6

¿Podía yo contar estas cosas al tribunal, podía decírselas a usted en el silencio de su gabinete, en presencia de su secretario pelirrojo y del letrado Gabriel, para quien la vida es tan sencilla?

No sé si la amé a partir de aquella noche, pero de lo que estoy seguro es de que cuando cogimos un tren pegajoso por la fría humedad, un poco antes de las siete de la mañana, yo ya no podía considerar la perspectiva de una vida sin ella, y es que aquella mujer que estaba frente a mí, pálida y desencajada bajo la mala luz del compartimento, junto al cristal por donde resbalaban unas gotas más claras que la noche, es que aquella desconocida con un sombrerito ridículo mojado por la lluvia del día anterior, estaba más cerca de mí de lo que cualquier ser humano lo estuvo nunca.

Es difícil encontrarse más vacíos de lo que lo estábamos tanto el uno como el otro, y debíamos de producir en la gente el efecto de dos fantasmas. Cuando el portero de noche, por ejemplo, el mismo que nos había recibido, vino a despertarnos, vio luz debajo de la puerta, pues la lámpara de nuestra mesilla no se había apagado desde el momento en que yo la encendí a tientas. Martine se estaba dando un baño. Yo abrí, con el pantalón puesto y el torso desnudo, con el pelo despeinado, para preguntar:

—¿No hay manera de conseguir dos tazas de café?

También él, en realidad, tenía el aspecto de un fantasma.

—Por desgracia, no antes de las siete de la mañana, señor.

—¿No puede usted prepararlo?

—No tengo las llaves. Discúlpeme.

¿Acaso tuvo miedo de mí? Fuera no encontramos ningún taxi. Martine se agarraba a mi brazo y, probablemente, yo estaba tan desdibujado como ella, envuelto en la gélida llovizna. Fue una suerte que nuestras peregrinaciones nocturnas nos hubieran llevado no muy lejos de la estación.

—Tal vez esté abierta la cantina.

Lo estaba. Servían a los madrugadores en unos tazones grandes y pálidos, café solo o café con leche. Sólo ver aquellos tazones me produjo angustia; Martine se obstinó en tomar un café y, un instante después, en el andén, sin tener tiempo de pasar a los lavabos, lo vomitó.

No hablábamos. Esperábamos con aprensión el efecto de los vaivenes del tren sobre nuestras sienes doloridas, sobre nuestra carne maltrecha. Al igual que muchos de los trenes matinales de cercanías, éste ejecutó no sé cuántas maniobras antes de salir, martilleándonos cada vez el cráneo con golpes violentos.

No obstante, ella sonrió mirándome cuando cruzamos el puente del Loira. Mis paquetitos se hallaban desperdigados a mi alrededor encima del asiento. Estábamos los dos solos en el compartimento. Yo tenía en la boca, con cara sin duda de asco, una pipa que dejé apagar.

Ella murmuró:

—Me pregunto qué va a decir Armande…

Aquello apenas me chocó. Un poquito, sin embargo. ¿Mas no había sido yo quien había empezado?

—¿Y tú?, ¿hay alguien que te espere?

—El señor Boquet me prometió buscarme un apartamento amueblado donde yo pudiera cocinar.

—¿Te has acostado con él?

Era pasmoso, señor juez. No hacía ni doce horas que yo la conocía. El mismo reloj rojizo que había asistido a nuestro encuentro estaba allí, detrás de nosotros, dominando un haz de raíles, y la aguja pequeña aún no había dado la vuelta completa a la esfera. Aquella mujer de cara descompuesta, yo sabía, por su cicatriz, no sólo que había tenido amantes sino que, además, se había visto suciamente afectada.

Esto no impidió, sin embargo, que, al hacerle esta pregunta, sintiera una espantosa contracción en el pecho; quedé como en suspenso. Nunca había conocido algo así, aunque después me ha sucedido en varias ocasiones, así que, desde entonces, siento fraternal compasión por los que padecen de angina de pecho.

—Te dije que ni siquiera tuve tiempo de hablarle de eso.

Yo había creído en cierto momento que, una vez en el tren, en terreno neutral, volveríamos a hablarnos de «usted» y a recobrar nuestra propia personalidad pero, para mi gran sorpresa, el «tú» nos seguía pareciendo natural.

—Si supieras de qué manera tan curiosa lo conocí…

—¿Estaba borracho?

Pregunté esto enseguida porque conozco a Raoul Boquet. Ya le he descrito a usted el bar americano de Nantes. Nosotros también tenemos uno en La Roche-sur-Yon, desde hace poco. Yo sólo he puesto los pies en él una o dos veces, por casualidad. En él se ven, sobre todo, algunos esnobs que estiman anticuados los cafés de la ciudad y que van allí para que los vean, que se encaraman en los altos taburetes y vigilan la confección de los cócteles de la misma manera que lo hacía Martine el día anterior. También van allí algunas mujeres que no son prostitutas, sino más bien burguesas que quieren parecer modernas.

