nada y no se arrepentía de nada. No descubría la menor contradicción entre los placeres de la batalla y la aventura y las suaves delicias que ahora le deparaba aquella quietud. Aderezada, eso sí, con algún pequeño desliz siempre que podía, ya que los manjares bien sazonados le eran irresistibles, pero quietud al fin. Una embarcación varada, y a mucha honra. Probablemente, los jóvenes que le miraban a hurtadillas con tanta curiosidad comentarían también en voz baja que, en una vida como la suya, no debieron faltar encuentros con mujeres, no todos ellos puramente caballerescos, y se preguntarían qué fundamento era aquél para una vida conventual.
En lo de las mujeres, tenían razón. Aparte Riquilda, que naturalmente se había cansado de esperar su regreso al cabo de diez años, y se había unido en matrimonio con un acaudalado hidalgo de buenas perspectivas en el condado y sin la menor intención de irse a la guerra, recordaba a otras damas de distintos países, con las cuales había gozado de encuentros agradables por ambas partes y sin daño para ninguna. Bianca, la que sacaba agua de la fuente de piedra de Venecia; Ariadna, la griega del barco; Mariam, la viuda sarracena que vendía especias y frutas en Antioquía y que lo consideró lo bastante hombre como para reemplazar durante algún tiempo al que había perdido. Ni las relaciones ligeras ni las más serias dejaron en él la menor huella. Cadfael se daba por bien pagado, y el hecho de haberlas experimentado formaba parte del armonioso equilibrio que ahora le permitía saborear aquella serena vida contemplativa y le daba paciencia y perspicacia para soportar las sencillas almas enclaustradas, para quienes el hábito benedictino era una vocación de por vida y no un oportuno retiro como para él. Cuando ya se ha hecho todo lo demás, el cuidado de un huerto conventual es una tarea de lo más agradable y satisfactoria. No concebía llegar a semejante estancamiento sin antes haber hecho otra cosa.
Cinco minutos más, y tendría que lavarse las manos y dirigirse a la iglesia para oír misa. Los utilizó para rodear su recóndito y perfumado reino de pálidas flores en el que fray Juan y fray Columbano, dos jóvenes tonsurados hacía apenas un año, se hallaban ocupados en arrancar malas hierbas y recortar los setos. Lustrosas y mates, viscosas o cubiertas de suave pelusa, las hojas mostraban todas las variantes posibles de verde. Casi todas las flores eran pequeñas, tímidas y casi furtivas, con suaves colores lilas, tenues azules y pálidos amarillos, dado que su importancia estribaba tan sólo en la producción de semillas. Toda suerte de hierbas crecían allí: ruda, salvia, romero, borraja, jengibre, menta, tomillo, hierba álsine, hierbabuena, ajedrea, mostaza, hinojo, tanaceto, albahaca, eneldo, perejil, madreselva y mejorana. A todos sus ayudantes les había enseñado sus usos y también sus peligros, ya que el beneficio de las hierbas reside en su adecuada proporción, y una dosis excesiva puede ser peor que la enfermedad. Humildes en sus ropajes, modestas en sus colores, apiñadas y tímidas, las hierbas sólo llamaban la atención por su difusa dulzura cuando el sol las iluminaba. Sin embargo, detrás de aquellas sencillas hierbas sin pretensiones, crecían otras más altas y esplendorosas, lechos de peonías cultivadas por sus aromáticas semillas, y altivos capullos de adormideras de pálidas hojas, cuya cerrada armadura apenas permitía adivinar el blanco o el negro púrpura de sus pétalos. Se mantenían tan erguidas como los hombres de baja estatura y provenían de la región oriental del Mediterráneo, desde donde Cadfael había traído hacía mucho tiempo las semillas de sus antepasados, cultivándolas y cruzándolas en su propio huerto, antes de plantar allí aquella perfeccionada progenie con la que elaboraba remedios contra el dolor, el principal enemigo del hombre. El dolor y la ausencia de sueño, el cual es, a su vez, el remedio más beneficioso contra el dolor.
Ambos jóvenes, con los hábitos levantados hasta las rodillas, enderezaron la espalda y se sacudieron la tierra de las manos, conscientes como él de la hora que era. Por nada del mundo fray Columbano hubiera dejado de cumplir un solo ápice de sus deberes ni tolerado semejante falta en ninguno de sus hermanos. Era un joven muy apuesto y de excelente planta, cuya redonda e impresionante cabeza denotaba a las claras su pertenencia a una noble familia normanda. Siendo el segundón, le habían destinado a la vida monástica, lo mejor que se podía hacer cuando no se heredaban tierras. Tenía un lacio cabello rubio y grandes ojos azules, y su modesto porte, combinado con la palidez de su rostro, tendía a oscurecer la fuerza muscular de su figura. Fray Columbano no resultaba un compañero muy agradable porque, a pesar de su admirable constitución física, poseía una estructura mental de alarmante sensibilidad y era muy dado a los accesos de tensión emocional, a los escrúpulos de conciencia y a visiones apocalípticas en total desacuerdo con lo que hubiera cabido esperar de la solidez de su cráneo. Pero, siendo joven e idealista, ya tendría tiempo de superar aquellos tormentos. Fray Cadfael llevaba varios meses trabajando con él y tenía depositadas grandes esperanzas en aquel joven tan voluntarioso, enérgico y casi excesivamente servicial. Tal vez se sentía en deuda con su aristocrática estirpe y temía que un fallo por su parte empañara el brillo de su linaje. ¡No se puede pertenecer a una noble cuna normanda sin destacar en todo! Fray Cadfael, que descendía de una antigua familia galesa sin pretensiones sobrehumanas, se compadecía de las víctimas de semejante trampa y toleraba con ecuanimidad a fray Columbano, corrigiendo filosóficamente sus ocasionales excesos. El jugo de las paganas adormideras le había calmado más de una vez, cuando su fervor religioso se desbocaba.
