No nos dormimos ni una sola noche —ella recostaba la cabeza en el hueco de mi hombro y a menudo despertábamos por la mañana en esa misma postura—, ni una sola noche cerramos los ojos sin que yo impregnase su carne.
Era un gesto casi grave, ritual. Era para ella un momento angustioso porque sabía a qué precio estaba yo pagando, y le hacía pagar a ella, la más mínima reaparición de la otra. Había que impedir, costara lo que costase, el descarrío de sus nervios, esa rigidez que tanto daño me hacía, esa tensión jadeante, desesperada hacia un apaciguamiento que jamás conoció y al que antaño no renunciaba hasta llegar al límite de sus fuerzas.
—Ya ves, Charles, que nunca seré una mujer como las demás.
Yo la reconfortaba, pero a veces me entraban dudas. De suerte que a veces temíamos ese gesto que separaba invariablemente nuestros días de nuestras noches y mediante el cual deseábamos mezclar nuestras dos sangres.
—Algún día, ya verás, cuando no lo pienses, ocurrirá el milagro.
Y el milagro se produjo. Recuerdo la sorpresa que leí en sus ojos, en donde subsistía cierta aprensión. Sentía el hilo tan frágil aún que no me atrevía a animarla y fingí no darme cuenta de lo que estaba pasando.
—Charles…
La abracé más fuerte y más tiernamente a la vez, y fue verdaderamente una voz de niña la que preguntó:
—¿Puedo?
Naturalmente que podía. Era realmente su carne esta vez la que alcanzaba su pleno desarrollo y mis ojos no podían apartarse de sus ojos. Entonces dio un grito muy grande, un grito como jamás había yo oído, un grito de animal y, al mismo tiempo, un grito de triunfo. Sonreía con sonrisa nueva en la que se mezclaban el orgullo y la confusión —porque estaba algo turbada— y cuando su cabeza reposó sobre la almohada, cuando su cuerpo se distendió blandamente, susurró:
—¡Por fin!
Por fin, sí, señor juez, ya era mía en toda su plenitud. Por fin era una mujer. Por fin poseía yo de ella, aparte de su amor, una cosa que los demás no habían conocido nunca. No sabían nada, no se habían dado cuenta de nada, pero poco importa.
Acabábamos de salvar juntos una importante etapa. Esta victoria, por llamarla así, hubo que consolidarla, hacer como si no se tratase de un accidente aislado.
No sonría, se lo pido por favor. Trate de comprender, ¿quiere? No haga como esa gente que estudió mi caso, como esa Justicia a la que usted sirve y que no quiso ver lo verdaderamente importante de mi crimen.
Algunas noches más tarde, en el momento en que éramos más felices, cuando ella se estaba durmiendo en mis brazos, toda embadurnada de amor, me dije casi sin darme cuenta:
—Y pensar que tendré que matarla algún día…
Éstas son exactamente las palabras que se formaron en mi cerebro. No creía en ellas, fíjese, pero tampoco me rebelaba. Seguía acariciando sus muslos en el lugar que yo prefería, su pelo suelto me cosquilleaba en la mejilla, sentía su respiración regular en mi cuello y yo deletreaba en la oscuridad de mi conciencia:
—Tendré que matarla…
No estaba dormido. Aún no había alcanzado ese estado en que uno no está despierto del todo pero tampoco dormido, en que a veces goza de una espantosa lucidez.
Yo no la rechazaba. Seguía acariciándola. La quería más que nunca. Ella era toda mi vida.
Pero al mismo tiempo, a pesar suyo, a pesar de todo su amor, de su humilde amor —retenga usted bien esta palabra, señor juez: su amor era humilde—, al mismo tiempo ella era también la otra y lo sabía.
Lo sabíamos los dos. Ambos sufríamos por ello. Vivíamos, actuábamos, hablábamos como si la otra no hubiera existido nunca. En ocasiones, Martine abría la boca y se quedaba callada, molesta.
—¿Qué ibas a decir?
—Nada.
