No hay un incidente, ni una palabra, ni un gesto de aquellos días que yo haya olvidado y, sin embargo, sería incapaz de reconstruir los hechos por su orden cronológico. Es más bien un enmarañamiento de recuerdos que, cada uno, posee su vida propia, que forman cada uno un todo, y suelen ser los más desprovistos de importancia los que se destacan con los contornos más precisos.
Me parece estar viéndome, por ejemplo, aquella tarde hacia las seis, empujando la puerta del Poker-Bar. Por la mañana aún tenía yo algo así como un motivo para ir por allí. Pero ¿y ahora, cuando ya había resuelto que Martine, pasara lo que pasase, no sería la secretaria de Raoul Boquet?
Y ya ve, tal vez me equivoque: me pregunto de repente si esa gestión no fue a la mañana siguiente. Siento aún el viento helado introducirse por debajo de mi abrigo en el momento de bajar del coche; veo, dispuestas en fila y en una ligera pendiente, las pocas luces de la calle, luces de tiendas incapaces de atraer a nadie con aquella borrasca.
Muy cerca de mí, la luz crema, algo rosada, del bar, y enseguida, nada más abrir una puerta, una atmósfera de grato calor y cordialidad. Había tanta gente entre el humo de las pipas y cigarrillos que el recién llegado tenía la impresión de haber sido burlado, de no estar al corriente del secreto. Si las calles estaban vacías, si unos cuantos desgraciados erraban en el vacío, era porque todo el mundo se había citado en el Poker-Bar y otros lugares del mismo estilo, detrás de las puertas cerradas, donde no se les veía.
¿Qué iba yo a buscar? Nada. Estaba allí para mirar a Boquet. Ni siquiera para desafiarlo, pues no podía hablarle de nada. Mirar simplemente a un hombre que, una noche en que estaba borracho, conoció a Martine, habló con ella —antes que yo—, la invitó a beber y a punto estuvo de convertirse en su jefe. ¿Habría sido su amante por añadidura?
No le dirigí la palabra. Estaba demasiado borracho y no se fijó en mi presencia.
Aquí, en la cárcel, donde se está tan bien para pensar, he observado una cosa. Casi todos mis recuerdos del periodo de las fiestas, en Vendée, por muy lejos que me remonte en el tiempo, son recuerdos claros, de una claridad un tanto glauca, gélida, como algunas tarjetas postales, pocas veces con nieve, casi siempre con frío seco.
Ahora bien, no recuerdo de aquel año —¡el último año, señor juez!— más que días oscuros en los que, en ciertas oficinas, encendían las lámparas; el negro de los adoquines bajo la lluvia, el negro de las tardes de viento que empezaban muy pronto, con esas luces desperdigadas que dan a las ciudades de provincias un carácter tan íntimo y tan triste.
Eso fue lo que me recordó a Caen. Pero no tenía tiempo de sumergirme en el pasado. Vivía con tal tensión continua que me pregunto cómo pude soportarla, aunque sólo fuera físicamente. Me pregunto sobre todo cómo aquellos que se me acercaban no comprendieron lo que me ocurría.
¿Cómo ciertas personas pudieron verme ir y venir sin sospechar que yo estaba viviendo unas horas extraordinarias? ¿Fui yo verdaderamente el único en percatarse de ello? Armande, varias veces, me miró con curiosidad inquieta. No inquieta por mí. Inquieta porque le disgustaba no entender aquello, porque rechazaba por instinto todo lo que pudiese turbar el orden que ella había establecido a su alrededor.
La suerte me acompañaba. Tuvieron lugar, por aquel entonces, una epidemia de gripe y otra de escarlatina que me tenían sin aliento desde la mañana hasta la noche y desde la noche hasta la mañana. La sala de espera siempre estaba llena. Bajo la marquesina de cristal, a lo largo de la pared, había siempre una decena de paraguas chorreando y el suelo se llenaba de surcos mojados y del barro que dejaban los pasos. El teléfono sonaba sin descanso. Los más avispados o los amigos entraban por nuestra puerta particular, y me los pasaban discretamente, entre dos clientes cualesquiera. Yo acogía todo aquel trabajo con alegría, necesitaba aquella fiebre para dar una excusa a mi propia fiebre.
Nos era casi imposible, a Martine y a mí, vernos a solas. Pero ella estaba en mi casa y eso me bastaba. Hacía ruido a propósito para que ella me oyese, para que se diera cuenta, sin cesar, de mi presencia. Por las mañanas empecé a canturrear mientras me afeitaba y ella lo comprendió tan bien que, unos instantes más tarde, la oía cantar en su habitación.
