8

Pasamos la Nochebuena en familia: Armande, mi madre, mis hijas, Martine, mi amigo Frachon y yo. Frachon es un solterón calvo que no tiene familia en La Roche —come precisamente en el Chéne Vert—, a quien acostumbramos invitar a la cena de Nochebuena desde hace años. El regalo que le hicimos a Armande fue una joya, un pasador de platino que deseaba desde hacía algún tiempo. Se pone joyas muy pocas veces, pero le gusta tenerlas y creo que la primera vez que la vi perder su sangre fría y llegar hasta prorrumpir en sollozos fue un día en que, queriendo yo regalarle algo sin importancia, le compré unas perlas japonesas. No pretendo que sea avara. Y aunque lo fuera, no me reconocería ningún derecho para quejarme de ello o reprochárselo, porque cada cual tiene el vicio que puede. A ella le gusta poseer cosas bellas, cosas de valor, aunque nunca las saque de los cajones donde las guarda.

Yo no le había comprado ningún regalo caro a Martine, por miedo a llamar la atención. Extremé la prudencia hasta el punto de rogarle a mi mujer que le comprase dos o tres pares de medias de seda.

En la audiencia se mencionaron esas Navidades tan apacibles. No recuerdo si estaba usted presente. El fiscal reprobó mi cinismo, acusándome de haber introducido a mi concubina bajo el techo familiar mediante procedimientos innobles e hipócritas.

No protesté. Jamás he protestado y, sin embargo, en varias ocasiones, tuve la clara sensación de que aquellas personas —incluidos mis propios abogados, que meto en el mismo saco— no podían ir de buena fe. Existen límites a la idiotez o al candor. Los médicos, cuando hablamos entre nosotros, nunca lo hacemos de la misma manera en que le hablamos a nuestros clientes. Y cuando se trata del honor, de la libertad del hombre —a mí no me importaba, personalmente, puesto que me proclamaba culpable, a veces en contra de ellos— cuando se trata del honor de un hombre, repito, no se deben lanzar frases morales para ursulinas.

¿Mi crimen? Tras una hora de debate, yo ya había comprendido que permanecería relegado a un segundo plano, que se hablaría del mismo lo menos posible. Mi crimen era molesto —chocaba— y no pertenecía a esa clase de cosas que pueden pasarle a cualquiera, amenazarle a uno. Ese sentimiento era tan visible que no me hubiera sorprendido oír exclamar a alguno de aquellos señores: «A ella le está bien empleado».

Pero eso de mi «concubina bajo el techo conyugal», pero aquella Nochebuena tan tranquila y tan austera, tan feliz… Naturalmente que sí, señor juez, tan feliz. Armande, que aún no sospechaba nada, pasó la velada metiéndose con Frachon, que es su sufrelotodo titulado y que parece encantado de que así sea. Jugué y charlé mucho rato con mis hijas mientras mamá le contaba a Martine nuestra vida en Ormois, y sobre ese punto es inagotable.

Todos nos dimos un beso a medianoche y, un poco antes, yo salí discretamente al comedor para encender las velas del árbol y colocar el champaña seco sobre la mesa. La última persona a quien besé fue a Martine. En esa noche, ¿no es así?, se puede besar a todo el mundo, y yo lo hice castamente, se lo juro, sin ninguna insistencia fuera de lugar.

¿Por qué, dígame, cuando llegó la hora de acostarse, no debió subir mi mujer a la habitación por su cuenta, mientras yo acompañaba a Martine a su casa, en vez de mandar a Frachon que la acompañase?

No se escandalice, señor juez. No he terminado y es una cuestión que, desde hace mucho tiempo, quisiera tratar a fondo. He preguntado por qué y explico el sentido de mi pregunta. Por aquella época hacía meses y casi podríamos decir que años, que Armande y yo no manteníamos relaciones sexuales. Ya que, durante los últimos años, si hicimos el amor alguna vez fue por casualidad, hasta el punto de que ella se sentía molesta después.

Esta cuestión sexual jamás fue debatida entre nosotros, quiero decir entre ella y yo. Pero no por ello resultaba menos evidente que, desde el primer momento de nuestro matrimonio, no nos sentíamos atraídos carnalmente el uno por el otro.

Ella se acomodó a esta semicastidad, de acuerdo. Por mi parte, me tomé alguna distracción fuera, no hablé de ello porque no valía la pena. Yo no quería que valiese la pena porque fui educado en el respeto de lo que existe, de lo que es: respetar una cosa, no porque sea respetable sino porque así debe ser. También los señores del tribunal hablaban en nombre de este principio.