Boquet es otra cosa. Tiene mi edad, quizás un año o dos menos. Fue su padre quien fundó las Galerías y él las heredó, junto con su hermano Louis y su hermana, hará unos cinco años.

Raoul Boquet bebe por beber, es grosero por ser grosero, porque se aburre, porque todo le joroba y él joroba a todo el mundo. Su mujer le fastidia y, en ocasiones, Raoul tarda cuatro o cinco días en volver a su casa. Sale con la intención de estar fuera una hora, sin abrigo, y lo encuentran dos días más tarde en La Rochelle o en Burdeos con toda una pandilla que ha recogido no se sabe dónde.

Sus negocios también le joroban, salvo cuando le da el ataque: entonces permanece sobrio durante quince días o tres semanas y comienza a cambiar de arriba abajo la organización del almacén.

Conduce su coche como un loco. Con toda intención. Pasada la medianoche, se sube a la acera para asustar a cualquier buen hombre que vuelve a su casa. Ha tenido no sé cuántos accidentes. Dos veces le han quitado el permiso de conducir.

Yo lo conocía mejor que nadie; yo, que era su médico, y he aquí que ahora se introducía en mi vida por unas razones distintas y me veía reducido a tenerle miedo.

—Bebe mucho, ¿verdad? Pensé enseguida que eso le interesa más que las mujeres.

Salvo las de las casas de mala nota, donde, periódicamente, acude a dar un escándalo.

—Yo estaba con una amiga en un bar de la Rue Washington, en París. ¿Sabes dónde está? A la izquierda, junto a los Campos Elíseos… Él había bebido y hablaba en voz muy alta con su vecino de mesa, quizás un amigo, quizás alguien que no conocía.

Las palabras fluían, monótonas como gotas de agua sobre los cristales de las ventanillas.

—Mira —decía él—, es mi cuñado el que siempre me está hinchando las narices. Es una falsa moneda, mi cuñado, pero lo peor es que debe de tener una bella p…, pues la mala zorra de mi hermana no puede pasarse sin él y sólo ve por sus ojos… Anteayer todavía se aprovechó de que yo no estaba allí para echar a mi secretaria a la calle con no sé qué pretexto… En cuanto ve a una secretaria que me es fiel, la liquida, o se las arregla para que se pase a su bando, lo que le resulta fácil porque todas son de la comarca…

»¿Pertenecen las Galerías a los Boquet sí o no? ¿Acaso es él de la familia, llamándose Machoul? Perfectamente, camarero Machoul, con perdón… Mi cuñado se llama Machoul, y su deseo más querido, el anhelo de todos los instantes de su vida es echarme a mí también a la calle…

»Mira, chico, la próxima secretaria la buscaré en París, una chica que no conozca a Oscar Machoul y que no se deje impresionar por él…

El cielo se iba aclarando. Aparecían unas granjas saliendo vagamente de la sombra, con luz en los establos, entre el gris de los campos llanos.

Martine seguía relatando, sin apresurarse.

—Yo estaba sin un cuarto, ya sabes. Bebía cócteles con mi amiga porque ella me invitaba, pero hacía ocho días que vivía a base de cruasanes y cafés con leche. De pronto, me acerqué a él y le dije:

»—Si desea usted una secretaria que no conozca a Machoul, contráteme a mí.

Comprendí muchas cosas, señor juez. Y en primer lugar, como conocía a Boquet, imaginé la escena. Debió de hablarle con la mayor crudeza, por principio:

—¿Estás sin un duro?

Y probablemente le preguntó, con aire inocente, si había trabajado antes en una oficina o en casa.

—Vente a La Roche. Probaremos.

La hizo beber, estoy seguro. Una de las razones que me impiden entrar en el bar donde él suele acudir es que se pone furioso si por desgracia nos negamos a beber con él.

Y ella viajó a La Roche de todos modos, señor juez. Emprendió el viaje con sus dos maletas, hacia una ciudad pequeña que le era desconocida.

—¿Por qué pasaste por Nantes y te paraste allí?

—Porque en Nantes tengo una amiga que trabaja en el consulado de Bélgica. Me quedaba el dinero justo para pagar el billete del tren y no quería pedirle dinero a mi patrón nada más llegar a La Roche.

Nuestro tren paraba en todas las estaciones pequeñas. Cada vez que daba un frenazo, nos sobresaltábamos ambos y esperábamos con la misma angustia los vaivenes de la puesta en marcha. Los cristales palidecían. Unos hombres gritaban los nombres de las localidades, corrían, abrían y cerraban las puertas del tren, amontonaban los sacos postales y los paquetes de mensajería sobre unas vagonetas.

Curiosa atmósfera, señor juez, para decirle con un tono vergonzoso, después de no sé cuántos kilómetros de vacilaciones:

—¿No te acostarás con él?

—Claro que no.

—¿Aunque él te lo pida? ¿Aunque te lo exija?

—Pues claro que no.

