Hace poco han venido a buscar a mi compañero de celda para llevarlo al locutorio, donde tenía una visita. Es ése de quien le hablé, el que se parece a un toro joven. Estuve mucho tiempo sin conocer su nombre y sin preocuparme por saberlo. Se llama Antoine Belhomme y nació en Loiret.
También he acabado por saber el motivo de que estuviera enfurruñado, con la boca amarga y la mirada astuta. En realidad, no poseían pruebas lo bastante convincentes para enviarlo ante el jurado. Él lo ignoraba. Consideraba que «estaba perdido» y, si seguía negando aún, lo hacía por principio, para no acobardarse. Y entonces, el juez encargado de juzgarlo —un colega suyo— le propuso una especie de transacción.
Supongo que esto no se ha discutido en unos términos tan claros. Pero creo lo que me ha dicho Belhomme. Empezaron por hablarle del presidio, de la guillotina, lo asustaron hasta hacer brotar en su frente de animal joven el frío sudor de una mezquina muerte. Entonces, cuando pensaron que ya estaba a punto, le propusieron amablemente una transacción.
Le animaron a que confesara, diciéndole que se le tendría en cuenta, se apartaría de oficio la premeditación, puesto que el arma del crimen consistía en una botella que él había encontrado sobre el mostrador del local; tendrían asimismo en cuenta su arrepentimiento, su buena conducta durante el sumario, durante el juicio y le prometían, o al menos le dejaban entrever la esperanza de que sólo lo condenarían a diez años.
Se dejó engañar. Tenía tanta confianza que, cuando su abogado sudaba para defenderlo, era él quien lo tranquilizaba.
—Déjelo estar. Si le dicen que ya está en el bote.
No por ello dejaron de meterlo entre rejas. Le cayeron veinte años encima, la pena máxima… Y eso porque, entre sumario y proceso, quiso el azar que se cometieran otros dos crímenes semejantes en el barrio, ambos, para colmo de desgracia, cometidos por chicos de su edad, lo que desencadenó una campaña de la prensa. Los periódicos hablaron de una ola de crímenes, de un grave peligro social, de la necesidad de una represión rigurosa.
Y fue el toro joven el que pagó. Discúlpeme si me pongo a hablar de él. Ahí tenemos a alguien, en cualquier caso, a quien ya no podrán hacerle discursos sobre la Sociedad con mayúsculas, ni sobre la Justicia. Les aborrece a todos ustedes.
Es la primera visita que recibe desde que estamos juntos. Salió como un bólido, con la cabeza por delante.
Cuando volvió, hace unos instantes, era un hombre nuevo. Me miró con un orgullo que pocas veces he visto brillar en los ojos de alguien. Me espetó, a falta de hallar otras palabras, aunque se comprendía y yo lo he entendido:
—Era mi chica.
Yo sabía que vivía con una chiquilla de apenas quince años, que trabaja en una fábrica de radios, cerca del puente de Puteaux. Tenía otra cosa que contarme, pero le bullía con tanta fuerza en la garganta, le brotaba desde tan hondo, que las palabras no le salieron en un primer momento.
—¡Está embarazada!
Soy médico y como tal, señor juez, más de cien veces he tenido que ser el primero en anunciar una noticia semejante a una mujer joven, a menudo en presencia del marido.
Conozco toda clase de reacciones de unos y otros.
Una felicidad tan total, un orgullo como el de este hombre, jamás los había visto. Y él añadía, simplemente:
—Ahora, como ella me ha dicho, está tranquila.
No me pregunte por qué le cuento esta historia. No lo sé. No pretendo demostrar nada. No tiene ningún punto en común con la nuestra. Y sin embargo, quizá pudiese servir para explicar lo que yo entiendo por amor absoluto, incluso lo que entiendo por pureza.
¿Puede haber algo más puro, dígame, que esa chiquilla tan orgullosa, tan feliz de anunciar a su amante, condenado a veinte años de trabajos forzados, que espera un hijo suyo?: «¡Ahora estoy tranquila!».
Y él, al volver del locutorio no lo hizo con aire de preocupación.
En cierto sentido, había algo de esa misma pureza en nuestro amor. Era igualmente absoluto, si esa palabra le puede a usted hacer entender que habíamos aceptado de antemano, sin conocerlas, sin saber en realidad lo que ocurría dentro de nosotros, sus consecuencias más extremas.