Esto también lo comprendió mamá, pondría mi mano en el fuego. No dijo nada. No dejó traslucir nada. Bien es verdad que mi madre no tenía ninguna razón para querer a Armande. Al contrario. No creo que sea decente ir más lejos en mis suposiciones, imaginar cierto júbilo interior de mi madre a medida que iba descubriendo cosas, cosas que guardaba celosamente para sí.
El caso es que —más tarde lo supe— y ella me lo confesó, lo adivinó todo a partir del segundo o tercer día, y ahora me molesta un poco pensar que cosas que creía tan secretas, que sólo el amor hacía aceptables, hubieran tenido un testigo lúcido y mudo.
Al tercer día, por la mañana, durante la consulta, para no molestarme, Armande llevó a Martine en taxi a casa de la señora Debeurre, donde le había encontrado una habitación con derecho a cocina.
¡Al segundo, al tercer día! Todo eso me pareció tan largo por aquel entonces. Y aunque no haga ni siquiera un año, me parece estar muy lejos. Más lejos, por ejemplo, que la difteria de mi hija, que mi matrimonio con Armande hace diez años, porque, durante aquellos diez años, no pasó nada esencial.
Para Martine y para mí, por el contrario, el mundo cambiaba de hora en hora. Los acontecimientos iban tan deprisa que no siempre teníamos tiempo para ponernos al corriente uno al otro de lo que pasaba ni de nuestra evolución.
Yo le había dicho brevemente, entre dos puertas:
—No irás a casa de Boquet. He encontrado otra cosa. Deja que yo me ocupe de ello.
A pesar de mi seguridad, no tenía ninguna certidumbre, pensaba que, en cualquier caso, todo aquello tardaría semanas, si no meses. Creía en ello sin creerlo, lo deseaba sin saber el camino que iba a escoger, pues semejante proyecto suponía un montón de obstáculos.
¿Y qué hacer, entretanto? No podía ni siquiera mantener a Martine, a quien no le quedaba ya dinero, al margen de que ella no hubiera aceptado.
Cuarenta, cincuenta enfermos al día, señor juez, no sólo en casa sino en la ciudad, en los arrabales, algunos en el campo, de suerte que a causa de los caminos que tenemos en Vendée, yo vivía perpetuamente vestido con pantalones de montar y botas.
Añádale a esto las Navidades que había que preparar los regalos para las niñas y para los mayores, el árbol y los adornos que había que comprar, el nacimiento del año pasado, que aún no había tenido tiempo de arreglar.
¿Tan extraño resulta que me pierda en el orden de los acontecimientos? Pero recuerdo con claridad que eran las diez de la mañana, que tenía en mi gabinete a una enferma con una cofia de lana negra, cuando me fijé un plazo de unas semanas, de tres semanas, por ejemplo, para convencer a Armande de lo que yo deseaba.
Ahora bien, aquel mismo día, Babette llamó a la puerta de mi gabinete, lo que significaba que mi caldo estaba servido. Tengo costumbre, en los momentos de mucho trabajo, de interrumpir unos instantes mi consulta para tomar una taza de caldo caliente en la cocina. Es una idea de Armande, por lo demás. Cuando lo pienso, advierto que todos mis hechos y gestos estaban regulados por Armande con tanta naturalidad que yo no me daba cuenta.
Estaba verdaderamente cansado. Me temblaba un poco la mano, por el nerviosismo, al coger el tazón. Mi mujer se encontraba allí por casualidad, preparando un pastel.
—Esto no puede seguir así —dije, aprovechando que nos era imposible iniciar una conversación larga, de que apenas le quedaba tiempo para contestarme—. Si yo supiera que esa chica es seria, creo que la contrataría para que me ayudase.
Pero todo esto, todas estas preocupaciones de las que acabo de hablarle no corresponden, señor juez, sino a lo menos importante para mí. Lo más grave de mi fiebre provenía de otra cosa.
Me encontraba, ya lo ve, en la fase penosa, obsesiva, del descubrimiento.
No conocía a Martine. Tenía hambre de conocerla. No se trataba de simple curiosidad sino de una necesidad casi física. Y cada hora perdida me resultaba dolorosa, físicamente dolorosa también. ¡Pueden pasar tantas cosas en una hora! Pese a mi poca imaginación, evocaba todas las catástrofes posibles.