¡Sea como fuere, semejantes insensateces no tenían la menor cabida en el otro! Fray Juan era tan vulgar y corriente como su nombre; un joven sencillo de nariz respingona, con un indomable anillo de vigorosos bucles cobrizos alrededor de su tonsura. Estaba perennemente hambriento y su principal interés por las cosas que se cultivaban en los huertos consistía en averiguar si eran comestibles y si su sabor era agradable. Cuando llegara el otoño, ya encontraría el medio de adentrarse en las arboledas frutales. De momento, se conformaba con ayudar a fray Cadfael a arrancar lechugas tempranas, a la espera de que maduraran los dulces frutos.
Era fray Juan un alma hermosa, alegre y jovial que parecía haber ido a parar a aquella recoleta existencia sin percatarse de que se equivocaba de sitio. Fray Cadfael advertía en él una malicia semejante a la suya propia, pese a que aún no había tenido ocasión de ejercitarse en el vasto mundo, por lo que no le cabía la menor duda de que aquel curioso pájaro de cresta roja algún día emprendería el vuelo. Entre tanto, el joven intentaba distraerse como podía y, a veces, la oportunidad se le presentaba en lugares inesperados.
—Tengo que ser puntual —dijo fray Juan, bajándose los faldones del hábito y restregándose tranquilamente las manos en las posaderas para sacudirse la tierra—. Esta semana soy lector.
Cadfael recordó que así era, en efecto, y pensó que, por muy aburridos que fueran los pasajes que eligieran para él en el refectorio y por muy sosos que fueran los santos y mártires cuyos prodigios tuviera que celebrar en el capítulo, Juan siempre se las arreglaba para infundirles dramatismo e interés. Si le hubieran asignado la decapitación de Juan el Bautista, hubiera hecho temblar los cimientos del monasterio.
—Tú lees para la gloria de Dios y de los santos, hermano —le recordó Columbano con cariñoso reproche y humildad un tanto ofensiva—, ¡no para la tuya!
Lo cual demostraba lo poco que sabía de tales cosas o lo hipócrita que podía llegar a ser.
—Siempre tengo en mi mente este bendito pensamiento —dijo fray Juan con irrefrenable deleite, guiñándole el ojo a Cadfael a espaldas de su compañero mientras los tres caminaban entre los arbustos hacia la puerta del abad y al gran patio.
El ágil y delgado joven y el fornido veterano de cincuenta y siete años, con su abombado pecho y sus torcidas piernas, seguían modestamente al otro. ¿Fui yo alguna vez —se preguntó Cadfael, acompañando con sus pesados andares de marinero las largas y flexibles zancadas del muchacho— tan joven y vehemente como él? Tenía que hacer un esfuerzo para recordar que Columbano contaba veinticinco años y era el vástago de una linajuda y poderosa familia, cuya fortuna no debía de estar enteramente fundada en la devoción religiosa.
La tercera misa del día no era solemne y, a su término, los monjes benedictinos de la abadía de Shrewsbury se dirigían en procesión desde el coro hasta la sala capitular donde todos ocupaban ordenadamente su escaño, encabezados por el abad Heriberto. El abad era viejo, afable y extremadamente dúctil, un anciano asceta, deseoso de que la paz y la armonía reinaran a su alrededor. Su figura era anodina, pero la bondad de su rostro cautivaba a todos sin excepción. Los novicios y los discípulos se encontraban a gusto en su presencia siempre que conseguían acercarse a él, lo cual no era muy fácil porque normalmente se interponía la imponente mole del prior Roberto.
El prior Roberto Pennant, por cuyas venas circulaba una mezcla de sangre inglesa y galesa, medía más de metro ochenta de estatura, se movía con elegancia, tenía el cabello gris plateado pese a contar solamente cincuenta años, y poseía un rostro alargado de aristocráticas y hermosas facciones y una altiva frente marmórea. En los condados del interior del país no había hombre que luciera mejor la mitra, merced a su estatura sobrehumana y su autoridad, y en toda Inglaterra no había hombre más consciente de ello ni más dispuesto a demostrarlo a la primera oportunidad. Su erguido porte, al cruzar la sala capitular hacia su sitial, parecía un ensayo para el pontificado.
Le seguía fray Ricardo, el viceprior y su antítesis; corpulento, desgarbado, afectuoso, benévolo y de gran inteligencia, pero con una enorme pereza mental. Era difícil que le nombraran prior cuando Roberto finalizara su mandato, habiendo tantos hombres más jóvenes que ambicionaban el puesto y no dudarían en realizar cualquier sacrificio con tal de conseguirlo.