Quise a Martine porque ella me quiso a mí. Quizá fuese porque la amé con esa misma inocencia —me da igual si usted sonríe— por lo que me dio su amor.
¿Círculo vicioso? ¿Y qué puedo hacer yo? Penetramos, señor juez, en un campo en que se hace difícil explicarse uno mismo las cosas y, sobre todo, explicarlas a los que no saben.
Sería mucho más sencillo contarle nuestra historia a Antoine Belhomme, que no necesitaría comentarios.
Antes de que se produjese el acontecimiento, en casa de mi mujer, como la llamo ahora, Martine y yo habíamos conocido ya el sufrimiento.
Yo quería saberlo todo acerca de ella, ya se lo he dicho y, con docilidad, tras unos cuantos intentos de mentira —no quería disgustarme— me lo contó todo, incluso dijo demasiado, cargándose con un colmo de pecados —después me di cuenta—, de tan culpable como se sentía.
Su llegada a La Roche-sur-Yon, en un mes de diciembre lluvioso, dando un rodeo por Nantes para pedir prestado un poco de dinero era, en suma, una especie de suicidio. Se abandonaba a su suerte. Se puede llegar a tal grado en el asco que uno se produce a sí mismo que trate de ensuciarse más, para llegar más aprisa al final, al fondo, porque entonces ya no puede ocurrir nada peor.
Ahora bien, en vez de eso, un hombre le ofreció vivir.
Me doy cuenta de que adquirí una pesada responsabilidad. Sentía que ella necesitaba liberarse de sí misma, de su pasado, de aquellos años, de aquellos pocos años anteriores en que todo lo había perdido.
Creí que, para llegar a ese pasado, debía tomarlo a mi cargo.
Recibo revistas de medicina que hablan de psicoanálisis. Si bien no siempre las leí, estoy un poco al corriente de la cuestión. Algunos colegas míos, en provincias, se dedican al psicoanálisis y siempre me han dado miedo.
¿No debía yo purgarla para siempre de sus recuerdos? Lo creí de buena fe. Me parece que no tengo ninguna predisposición al sadismo o al masoquismo.
¿Por qué, sino para liberarla, hubiera pasado horas y horas confesándola, empeñándome en registrar los escondites más sucios y más humillantes?
Estaba celoso, señor juez, ferozmente celoso. Voy a confesarle a este respecto un detalle ridículo: cuando tropecé en la calle con Raoul Boquet, poco tiempo después, hacia el quince de enero, no lo saludé. Lo miré con ostentación y no lo saludé, tan sólo porque se había acercado a ella antes que yo. Porque la había invitado a beber y ella lo había aceptado. Porque había conocido a la otra Martine.
La Martine anterior a la mía, la Martine a quien yo aborrecía, a la que odié a primera vista y que ella odiaba también.
No fui yo quien creó a la nueva Martine. No tengo tantas pretensiones. No me tomo por Dios padre. La nueva Martine, ya ve, era la más antigua, era la niña de antaño que jamás cesó completamente de existir y mi único mérito, si es que mérito hay, mi único título merecedor de su amor, es el haberla descubierto bajo un fárrago de falsos semblantes, siendo ella la primera engañada.
Emprendí la tarea de devolverle, costara lo que costase, confianza en sí misma, confianza en la vida y por eso, juntos, con aplicación, empezamos a hacer una gran limpieza.
Cuando presumo de saberlo todo respecto a su pasado, entiéndase que quiero decir todo, incluidos los gestos, los pensamientos y las reacciones que pocas veces un ser humano confía a otro.
Conocí noches espantosas. Pero Martine, «la mala», se iba borrando y sólo eso importaba. Yo veía nacer poco a poco a otra Martine que se parecía cada día más a una foto pequeña que ella me había dado de cuando tenía dieciséis años.
Ya no me da miedo el ridículo. Aquí, ya no se le tiene miedo a nada si no es a uno mismo. Cada ser, aunque nada más posea dos maletas por toda fortuna, arrastra consigo, a lo largo de los años, cierto número de objetos.