Y la peor de todas: que de un momento a otro, ya no fuera la misma.
Me daba cuenta del milagro que se había producido y no existía ninguna razón para que el milagro continuase.
Era preciso, costara lo que costase, inmediatamente, que nos conociéramos, que llegáramos al conocimiento total, que llegáramos hasta el final de lo comenzado en Nantes sin quererlo.
Tan sólo entonces —me decía yo— sería feliz. Entonces podría mirarla con ojos tranquilos y confiados. Entonces ¿sería yo tal vez capaz de separarme de ella durante unas horas sin morir de inquietud?
Tenía mil preguntas que hacerle, mil cosas que decirle. Y no podía hablar con ella sino en escasos momentos del día, en presencia de mi madre y de Armande.
Empezamos por el final. Era urgente, indispensable, colmar los vacíos que me daban una especie de vértigo.
Por ejemplo, sólo cogerle la mano, sin decir ni una palabra…
No tengo conciencia de si dormí durante aquel periodo, pero estoy seguro de que no dormí mucho. Vivía como un sonámbulo. Me brillaban los ojos y me picaban. Tenía la piel sensibilizada, como cuando ya no se puede más de cansancio. Me parece estar viéndome en plena noche, mordiendo la almohada al pensar que ella estaba acostada a unos metros de mí.
Por la noche, Martine tosía varias veces antes de dormirse, lo cual era una manera de enviarme un último mensaje. Yo tosía también. Juraría que mi madre entendió el sentido de aquellas toses.
No sé lo que hubiera sucedido si las cosas hubieran seguido así mucho tiempo, si se hubieran desarrollado como yo preveía. Uno se figura de buen grado que los nervios pueden llegar a soltarse como cuerdas de violín demasiado tensas. Es ridículo, evidentemente. Pero creo que hubiera sido capaz, un buen día, sentado a la mesa o en medio del salón, en la calle, en cualquier sitio, de ponerme a gritar sin razón aparente.
Armande dijo, sin oponerme las objeciones que yo esperaba:
—Espera por lo menos hasta que pasen las Navidades para hablarle. Tenemos que discutir sobre eso los dos.
Me veo obligado a darle unos cuantos detalles profesionales más. Ya sabe que, en provincias, conservamos la costumbre, en lo que se refiere a nuestros clientes más importantes, de no enviarles la factura hasta finales de año. Es la pesadilla de los médicos. Era también la mía. Es evidente que no siempre llevamos una cuenta precisa de nuestras visitas. Hay que revisar la agenda, página a página, establecer una aproximación que no haga sobresaltarse al cliente.
Armande, hasta entonces, se había hecho cargo de esta tarea. No había hecho falta que yo se lo pidiera, pues le gustaban esos trabajos minuciosos y ordenados y además, desde que llegó a la casa, se había ocupado con toda naturalidad de mis asuntos de dinero, hasta tal punto que me veía reducido a pedírselo a ella cuando tenía que comprar alguna cosa.
Por la noche, cuando me desvestía, ella recogía los billetes que sacaba del bolsillo, el importe de las visitas que me habían pagado al contado, y a veces fruncía el ceño, me pedía explicaciones. Yo tenía que repasar lo ocurrido en el día, acordarme de todos los enfermos que había visto, de los que habían pagado y de los que no lo habían hecho.
Armande, no obstante, aquel año de manera especial, se quejaba de verse desbordada de trabajo y aproveché un momento en que se absorbía en sus cuentas para decirle:
—Podría ayudarte a ti también, ponerse poco a poco al corriente…
¿Quién sabe si no es un rasgo característico de Armande el que aceleró tanto las cosas, que yo fui el primero en sorprenderme? A ella siempre le gustó dirigir, ya se tratase de una casa o de cualquier otra cosa. Si amó de verdad a su primer marido, si, como me repitieron tantas veces, ella fue magnífica con él, ¿no sería porque estaba enfermo, porque se encontraba a su merced, porque sólo podía contar con ella y podía tratarlo como a un niño?
Necesitaba dominar, y no pienso que fuera por mezquina vanidad, ni siquiera por orgullo. Era más bien, creo, por mantener y acrecentar el sentimiento que tenía de sí misma y que le era necesario para su equilibrio.
No pudo vivir en casa de su padre precisamente porque su padre no se dejaba impresionar, continuaba tratándola como a una niña y proseguía su propia existencia como si ella no existiera en la casa. Con el tiempo, me pregunto si no hubiera caído enferma, si no se hubiera vuelto neurasténica.