Ahora bien, mi casa existía, mi familia existía y, para salvaguardar ambas, yo me obligué durante años a vivir como un autómata y no como un hombre, hasta el punto de tener a veces unos deseos casi irresistibles de sentarme en el primer banco que encontraba y no moverme de allí.

En la tribuna de los testigos, Armande dijo, y en esta ocasión, sí que estaba usted presente porque le vislumbré entre el gentío:

—Le he dado diez años de mi vida y, si mañana lo dejaran libre, estoy dispuesta a darle lo que de ella me queda…

¡No, señoría, no! Hay que ir de buena fe. O reflexionar antes de pronunciar frases como ésa, que hacen estremecerse de admiración al auditorio.

Observe que estoy persuadido, hoy, de que Armande no habló así para impresionar a los magistrados, al público o a la prensa. Tardé tiempo en convencerme, pero estoy dispuesto ahora a admitir su buena fe. Pero lo que aún estimo más espantoso es que puedan existir durante años, entre personas que viven juntas, tan irremediables malentendidos.

¿En qué, dígame, en qué me ha dado ella diez años de su vida? ¿Dónde están esos diez años? ¿Qué he hecho yo con ellos? ¿Dónde los he puesto? Perdóneme esta broma amarga. Vamos a ver: esos diez años, ella los vivió, no pretenda usted lo contrario. Entró en mi casa para vivirlos y, precisamente, para vivirlos de esa manera. Yo no la obligué. No la engañé acerca de la suerte que le esperaba.

No es culpa mía que los usos y leyes dicten que, cuando un hombre y una mujer entran en una casa para vivir juntos, aunque sólo tengan dieciocho años, se comprometen solemnemente a vivir de la misma manera hasta su muerte.

Durante esos diez años, ella no sólo vivió su propia vida, sino que nos la impuso a todos. Y aunque hubiera sido de otra manera, aunque hubiéramos estado a la par, yo habría podido contestarle:

—Si tú me diste diez años de tu vida, yo te di diez años de la mía. Estamos en paz.

¿No hizo ella lo que quiso durante aquellos años? ¿Que se ocupó de mis hijas? ¿Que me cuidó durante una corta enfermedad? ¿Que renunció a algunos viajes que le hubiera gustado hacer?

Yo también. Y porque no me sentía atraído por ella renuncié, por así decirlo, al sexo. Esperaba semanas, a veces, para olvidarme de aquella idea, y hacía el amor deprisa y corriendo, con Dios sabe quién, en unas condiciones que hoy me avergüenzan.

Llegué a envidiar a la gente que siente pasión por algo que le sirve de sustituto: el billar, por ejemplo, las cartas, los combates de boxeo o el fútbol. Esas personas, al menos, saben que pertenecen a una especie de cofradía y, gracias a eso, por muy ridículo que parezca, jamás se sienten del todo solas o desamparadas en la vida.

Ella dijo: «Cuando introdujo a esa mujer en mi casa, yo ignoraba que…».

Su casa. Usted la oyó igual que yo. No dijo nuestra casa. Dijo su casa.

Su casa, su criada, su marido…

He aquí la clave del enigma, señor juez, porque preciso es creer que existe el enigma, y que nadie ha comprendido o parecido comprender. Ella no llegaba hasta el punto de hablar de sus enfermos, pero pronunciaba nuestros enfermos y me hacía preguntas sobre los mismos, sobre el tratamiento que yo les ponía, me daba su opinión —a menudo pertinente, por lo demás— sobre el cirujano al que debía enviarles en caso de intervención.

Mire, acabo de hablarle de formar parte de una cofradía. Hay una, una sola, a la que pertenezco sin remedio: es el cuerpo médico. Ahora bien, como todos los médicos eran amigos nuestros, es decir, amigos de Armande más que míos, jamás experimenté ese sentimiento de solidaridad que, en ocasiones, me hubiera reconfortado.

Ella creía hacer las cosas bien, ya lo sé. Conociéndola como la conozco ahora, pienso que sería un desgarramiento para ella darse cuenta de que no siempre obró de la manera más perfecta.

Se hallaba persuadida, al igual que los jueces, al igual que todos los que asistieron a mi proceso, de que yo soy un cobarde, que por cobardía organicé aquella Nochebuena cuyo recuerdo le sigue escociendo tanto, por cobardía también empleé la astucia —digamos ya la palabra— para imponer en mi casa la presencia de Martine.

Y es cierto que empleé artimañas, en efecto. Sólo que, por mucho que me las reprochen, era a mí a quien se le hacían penosas, era a mí a quien más humillaban. Y no sólo a mí, sino a Martine, a Martine aún más que a mí.