Después de Ricardo venían los demás monjes en sus distintas jerarquías. Fray Benito, el sacristán; fray Anselmo, el chantre; fray Mateo, el cillerero; fray Dionisio, el hospitalario; fray Edmundo, el enfermero; fray Osvaldo, el limosnero; fray Jerónimo, el amanuense del prior; y fray Pablo, el maestro de novicios. Les seguía toda la comunidad del monasterio, por cierto muy numerosa. Entre los últimos, fray Cadfael se encaminó hacia su rincón preferido en la parte de atrás, escasamente iluminado y medio oculto tras una de las columnas de piedra. Puesto que no ostentaba ningún cargo de responsabilidad, nunca le llamaban para hablar en capítulo sobre los distintos asuntos de la casa y, si encima el tema en cuestión era aburrido, fray Cadfael aprovechaba el tiempo para dormir, cosa que, gracias a la costumbre, podía hacer sentado y con la espalda bien erguida sin que nadie le viera en su oscuro rincón. Tenía un sexto sentido que en caso necesario le hacía despertar de forma inmediata y verosímil. Más de una vez había contestado a una pregunta sin vacilar, estando dormido cuando se la formulaban.
Aquella mañana de mayo en particular permaneció despierto el tiempo suficiente como para disfrutar de la última e improbable onza de dramatismo en la vida de algún anónimo santo, cuya festividad se celebraba aquel día; sin embargo, cuando el cillerero empezó a exponer un complicado asunto sobre una herencia destinada en parte al altar de Nuestra Señora y en parte a la enfermería, fray Cadfael se dispuso a echar una cabezadita. Al fin y al cabo, sabía que, una vez se resolviera la cuestión de un par de malhechores de poca monta, buena parte del tiempo restante se dedicaría a la campaña del prior Roberto encaminada a conseguir las reliquias y el patronazgo de algún poderoso santo para el monasterio. Desde hacía varios meses, apenas se hablaba de otra cosa. De hecho, el prior lo tenía entre ceja y ceja desde que la casa cluniacense de Wenlock redescubriera con gran júbilo y orgullo la tumba de su primera fundadora, santa Milburga, y colocara triunfalmente sus reliquias en el altar. ¡Un priorato desconocido situado a pocas leguas de distancia con su propia santa milagrera, y la gran casa benedictina de Shrewsbury tan vacía de reliquias como un cepillo de limosnas saqueado! Era algo que el prior Roberto no podía tolerar. Llevaba un año o más recorriendo las comarcas fronterizas, en busca de algún santo de reserva, y su mirada se dirigía esperanzada al País de Gales, donde era bien sabido que en el pasado los santos y santas abundaban tanto como las setas en otoño y eran tenidos en tan poco aprecio como éstas. Fray Cadfael no tenía el menor interés en oír sus lamentos y exhortaciones. Y se durmió.
El calor del sol reverberó desde las afiladas aristas de la pálida roca recalentada y le chamuscó el rostro mientras el árido polvo suspendido en el aire le quemaba la garganta. Desde el lugar donde permanecía agazapado con sus compañeros, vio la larga cresta de la muralla y los yelmos de los centinelas de las torres centelleando bajo la inmisericorde luz. Un paisaje excavado en piedra roja y fuego, todo hecho de precipicios profundos y rocas escarpadas, sin ninguna hoja verde que lo suavizara y, frente a él, el objeto de todos sus viajes, la ciudad santa de Jerusalén coronada de torres y constelada de cúpulas en el interior de sus murallas blancas. El polvo de la batalla flotando en el aire impedía ver con claridad el bastión y la puerta, y los ásperos gritos y el fragor de las armaduras le ensordecían. De un momento a otro esperaba oír el sonido de la trompeta anunciando el asalto final y procuraba agacharse todo lo posible, pues había aprendido a respetar el alcance y la precisión del corto y curvado arco sarraceno. Vio que los estandartes emergían de sus escondrijos y se adelantaban, ondeando al cálido viento. Vio el destello de la trompeta levantada y se dispuso a oír su sonido estridente.
El sonido que le despertó de golpe fue por demás estridente, pero no fue un trompetazo ni le impulsó a lanzarse al asalto triunfal de Jerusalén. Cadfael se encontraba de nuevo en su escaño del oscuro rincón de la sala capitular y se había levantado con la misma consternación y alarma que los demás. El grito que le había despertado estaba transformándose en una serie de gemidos desgarradores y sollozos entrecortados que hubieran podido ser de extremo dolor o de extremo éxtasis. En el espacio abierto del centro de la sala capitular, fray Columbano yacía boca abajo, retorciéndose y agitándose como un pez fuera del agua, al tiempo que se golpeaba la frente y las manos contra las baldosas y movía las piernas largas y pálidas, desnudas hasta las rodillas a causa de las contorsiones, en medio de unos increíbles gritos nacidos de la excitación física. Sus hermanos más próximos le rodeaban impotentes y el prior Roberto levantaba las manos, entre exhortaciones y exclamaciones.
Fray Cadfael y fray Edmundo, el enfermero, se acercaron simultáneamente a Columbano, se arrodillaron uno a cada lado y le sujetaron para que no se destrozara el cerebro contra las baldosas o se descoyuntara las articulaciones con sus movimientos.
—Mal caduco —sentenció fray Edmundo, introduciéndole entre los dientes la gruesa cuerda de la correa de Columbano y un pliegue de su hábito para evitar que se mordiera la lengua.
Fray Cadfael no estaba tan seguro del diagnóstico porque aquellos gruñidos desesperados no eran los propios de un ataque epiléptico, sino más bien los de una mujer histérica en pleno paroxismo. Sea como fuere, la medida calmó en parte los gritos e incluso pareció disminuir la fuerza de las convulsiones, aunque éstas se renovaron en cuanto le aflojaron la sujeción.