Desde hacía diez años, nos tenía bajo su mando, a mí en primer lugar, que no había intentado reaccionar y que siempre cedía con tal de obtener la paz, hasta solicitar su opinión cuando me compraba una corbata o el más mínimo instrumento para mi profesión, hasta darle cuenta de mis hechos y gestos. Y también mi madre había cedido a su manera, se había acantonado en el puesto asignado por Armande, aunque salvaguardando su personalidad, mi madre, que la obedecía, es cierto, porque no se consideraba en su casa, pero que permanecía impermeable a la influencia de su nuera.
Mis hijas eran, evidentemente, más maleables. Y la criada. Cualquier criada que tuviese «carácter» no paraba mucho tiempo en casa, ni tampoco una criada que no admirase a mi mujer. Finalmente, recuerdo que todas nuestras amigas, o casi, todas las mujeres jóvenes de nuestra sociedad, venían a pedirle consejo. Esto sucedía tan a menudo que Armande no esperaba a que la rogasen y daba, aunque no se la pidieran, su opinión sobre todo; y tantas veces le habían repetido que no se equivocaba nunca que había llegado a ser algo admitido sin más en ciertos ambientes de la ciudad y ya no concebía la posibilidad de una contradicción.
Esto explica por qué había tenido yo un rasgo de genialidad, sin querer, al hablar de las cuentas de fin de año. Era poner a Martine bajo su mando, era otra persona más que entraba de esa manera bajo su dominio.
—Esa chica parece bastante inteligente —murmuró—, pero me pregunto si es lo suficientemente ordenada.
A causa de esto, señor juez, la tarde en que, por primera vez, fui a ver a Martine a su nuevo apartamento, en casa de la señora Debeurre, iba a anunciarle dos buenas noticias. Primero, que mi mujer la invitaba a pasar las Navidades con nosotros, lo que jamás hubiera osado yo esperar. Segundo, que antes de final de año, en menos de diez días, sería seguramente mi ayudante.
Desde mediodía, a pesar de esto, yo tenía la impresión de dar vueltas en el vacío. Martine ya no estaba en casa. A la hora de comer, no estaba sentada a la mesa y yo llegaba a dudar de mis recuerdos, a preguntarme si el día anterior se encontraba de verdad allí, frente a mí, entre Armande y mi madre.
Estaba sola, en una casa cuya fachada yo no conocía. Se escapaba a mi control. Veía a otras personas. Les hablaba, sin duda, les sonreía.
Me era imposible abalanzarme a su casa. Tenía que cumplir con mis enfermos, volver dos veces a casa para los casos urgentes.
Otro detalle profesional, señor juez. No me guarde rencor, pero es necesario. Cuando tenía que ir a ver enfermos a la ciudad, me veía obligado, como la mayoría de los médicos, a dar, antes de partir, la lista de los clientes que visitaba para que, en caso de urgencia, pudieran telefonearme a casa del uno o del otro. Tanto es así que el empleo de mi tiempo era controlable. Armande ponía interés en que observara esta costumbre más que todas las demás. Si me olvidaba, al salir, de escribir en el cuaderno del vestíbulo las direcciones de las casas adonde iba, pronto se daba cuenta y antes de que pusiera mi coche en marcha, daba unos golpecitos en la ventanilla para recordármelo.
¿Cuántas veces, en mi vida, me llamó de esa suerte? Y yo no podía decir nada: ella tenía razón.
Me pregunto ahora todavía si no se debía a un sentimiento de celos el que ella obrara así, y lo creo sin acabar de creerlo. ¿Quiere usted que trate de explicar mi pensamiento de una vez por todas?
Jamás fue cuestión de amor entre nosotros. Ya sabe lo que precedió a nuestro matrimonio. El amor para ella, si sintió amor alguna vez, y se lo concedo de buen grado, fue en el pasado, amó a su primer marido, que murió.
Nuestro matrimonio era un matrimonio de conveniencia. A ella le gustaba mi casa. Le gustaba cierto tipo de vida que yo le aportaba. Yo tenía dos hijas, y sólo a mi madre para ocuparse de ellas, lo que no consideraba deseable.
¿Me amó ella después? Esta pregunta ha sido para mí motivo de inquietud estos últimos meses y, sobre todo, en la época más reciente. Antaño, yo hubiera contestado que no sin vacilar. Estaba persuadido de que ella no se amaba más que a sí misma, que jamás había amado a nadie.