Han querido tratar a ésta como a una aventurera, lo que resulta muy cómodo. No se atrevieron a soltar claramente la palabra porque si lo hubieran hecho, a pesar de mis dos vigilantes, yo hubiera saltado por encima del banco. Pero no por ello parecía menos evidente a todos que ella se había introducido en nuestra casa por interés.

Una chica, señor juez, que era de buena familia, es cierto —esos señores jamás olvidan saludar a la familia al pasar, como en el cementerio, porque entre personas del mismo mundo deben practicarse ciertas cortesías—, una chica de buena familia aunque descarriada que, durante cuatro años, había trabajado en muchos sitios y se había acostado con varios hombres.

No digo «que había tenido amantes». No los tuvo antes de llegar yo. Digo que se acostó con hombres igual que yo me había acostado con mujeres.

Pero no se trata de eso ahora y, por lo demás, a nadie le importa sino a mí.

Ella venía de Dios sabía dónde, desembarcó en nuestra honesta ciudad con su traje de chaqueta de mala calidad y demasiado ligero, con sus dos maletas y su tez de anémica, y he aquí que se introducía sin vergüenza en una casa con buena calefacción, bien iluminada, con mesa burguesa y bien provista; he aquí que de la noche a la mañana se convertía en la ayudante de un médico, casi en la amiga de su mujer, la cual incluso se molestaba en comprarle un regalo de Navidad.

Es terrorífico pensar que aunque todos somos hombres y todos, más o menos, encorvamos la espalda bajo un cielo desconocido, nos negamos a hacer el más mínimo esfuerzo para comprendernos unos a otros.

Pero, señor juez, entrar así en casa por la puerta pequeña, entrar en nuestro hogar gracias a toda una trama de mentiras que yo le imponía, era para Martine no sólo la peor de las humillaciones sino el sacrificio de cuanto ella podía considerar aún su personalidad.

Supongamos que Martine hubiera trabajado, por ejemplo, en casa de Raoul Boquet. Supongamos que se hubiese convertido en su amante, lo que probablemente hubiera terminado por suceder. Toda la ciudad se habría enterado, es cierto, pues no le sobra delicadeza al director de las Galerías. Hubiese formado parte, de un día para otro, del grupito del Poker-Bar. Hubiera tenido amigos, amigas que vivían como ella, fumando y bebiendo igual que ella, ayudándola a considerar su existencia como algo natural.

¿El Poker-Bar? Yo mismo, señor juez, antes de conocer a Martine, miraba en ocasiones sus luces de color crema con nostalgia y sentía deseos de convertirme en uno de sus clientes.

Tener un círculo de luz donde refugiarse, ¿lo entiende? Donde refugiarse sin dejar de ser uno mismo, entre gente que nos deja creer que somos alguien.

En mi casa, ella no era nada. Durante tres semanas, vivió con el terror a una mirada desconfiada de Armande, y esa obsesión acabó por ser tan fuerte que me vi obligado a cuidar de su sistema nervioso.

Incluso en el plano profesional, renunciaba a acogerse a la simple satisfacción de sí misma que se le otorga al menos importante de los trabajadores. Antes de conocerme a mí era una excelente secretaria. En cambio, no sabía nada de la profesión médica. Yo no tenía tiempo de ponerla al corriente. Si deseaba tenerla a mi lado, no era para eso.

La vi inclinada durante muchos días, en un rincón de mi despacho, estudiando viejos expedientes que debía ordenar o fingir que lo hacía.

Cuando Armande le dirigía la palabra, ahora que estaba a nuestro servicio, solía hacerlo para rogarle que llamara por teléfono a la modista o a algún que otro proveedor.

Nos escondíamos, es verdad. Y decíamos mentiras a veces.

¡Por caridad, señor juez! Porque en aquella época yo era todavía un ingenuo, porque a los cuarenta años no conocía nada del amor y me figuraba que por fin podría ser dichoso sin arrebatarle nada a nadie.

Me parecía que con un poco de buena voluntad podría ser fácil arreglar las cosas. Nosotros poníamos de nuestra parte, Martine y yo, puesto que, precisamente, consentíamos en ocultarnos y mentir. ¿No hubiera sido legítimo que otros hicieran también algún esfuerzo?

¿Era culpa mía si necesitaba más que el aire que respiro a una mujer a quien no conocía quince días atrás, a la que no había tratado de conocer?

Si de repente una enfermedad hubiera puesto mi vida en peligro, habrían llamado para mí a los mejores especialistas, habrían trastornado el orden y las costumbres de la casa, todos hubieran puesto algo de su parte, me habrían enviado a Suiza o a cualquier otro sitio, qué sé yo, habrían llevado el sentido del deber —o de la compasión— hasta pasearme en un cochecito de ruedas.