Hicimos una selección. Una selección implacable, con tal voluntad de que ciertas cosas quedaran definitivamente muertas, que un par de zapatos —me parece estar viéndolos ahora mismo, estaban casi nuevos— que ella había llevado la noche de un encuentro con un hombre, fue quemado en la chimenea.
No le quedó casi nada de lo que había traído y yo, que no podía disponer de mi dinero sin pasar por Armande, me encontraba en la imposibilidad de comprarle las cosas que le hacían falta.
Sus maletas estaban vacías, su ropero se encontraba reducido apenas a lo indispensable.
Era en el mes de enero. Piense en el viento, en el frío, en los días demasiado breves, en las sombras y luces de la ciudad pequeña, en nosotros dos, que nos debatíamos para liberar nuestro amor de todo lo que pudiera ahogarlo. Piense en mis horas de consulta, en los desgarramientos de nuestras separaciones, en la casita de la señora Debeurre, finalmente, que era nuestro único remanso de gracia donde yo penetraba temblando de emoción.
Piense en todos los angustiosos problemas que teníamos que resolver, en esos otros problemas que nos planteaba nuestra vida en casa de Armande y que nuestra constante preocupación por la serenidad de ésta hacían cada vez más difíciles.
Claro que mentíamos, ya lo creo. Y merecíamos por ello algún reconocimiento, ya que no admiración, pues teníamos algo más importante que hacer que preocuparnos por la paz de otros.
Teníamos que descubrirnos el uno al otro. Teníamos que acostumbrarnos a vivir con nuestro amor, debíamos —si me permite esa palabra— trasplantar nuestro amor a la existencia cotidiana y aclimatarlo.
Y mientras tanto, yo recibía a treinta clientes cada mañana. Y comía, sin Martine, entre mamá y Armande, frente a mis hijas. Les hablaba. Debo creer que les hablaba como un hombre corriente, puesto que Armande, la sutil, la inteligente Armande, no se dio cuenta de nada.
¿Duplicidad, señor juez? En absoluto. En ocasiones, cuando estaba sentado a la mesa con mi familia, sí, con mi familia, pero sin Martine, me venía a la retina la imagen de un hombre, el recuerdo brutal de un gesto que ella había hecho, tan nítido como una fotografía obscena.
Una cosa semejante, señor juez, no se la deseo a nadie. El dolor de la ausencia es horrible, pero éste del que le hablo es de los que le hacen a uno creer en el infierno.
No obstante, yo seguía allí y supongo que comía. Me hablaban de los menudos sucesos del día y yo contestaba.
Tenía que verla enseguida, ¿comprende? ¡Dios mío!, para asegurarme de que existía de verdad una nueva Martine, que no era la misma de la imagen pornográfica.
La acechaba. Contaba los minutos, los segundos. Ella franqueaba la verja, yo oía sus pasos sobre la gravilla del camino, se acercaba con esa leve sonrisa que siempre me ofrecía por anticipado, por si acaso necesitaba yo sosiego.
En una ocasión, al entrar en mi despacho, la miré fijamente sin verla. Era la otra, que seguía pegada a mi retina, y de repente, a pesar mío, por primera vez en mi vida, le pegué.
No podía más. Estaba agotado. Agotado por el dolor. No le di con la mano abierta sino con el puño y sentí el chocar de los huesos contra los huesos.
Me derrumbé inmediatamente. Ésa fue mi reacción. Caí de rodillas, no me avergüenza decirlo. Y ella, señor juez, me sonreía mirándome con ternura a través de sus lágrimas.
No lloraba. Había lágrimas en sus ojos, lágrimas de niña a quien duele su carne; pero no lloraba, sonreía y le afirmo que estaba triste pero feliz.
Me acarició la frente, el pelo, los ojos, las mejillas, la boca. Murmuraba:
—Mi pobre Charles…
Creí que nunca volvería a suceder, que nunca jamás el bruto despertaría en mí. La amaba, señor juez. Quisiera gritarle esta palabra hasta que me explotara la garganta.
Sin embargo, volvió a suceder. En su casa, una vez, en nuestra casa, una noche en que estábamos acostados y yo acariciaba su cuerpo, mis dedos tropezaron con su cicatriz y volvieron a obsesionarme mis fantasmas.