Si estaba celosa, era de su influencia sobre mí, ¿comprende? Tenía miedo de que yo rompiese el hilo con que me tenía atado.
He pensado en estas cosas y en otras muchas, pues he tenido mis horas de rebelión, incluso antes de Martine.
Ahora que estoy al otro lado y que me siento tan desinteresado del resto, siento mucha más indulgencia o comprensión.
Cuando ella subió al estrado, fíjese bien, hubiera podido enfadarme por su actitud, por su calma, por su confianza en sí misma. Podía advertirse —y ella ponía interés en que fuera así— que no me guardaba rencor, que estaba dispuesta, si me absolvían, a recibirme otra vez y a cuidarme como a un enfermo.
Esto puede explicarse por su necesidad de dominio, por la necesidad de hacerse de sí misma, de su carácter, una idea cada vez más elevada.
Pues bien: no; sin hablar de amor, porque ahora sé lo que esto significa, estoy persuadido de que me quería un poco, de que en realidad me quería como quiere a mis hijas.
Ahora bien, ella siempre se portó muy bien con mis hijas. Todo el mundo le dirá en La Roche que se portó y que sigue portándose como una verdadera madre. Las ha adoptado hasta tal punto que, a causa de esto, he llegado sin darme cuenta a desinteresarme de ellas poco a poco.
Les pido perdón. Soy su padre. ¿Cómo explicarles que, siendo su padre, no me dejaran espacio suficiente?
Armande me amó como las amaba a ellas, suavemente, con una severidad indulgente. ¿Comprende usted ahora? Yo jamás fui su marido y aún menos su amante. Era un ser que ella había tomado a su cargo, bajo su responsabilidad y sobre el cual, por lo mismo, se sentía con derechos.
Incluido el de controlar mis hechos y gestos. Y ése es, creo, el significado de sus celos.
Mis celos, ¡Dios mío!, cuando conocí a Martine, eran de una clase muy distinta y no le deseo a nadie sentirlos de esa manera. No sé por qué aquel día, más aún que todos los demás, sigue siendo en mi espíritu el día de las luces y las sombras. Tenía la impresión de haber gastado el tiempo pasando de la oscuridad fría de la calle al calor luminoso de los interiores. Veía desde fuera unas ventanas suavemente iluminadas, persianas doradas. Salvaba unos metros de oscuridad, me quitaba por un momento mi abrigo mojado, participaba al pasar en la vida de un hogar extraño, siempre con la impresión de la oscuridad que reinaba detrás de los cristales.
¡Dios mío! ¡Qué nervioso estoy!
«Ella está sola en su casa. La gorda señora Debeurre subirá probablemente a verla».
Me aferraba a esta idea tranquilizadora. La señora Debeurre es una de esas mujeres de mediana edad que han sufrido muchas desgracias. Su marido fue recaudador del registro. Vivía, no lejos de la estación, en una casa bastante bonita de un piso, de ladrillo rosa, con un umbral con tres peldaños y una puerta de roble encerado sobrecargada de cobre. Durante toda su vida conyugal, deseó tener hijos y me había consultado acerca de esto; había visitado a todos mis colegas, había ido a Nantes, a París incluso, para recibir de todos ellos la misma respuesta.
Su marido murió arrollado por un tren en la estación de La Roche, a doscientos metros de su casa y desde entonces, por miedo a la soledad, alquilaba el apartamento del primer piso.
¡Después de mi madre y Armande, haber llegado a sentirme satisfecho de que la señora Debeurre estuviera con Martine!
Diez veces estuve a punto de ir a verla entre dos visitas. Pasé también por delante del Poker-Bar. Tenía menos razones que nunca para entrar y, sin embargo, a punto estuve de hacerlo.
Habíamos cenado entre el ruido de tenedores y porcelana. Tenía que hacer todavía algunas visitas en la ciudad.
—Tal vez pase a ver si esa chica necesita alguna cosa. Es preciso que mañana le escriba a Artari para darle noticias suyas.
Me temía una negativa, una objeción. Armande debió de oír, pero, sin embargo, no dijo nada, y mi madre fue la única en mirarme de una manera un poco demasiado insistente.
La avenida es amplia. Bordea las antiguas murallas. Es el barrio de los cuarteles. Sólo hay dos o tres tiendas que forman, por la noche, un rectángulo de luz sobre la acera.
Yo estaba calenturiento. Notaba los latidos del corazón. Vi la casa, la luz a la izquierda en el piso bajo y otra luz en el primer piso. Llamé. Oí arrastrarse las zapatillas de la señora Debeurre por el pasillo.