Me había ocurrido algo diferente, pero igualmente grave. Mi vida estaba asimismo en juego. No estoy haciendo romanticismo. Hablo de lo que sé, señor juez. Durante muchas semanas, pasé mis noches sin ella. Durante muchas semanas, ella volvía a su casa a la hora de las comidas. Y además, yo tenía que visitar a mis enfermos.

Durante muchas semanas, diez veces al día y a la noche, sentí ese vacío desgarrador del que le hablé, hasta el punto de tener que inmovilizarme, con una mano sobre el pecho y la mirada ansiosa como un cardiaco. ¿Y cree usted que hubiera podido soportarlo sin interrupción, sin esperanza, día tras día, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana?

Pero en fin, ¿con qué derecho, dígame, podían exigirme eso? No me hable de mis hijas. Es un argumento demasiado fácil. Los niños no tienen nada que ver en estos asuntos, y entre mi clientela he encontrado suficientes matrimonios desunidos o imperfectos como para saber que los niños no sufren por esto en absoluto salvo en las novelas baratas.

¿Mi madre? ¡Vamos! Confesemos crudamente —pues las madres no siempre son unas santas— que ella estaba encantada de que por fin hubiera alguien en la tierra capaz de sacudirse, aunque fuera escondiéndose, el yugo de su nuera.

Quedan Armande y sus diez años, ya lo sé.

Entonces, planteemos la cuestión de otra manera. Yo amaba a otra. Es un hecho. Era demasiado tarde para reconsiderar esto. No podía extirparme aquel amor de la piel. Suponiendo incluso que antaño yo hubiese amado a Armande de otra manera, ya no la amaba.

Esto también es un hecho. Está claro, ¿no es así?

De modo que el golpe, si es que podía hablarse de golpe, había sido ya propinado. Porque en fin, el dolor, cuando se ama, proviene de no ser ya amado, y luego de saber que aman a otro.

Todo eso ya estaba hecho, señor juez.

Fíjese que acepto aquí la hipótesis extrema, que finjo admitir que Armande me hubiera amado y me amase todavía.

En este supuesto, en mi espíritu, en el fondo de mi alma, su actitud adquiere una ferocidad alucinante. Siempre en nombre del amor, naturalmente.

—Tú no me amas. Amas a otra. Necesitas su presencia. No obstante, como yo te amo aún, exijo que renuncies a ella y que te quedes conmigo.

Permanecer junto a un ser a quien ya no amas y que te inflige el mayor de los dolores, ¿comprende esto? ¿Se imagina las tardes a solas, bajo la lámpara, sin olvidar el momento en que esos dos seres de quienes le estoy hablando se meten en la misma cama y se dan las buenas noches?

¡Pues bien! Al escribir esto, a causa de ciertas palabras, de ciertas imágenes que evocan en mí, llego de repente a admitirlo. Pero a condición de aceptar como hecho indiscutible el amor de Armande, un amor total, igual al mío.

Ahora bien, no me lo creo. Una mujer que ama no dice: «… en mi casa… bajo mi techo…».

Una mujer que quiere de verdad no habla de sus diez años de sacrificio.

Quizá creyó amarme, ya sabe, pero yo ahora, señor juez, entiendo mucho de eso.

Hubiera podido decir, dirigiéndose a mí: «Si al menos te hubieses contentado con verla fuera de casa…». ¿Hubiera hablado de humillación?

Le juro, señor juez, que estudio el problema honradamente, con dolor y, por muy extraño que pueda parecer, desde que estoy aquí lo estudio sin prejuicios.

Porque ahora, otras cuestiones más importantes han obtenido respuesta, porque estoy lejos, muy lejos de todos esos personajillos que se estiran o gesticulan.

¿No es verdad, Martine, no es verdad que hicimos ambos mucho camino, que lo recorrimos casi siempre apretados uno junto al otro, el más largo de los caminos, aquel al final del cual encuentra uno por fin la liberación?

Sabe Dios si nos introdujimos por él sin saberlo, inocentemente, sí, señor juez, como unos niños, porque éramos todavía unos niños.

Ignorábamos adónde íbamos, pero no podíamos ir a otra parte, y recuerdo, Martine, que ciertos días, en el momento en que más felices nos encontrábamos, tú me mirabas a veces con unos ojos llenos de espanto.

No eras más lúcida que yo, pero la vida te había golpeado más duramente. La juventud y sus pesadillas infantiles se hallaban más cerca de ti y esas pesadillas te perseguían hasta cuando estabas en mis brazos. En varias ocasiones, durante la noche, gritaste con la frente sudorosa, agarrándote a mis hombros, como si sólo éstos pudieran impedir que resbalaras al vacío, y recuerdo tu voz, cierta noche, cuando me repetías, en el colmo del terror:

—Despiértame, Charles. Despiértame deprisa.