—¡Pobre joven! —balbució el abad Heriberto desde atrás—. ¡Una dolencia tan cruel y repentina! ¡Tratadle con cuidado! Llevadlo a la enfermería. Debemos orar por su restablecimiento.
El episodio concluyo con cierto desorden. Con la ayuda de fray Juan y otros monjes más habilidosos, envolvieron a fray Columbano con una sábana, inmovilizándole los brazos y las piernas para que no se hiciera daño, le separaron los dientes con un trozo de madera en lugar de la tela, que hubiera podido atragantarlo y asfixiarlo, y le trasladaron en unas parihuelas a la enfermería. Allí lo acostaron, sujetándolo con correas alrededor del pecho y los muslos. El joven gimió, gruñó y se agitó, pero cada vez con menos fuerza. Cuando, al final, consiguieron que bebiera un sorbo del jugo de adormideras de fray Cadfael, sus gemidos se convirtieron en lastimeros susurros, y la violencia de su lucha contra la inmovilidad se redujo considerablemente.
—Cuidadle bien —dijo el prior, mirando al joven con inquietud—. Creo que alguien debería vigilarle constantemente, por si le repite el ataque. Vos tenéis otros enfermos que atender y no podéis permanecer a su lado día y noche. Fray Jerónimo, lo encomiendo a vuestras atenciones y os exonero de todos vuestros deberes mientras él os necesite.
—¡Lo haré con sumo placer y rezaré con insistencia! —contestó fray Jerónimo.
Siendo el más próximo colaborador del prior Roberto y su más fiel servidor, no era de extrañar que fuera inevitablemente elegido siempre que Roberto exigía una estricta obediencia y una meticulosa información, ambas cosas probablemente muy necesarias en el caso de un miembro de la comunidad víctima de lo que en otros lugares se hubiera calificado de simple ataque de locura.
—Quedaos con él, sobre todo por la noche —dijo el prior—. De noche, la resistencia de un hombre flaquea y los males corporales pueden apoderarse nuevamente de él. Si duerme tranquilo, vos también podréis descansar, pero no os alejéis, por si os necesita.
—Se dormirá en cuestión de una hora —terció fray Cadfael sin la menor vacilación— y es muy posible que pase al sueño natural antes de que anochezca. Si Dios quiere, mañana ya habrá sanado.
Cadfael pensaba, por su parte, que fray Columbano apenas ejercitaba el cuerpo y la mente y se vengaba de aquellas privaciones mediante excesos medio voluntarios y medio involuntarios, dignos no sólo de compasión sino también de reproche. Sin embargo, se guardaba mucho de afirmarlo sin reservas. No estaba seguro de conocer a sus hermanos adoptivos lo bastante como para juzgarlos sin temor a equivocarse. Bueno, a fray Juan… ¡tal vez sí! Pero, tanto en la vida conventual como fuera de ella, los frailes Juanes alegres, sinceros y extrovertidos eran más bien escasos.
A la mañana siguiente fray Jerónimo se presentó en el capítulo con expresión exaltada, como si estuviera a punto de comunicar una noticia trascendental. Ante el leve reproche del abad Heriberto por haber abandonado al enfermo sin permiso, cruzó sumisamente las manos e inclinó la cabeza sin perder en ningún momento su extasiado aplomo.
—Padre, me trae aquí un deber que me ha parecido todavía más urgente. He dejado dormido a fray Columbano, aunque no muy tranquilo, ya que incluso en sueños sufre tormentos. Dos hermanos legos lo vigilan. Si he obrado mal, me atendré humildemente a las consecuencias.
—¿Nuestro hermano no está mejor? —preguntó preocupado el abad.
—Aún está profundamente turbado y, cuando se despierta, delira. ¡Pero, a lo que iba, padre! ¡Hay una esperanza segura para él! Esta noche he recibido una milagrosa visita. He venido para comunicaros lo que la divina misericordia me ha inspirado. Padre, en las primeras horas del amanecer, me quedé dormido junto al lecho de fray Columbano y tuve un sueño prodigioso.
Todos le escuchaban con atención y hasta fray Cadfael se había despertado por completo.
—Pero bueno, ¿ahora otro? —le susurró maliciosamente al oído fray Juan—. ¡Es una epidemia!
—Padre, me pareció que el muro de la estancia se abría y que penetraba una gran luz, a través de la cual una hermosa y radiante doncella se situaba junto al lecho de nuestro hermano y me hablaba. Me dijo que su nombre era Winifreda y que en el País de Gales existe una fuente sagrada precisamente en el lugar donde ella sufrió martirio. Añadió que si fray Columbano se bañaba en sus aguas recuperaría la salud y el uso de los sentidos. Después pronunció una bendición sobre la casa, se desvaneció en medio de una luz cegadora, y yo desperté.
Sobre el murmullo de excitación que recorrió toda la sala capitular se elevó la voz del prior Roberto en reverente triunfo:
—¡Padre abad, hemos recibido una guía de lo alto! Nuestra búsqueda de un santo nos ha atraído esta señal de favor, en prenda de que debemos perseverar.
—¡Winifreda! —dijo el abad en tono dubitativo—. No recuerdo muy bien la historia de esa santa mártir. Hay tantas en el País de Gales. Ciertamente, tendríamos que enviar a fray Columbano a su manantial sagrado. Sería una ingratitud rechazar un presagio tan claro. Pero ¿dónde se encuentra exactamente?