Porque yo amaba su cuerpo de una manera casi delirante, que le hacía decir sonriendo, pero con cierta inquietud por debajo de su alegría:
—Eso no es cristiano, Charles. No está permitido.
Yo amaba todo en ella, todo: su piel, su saliva, su sudor y sobre todo, ¡oh!, sobre todo su cara de por las mañanas, que apenas conocía por aquella época, pues era menester el milagro de una visita urgente para que pudiera salir temprano y acercarme a despertarla.
Me importa un bledo lo que la señora Debeurre debió pensar de nosotros. ¿Acaso tiene eso importancia, dígame, cuando se vive una experiencia como la nuestra?
Estaba pálida, con sus cabellos esparcidos por la almohada, y ponía en su sueño una mueca infantil; me cortó la respiración una vez que la desperté de aquella manera, murmurando, con los ojos cerrados:
—Papá…
Porque también su padre amaba su cara de por las mañanas, porque su padre se acercaba a su cama de puntillas en el tiempo no muy lejano en que aún vivía y ella era una niña.
No estaba hermosa así, señor juez. No se parecía nada a la portada de una revista, y yo jamás la quise bella, jamás con esa clase de belleza. El rojo desapareció de sus labios, el negro de sus pestañas, los polvos de sus mejillas y fue convirtiéndose poco a poco, durante todo el día, en la misma mujer que era de madrugada cuando dormía.
A veces me parecía haber pasado una goma por su rostro. En los primeros tiempos, éste permanecía borroso, como un dibujo a medio hacer. Fue poco a poco apareciendo su cara verdadera y se hizo la soldadura con la que había sido antes.
Si no entiende esto, señor juez, es inútil que yo continúe, pero si le elegí a usted fue porque presentí que me comprendería.
Yo no he creado nada. Nunca sentí el orgullo de moldear a una mujer a la imagen que yo me hacía de la mujer.
Aquélla era Martine, la verdadera Martine, la de antes de llegar los canallas que la habían ensuciado, la que yo me obstinaba en desprender. Era esa Martine a quien amaba y a quien amo, la que era mía, la que formaba parte de mi ser hasta el punto de no distinguir nuestros límites.
La señora Debeurre lo oía probablemente todo: nuestros murmullos, mis voces, mis ataques de cólera, mis golpes. ¿Y qué? ¿Acaso teníamos nosotros la culpa?
Armande dijo, más adelante:
—¿Qué pensaría esa mujer?
¡Fíjese bien en esto, señor juez, se lo suplico! Por una parte, ya sabe, nuestra casa, la casa de Armande con los sillones, la alfombra rosa de la escalera y los listones de metal dorado, los bridges y la modista, la señora Debeurre y sus desgracias —su marido arrollado por un tren y su quiste, porque tenía un quiste— y, por otra parte, la exploración que habíamos emprendido, el juego total que estábamos jugando, sin reservas, sin segunda intención de ninguna clase, a costa de nuestra vida. Con peligro de nuestra vida, sí.
Martine comprendió esto antes que yo. No lo dijo entonces. Es lo único que me ocultó. Ésa era la razón, en determinados momentos, de que me mirase con las pupilas dilatadas, como si no me viera.
Su mirada iba más lejos, veía a otro que no era yo, al yo futuro, igual que yo veía en ella a la pequeña Martine de antaño.
No retrocedió, señor juez, no vaciló ni un instante. Y sin embargo, ¡si usted supiera el miedo que tenía a morir, un miedo infantil a cuanto se relacionaba con la muerte!
Al día siguiente de una jornada en que yo había luchado con el pasado, con la otra Martine y con mis fantasmas, al día siguiente de un día en que la había golpeado con mayor violencia, nos sorprendieron.
Eran las ocho. Mi mujer estaba —hubiera debido estar— con mi hija, la más pequeña, que no tenía clase ese día. Había unos clientes esperando, sentados en fila en las dos banquetas de la sala de espera. No tuve el valor de abrirles la puerta enseguida.
Martine tenía un ojo morado. Sonreía y su sonrisa era por ello más conmovedora. Yo estaba rebosante de bochorno y ternura. Había pasado, tras la crisis de la víspera, una noche casi en blanco.