Porque acababa de pensar que las palabras que estaba a punto de pronunciar eran de las que podían despertar mis fantasmas. Y solían ser palabras inocentes, fíjese: un nombre de calle, la Rue de Berri donde, al parecer, existe un hotel de citas. Nunca pasé por la Rue de Berri a partir de entonces. Existe en París un teatro del que no nos atrevíamos a hablar por lo ocurrido una noche en un palco, unas semanas antes del viaje a Nantes y a La Roche.
Había ciertos taxis, reconocibles por su color particular, muy numerosos en París ¡ay!, y que sólo el verlos evocaba en mí asquerosas imágenes.
¿Comprende usted ahora por qué nuestras conversaciones recordaban a veces la trayectoria de ciertos enfermos, que saben que un movimiento brusco puede serles fatal? Se dice que van «pisando huevos». También nosotros íbamos «pisando huevos».
No siempre, porque de ser así nuestra vida no hubiera sido lo que fue. Vivimos largos periodos de despreocupación y de alegría. Martine, como muchos seres que han aprendido a temerle a la vida, era bastante supersticiosa y si el día empezaba muy alegremente, la sentía inquieta, por mucho cuidado que pusiera en ocultármelo.
Pasé mucho tiempo luchando contra sus miedos, aniquilando sus miedos. Logré liberarla de la mayor parte de sus pesadillas. La hice feliz. Lo sé. Lo deseo. Le prohíbo a quien sea que me contradiga sobre ese punto.
Fue feliz conmigo, ¿lo oye? Y precisamente porque fue feliz y no estaba acostumbrada a serlo, en ocasiones temblaba.
En La Roche-sur-Yon, tenía miedo de Armande, miedo de mi madre y de mis hijas, de mis amigos, de todo lo que había sido mi vida hasta entonces.
En Issy-les-Moulineaux tuvo miedo, al principio, de un tipo de vida que ella creía susceptible de desanimarme. Pero conseguí curarla de esos miedos y de otros más.
Pero quedaban nuestros fantasmas, los que yo le había robado, aquellos de los que la había descargado y contra los cuales me veía luchar. Quedaba mi sufrimiento, que me penetraba de repente, agudo, tan lancinante que llegaba a desfigurarme, en el momento en que menos lo pensábamos, en que nos creíamos a resguardo y eso me ponía fuera de mí en unos segundos.
Ella lo sabía, sabía muy bien que no era ella a quien yo aborrecía en esos momentos, que mis puños no querían golpearla a ella. Se hacía muy pequeñita, de una humildad que jamás hubiera yo imaginado.
Fíjese en un detalle, señor juez. La primera vez, llevada por el instinto, se había protegido el rostro con los brazos para evitar los golpes. Ese gesto, Dios sabe por qué, centuplicó mi rabia. Y porque ella no lo ignoraba, ahora esperaba inmóvil, sin una crispación en sus facciones, impidiendo que sus labios se estremeciesen aunque toda su carne estuviese alerta.
Le pegué. No me disculpo. No le pido perdón a nadie. A la única persona a quien debiera pedirle perdón es a Martine. Y Martine no lo necesita, porque sabe.
Le pegué dentro de nuestro cochecito, una tarde, en pleno día, cuando pasábamos a lo largo del Sena.
Otra vez fue en el cine, y tuvimos que salir, porque las personas que estaban sentadas a mi lado, indignadas, me hubieran hecho picadillo.
A menudo he tratado de analizar lo que pasaba por dentro de mí en esos momentos. Hoy, creo que soy lo suficientemente lúcido para responder. Por mucho que ella hubiera cambiado, ya ve —y hablo de cambiar físicamente, ya que se había transformado en unos meses—, nada podía impedir que yo viese en ella, en ciertas ocasiones, un rasgo, un tic, una expresión de la otra.
Esto no sucedía más que cuando la miraba de cierta manera. Y yo sólo la miraba así cuando por un incidente fortuito, a causa de una palabra o de una imagen, pensaba en su pasado.