—Es usted, doctor… Precisamente, esa señorita acaba de entrar.
Subí los escalones de cuatro en cuatro. Llamé. Una voz serena me dijo que entrase mientras yo miraba fijamente el rayo de luz bajo la puerta.
Había alrededor de la lámpara una pantalla de seda azulada y, debajo de esa pantalla, se dilataba el humo.
¿Por qué fruncí el ceño? ¿Por qué sentí una impresión de vacío? Esperaba, sin duda, encontrarme a Martine de pie junto a mí. Seguramente eché una ojeada alrededor de la habitación y la vi, tendida en la cama, completamente vestida, sonriente y con un cigarrillo entre los labios.
Entonces, en lugar de abalanzarme para besarla, en lugar de anunciarle alegremente las dos buenas noticias que tanto había repasado por el camino, le pregunté con dureza:
—¿Qué estás haciendo ahí?
Yo no había hablado así jamás en toda mi vida. Nunca fui un hombre autoritario. Siempre tuve miedo de asustar, de herir. Mi voz me sorprendía a mí mismo.
Ella me respondió sonriendo, pero quizá ya con una sombra de inquietud en la mirada.
—Descansaba mientras te esperaba.
—No sabías que yo iba a venir…
—Pues claro que sí.
Lo que me irritaba, creo, era encontrarla exactamente como la había visto en el bar americano de Nantes, con aquella sonrisa como las de las revistas, que yo empezaba a odiar.
—¿Has salido?
—Tenía que comer. Aún no habían preparado nada aquí.
Yo, que tanta paciencia había tenido con Armande, a quien no amaba, con ésta sentía deseos de ser cruel.
Hubiera sido tan sencillo acercarme a ella, besarla, estrecharla contra mi pecho. Lo había estado pensando todo el día. Cien veces había vivido por anticipado aquel momento y ahora las cosas sucedían de otra manera, yo permanecía de pie, sin quitarme siquiera el abrigo, con las botas chorreando sobre la alfombra.
—¿Dónde has cenado?
—En un restaurante pequeño, el Chéne Vert, alguien me habló de él.
—No sería la señora Debeurre, en cualquier caso.
Yo conocía el Chéne Vert. No es un restaurante para extranjeros, que difícilmente podrían descubrirlo al fondo del patio donde se esconde, y que recuerda al patio de una granja. Es casi una pensión familiar frecuentada por funcionarios solteros, clientes habituales y unos cuantos viajantes de comercio que pasan periódicamente por La Roche.
—Me apuesto algo a que has tomado unas copas de aperitivo…
Ella ya no sonreía. Estaba sentada al borde del lecho y me miraba, inquieta, despechada, como una niña que se pregunta por qué la están riñendo.
No me conocía aún, en suma. No tenía ni idea de cómo era mi carácter ni de lo que sería nuestro amor.
Y sin embargo, señor juez, ella aceptaba ese amor tal como era. ¿Comprende lo que esto significa? Yo no lo comprendí hasta mucho más tarde.
Estaba tenso, obsesionado por mi idea fija como un hombre que ha bebido en exceso.
—Has ido al Poker-Bar.
Yo no lo sabía. Pero tenía tanto miedo de que hubiera sido así que afirmaba, con la casi certidumbre de no equivocarme.
—Creo que es así como se llama. No podía permanecer encerrada todo el día. Necesitaba tomar el aire. He estado paseando un poco por la ciudad.
—Y te entró sed.
¡Maldita sea! ¿Acaso lo que yo sabía de ella no tenía que ver siempre con los bares?
—Necesitas sumergirte otra vez en tu sucia atmósfera, ¿no?
Porque aquella atmósfera, yo la odiaba de pronto más que a nada en el mundo. ¡Aquellos altos taburetes sobre los que se encaramaba y cruzaba las piernas con tanta naturalidad! Y la pitillera, que sacaba del bolsillo, y el cigarrillo, el cigarrillo con la punta maculada de rojo grasiento, del que no podía prescindir, como tampoco del cóctel cuya preparación vigilaba; sus miradas examinando después a los hombres, uno tras otro, en busca de un homenaje del que se sentía hambrienta…
La agarré por las muñecas sin darme cuenta. La puse en pie de una sacudida.
—Confiesa que ya lo estabas echando en falta. Confiesa que necesitabas encontrarte con Boquet. Confiésalo de una vez…
La apretaba hasta hacerle daño. Ya no sabía si la amaba o la aborrecía.