Perdóname, Martine, por ocuparme tanto de los demás pero, ya ves, es por ti por lo que me obligo a ello. Tú misma, más de una vez, llegaste a murmurar con disgusto:

—Nadie sabrá…

Y por ella, señor juez, para que alguien, para que por lo menos un hombre sepa, le escribo a usted todo esto.

¿Admite ahora que en mi caso no se trata de mentir, ni de disfrazar lo más mínimo la verdad? Donde yo me encuentro, donde nos encontramos Martine y yo —porque estamos juntos, señor juez— no se miente. Y si usted no puede seguir siempre mi pensamiento, ni comprender ciertas ideas que le escandalizan, no se diga que estoy loco, piense simplemente, con humildad, que he franqueado un muro y que tal vez haga usted lo mismo algún día, pues una vez salvado se ven las cosas de otra manera.

Pienso al escribirle esto en sus llamadas telefónicas, en la mirada ansiosa que a veces me dirigía de soslayo, esperando mi respuesta a algunas de sus preguntas. Pienso sobre todo en otras preguntas que usted hubiera deseado plantearme ardientemente y que jamás me hizo.

Hablé poco de Martine en su gabinete. Porque existen temas que uno no aborda delante de un tal letrado Gabriel o ante un pobre hombre honesto como su secretario.

No hablé nada en el proceso y esto fue interpretado de diversas maneras. No podía decirles: «Pero comprendan ustedes que lo que hice fue liberarla…».

Tampoco podía gritarles las siguientes palabras, más verdaderas aún, que me subían a la garganta y la desgarraban: «No fue a ella a quien maté. Fue a la otra».

Sin contar con que aquello hubiera significado que me plegaba a su juego, dándoles lo que deseaban obtener, para la paz de su espíritu más aún que de su conciencia, por dar ejemplo, por el honor del mundo burgués al que unos y otros pertenecemos. Mis colegas hubieran firmado al momento, con ambas manos, ese certificado de alienación mental cuya legitimidad, todavía hoy, se empeñan en establecer y que arreglaría tantas cosas.

Nosotros, Martine y yo, no sabíamos adónde íbamos y, durante semanas, por compasión, para no causar ningún dolor y también porque ignorábamos aún la fuerza devoradora de nuestro amor y sus exigencias, vivimos dos vidas, vivimos, más exactamente, una existencia como alucinada.

Yo la veía llegar por las mañanas, a las ocho, con el frío lívido de enero. En esos momentos, yo tomaba el desayuno en la cocina, mientras Armande se entretenía arriba, en la habitación.

Por entonces, Martine no estaba bien de salud. Pagaba, estaba pagando muchas cosas. Pagaba sin quejarse, sin creer en la injusticia.

Al cruzar la verja y mientras sus pies hacían crujir la gravilla al pisarla, buscaba con la mirada la ventana tras la cual yo me encontraba y sonreía sin verme, débilmente, pues hubieran podido observarla desde arriba, sonreía vaga y tiernamente a un visillo.

No entraba por la puerta grande, sino por la sala de espera. Era una decisión de Armande. Ignoro la razón. No quiero saberla. Jamás protesté. Martine debía parecer una empleada, puesto que sólo así podía estar en casa. No le guardo rencor a nadie, se lo aseguro.

¿Se daría cuenta Babette de nuestros manejos? No me preocupé por ello. Me bebía lo que quedaba del café, daba la vuelta por el vestíbulo y entraba en mi gabinete, donde ella ya había tenido tiempo de ponerse la bata y en donde permanecíamos un momento mirándonos antes de abrazarnos.

No nos atrevíamos a hablar, señor juez. Sólo nuestros ojos poseían ese derecho. No soy un maniaco de la persecución, puede usted creerme. Mi madre acostumbraba andar con pasos sigilosos y a menudo chocaba uno con ella cuando menos se lo esperaba.

En Armande, pienso que aquello era no una manía sino un principio. Más aún: era un derecho que ejercía sin rubor, su derecho de señora de la casa consistente en conocer lo que ocurre bajo su techo. Más de una vez la sorprendí escuchando detrás de una puerta, y jamás se ruborizó, jamás manifestó ni la más mínima vergüenza. No más que si la hubiera visto darle instrucciones a la criada o pagarle la cuenta a un proveedor.

Tenía derecho a ello. Lo consideraba su deber. Pero sigamos. También aceptamos esto. Y el abrir enseguida la puerta al primer enfermo, ya que aquella puerta siempre chirriaba un poco y cuando se ponía atención, se advertía el chirrido desde arriba.