¡Espere! La palabra imagen, sin duda, es la clave. Yo era culpable, sin quererlo, contra mi voluntad, de tener ante los ojos una imagen de una precisión fotográfica, y esa imagen, naturalmente, se superponía a la de la Martine que tenía ante mí.
A partir de entonces, ya no creía en nada. En nada, señor juez, ni siquiera en ella. Ni siquiera en mí. Me sumergía en un asco inmenso. No era posible. Nos habían engañado. Nos habían robado. Yo no quería. Yo…
Golpeaba. Era la única manera de salir del aprieto. Ella lo sabía hasta tal punto que llegaba a desearlo, que me animaba a hacerlo para verme más pronto libre.
No soy un loco, ni estoy enfermo. No éramos enfermos ni el uno ni el otro. ¿Sería que habíamos aspirado a algo demasiado elevado, que habíamos ambicionado un amor prohibido a los hombres? Pero entonces, dígame, ¿si nos está prohibido bajo pena de muerte, por qué han puesto el deseo en lo más hondo de nuestro ser?
Fuimos honrados. Hicimos lo que pudimos. Jamás tratamos de hacer trampa.
«La mataré».
No lo creía, pero cuando esa palabra me venía a la mente como un estribillo, no me daba miedo.
Adivino lo que está pensando. Es ridículo. Tal vez sepa algún día que es más difícil matar que dejarse matar. Con mayor razón, por tanto, es angustioso vivir varios meses con la idea de que uno matará algún día con sus propias manos a la única persona que ama.
Y lo hice. Era algo vago, al principio, como el anuncio de una enfermedad que comienza con malestares imprecisos, con dolores que uno no llega a localizar. He visto a algunos clientes que, cuando hablaban del dolor que sentían en el pecho a ciertas horas, se equivocaban de lado.
Durante veladas y más veladas, en nuestro cuarto de Issy, traté inconscientemente de practicar una terapia. La interrogaba acerca de la Martine niña, a la que se parecía cada vez más la Martine que yo amaba.
No habíamos tenido tiempo de cambiar el papel pintado de las paredes, que estaba sembrado de flores barrocas, de un modernismo de mal gusto. El sillón donde me sentaba, en bata, era también moderno, de terciopelo verde chillón. Hasta la lámpara de pie era fea y nosotros no nos dábamos cuenta, no hacíamos ningún esfuerzo por modificar el marco de nuestra vida, tan poca importancia le dábamos a aquello.
Ella hablaba. Existen nombres y apellidos que son ahora para mí más familiares que los de los grandes hombres de la historia. Una de sus amigas de infancia, por ejemplo, una tal Olga, que salía todas las tardes a colación y desempeñaba el papel de traidora.
Yo conocía todas las traiciones de Olga en el convento, y luego en el mundo, cuando las niñas se habían hecho mayores y las llevaron al baile. Conozco todas las humillaciones de mi Martine y sus sueños más estrafalarios. Conozco a sus tíos, sus tías, sus primos, pero lo que conozco, sobre todo, señor juez, es su rostro, el de ella, que se transformaba a medida que iba hablando.
—Escucha, querida…
Ella se sobresaltaba siempre cuando presentía que iba a anunciarle alguna noticia, como mi madre, que jamás abrió un telegrama si no era temblando. Los golpes no le daban miedo, pero lo desconocido la asustaba, porque lo desconocido para ella siempre se había traducido en algo malo. Me miraba entonces con una angustia que trataba de disimular. No ignoraba que el miedo le estaba prohibido. Aquello formaba parte de nuestros tabúes.
—Vamos a tomarnos unos días de vacaciones.
Palideció. Pensó en Armande, en mis hijas. Desde el primer día temía la nostalgia que yo pudiera sentir de La Roche y de los míos.
Yo sonreía, muy orgulloso de mi idea.
—Iremos a tu ciudad natal, a Lieja.
Y allí fuimos. En peregrinación. Y además, yo tenía la esperanza de dejar en Lieja, definitivamente, buena parte de mis fantasmas.
Bueno, voy a ser más franco y más crudo: necesitaba tomar posesión de su infancia, pues también de su infancia estaba yo celoso.