—¡Confiesa! Estoy tan seguro de tener razón… Necesitabas ir a provocarlo…
Hubiera podido negarlo. Es lo que yo esperaba de ella. Creo que me habría dado por satisfecho. Agachó la cabeza y balbuceó:
—No lo sé. Quizá…
—¿Te era imprescindible hablar con él?
Yo le sacudía con dureza las muñecas y veía que le estaba haciendo daño, que ella tenía miedo, que miraba a veces maquinalmente hacia la puerta.
Creo que aquel día, ya en aquel momento, estuve a punto de golpearla. No obstante, estaba conmovido. Sentía compasión por ella, porque estaba muy pálida, con la cara marcada por la angustia y el cansancio. Se le había caído el cigarrillo en la alfombra y trataba de apagarlo con el pie, por temor a provocar un incendio. Me di cuenta de esto y mi rabia aumentó al ver que en aquel instante podía preocuparse por semejante detalle.
—Necesitabas a un hombre, ¿eh? Ella meneó la cabeza tristemente.
—Confiesa.
—No.
—Te resultaba imprescindible beber.
—Tal vez…
—Querías que se ocuparan de ti. Necesitas que los hombres se ocupen de ti, y serías capaz de detener a un agente de la policía en la calle y contarle cualquier cosa para que te cortejase.
—Me estás haciendo daño.
—No eres más que una puta.
Al soltar esta palabra, le di un empujón más fuerte que los demás y la tiré al suelo. No protestó. Permaneció así, con un brazo doblado delante de la cara por miedo a los golpes que estaba esperando.
—Levántate.
Me obedecía con lentitud, mirándome fijamente con una especie de espanto, pero no había odio en su mirada, ni tampoco rencor.
De todo esto, yo me daba cuenta poco a poco y estaba estupefacto. Me estaba portando como un bruto y ella lo aceptaba. Acababa de insultarla y no me devolvía mis insultos. Murmuró algo así como:
—No me hagas daño.
Entonces, me quedé inmóvil y dije con una voz que aún debía parecerse a mi voz de hacía un momento:
—Ven aquí.
Vaciló un instante. Avanzó, por fin, sin dejar de protegerse la cara con el brazo. Estaba persuadida de que iba a golpearla. Pero venía hacia mí, señor juez. ¡Fíjese que se acercaba a mí!
Y hacía tres días que nos habíamos visto por primera vez.
Yo no quería pegarle, al contrario. Quería que viniera por sí misma. Cuando estuvo muy cerca de mí, le aparté el brazo y la estreché contra mi pecho, casi hasta ahogarla, mientras brotaban lágrimas de mis ojos.
Le susurré al oído, muy caliente contra mi rostro:
—Perdón…
Estábamos de pie, enlazados, a dos pasos de la cama.
—¿Lo has visto?
—¿A quién?
Todo aquello en un susurro.
—Ya lo sabes.
—No. No estaba allí.
—Y si hubiera estado allí…
—Le hubiera dicho que no iba a su casa.
—Pero hubieras aceptado que te invitase a beber con él.
—Tal vez.
Hablaba bajito, como en confesión. Yo no veía su mirada, que debía pasar por encima de mi hombro.
—¿Con quién hablaste?
—Con nadie.
—Mientes. Alguien te indicó el Chéne Vert.
—Es verdad. Pero no conozco su nombre.
—¿Te invitó a beber?
—Creo que sí.
De repente, señor juez, me entristecí. Con una tristeza tierna. Tenía la impresión de estar abrazando a una niña enferma. Era mentirosa. Era viciosa.
Sin embargo, se había acercado a mí aun creyendo que iba a golpearla. A su vez, balbuceaba:
—Perdón.
Y luego esas palabras que siempre recordaré, esas palabras que la vinculaban más que cualquier otra cosa a la infancia:
—No lo haré más.
Ella también tenía ganas de llorar, aunque no lo hizo. Permanecía inmóvil por miedo a desencadenar otra vez mis demonios, estoy seguro, y yo la iba arrastrando poquito a poco hacia la cama que aún conservaba la huella de su cuerpo.
Murmuró otra vez, acaso con cierta sorpresa:
—¿Lo deseas?
Lo deseaba, sí. Pero no como en Nantes. Quería sentirla mía. Quería que su carne se mezclara íntimamente con la mía y era lentamente, con plena conciencia, con un nudo en la garganta a causa de la emoción, como yo la poseía.