El prior Roberto miró a su alrededor en busca de los pocos galeses que había entre los monjes, pasó presurosamente por alto a fray Cadfael, que nunca había sido uno de sus preferidos —tal vez debido al peculiar brillo de sus ojos o a su pasado notoriamente mundano—, y se detuvo complacido en el anciano fray Rhys, que estaba medio senil, pero era doctrinalmente seguro y tenía la vasta, aunque caprichosa, memoria de los viejos.
—Hermano, ¿podéis contarnos la historia de esa santa y decirnos dónde está su manantial?
El anciano tardó un poco en advertir que era el centro de la atención. Permanecía encogido como un pajarillo, le faltaban los dientes y estaba acostumbrado a ser objeto de un tolerante olvido. Empezó con cierta vacilación, pero se animó en seguida, en cuanto vio que todos los ojos estaban fijos en él.
—¿Santa Winifreda decís, padre? Todo el mundo conoce a Santa Winifreda. Encontraréis su fuente por el nombre que recibió el lugar, Holywell[1], no lejos de Chester. Pero ella no está allí. No hallaréis su sepultura en Holywell.
—Habladnos de ella —le instó el prior Roberto en tono casi servil, movido por su entusiasmo—. Contadnos su historia.
—Santa Winifreda —declamó el anciano, empezando a disfrutar de su hora de gloria— era hija única de un caballero llamado Tevyth que vivía en aquellas comarcas cuando los príncipes aún eran paganos. Pero aquel caballero y todos los suyos fueron convertidos por san Bruno, a quien ofreció cobijo y le hizo construir una iglesia. La joven era todavía más devota que sus padres, oía misa todos los días y había decidido consagrar su virginidad a Dios. Pero aconteció que un domingo cayó enferma y se quedó en casa mientras los demás se iban a la iglesia. Llegó a su puerta el príncipe de aquella región, Cradoc, el hijo del rey, que se había enamorado de ella desde lejos. Porque debéis saber que la joven era muy hermosa. ¡Muy hermosa! —repitió fray Rhys, relamiéndose los labios de gusto. El prior Roberto se molestó visiblemente ante aquella desvergüenza, pero se abstuvo de interrumpir su relato con un reproche—. Alegó estar acalorado y sediento después de una jornada de caza —añadió fray Rhys en tono de misterio— y pidió un poco de agua. La joven le franqueó la entrada y le ofreció de beber. Entonces —el anciano monje elevó la voz y se inclinó en su holgado hábito, levantándose con un vigor que ninguno de los presentes hubiera imaginado en él— le manifestó sus intenciones y la estrechó en sus brazos. ¡Así! —el esfuerzo era casi demasiado para él y, además, el prior le estaba mirando alarmado. Rhys refrenó su entusiasmo y recuperó su dignidad—. La fiel doncella le rechazó con suaves palabras y huyó a otra estancia, se encaramó a una ventana y corrió hacia la iglesia. El príncipe Cradoc montó en su caballo y le dio alcance cerca de la iglesia, donde, temeroso de que ella revelara su infamia, la decapitó con su espada.
Fray Rhys esperó el consabido murmullo de horror, piedad e indignación, junto con un revuelo de manos unidas en actitud de plegaria y de redondos ojos admirados.
—¿De ese modo tan devoto alcanzó su muerte y su glorificación? —preguntó fray Jerónimo con entusiasmo.
—¡De ninguna manera! —contestó fray Rhys. Nunca le había tenido demasiada simpatía a fray Jerónimo—. San Bruno y la congregación de fieles salían en aquel momento de la iglesia y vieron lo ocurrido. El santo lanzó una terrible maldición contra el asesino, el cual cayó inmediatamente de hinojos y empezó a fundirse como la cera en el fuego hasta que todo su cuerpo desapareció en la hierba. Entonces san Bruno tomó la cabeza de la doncella y la colocó en su cuello. La carne volvió a juntarse y la joven recobró la vida, y en el lugar de su resurrección surgió la fuente sagrada.
Todos esperaron mudos de asombro, pero él les dejó esperar. Lo ocurrido después de la muerte no le interesaba.
—¿Y después? —le apremió el prior Roberto—. ¿Qué hizo la santa después de su resurrección?
—Fue en peregrinación a Roma —contestó fray Rhys con indiferencia—, asistió a un gran sínodo de santos y fue nombrada abadesa de una comunidad de monjas en Gwytherin, cerca de Llanrwst. Allí vivió muchos años y obró muchos prodigios en su vida, si vida podemos llamarla, puesto que ya había estado muerta una vez.
Con un encogimiento de hombros, el fraile dio a entender que no sentía el menor respeto por aquel residuo de vida. La chica tuvo su oportunidad con el príncipe Cradoc y la desaprovechó; su inclinación natural la llevaba a ser abadesa de un monasterio y ya no había más que decir.
De pie con su imponente estatura, en medio de un círculo de luz que se filtraba a través de las columnas de la sala capitular, el prior Roberto miró con expresión exultante y ojos autoritarios al abad Heriberto.
—Padre, ¿no os parece que nuestra reverente búsqueda de un patrón de gran poder y santidad ha sido guiada por la mano divina? Esta bondadosa santa nos ha visitado personalmente en el sueño de fray Jerónimo, incitándonos a llevarle a nuestro hermano enfermo. ¿Acaso no es lícito esperar que ella nos guíe en nuestros afanes? Si atiende nuestras plegarias y devuelve la salud de alma y cuerpo a fray Columbano, ¿no podríamos abrigar la esperanza de que viniera en persona y habitara entre nosotros, suplicando humildemente la autorización de la Iglesia para tomar sus veneradas reliquias y acogerlas dignamente en Shrewsbury? ¡A la mayor gloria y lustre de nuestra casa!