Aquel viaje me hizo quererla más aún, porque la vi más humana.
Nos dicen: «Nací en tal ciudad, mis padres hacían esto y lo otro…». Todo lo que ella me había contado se parecía a una novela rosa, y fui a buscar la verdad, que no era tan diferente. Vi la casa grande, en la Rue d’Hors Cháteau, que tan a menudo me había descrito, así como la famosa escalinata con barandilla de hierro forjado. Oí hablar de su familia a la gente casi en los mismos términos que ella empleaba, era una vieja familia casi patricia que había ido resbalando poquito a poco por la pendiente.
Visité incluso el despacho de su padre, que cuando murió era secretario del gobierno provincial. Vi a su madre, a sus dos hermanas casadas, a los niños de una de ellas.
Vi las calles por donde ella había caminado, con una cartera de colegiala debajo del brazo, los escaparates en los que apoyaba su nariz enrojecida por el cierzo, el cine donde vio su primera película y la pastelería donde compraba los pasteles del domingo. Vi su clase y a unas monjitas que se acordaban de ella.
La comprendí mejor. Comprendí, sobre todo, que no me había equivocado, que ella no me había mentido, que un milagro, en Nantes —no hay otra palabra— me había hecho presentir todo lo que en ella la convertía en mi mujer de hoy.
No obstante, señor juez, incluso en Lieja mis fantasmas me acompañaron. Un hombre joven, en alguna parte, en un café del centro donde escuchábamos música, se acercó a ella alegremente y la llamó por su nombre de pila.
Aquello fue suficiente.
Cuanto más mía era, cuanto más mía la sentía, cuanto más digna la juzgaba de ser mía —quisiera que no viera usted orgullo en estas palabras, pues no lo hay en mi espíritu, porque yo también soy humilde y la amé tan humildemente como ella me amó—, cuanto más mía era, repito, más necesidad sentía yo de absorberla.
De absorberla. Del mismo modo que yo, por mi parte, hubiera deseado fundirme enteramente en ella.
Sentí celos de su madre, celos de su sobrinito de nueve años, celos del viejo que vendía caramelos, en una tienda donde fuimos y que la había conocido siendo una chiquilla, que aún recordaba sus gustos. Este hombre, es verdad, me proporcionó una pequeña alegría al llamarla, tras una corta vacilación: «Señorita Martine…».
Preciso sería hacer salvar a usted una por una todas las etapas que nosotros franqueamos. Pasó la primavera. Llegó el verano. Las flores cambiaron repetidas veces en las plazoletas de París, nuestra oscura barriada se iluminó, chiquillos y hombres con traje de baño atestaron las orillas del Sena, y nosotros seguíamos encontrando, a cada vuelta del camino, una nueva etapa que recorrer.
Pronto su carne se hizo tan obediente como su espíritu. Habíamos alcanzado y salvado la etapa del silencio. Podíamos leer en la cama, uno al lado del otro.
Conseguimos cruzar, prudentemente, ciertos barrios prohibidos.
—Ya verás, Martine, llegará un día en que no habrá ningún fantasma.
Éstos espaciaban sus visitas. Fuimos los dos a Sables-d’Olonne, a ver a mis hijas, a quienes Armande había instalado en una villa. Martine me esperaba en el coche. Armande dijo, al mirar por la vidriera abierta:
—¿No has venido solo?
—No.
Con sencillez, señor juez, porque era sencillo.
—Tus hijas están en la playa.
—Voy a ir a verlas.
—¿Con ella?
—Sí.
Y como yo me negaba a comer en su casa:
—¿Es celosa?
¿No era mejor que me callara? Me callé.
—¿Eres feliz?
Movió la cabeza con melancolía, con una pizca de tristeza, y suspiró:
—En fin…
¿Cómo hacerle comprender que se puede ser feliz y sufrir al mismo tiempo? ¿No son éstas dos palabras que suelen ir naturalmente juntas?, ¿había yo sufrido, sufrido de verdad, antes de que Martine me hubiese revelado la felicidad?