La cogí en mis brazos con una dulzura infinita. Sí, con una dulzura infinita, era capaz de ello y me sentía a la vez su padre y su amante, comprendía que en lo sucesivo, pasara lo que pasase, no éramos más que dos en el mundo, que su carne era la mía, que llegaría un día muy cercano en que ya no necesitaríamos interrogarnos y en que huirían los fantasmas.
Le dije al oído, aún helado por la frialdad de la calle:
—Perdón.
No me daba vergüenza. Ya no me daban vergüenza mis ataques de cólera, mis crisis, porque ahora sabía que formaban parte de nuestro amor, que nuestro amor, tal como era, tal como nosotros queríamos que fuese, no hubiera podido existir sin ellos.
No nos movíamos. Ella había apoyado la cabeza sobre mi hombro. En aquel momento, recuerdo, yo miraba a lo lejos, a un mismo tiempo al pasado y al porvenir, empezaba a calcular con espanto el camino que nos quedaba por recorrer.
No estoy inventando. No sería digno de ella ni de mí. No tuve ningún presentimiento, se lo digo enseguida. Únicamente la visión de ese camino por el que tendríamos que caminar solos.
Buscaba sus labios para darme valor y entonces se abrió la puerta del vestíbulo. Ni siquiera tuvimos la reacción, Martine y yo, de separarnos al ver a Armande ante nosotros. Permanecimos abrazados. Ella nos miró y dijo (me parece estar oyendo el sonido de su voz):
—Discúlpenme.
Luego salió dando un portazo.
Martine no comprendió por qué me puse yo a sonreír, por qué mi rostro expresaba una auténtica alegría. Me encontraba aliviado. ¡Por fin!
—Tranquilízate, querida. No llores. Sobre todo, no llores.
Yo no quería lágrimas. No hacían falta. Estaban llamando a la puerta. Era Babette.
—La señora desea que el señor suba a su cuarto.
¡Naturalmente, mi buena Babette! ¡Pues claro, Armande! Ya era hora. Ya no podía más. Me ahogaba. Tranquila, Martine. Ya sé que estás temblando, que la chiquilla que tú eres está esperando que le peguen una vez más. ¿Acaso no te pegaron siempre?
Ten confianza, querida. Ya subo. Y es la libertad de nuestro amor, fíjate bien, lo que voy a buscar allá arriba.
Hay palabras, señor juez, que no deberíamos pronunciar jamás, palabras que juzgan a unos y liberan a otros.
—Supongo que la pondrás de patitas en la calle, ¿no?
—Pues no, Armande, pues no. Nada de eso.
—En cualquier caso, no soportaré que permanezca ni una hora más bajo mi techo…
¡Pero bueno, pues si es tu techo, hija!… Perdón. No tengo razón. Hice mal aquel día. Escupí mi veneno. Ya lo creo; lo escupí durante una hora seguida, paseando arriba y abajo como una fiera enjaulada entre la cama y la puerta, mientras Armande, junto a la ventana, con una mano agarrada a la cortina, mantenía una actitud digna.
También te pido perdón, Armande, por muy inesperado que esto pueda parecerte. Porque todo aquello era inútil, superfluo.
Lo vomité todo, todo lo que llevaba dentro del corazón, todas mis humillaciones, mis cobardías, mis deseos reprimidos, y aún añadí más cosas, y te las arrojé a la cara, sólo a ti, como si fueras la única que debiera soportar en lo sucesivo la responsabilidad.
A ti, que jamás careciste de sangre fría, te vi perder pie y me miraste con ojos casi temerosos, porque descubrías, en el que durmió en tu cama durante diez años, a un hombre que nunca sospechaste.
Yo te gritaba y debían de oírme desde abajo:
—La quiero, ¿comprendes? La quiero.
Y entonces fue cuando me dijiste, desarmada:
—Si por lo menos…
No recuerdo la frase exacta. Tenía fiebre. La víspera, yo había pegado malvadamente a otra, a la otra a quien amaba.
—Si por lo menos te hubieras contentado con verla fuera de casa.
Exploté, señor juez. No únicamente contra Armande, contra todos, contra la vida tal como ustedes la entienden, contra la idea que se hacen de la unión de dos personas y de los paroxismos a los que pueden llegar.
Hice mal y me arrepiento. Ella no podía comprender. No era más responsable de lo que lo fueron el fiscal general o el letrado Gabriel.