Durante toda la mañana, nos quedaban por toda compensación unas cuantas miradas de soslayo, sus dedos, que yo rozaba cuando me tendía el teléfono o me ayudaba a dar un punto de sutura, o a mantener inmóvil a un niño.

Conoce usted a los criminales pero no conoce a los enfermos. Si bien es difícil hacer hablar a los primeros, lo es más aún hacer callar a los segundos y no puede usted saber lo que significa verlos sucederse durante horas, todos obsesionados por su caso, por sus pupitas, por su corazón, por su orina, por su inmundicia. Y allí nos encontrábamos los dos, a pocos pasos uno del otro, escuchando sempiternamente las mismas palabras, cuando teníamos tantas verdades esenciales que decirnos.

Si hoy me preguntaran en qué se reconoce el amor, si tuviera que establecer un diagnóstico de lo que es el amor, diría: «En primer lugar, la necesidad de la presencia».

Y digo bien: necesidad, tan absoluta, tan vital como una necesidad física.

«Después, la sed de comunicarse».

La sed de comunicarse consigo mismo y con el otro, porque uno se encuentra tan maravillado, tiene tal seguridad de estar viviendo un milagro, tanto miedo de perder algo que jamás había esperado, que la suerte no le debía y quizá le dio por distracción, que a todas horas se experimenta la necesidad de tranquilizarse y, para tranquilizarse, de comprender.

Una frase proferida la víspera, por ejemplo, en el momento de separarnos, en casa de la señora Debeurre. Me obsesionaba con ella durante toda la noche. Durante horas, le daba vueltas y vueltas en mi mente para extraer su quintaesencia. Tenía la impresión, de repente, de que me abría horizontes nuevos acerca de nosotros dos, de nuestra increíble aventura.

Y he aquí que a la mañana siguiente, llegaba Martine. Y en lugar de poder confrontar inmediatamente mis pensamientos con los suyos, me era forzoso vivir durante horas en la incertidumbre y en la angustia.

Esto no se le escapaba a ella. Encontraba la manera de susurrarme, entre dos puertas o a espaldas de un paciente:

—¿Qué te pasa?

Y, pese a su mirada inquieta, yo respondía con desgana:

—Nada. Luego…

La misma impaciencia nos devoraba y, por encima de los clientes, intercambiábamos miradas cargadas de preguntas.

—¿Sólo una palabra?

Una palabra sólo, para darle una pista, porque tenía miedo, porque nos pasábamos el tiempo teniendo miedo de nosotros y de los demás. ¿Pero cómo expresar estas cosas sólo con una palabra?

—No es grave, te lo aseguro.

¡Adelante! Que pase el siguiente: un quiste o unas anginas, un forúnculo o un sarampión. Sólo eso es importante, ¿no es así?

Todas las horas del día puestas en fila no nos hubiera bastado, y se empeñaban en robarnos las más pequeñas migajas de nuestro tiempo hasta el punto de que, cuando por fin nos encontrábamos a solas gracias a nuestras astucias y mentiras, cuando yo me reunía con ella en su casa tras haber inventado Dios sabe qué para explicar mi salida nocturna, teníamos tanta hambre el uno del otro que no sabíamos ni qué decirnos.

El gran problema, el problema capital, consistía en descubrir por qué nos queríamos, y estuvo obsesionándonos durante mucho tiempo, pues de su solución dependía la mayor o menor confianza que pudiéramos tener en nuestro amor. ¿Llegamos a encontrar esa solución?

Lo ignoro, señor juez. Nadie lo sabrá jamás. ¿Por qué, a partir de la primera noche en Nantes, después de unas horas que de buen grado calificaré de sórdidas, y cuando nada nos acercaba, sentimos de repente esa hambre el uno del otro?

Primero, ya sabe, hubo ese cuerpo rígido, esa boca abierta, esos ojos despavoridos que fueron para mí un misterio y luego una revelación.

Yo había aborrecido a la pequeña asidua a los bares, sus tics: y su seguridad, y la coquetería en las miradas que lanzaba a los hombres.

Ahora bien, cuando la tuve entre mis brazos por la noche, cuando, intrigado porque no comprendía, encendí la luz de repente, me di cuenta de que estaba abrazando a una niña.

Una niña con un costurón en el vientre desde el pubis al ombligo, de acuerdo, una niña que se había acostado con varios hombres, ahora podría decirle con cuántos exactamente, dónde, cómo, en qué circunstancias, en medio de qué decorado incluso. Una niña, no obstante, que sentía hambre de vida y a la que ponía rígida «un terror pánico» a esa vida, para emplear unas palabras de mi madre.

¿De la vida? De la suya, en cualquier caso, miedo de sí misma, de lo que ella consideraba como sí misma, y le juro que se juzgaba con terrible humildad.