En el momento de salir, estuve a punto de decir en voz alta:
«La mataré».
¡Para que lo entendiera todavía menos! Como si quisiera tomarme una pequeña venganza.
Martine y yo estuvimos charlando con mis hijas. Vi a mamá sentada en la arena y haciendo punto. Mi madre se portó muy bien, no nos hizo ninguna observación y dijo amablemente al final, tendiendo la mano:
—Adiós, señorita.
A punto estuvo de decir «señora» ella también, casi podría jurarlo. Pero no se atrevió.
No había reproche, tan sólo un poco de aprensión, en las miradas que me lanzaba de soslayo, según su costumbre. Y sin embargo, yo era feliz, jamás he sido tan feliz en toda mi vida; Martine y yo éramos tan dichosos que nos daban ganas de gritar.
Fue el 3 de septiembre; un domingo. Sé el efecto que a usted le produce esta fecha. Estoy tranquilo, no se preocupe.
Hacía un tiempo bochornoso, ¿recuerda? Ya no era verano pero tampoco invierno. Durante varios días, el cielo estuvo gris, de un gris a la vez opaco y luminoso que siempre me entristeció. Mucha gente, sobre todo en los barrios pobres como el nuestro, había regresado de las vacaciones o bien no había salido de la ciudad.
Teníamos una criada desde hacía pocos días, una joven de la Picardía recién llegada del campo. Tenía dieciséis años y sus formas aún eran imprecisas, parecía una muñeca gorda rellena de salvado. Tenía la piel roja y brillante y con su vestido rosa demasiado estrecho, que delataba toda su gordura, con sus piernas desnudas, sus pies calzados con alpargatas y el pelo siempre alborotado, parecía a punto de ir a ordeñar las vacas, en nuestro pequeño apartamento donde chocaba con los muebles y los objetos…
Yo no puedo permanecer en la cama pasada cierta hora. Me levanté sin hacer ruido y Martine me tendió los brazos, me pidió igual que antaño lo hacía a su padre, sin abrir los ojos:
—Un cariñito…
Consistía en estrecharla muy fuerte contra mi pecho, hasta hacerle perder el aliento. Entonces, se quedaba contenta.
Todos los domingos por la mañana se parecían. No eran mis domingos sino los de Martine. Ella era una niña de ciudad, mientras que el aldeano que yo sigo siendo continuaba levantándose con el día.
El peor instrumento de suplicio, a sus ojos, era el despertador, con su timbre brutal y lancinante.
—Ya cuando era muy pequeña y tenía que levantarme para ir al colegio…
Más tarde, tuvo que levantarse para ir a trabajar. Empleaba pequeñas estratagemas. Se las arreglaba, a propósito, para que el reloj adelantase diez minutos, con el fin de quedarse un poco más en la cama.
Observe que, durante estos últimos meses, se levantaba cada mañana antes que yo, para llevarme a la cama la primera taza de café, porque yo le había confiado que mi madre siempre lo hacía así.
Pese a todo, no era «mujer mañanera». Tardaba bastante, una vez en pie, en volver a tomar contacto con la vida. A mí me divertía verla ir y venir en pijama, con andares indecisos y el rostro aún hinchado de sueño. A veces me echaba a reír.
—¿Qué te pasa?
Todos los domingos, le ofrecía lo que ella llamaba la mañana ideal. Se levantaba tarde, hacia las diez, y era yo quien le llevaba el café. Mientras lo tomaba en la cama, encendía su primer cigarrillo, pues es a lo único que yo no había tenido el valor de hacerle renunciar. Me lo propuso y lo hubiera hecho. Al menos, no era en ella una necesidad acuciante. Ni una actitud.
Ponía la radio y, mucho más tarde, acababa preguntando:
—¿Qué tiempo hace?
Nos las arreglábamos para no hacer proyectos, para que ese día dominical estuviera por entero libre para la improvisación. Y solía suceder que no hiciésemos nada.