Me repetía, vacilante:
—Tus enfermos te están esperando.
¿Y Martine, qué? ¿Acaso no me estaba esperando también?
—Continuaremos esta conversación luego, cuando hayas recobrado tu sangre fría. Pero no. Enseguida, como una intervención en caliente.
—Si tanto la necesitas…
Porque yo, ya ve, le había gritado toda la verdad. ¡Toda! Incluso lo de su rostro golpeado por mis puños y lo de mis sábanas, que mordía en las noches de insomnio.
Así que me ofrecían un compromiso. Yo podría ir a verla, como lo hubiera hecho un Boquet cualquiera, podría, en suma, poniendo discreción en ello, ir de cuando en cuando a satisfacerme.
La casa debió de temblar. Fui violento, brutal, yo, a quien mi madre siempre comparó con un perro grande y demasiado bueno.
Fui malvado, voluntariamente cruel. Lo necesitaba. No hubiera encontrado alivio con menos.
—Piensa en tu madre…
—Una mierda.
—Piensa en tus hijas…
—Una mierda.
—Piensa en…
¡Mierda, mierda y mierda! Se había terminado todo aquello, de golpe, en el momento en que menos me lo esperaba, y no tenía ganas de volver a empezar.
Babette llamó a la puerta, y dijo con voz temerosa:
—Es la señorita, que dice que le llaman al teléfono…
—Ya voy.
Era Martine, Martine que me tendía el aparato sin decir ni una palabra, resignada a lo peor. Martine que ya había renunciado.
—¿Diga?… ¿Quién está al aparato?
Un verdadero enfermo. Una verdadera «urgencia».
—Estaré ahí dentro de unos minutos.
Me volví y dije:
—Anunciarás a los que están esperando…
Lo más naturalmente del mundo, señor juez. Para mí, todo estaba decidido. La vi muy pálida ante mí, con los labios descoloridos y a punto estuve de irritarme.
—Todo está arreglado. Nos vamos.
Ya tenía mi maletín en la mano. Descolgué mi abrigo detrás de la puerta. No se me ocurrió besarla.
—Nos vamos los dos.
Era de noche, hacia las nueve. Yo había escogido el expreso nocturno para que mis hijas estuvieran ya acostadas. Subí a darles un beso en la cama. Insistí en que nadie me acompañase. Me quedé unos minutos allá arriba y sólo la mayor se despertó a medias.
Volví a bajar, muy tranquilo. El taxi esperaba delante de la verja y el taxista llevaba mi equipaje.
Mamá se había quedado en el salón. Tenía los ojos enrojecidos y un pañuelo hecho una bola en la mano. Creí que la despedida transcurriría bien de todos modos cuando, en el último momento, y como yo me separaba de sus brazos, balbuceó muy bajito antes de prorrumpir en sollozos:
—Me dejas sola con ella.
Armande estaba de pie en el vestíbulo. Era ella quien me había hecho las maletas. Seguía pensando en todo, enviaba a Babette a buscar un maletín de viaje olvidado.
El recibidor estaba iluminado. Se oían, en sordina, los sollozos de mamá y afuera, el ronroneo del motor que el chófer ponía en marcha.
—Adiós, Charles.
—Adiós, Armande.
Y entonces ambos abrimos la boca, pronunciamos al mismo tiempo las mismas palabras:
—No te guardo rencor.
Sonreíamos, aun sin querer. La abracé y la besé en ambas mejillas; ella me dio un beso en la frente y susurró empujándome hacia la puerta:
—Anda, ve…
Fui a buscar a Martine y ambos nos encontramos sobre el andén de una estación. En esta ocasión no llovía y jamás he visto tantas estrellas en el cielo. Pobre Martine, que aún tenía miedo, que me espiaba, que me preguntó en el momento de subir a nuestro compartimento:
—¿Estás seguro de que no te vas a arrepentir?
Estábamos solos. Apagamos enseguida la luz y la apreté contra mí tan estrechamente que debíamos de parecer una de esas parejas de emigrantes que a veces vemos, cobijados unos contra otros, sobre el puente de los barcos.
También nosotros partíamos hacia lo desconocido.
¿Qué hubiéramos podido decir aquella noche? Incluso cuando sentí el calor de una lágrima en mi mejilla, no busqué palabras que la calmasen y me contenté con acariciar sus párpados.