—¡Y del prior Roberto! —susurró fray Juan al oído de Cadfael.
—Ciertamente, parece que nos ha mostrado un favor singular —reconoció el abad Heriberto.
—En tal caso, padre, ¿me dais licencia para que hoy mismo envíe a fray Columbano a Holywell con el debido acompañamiento?
—Hacedlo —dijo el abad— con las plegarias de todos nosotros, y así regrese sano y salvo, convertido en el heraldo de Santa Winifreda.
Poco después de la comida del mediodía, el perturbado, delirando todavía con palabras inconexas, fue sacado por un portalón para iniciar la primera etapa de su viaje a lomos de una mula, sentado en una silla muy alta capaz de ofrecerle un poco de seguridad en caso de que le diera otro ataque, con fray Jerónimo a un lado y un fornido hermano lego al otro, dispuestos a sujetarle en caso necesario. Columbano miró a su alrededor con grandes y patéticos ojos infantiles como si no conociera a nadie, pero se dejó conducir sumisa y confiadamente a donde le llevaban.
—No me hubiera venido nada mal un viajecito a Gales —comentó fray Juan, mirándoles con expresión nostálgica mientras doblaban la esquina y desaparecían en dirección al puente sobre el río Severn—. Pero yo no hubiera tenido a buen seguro las esperadas visiones. Eso lo hará mejor Jerónimo.
—Muchacho —dijo fray Cadfael con indulgencia—, cada día eres más descreído.
—¡De ninguna manera! Estoy tan dispuesto a creer en los milagros y la santidad de la doncella como el que más. Sabemos que los santos tienen poder de ayudar y bendecir, y yo creo que también tienen buena voluntad. Pero, cuando el sueño lo tiene el fiel sabueso del prior Roberto, ¡tú lo que me pides es que crea en su santidad y no en la de la doncella! En cualquier caso, ¿no es su favor una gloria suficiente? No veo por qué razón tienen que ir a desenterrar sus huesos. Eso más parece una tarea de sepultureros que un asunto de la Iglesia. Y tú piensas lo mismo que yo —dijo el joven con firmeza, mirando a Cadfael directamente a los ojos.
—Cuando quiera oír mi propio eco —replicó Cadfael—, hablaré primero, por lo menos. Ven, tenemos que cavar aquella franja del fondo para plantar unas berzas.
La delegación a Holywell estuvo ausente cinco días y regresó al monasterio al anochecer, envuelta por el resplandor de la gracia celestial mientras sus tres componentes entraban en el patio, entonando oraciones bajo una fina llovizna. En medio, iba fray Columbano, erguido y rebosante de entusiasmo, si así se podía describir a alguien tan humilde en su alegría. Su semblante era claro y luminoso y sus ojos estaban llenos de asombro e inteligencia. Nunca alguien pareció más cuerdo que él ni menos propenso a sufrir ataques de mal caduco. Se encaminó directamente a la iglesia para dar gracias a Dios y a Santa Winifreda de rodillas y después los tres se dirigieron desde el altar a informar debidamente al abad, al prior y al viceprior en los aposentos del abad.
—Padre —dijo fray Columbano, rebosante de gozo y felicidad—, no tengo capacidad para contaros lo que me ha ocurrido porque sé menos que ésos que me han cuidado en mi delirio. Yo sólo sé que emprendí este viaje como un hombre dominado por una pesadilla y fui a donde me llevaron sin poder valerme por mí mismo ni saber lo que hacía. Y, de pronto, fue como si despertara de la pesadilla en una clara mañana de primavera. Me vi desnudo sobre la hierba junto a una fuente mientras estos buenos hermanos me mojaban con un agua cuyo contacto me sanó. Entonces me reconocí a mí mismo y les reconocí a ellos, y sólo me pregunté dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Cosa que ellos gustosamente me informaron. Después nos fuimos los tres, acompañados de mucha gente del lugar, a oír misa en una pequeña iglesia cerca del manantial. Ahora sé que debo mi salud a la intercesión de Santa Winifreda, a la cual alabo y venero con todo mi corazón, lo mismo que a Dios, que fue quien la indujo a compadecerse de mí. El resto os lo contarán estos hermanos.
El hermano lego era corpulento y taciturno, estaba muy cansado —porque era el que había hecho todo el trabajo— y ya empezaba a hartarse un poco de aquella historia. Hizo las adecuadas exclamaciones en los momentos precisos, pero dejó el relato en las hábiles manos de fray Jerónimo, el cual lo refirió todo en sus menores detalles. Cómo llevaron al paciente a la aldea de Holywell, pidieron ayuda a los aldeanos y éstos les indicaron el lugar donde la santa resucitó después de su martirio, junto a la cristalina fuente de la que seguía manando el agua sagrada, recogida en una pila de piedra. Allí condujeron al delirante Columbano, le despojaron del hábito, la camisa y los calzones y le arrojaron encima el agua milagrosa. Inmediatamente, el joven se irguió, elevó las manos en actitud de plegaria y dio gracias a Dios por la recuperación de su mente. Después, preguntó asombrado a sus compañeros cómo había llegado hasta allí y qué le había ocurrido y vio premiada su humildad, gracias a la santa por cuya intercesión había recuperado la salud.