Recuerdo que aquel domingo pasé un buen rato asomado a la ventana del salón. Me parece estar viendo a toda una familia esperando el tranvía y cuyos miembros, todos, del mayor al más pequeño —eran por lo menos siete, padre y madre, hijos e hijas— llevaban cañas de pescar.
Pasó una banda de música, cobres detrás de un estandarte cargado de dorados, una fanfarria cualquiera, compuesta de jóvenes con brazalete afanándose a lo largo de las aceras.
Había otras personas asomadas a la ventana en las casas de enfrente, y yo oía el rumor de los aparatos de radio.
Cuando bajé, un poco antes de las diez, ella no se había levantado aún. Por excepción, yo había mandado venir a uno de mis clientes a quien debía hacer unas curas que me llevaban cerca de una hora y que nunca tenía tiempo de hacer entre semana. Se trataba de un contramaestre de unos cincuenta años, un buen hombre, excesivamente escrupuloso.
Me estaba esperando delante de la puerta. Entramos en mi gabinete y empezó enseguida a desnudarse. Yo me lavé las manos y me puse la bata. Todo estaba tan tranquilo, aquella mañana en que la vida del mundo parecía haberse parado.
¿Tendría algo que ver el color del cielo? Era uno de esos días, señor juez —siempre son los domingos— en que uno es capaz de no pensar en nada. Y en nada pensaba yo. Mi paciente hablaba con voz monocorde para darse valor, pues el tratamiento era bastante doloroso, y a veces se paraba, contenía bien que mal un gemido y se apresuraba a decir:
—No es nada, doctor. Siga usted.
Se volvió a vestir, me tendió la mano al marcharse. Ambos salimos juntos y yo cerré la puerta de mi especie de tienda. Miré hacia arriba para ver si Martine, por casualidad, estaba asomada a la ventana. Caminé hasta la esquina de la calle para comprar el periódico. Lo vendían en un pequeño bar. Yo conservaba un regusto a farmacia en la garganta y tomé un vermú en el mostrador.
Subí lentamente a casa. Abrí la puerta. ¿Hice menos ruido que de costumbre? Martine y la criada, que se llamaba Elise, estaban en la cocina y se reían a carcajadas.
Sonreí. Me sentía feliz. Me acerqué y las vi. Elise pelaba la verdura, de pie delante de la pila, y Martine estaba sentada con los codos apoyados en la mesa, con un cigarrillo entre los labios y el pelo despeinado aún, con un albornoz echado por los hombros.
Pocas veces he sentido tanta ternura hacia ella. Ya ve, acababa de sorprender toda una parte de Martine que aún no conocía y que me encantaba.
Me gusta la gente que es capaz de divertirse con las criadas, sobre todo con las jóvenes aldeanas como Elise. Y comprendía que Martine no estaba allí por condescendencia, como les ocurre a algunas amas de casa. Sus voces y sus risas me lo decían.
Mientras yo estaba abajo, eran iguales a dos chiquillas que se hubieran encontrado en una perezosa mañana de domingo, y se hubieran puesto a charlar.
¿De qué? No lo sé. No traté de saberlo. Se reían por bobadas, estoy seguro, por cosas que no se cuentan, que un hombre jamás podrá comprender.
Martine estaba muy confusa al verme aparecer.
—¿Estabas ahí? Elise y yo nos estábamos contando historias. ¿Qué es lo que te pasa?
—Nada.
—Sí. Te pasa algo. Ven.
Se levantaba, inquieta, arrastrándome a nuestra habitación.
—¿Estás enfadado?
—Claro que no.
—¿Estás triste?
—Te juro…
Ni lo uno ni lo otro. Estaba emocionado, tontamente quizás, estaba mucho más emocionado de lo que deseaba dar a entender y confesarme a mí mismo.
Aun ahora me sería muy difícil decir exactamente por qué. Tal vez porque aquella mañana, sin saberlo yo, sin razón precisa, sentí que mi amor alcanzaba su punto máximo, que llegaba al máximo de comprensión entre un ser y otro.