Acabó por dormirse y conté todas las estaciones con sus luces que desfilaban detrás de nuestras cortinillas. En Tours, unas personas cargadas con maletas y bultos abrieron nuestra puerta. Sus miradas escrutaron la oscuridad, debieron de ver nuestras formas enlazadas.
Se alejaron de puntillas tras haber cerrado despacito la puerta.
No era una huida, ¿sabe? Antes de partir, Armande y yo habíamos arreglado muy decentemente las cosas. Incluso pudimos considerar durante unas horas los detalles de nuestro porvenir.
¿Qué digo? Ella me dio consejos, con una voz algo vacilante, como quien pide perdón. No consejos en lo referente a Martine, naturalmente, pero sí en cuanto a mis asuntos.
Lo que ayudó mucho a arreglarlo todo sin demasiadas dificultades fue que el joven Braille estaba libre por milagro. Era un médico joven nacido en una familia muy pobre —su madre era asistenta en unas casas del barrio de Austerlitz— quien, por falta de dinero, no podría establecerse por su cuenta antes de que pasaran algunos años.
Entretanto, hacía sustituciones. Yo lo conocía por haberlo tenido de sustituto durante mis últimas vacaciones, y él se las había arreglado muy bien.
De acuerdo con Armande, lo llamé por teléfono a su casa, en París. A causa de los deportes de invierno, temía que estuviera ya cogido por algún colega deseoso de pasar unas semanas en Chamonix o en Megéve. Pero estaba libre. Aceptó venir enseguida e instalarse en casa por un tiempo indefinido. No sé si comprendió. Por mi parte, le di a entender que de él dependía quedarse para siempre.
Le reservaron una habitación, la que Martine había ocupado durante dos noches. Es un muchacho pelirrojo, un poco demasiado tenso, demasiado crispado para mi gusto —se le nota que espera vengarse de la vida algún día— pero a quien la mayoría de la gente encuentra simpático.
Así que casi nada ha cambiado en la casa de La Roche. Les he dejado el coche. Armande, mi madre y mis hijas pueden seguir llevando el mismo tren de vida, pues el joven Braille se contenta con un sueldo fijo que deja un amplio margen de beneficios.
«No cojas cualquier cosa. No aceptes la primera cantidad que te digan…».
Porque yo iba a seguir trabajando, evidentemente. Primero pensé en buscar algún puesto de trabajo en un gran laboratorio parisiense, pero eso me obligaba a separarme de Martine parte del día. Se lo dije francamente a Armande y ella murmuró, con una sonrisa que no era tan irónica como yo me hubiese temido:
—¿Tanto miedo tienes?
Soy celoso, pero no tengo miedo. No es por tener miedo por lo que me siento desgraciado, desamparado, crispado, en cuanto dejo a Martine un momento.
¿Para qué explicarle eso a Armande, quien, por lo demás —podría jurarlo— lo comprendió muy bien?
No tocando más que una parte de nuestros ahorros, puedo alquilar un gabinete por los alrededores de París. El resto, casi todo cuanto poseemos, lo he dejado a disposición de Armande y de las niñas. Ni siquiera he necesitado firmarle unos poderes ya que los tiene desde hace tiempo.
Y así nos hemos arreglado. Y pudimos, se lo repito, hablar con calma. Era un poco velado, ¿comprende? Instintivamente hablábamos con voz sigilosa.
—¿Vendrás de vez en cuando a ver a tus hijas?
—Vendré a verlas a menudo.
—¿Sin ella?
No respondí.
—¿No me impondrás eso, verdad, Charles?
No prometí nada.
Salimos Martine y yo, y pasamos la noche en brazos el uno del otro, sobre el asiento del tren, sin decir ni una palabra.
Cuando llegamos hacía sol en el extrarradio de París. Nos alojamos en un hotelucho decente, cerca de la estación, y yo escribí en el registro: «Señor y señora Alavoine…».
Hacíamos el aprendizaje de nuestra libertad y todavía éramos algo torpes. Más de diez veces al día, uno de nosotros observaba al otro y aquel que era atrapado en falta, por decirlo así, se apresuraba a sonreír.