—Padre, las gentes de allí nos dijeron que la santa está efectivamente enterrada en Gwytherin, donde murió una vez cumplida su misión, y que en el lugar donde reposa su cuerpo se han obrado muchos milagros. Pero afirman que, después de tanto tiempo, su tumba está olvidada y descuidada, por lo que tal vez ella desea ser trasladada a un lugar donde acudan a venerarla los peregrinos y así pueda derramar con largueza sus gracias y bendiciones sobre cuantos la invoquen.
—Ha sido una inspiración que vos presenciarais este milagro —dijo el prior Roberto, alto y espléndido tras haber visto recompensada su fe—, y habéis expresado lo que yo sentía al escucharos. Sin duda, Santa Winifreda nos pide que acudamos a rescatarla, tal como ella ha rescatado a fray Columbano. Muchos necesitan de su bondad y no la conocen. En nuestras manos, sería ensalzada como merece y muchos que necesitan sus gracias sabrían dónde acudir para recibirlas. Rezo para que podamos preparar esta expedición de fe a la que ella nos convoca. Padre abad, dadme vuestra licencia para dirigir la petición a la Iglesia de forma que esta gloriosa santa pueda descansar entre nosotros y ser nuestro mayor orgullo. Porque estoy firmemente convencido de que tal es su voluntad y su deseo.
—¡En nombre de Dios —dijo devotamente el abad Heriberto—, apruebo este proyecto e invoco para él las bendiciones del cielo!
—Lo tenía todo previsto de antemano —dijo fray Juan entre envidioso y despectivo, inclinándose sobre la hierbabuena—. Todo ese asombro y maravilla y ese preguntar quién era Santa Winifreda y dónde podía encontrársela. Lo sabía desde un principio. Ya la había elegido entre todos los santos olvidados que descubrió en el País de Gales, y pensó que era la más fácil de conseguir y la que a él le daría más lustre. Pero tenía que darlo a conocer por medios milagrosos. Habrá otro prodigio siempre que necesite allanar el camino hasta que consiga trasladar la doncella a la iglesia para su propia gloria. La empresa será muy ardua y con ella pretende subir muy alto. Empieza con una visión, una curación milagrosa y la gracia divina que guía sus pasos. Está tan claro como la nariz que tienes en la cara.
—¿Crees —preguntó fray Cadfael— que fray Columbano también participa en la intriga lo mismo que fray Jerónimo, y que el episodio del ataque fue una simulación? Tendría que estar muy seguro de mi recompensa en el cielo antes de ofrecerme a romper las baldosas con mi frente, aunque fuera para proporcionarle un milagro al prior Roberto.
Fray Juan frunció el ceño con una expresión muy seria.
—No, no lo creo. Todos sabemos que nuestro humilde cordero blanco es propenso a estremecerse de horror ante un peligro y a experimentar éxtasis después de una vigilia o un ayuno. Probablemente el agua helada que le echaron encima en Holywell fuera lo más apropiado para devolverle los sentidos. ¡Hubiéramos conseguido el mismo resultado arrojándole al estanque de los peces! No, yo no diría que él ha tenido parte en eso…, por lo menos a sabiendas. Pero él les dio la oportunidad de ofrecernos una espléndida demostración de gracia. ¡Recuerda que fue Jerónimo el encargado de vigilarle por la noche! Para que haya una visión se necesita sólo un hombre, pero tiene que ser el hombre adecuado —fray Juan estrujó tristemente unas hojas tiernas entre las palmas de sus manos, y la fragancia se esparció por el aire de las primeras horas matinales—. Y serán también hombres adecuados quienes acompañen al prior Roberto en su expedición al País de Gales —añadió fray Juan con amarga certeza—. ¡Ya lo verás!
No cabía la menor duda, aquel joven estaba deseando volver a ver el mundo y respirar una bocanada de aire fresco fuera de los muros del monasterio. Fray Cadfael reflexionó, no sólo por simpatía hacia su joven ayudante sino también por ciertos anhelos placenteros que él mismo experimentaba en aquellos momentos. Un acontecimiento tan trascendental en el, por otra parte, monótono curso de la vida monástica no podía desperdiciarse. ¡Sin contar las indudables posibilidades de distracción que se les ofrecerían!
—¡Cierto! —exclamó en tono pensativo—. Tal vez convendría hacer algo para allanar las dificultades. Ciertamente no es bueno que en Gales se queden con la impresión de que Jerónimo es lo mejor que tenemos en Shrewsbury.
—Tú tienes tantas posibilidades como yo de ser invitado —dijo fray Juan con su habitual franqueza—. Jerónimo tiene el puesto asegurado porque el prior Roberto necesita a su mano derecha. El pobre e inocente Columbano fue el instrumento de la gracia y podrían utilizarlo de nuevo para el mismo fin. Al viceprior tienen que llevarlo consigo para guardar las formas. ¿Qué podríamos hacer para acompañarles? Aún tardarán unos días en marcharse; los carpinteros y cinceladores están trabajando mucho en el espléndido relicario para la santa, pero les llevará algún tiempo terminarlo. ¡Aguza tu ingenio, hermano! ¡No hay nada que no puedas hacer, si te lo propones! ¡Con el prior o sin el prior!