Ya desde muy pequeña sentía miedo, desde muy pequeña se consideraba distinta de las demás, menos buena que las demás y por eso, ya ve usted, por eso se había fabricado una personalidad a imagen y semejanza de las revistas y novelas.

Para parecerse a las otras, para tranquilizarse.

Lo mismo que si hubiera jugado al billar o a las cartas.

Incluidos los cigarrillos, los bares, los altos taburetes y las piernas cruzadas, incluida aquella familiaridad agresiva con los camareros, aquella coquetería con los hombres, cualesquiera que fuesen.

—No soy tan fea.

Éstas eran sus palabras, en un principio. Las repetía hasta la saciedad, hacía sin cesar la misma pregunta, en cualquier ocasión:

—¿Tan fea soy?, ¿de veras?

Para no sentirse fea, en su ciudad natal de Lieja, donde la fortuna de sus padres no le permitía sentirse en igualdad con sus amigas, se había ido sola, haciéndose la valiente, y había obtenido un puesto sin importancia en París.

Para no sentirse fea, había empezado a fumar y a beber. Y también en otro terreno más difícil de abordar, incluso en esta carta que sólo va dirigida a usted, señor juez, se sentía fea.

Siendo muy niña, a los diez años, la invitaron unas amigas más ricas a una casa a la que sus padres estaban muy orgullosos de enviarla; asistió a sus juegos, unos juegos que no eran del todo inocentes.

He dicho amigas más ricas e insisto en ello. Se trataba de gente de quien ella oía hablar a sus padres con una admiración no exenta de envidia, con el respeto también que, en ciertas clases sociales, se dedica a las clases superiores. Y cuando ella lloró, sin atreverse a confesar por qué, cuando se negó a volver a casa de esas mismas amigas, a la semana siguiente, la llamaron loca y emplearon su autoridad.

Todo esto es verdad, señor juez. Hay acentos que no engañan. Yo no me contenté con esta verdad. Fui a verificarla in situ. No hay nada de ella que no me obstinase en conocer, incluidos los menores escenarios en donde vivió.

Fui a Lieja. Vi el convento de las Hijas de la Cruz donde estuvo interna, con una falda plisada azul y un sombrero redondo de ala ancha. Vi su clase, su banco y, en las paredes permanecían aún, firmadas por su mano inhábil, alguna de esas obras complicadas de bordado que mandan coser a las niñas.

Vi sus cuadernos, leí sus redacciones, conozco de memoria las notas con tinta roja que le ponían sus maestras. Vi sus fotografías a todas las edades, fotografías de fin de año, en el colegio, con las alumnas cuyos nombres conocía, fotografías familiares, en el campo, tíos, tías y primos que llegaron a ser más familiares para mí que mi propia familia.

¿Qué es lo que me inspiró ese deseo, qué es lo que creó en mí la necesidad de conocer todo esto cuando, por ejemplo, jamás sentí ninguna curiosidad en todo lo concerniente a Armande?

Pienso que fue, señor juez, el descubrimiento que hice sin querer de su verdadera personalidad. Como si dijéramos, la intuición que yo tuve de ello. Y lo que descubrí, lo hice casi en contra de ella, a pesar suyo, porque se sentía avergonzada.

Trabajé durante semanas, y digo bien: trabajé, para liberarla de su vergüenza. Y para eso, era preciso buscar hasta en los lugares más recónditos.

Al principio, Martine mentía. Mentía igual que una niña cuando cuenta con orgullo a sus compañeras historias de su sirvienta y en realidad no tiene criada en su casa.

Mentía y, con paciencia, yo iba desenredando todas sus mentiras, la obligaba a confesarlas unas tras otras, desenredaba una complicada madeja, pero cuando tenía la punta del hilo ya no la soltaba.

A causa de sus amiguitas ricas y viciosas, a causa de sus padres que se obstinaban en enviarla a aquella casa por tratarse de una de las familias más notables de la ciudad, tomó la costumbre, ciertas noches, de tenderse sobre el vientre en la soledad de su lecho y de ponerse rígida durante horas, en salvaje búsqueda de un espasmo que no llegaba nunca.

Fisiológicamente, era precoz, puesto que fue mujer a los once años. Durante años, conoció esa búsqueda desesperante de un posible alivio, y aquella boca abierta que yo vi en Nantes, señor juez, aquellos ojos descompuestos, aquel corazón latiendo a ciento cuarenta, era la herencia de la niña que fue.

Los hombres no habían hecho más que sustituir la rigidez solitaria. Y fue a buscarlos como las demás, había ido a buscarlos para sentirse como las demás.

A los veintidós años. Ya que a los veintidós años aún era virgen. Y seguía esperando.