¡Tengo hasta tal punto la impresión de haberla comprendido! Era algo tan fresco y tan puro ver a aquella chiquilla riendo en la cocina con nuestra aldeanita…
En aquel momento, insidiosamente, otro sentimiento se introdujo en mí, una nostalgia vaga que yo conocía, ¡ay!, y contra la que hubiera debido reaccionar de inmediato.
Ella había comprendido. Por eso me llevó a la habitación. Por eso estaba esperando.
Esperaba que la golpease. Más hubiera valido, pero desde hacía unas semanas yo me había jurado que no me dejaría llevar por mis cóleras inmundas.
Unos días atrás, el miércoles, cuando volvíamos cogidos del brazo de nuestro cine de barrio, le había señalado yo, no sin orgullo:
—Ya ves… Hace ya tres semanas.
—Sí.
Ella sabía de qué estaba hablando. No era tan optimista como yo.
—Al principio ocurría cada cuatro o cinco días. Después, todas las semanas, cada dos semanas…
Bromeé:
—Cuando ya no ocurra más que cada seis meses…
Había acercado más su pierna contra la mía. Era uno de nuestros placeres, caminar así cadera contra cadera, por la noche, cuando las aceras estaban vacías, como si sólo fuéramos un solo cuerpo en movimiento.
No la golpeé aquel domingo porque estaba demasiado emocionado, porque los fantasmas eran muy desvaídos, porque no hubo, al principio ni durante mucho tiempo, imágenes brutales.
—¿Te has enfadado porque aún no estoy vestida?
—No.
No pasaba nada. ¿Por qué se inquietaba tanto? Estuvo preocupada todo el resto del día. Comimos los dos solos, junto a la ventana abierta.
—¿Qué te gustaría hacer?
—No sé. Lo que tú quieras.
—¿Te apetece ir al zoo de Vincennes?
Ella no había estado allí nunca. Conocía los animales por haber visto algunos en los circos de paso.
Fuimos al zoo. El mismo velo luminoso se extendía sobre el cielo y, precisamente, era una luz que no producía sombras. Había multitud de gente. Vendían pasteles, helados y cacahuetes en todas las glorietas. Estuvimos dando vueltas por allí mucho tiempo, delante de las jaulas, del foso de los osos o de las jaulas de los monos.
—Mira, Charles…
Parece que los estoy viendo: eran dos chimpancés, macho y hembra, que se abrazaban estrechamente y que miraban, señor juez, un poco como yo les miraba a todos ustedes durante el proceso.
El macho, con un ademán a la vez dulce y protector, rodeaba a la hembra con su largo brazo.
—Charles…
Sí, ya sé. Nosotros dormíamos todas las noches poco más o menos en aquella misma postura. ¿Verdad, Martine? No estábamos dentro de una jaula pero quizá también tuviéramos miedo de lo que había detrás de nuestros invisibles barrotes, y yo te apretaba contra mí para tranquilizarte.
De pronto, me puse triste. Me pareció… Recuerdo aquella muchedumbre bullanguera del zoo, aquellos millares de familias, aquellos niños a quienes compraban chocolatinas o globos rojos, aquellas pandillas de jóvenes ruidosos, aquellos enamorados que robaban flores de los parterres. Aún me parece oír el caminar sordo de la multitud y nos veo a Martine y a mí, nos siento a los dos, yo con un nudo en la garganta sin razón precisa, mientras ella murmura:
—Ven, vamos a verlos otra vez, ¿quieres?
A los dos monos, a nuestros dos monos.
Seguimos caminando entre el polvo, cuyo sabor acabó por llenarnos la boca. Volvimos al coche y yo pensaba: «Si…».
Si ella sólo hubiera sido ella, señor juez, si sólo hubiera sido la que yo había sorprendido aquella mañana, si ambos no hubiésemos sido más que como aquel macho y aquella hembra que —sin decírnoslo— habíamos envidiado…
—¿Te apetece cenar en casa?
—Como quieras. Elise ha salido, pero hay cosas para comer.
Preferí cenar en el restaurante. Me sentía crispado, inquieto. Sentía que los fantasmas estaban allí, muy cerca, que esperaban la ocasión de agarrarme por el cuello.