Había barrios enteros de París que me daban miedo, porque estaban poblados de fantasmas, incluso de hombres de carne y hueso que hubiéramos podido encontrarnos.
De modo que los evitábamos, señor juez, como si nos hubiéramos puesto de común acuerdo, los evitábamos. Llegábamos a veces, en la esquina de alguna calle o de alguna avenida, a dar media vuelta, torcíamos a la derecha o a la izquierda, sin necesidad de decirnos nada, y yo apretaba afectuosamente el brazo de Martine a quien sentía muy entristecida.
Ella también tenía miedo de que me afectase la obligación en que me encontraba de comenzar de nuevo mi carrera, y yo en cambio, por el contrario, me sentía feliz, me afanaba en empezarlo todo desde cero.
Vimos juntos las agencias especializadas en gabinetes de consultas médicas y visitamos varios de esos gabinetes, en diversos lugares, en barrios pobres y en barrios burgueses.
¿Por qué los barrios pobres me tentaban más que los otros? Sentía la necesidad de alejarme de cierto ambiente que me recordaba mi vida anterior y me parecía que cuanto más me alejase de ellos, Martine sería más mía.
Nos decidimos por fin, después de cuatro días de idas y venidas, por un gabinete situado en Issy-les-Moulineaux, en lo más oscuro, en lo más atestado del barrio obrero.
Mi predecesor era un rumano que había hecho fortuna en pocos años y que ahora regresaba a su país. Exageró, naturalmente, los méritos de su gabinete de consulta.
Era casi un barracón y las consultas se hacían en cadena. La sala de espera, encalada, con las paredes llenas de garabatos, recordaba a un lugar público. La gente fumaba y escupía. Y se hubiera producido sin duda más de una pelea de habérseme ocurrido darle a un enfermo un trato de favor.
Estaba en un piso bajo. Daba a la calle y se entraba en ella como si fuese una tienda, sin criada para introducir a los enfermos, sin timbre para llamar; la gente ocupaba su puesto en la cola y esperaba.
El gabinete de consulta, donde Martine y yo pasábamos casi todo el día, daba al patio y en ese patio había un herrero que golpeaba el hierro de la mañana a la noche.
En cuanto a nuestro apartamento, en el tercer piso, era bastante nuevo, pero con unas habitaciones tan exiguas que parecían de juguete. Habíamos tenido que aceptar los muebles del rumano, muebles hechos en serie, como los que se ven en los escaparates de los grandes almacenes.
Compré un pequeño automóvil de segunda mano, de dos plazas, uno de cinco caballos, pues Issy-les-Moulineaux es tan grande como una ciudad de provincias y yo tenía clientes por todos los rincones. Además, al principio, lo que más me humillaba, lo confieso, era esperar el tranvía, a menudo durante largos minutos, en la esquina de la calle.
Martine aprendió a conducir y obtuvo el permiso. Ella era quien me servía de chófer.
¡Y cómo me ayudaba! No conseguíamos encontrar una criada. Esperábamos respuesta a los anuncios que incluimos en periódicos de provincias y nos contentábamos con una asistenta, sucia como un peine, mala como la sarna y que consentía en venir dos o tres horas al día.
No obstante, desde las siete y media de la mañana, Martine bajaba conmigo a la consulta, se ponía su bata y su cofia y me preparaba el trabajo. Comíamos juntos, solíamos hacerlo en un pequeño restaurante de camioneros y a veces ella levantaba hacia mí unos ojos inquietos.
Me veía obligado a repetirle: «Te juro que soy muy feliz».
Era verdad, la vida empezaba casi desde cero. Me hubiera gustado ser aún más pobre, empezar las cosas desde un nivel más bajo.
Ella me llevaba en el coche a través de las calles repletas de gente, me esperaba delante del domicilio de mis pacientes y, por la tarde, cuando podíamos, hacíamos la compra juntos con el fin de cenar en nuestro apartamento de juguete.
Salíamos poco. Habíamos adoptado sin querer las costumbres del barrio donde vivíamos: una vez por semana pasábamos la velada en el mismo cine que mis enfermos, un cine que olía a naranjas, a chocolate helado, a caramelos ácidos, y en donde se caminaba pisando cáscaras de cacahuetes.
No formábamos proyectos para el porvenir. ¿No es eso la prueba de que éramos felices?