—Vaya, vaya, ¿quién dijo que no tenías fe? —se preguntó fray Cadfael, seducido y desarmado—. Podría intentar abrirme camino, tiene que haber algún medio de hacerlo, pero ¿cómo voy a recomendar a un pícaro desvergonzado como tú? ¿Qué sabes hacer para justificar tu presencia en semejante misión?
—Sé cuidar muy bien de las mulas —contestó fray Juan esperanzado—, y no pensarás que el prior Roberto pretende ir a pie, ¿verdad? ¿O que él mismo cuidará y dará de comer y beber a las bestias? ¿O que limpiará el estiércol? Necesitarán de alguien que haga las tareas más pesadas y que les sirva. ¿Por qué no yo?
Era algo, en efecto, en lo que nadie parecía haber pensado todavía. ¿Por qué llevar a un lego, habiendo un monje que cantaba con dulce voz en la misa y que, encima, estaba dispuesto a hacer el trabajo más duro? El muchacho se merecía aquella excursión ya que no desdeñaba hacer un sacrificio a cambio. Además, podría ser útil antes de que terminara todo aquello. Si no para el prior Roberto, por lo menos para fray Cadfael.
—Ya veremos —dijo éste, mientras su vigoroso protegido reanudaba la labor que tenía entre manos.
Sin embargo, después del almuerzo, durante la soñolienta media hora que los viejos dedicaban a la siesta y los novicios a los juegos, fray Cadfael fue a ver al abad Heriberto en su estudio.
—Padre abad, tengo la impresión de que emprenderemos este peregrinaje a Gwytherin sin haber considerado plenamente todos los detalles. Primero, debemos enviarle un mensaje al obispo de Bangor, a cuya jurisdicción pertenece Gwytherin, ya que, sin su aprobación, el asunto no puede llevarse adelante. Además, aunque no es esencial tener a alguien que hable correctamente el galés dado que el obispo domina sin duda el latín, no todos los párrocos de Gales lo hablan y es absolutamente necesario poder hablar libremente con el sacerdote de Gwytherin en caso de que el obispo apruebe nuestra misión. Pero lo más importante es que la sede episcopal de Bangor se halla bajo la soberanía del rey de Gwynedd, cuya benevolencia y autorización es tan necesaria como la de la Iglesia. Los príncipes de Gwynedd hablan sólo el galés, aunque tienen muy doctos escribientes. El padre prior tiene sin duda ciertos conocimientos de galés, pero…
—Eso es verdad —dijo el abad Heriberto, hombre que se desalentaba fácilmente por cualquier cosa—. Son conocimientos muy superficiales, y la conformidad del rey es de la máxima importancia. Fray Cadfael, el galés es vuestra lengua materna y no tiene secretos para vos. ¿Podríais…? Sí, ya sé, el huerto… Pero, con vuestra ayuda, no habría ninguna dificultad.
—En el huerto —dijo fray Cadfael— todo está muy adelantado y puedo ausentarme diez días o más sin que ocurra ningún percance. Tendría mucho gusto en ser el intérprete y ofrecer mi ayuda en Gwytherin.
—¡Sea! —dijo el abad, lanzando un sincero suspiro de alivio—. Id con el prior Roberto y sed nuestra voz ante el pueblo de Gales. Yo mismo sancionaré vuestra misión, y tendréis mi autoridad.
El abad era un viejo bondadoso, amable, muy experimentado y carente de ambición, santurronería y firmeza. Había dos maneras de plantearle la cuestión de fray Juan. Cadfael eligió la más honrada y sencilla.
—Padre, aquí hay un joven monje sobre cuya vocación tengo ciertas dudas, pero sobre cuya bondad no tengo ninguna. Le aprecio de veras y me gustaría que encontrara su verdadero camino porque, cuando lo encuentre, no se apartará de él. Sin embargo, puede que su camino no esté a nuestro lado. Os suplico que me permitáis llevarle conmigo como cortador de leña y aguador para darle un plazo de reflexión.
El abad Heriberto se mostró consternado y preocupado, pero también comprensivo. Tal vez recordaba tiempos lejanos en que su propia vocación atravesó períodos tormentosos.
—Lamentaría negarle la posibilidad de elegir a cualquiera que estuviera más capacitado para servir a Dios en otro lugar —dijo—. ¿Quién de nosotros puede decir que nunca ha echado la mirada hacia atrás? —después hizo una pregunta delicada, abordando el aspecto que más le preocupaba, aunque con rostro cautamente despreocupado—: No le habréis planteado esta cuestión al prior Roberto, ¿verdad?
—No, padre —contestó virtuosamente fray Cadfael—. No me pareció bien cargar sobre sus espaldas una responsabilidad tan pequeña, cuando ya soporta otra tan grande.
—¡Bien hecho! —convino sinceramente el abad—. No estaría bien distraer su mente en esta fase del gran proyecto. Yo no le diría nada sobre los motivos de la incorporación de este joven al grupo. El prior Roberto, en su inconmovible certidumbre, no vería con buenos ojos a un hombre que mira hacia atrás, una vez puesta la mano en el arado.
—Y sin embargo, padre, no todos estamos hechos para ser labradores. Algunos podrían ser más útiles trabajando de otra forma.
—¡Cierto! —dijo el abad, esbozando una cautelosa sonrisa mientras pensaba en el recurrente, pero a menudo olvidado misterio del propio fray Cadfael—. Confieso que con frecuencia me he preguntado… ¡Pero no importa! Muy bien, pues, decidme el nombre de este joven fraile, y lo tendréis.