Pregunté:
—¿Qué hacías los domingos?
Ella no podía engañarse. Sabía de qué época de su vida le estaba hablando. Le era imposible contestarme. Balbuceó:
—Me aburría.
Y no era verdad. Tal vez se aburriese en el fondo de sí misma, pero se empeñaba en encontrar el placer, iba a buscarlo a cualquier parte.
Me levanté de la mesa antes de terminar la cena. Caía suavemente la noche, con demasiada lentitud para mi gusto.
—Vámonos a casa.
Quise conducir yo. No le dirigí la palabra en todo el camino. Me repetía en mi interior: «No debo…». Aunque sólo pensaba en los golpes.
«No merece eso. Es una pobre niña».
¡Sí, sí, ya lo sé! ¿Quién va a saberlo mejor que yo? ¿Eh? ¿Quién? ¡Dígamelo! Posé mi mano sobre la suya en el momento de entrar en Issy.
—No tengas miedo.
—No tengo miedo.
Debería haberle pegado. Aún era tiempo. Estábamos más o menos en la vida. Había calles, aceras, personas paseando, otras sentadas en una silla delante de la puerta, había luces que luchaban contra el falso día del crepúsculo. Allí estaba el Sena y sus gabarras dormidas.
A punto estuve de decirle, en el momento de introducir la llave en la cerradura: «No entremos».
Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada. Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de escapar a su destino, de escapar de mí.
Veo su nuca en el momento en que di la luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes, con unos pelillos sueltos.
—¿Te acuestas enseguida?
Dije que sí.
¿Qué nos pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta?
Le preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella bebía un vaso de leche.
Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después para —sentada en la cama— beber a sorbitos su vaso de leche.
Yo no le había pegado. Había echado fuera los fantasmas.
—Buenas noches, Charles.
—Buenas noches, Martine.
Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de dormirse:
—No es cristiano…
Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde —ellos lo sabían— para que yo pudiera defenderme.
Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para apaciguarme.
Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al pasar sobre la firme dulzura de un pecho.
Imágenes, más imágenes, otras manos, otras caricias… La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un hueco tibio, el cuello…
Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí.
¿Acaso mi Martine, la mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros días?
¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda su vergüenza?
No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente había una farola de gas.
Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor.
Apreté. Eran mis dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:
—Perdóname, Martine…
Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las cosas.
Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine pudiese al fin vivir.
Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un gesto absurdo.
La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron abrazándose hasta el final.
Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y permaneció así mucho tiempo.
Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté, titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa.
Ya la oyó usted, a la vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:
—El señor estaba muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.
Yo le dije:
—Vaya a buscar a la policía.
No pensaba en el teléfono. Estuve esperando mucho tiempo, sentado en el borde de la cama.
Y durante esos minutos comprendí una cosa: que yo debía vivir, pues mientras yo viviese, Martine continuaría existiendo.
¿No había matado a la otra por este motivo? Y por esta razón he vivido, he soportado el proceso, y no he querido su compasión, ni la de usted ni la de los otros; por esta razón he rechazado todos esos artificios que hubieran podido servir para absolverme. Por eso no quiero que nadie me tenga por loco o por irresponsable.
Por Martine.
Por la verdadera Martine.
Por su liberación definitiva. Para que nuestro amor viva, y ya sólo en mí puede vivir.
No estoy loco. No soy más que un hombre, un hombre igual que los demás, pero un hombre que ha amado y que sabe lo que es el amor.
Viviré en ella, con ella, para ella, durante tanto tiempo como me sea posible y, si me he impuesto esta espera, si me he impuesto esta especie de comedia que fue el proceso, es porque debía, costara lo que costase, hacer que ella siguiera viviendo en alguien.
Si le he escrito esta larga carta, es porque deseo que el día en que yo me rinda, alguien recoja nuestra herencia para que mi amada Martine y su amor no mueran del todo.
Llegamos tan lejos como nos era posible. Hicimos todo cuanto pudimos. Quisimos la totalidad del amor. Adiós, señor juez.