¿Qué es lo que esperaba? Aquello que nos enseñaron, lo que le habían enseñado a esperar: el matrimonio, los hijos, la casa tranquila, todo lo que la gente llama felicidad.

Pero ella, en París y lejos de los suyos, era una niña de buena familia sin dinero.

De modo que un día de cansancio, un día de inquietud, la niña quiso hacer igual que las demás.

Sin amor, sin poesía, verdadera o falsa, sin auténtico deseo y, en mi opinión, una cosa semejante resulta trágica.

Probó con un extranjero, con un cuerpo que no conocía pegado al suyo, sus experiencias de niña y, como deseaba lograrlo con todas sus fuerzas, como todo su ser buscaba un alivio, el hombre creyó que era una verdadera amante.

Los otros también, señor juez, todos cuantos se sucedieron después y ni uno de ellos, me oye, ni uno solo comprendió que ella buscaba en sus brazos una suerte de liberación; ni uno solo sospechó que salía de su abrazo con la misma amargura y el mismo asco que de sus experiencias solitarias.

¿Me amó, y la amé, porque fui yo el primero en obtener esa revelación?

Comprendí muchas cosas después. Era como un rosario que yo iba rezando poco a poco.

Ese redondel de luz cálida que cada uno de nosotros necesita, ¿dónde encontrarlo cuando se vive solo en una gran ciudad?

Ella descubrió los bares. Descubrió los cócteles. Y la bebida le proporcionó por unas horas esa confianza en sí misma que tanto necesitaba. Y los hombres que conocía en aquellos lugares estaban muy dispuestos a ayudarla a creer en sí misma.

¿No le he confesado yo a usted que hubiese podido convertirme en uno de los asiduos del Poker-Bar, que sentí tentaciones de ello? Yo también hubiese encontrado la admiración fácil que me negaban en mi casa, yo también hubiese encontrado mujeres que me proporcionaran la ilusión del amor.

Pero ella era más humilde que yo. Yo aún conseguía replegarme dentro de mí mismo mientras que ella era incapaz de hacerlo.

Y unos cuantos vasos de alcohol, señor juez, unos cuantos cumplidos, una apariencia de admiración y de ternura quebrantaban toda su resistencia.

¿No hemos hecho todos lo mismo: usted, yo, todos los hombres, los más inteligentes y los más íntegros? ¿Acaso no se ha encontrado alguna vez buscando en los placeres más viles, en las caricias más interesadas, un poco de sosiego y de confianza en sí mismo?

Ella siguió a hombres desconocidos o casi. Penetró en habitaciones de hotel. Muchos la acariciaron en su coche o en un taxi.

Los he contado, ya se lo he dicho. Los conozco a todos. Sé exactamente los gestos que hicieron. ¿Comprende usted que sintiéramos tan imperiosa necesidad de hablarnos y que las horas vacías, las horas que nos robaban eran atroces?

No sólo ella no encontraba el sosiego deseado, no sólo buscaba en vano esa confianza en sí misma que le hubiera proporcionado un a modo de equilibrio, sino que conservaba la suficiente lucidez para tener conciencia de su envilecimiento progresivo.

Cuando llegó a La Roche, señor juez, cuando me la encontré en Nantes, bajo la lluvia, en una estación donde ambos acabábamos de perder el tren, estaba sin fuerzas, ya no luchaba, se había resignado a todo, también al asco de sí misma.

Ella era —perdón por la blasfemia, Martine, pero tú, tú me comprendes—, era como una mujer que, para lograr la paz, entra a servir en una casa.

El milagro fue que yo me la encontrase, el milagro fue ese doble retraso que nos puso frente a frente. El milagro consistió, sobre todo, en que yo, que no soy particularmente inteligente, que apenas me había interesado, como algunos de mis colegas, por los problemas de esa índole, fue que yo, repito, Charles Alavoine, en el transcurso de una noche en que estaba borracho, en que ella lo estaba también y arrastrábamos suciamente nuestro asco por las calles manchadas de lluvia, yo comprendiera de pronto.

Ni siquiera comprendí. No comprendí en aquel momento. Digamos, para ser exactos, que vislumbré en toda aquella oscuridad en que nos debatíamos, una pequeña luz a lo lejos.

El verdadero milagro, en el fondo, fue que yo la deseé. Dios sabe por qué —quizá porque me sentía solo también, porque a veces había anhelado sentarme en un banco y no moverme, quizá porque dentro de mí aún quedaba una pequeña luciérnaga, porque no todo estaba apagado—, el verdadero milagro es que yo quisiera acercarme a esa luz fraterna y comprender, y que ese deseo que ni siquiera advertía bastara para hacerme salvar todos los obstáculos.

Ni siquiera sabía, en aquel momento, que aquello era amor.