Comprendí enseguida lo que le preocupaba, lo que ponía inquietud en su mirada. Tenía miedo de disgustarme. Estaba desconcertada por mi caricia, apacible, y como si se hubiera desprendido de cualquier idea de voluptuosidad.
Tras un largo momento, oí un murmullo:
—¿Debo…?
Dije que no. No era su cuerpo jadeante, en busca de una liberación que no hallaba, no eran sus ojos despavoridos ni su boca abierta como para dar un grito desesperado lo que yo deseaba en ese momento. Además, yo había decidido no volver a desearlo. Aquello, los otros también lo habían obtenido de ella. Era la antigua Martine, la de los cócteles, la de los cigarrillos y los bares.
Su placer, aquella noche, me importaba poco. Lo mismo que el mío. No era placer lo que yo buscaba.
Lo que yo deseaba era impregnarla de mi sustancia lentamente, con plena conciencia de mi acto, y mi emoción era la de un hombre que vive la hora más solemne de su existencia.
Yo asumía, de una vez por todas, mis responsabilidades. No sólo las mías sino las suyas. Tomaba su vida a mi cargo, con su presente y su pasado, y por eso, señor juez, la abrazaba casi con tristeza.
Permaneció tranquila y seria. Cuando sintió que me había fundido dentro de ella, su cabeza se volvió levemente sobre la almohada, sin duda para ocultar sus lágrimas. Su mano buscó la mía, me apretó los dedos con la misma lentitud y la misma ternura que yo acababa de poner en abrazarla.
Nos quedamos así mucho tiempo, silenciosos, mientras oíamos a la señora Debeurre yendo y viniendo por abajo, haciendo ruido a propósito, probablemente indignada de nuestra entrevista a solas.
Sus maniobras demasiado claras acabaron por divertirnos, pues la buena mujer incluso se acercaba de cuando en cuando a escuchar bajo la escalera, como si estuviera inquieta al no oír nuestras voces. ¿Sería porque había oído el golpe de la caída al suelo de Martine?
Yo me aparté, tranquilamente.
—Olvidaba decírtelo… Estás invitada a pasar la Nochebuena en casa.
¡Yo, que me había imaginado que gritaría esas palabras con un gran impulso de alegría! Y ahora hablaba de ello de la manera más sencilla del mundo, como de un acontecimiento fortuito.
—Otra cosa: después de las fiestas, probablemente al día siguiente de Año Nuevo, trabajarás conmigo de enfermera.
Todo aquello estaba ya superado.
—Tengo que marcharme.
Martine se levantó. Se arregló un poco el pelo antes de acercarse a mí, de ponerme ambos brazos sobre los hombros y tenderme los labios con un movimiento natural.
—Hasta luego, Charles.
—Hasta luego, Martine.
Tenía una voz grave aquella tarde, una voz que me removía en lo más hondo, y para volverla a oír, repetí:
—Hasta luego, Martine.
—Hasta luego, Charles.
Eché una mirada alrededor del cuarto en donde la dejaba. Balbuceé:
—Mañana…
No me preguntó a qué hora, y eso significaba que me estaría esperando todo el día, que en lo sucesivo me esperaría siempre.
Tenía que irme enseguida, pues mi emoción era demasiado fuerte y no quería enternecerme, necesitaba estar solo, recobrar la fresca oscuridad de la calle, la soledad de las avenidas desiertas.
Me abrió la puerta. No sé cómo pudimos separarnos el uno del otro. Yo había bajado unos cuantos escalones cuando ella repitió, exactamente con la misma voz que anteriormente, como en un encantamiento y, en efecto, a partir de aquella tarde, se convirtió en una especie de hechizo:
—Hasta luego, Charles.
Poco nos importaba que la señora Debeurre estuviera a la escucha detrás de su puerta entreabierta.
—Hasta luego, Martine.
—No volveré a ir por allí, ¿sabes?
Me di mucha prisa. Tenía el tiempo justo para llegar hasta mi coche, ponerme al volante para llorar a lágrima viva, y mientras conducía, veía borrosas las luces de gas y unos cuantos coches con que me cruzaba, tanto fue así, que tuve que pararme un buen rato al borde de una acera.
Se acercó un guardia, se agachó y me reconoció.
—¿Alguna avería, doctor?
Yo no quería que me viese la cara. Saqué mi agenda del bolsillo. Fingí consultarla cuando ni siquiera distinguía las páginas.
—No. Estoy comprobando una dirección.