—¿Ni con él ni con nadie más?

—Prometido —me respondía ella sonriendo.

De nuevo aquella angustia que tan a menudo han tratado de describir mis enfermos de angina de pecho. Uno cree morirse. Se siente la muerte cerca, se está como suspendido por un hilo a la vida. Y, sin embargo, yo no padezco de angina de pecho.

—¿Ni con él ni con nadie más?

No hablamos de amor. Seguíamos sin hablar de eso. Éramos dos perros empapados y cansados, envueltos en la grisura de un compartimento de segunda clase, a las siete y media de la mañana, en diciembre, cuando el día, por falta de sol, tardaba en levantar.

Sin embargo, la creí y ella me creyó.

No estábamos uno al lado del otro, sino frente a frente, porque necesitábamos poner gran cuidado en nuestros más mínimos movimientos para impedir las ganas de vomitar y, a cada choque, oíamos campanadas dentro del cráneo.

Nos mirábamos como si nos conociésemos desde siempre. Sin coquetería, a Dios gracias. Sólo un poco antes de llegar a La Roche y al ver que yo recogía mis paquetes, ella se empolvó la cara y se pintó los labios, luego trató de encender un cigarrillo.

No era por mí, señor juez. Ella sabía que para mí ya no necesitaba todo aquello. ¿Por los demás? No lo sé. Por costumbre, seguramente. O más bien para no sentirse tan desnuda, porque ambos nos sentíamos tan desnudos como en la habitación del hotel.

—Escucha. Es demasiado pronto para telefonear a Boquet y las Galerías no abren hasta las nueve. Voy a dejarte en el Hotel de Europa. Es preferible que duermas unas horas…

Ella deseaba visiblemente hacerme una pregunta que vacilaba en plantear desde hacía un momento y yo, no sé por qué, quería evitarlo, tenía miedo. Ella me miró, resignada, obediente, ¿me oye, señor juez? Obediente. Y repuso, simplemente:

—Bien.

—Te llamaré antes del mediodía o bien pasaré a verte. Espera… No, no podré pasar a verte porque es la hora de mi consulta. Ven a casa. Siempre se puede entrar en casa de un médico.

—Pero ¿y Armande?

—Entrarás por la sala de espera, como si fueras una paciente.

Es ridículo, ¿no le parece? ¡Pero tenía tanto miedo a perderla! No quería, de ninguna manera, que viese a Boquet antes que yo. Yo ya no quería que viese a nadie. No lo sabía aún ni yo mismo. Le dibujé, en el envés de un sobre viejo, el plano de una parte de la ciudad, el camino desde el Hotel de Europa hasta mi casa.

En la estación, llamé a un mozo que conocía y, de repente, me sentí muy orgulloso de ser conocido.

—Búscanos un buen taxi, Prosper.

Yo la seguía. Me adelantaba a ella. Trotaba a su alrededor como un perrito de lanas. Saludaba alegremente al subjefe de estación. Le doy mi palabra de que, durante unos minutos, me olvidé de mi mal sabor de boca.

En el taxi, aunque el taxista me conocía perfectamente, le cogí la mano a Martine, me inclinaba sobre ella como un hombre enamorado y no me daba vergüenza.

—Sobre todo, no salgas, no llames a nadie por teléfono antes de que nos veamos. Son las ocho. Pongamos que duermes hasta las once, incluso hasta las once y media… Los miércoles, mis consultas duran hasta la una. Debes prometerme que no verás a nadie, que no llamarás a nadie. Prométemelo, Martine.

Me pregunto si ella se daba cuenta de que lo que le sucedía era algo inaudito.

—Te lo prometo.

No nos besamos. La Place de Napoleon estaba vacía cuando el taxi se detuvo delante del Hotel de Europa. Fui a ver a Angéle, la patrona, a la cocina donde, al igual que cada mañana, daba sus instrucciones al jefe.

—Necesito una buena habitación para una persona que está muy cansada y a la que me ha recomendado un colega de París.

—Entendido, doctor.

Yo no subí con ella. Desde abajo del umbral con varios peldaños, me di la vuelta. A través de la puerta acristalada, tras los cobres empañados por la humedad, la vi sobre la alfombra roja del vestíbulo, hablando con Angéle e indicando sus dos maletas al mozo. Yo la veía y ella no me veía a mí. Hablaba y yo no oía su voz. Un segundo, no más, imaginé su boca abierta, ya sabe, como durante la noche, y la idea de dejarla, incluso durante un tiempo bastante corto, me resultó tan intolerable, me entró tal miedo, que a punto estuve de volver sobre mis pasos y llevarla conmigo.

En el taxi, una vez solo, recobré mi cansancio y mi malestar, mis latidos en las sienes y aquella sensación de zozobra en el pecho.

—¿A su casa, doctor?

A casa, sí. Es verdad: a mi casa. Y el asiento estaba lleno de paquetitos, incluido el de los famosos botones para una chaqueta corta que Armande había encargado a la mejor modista de La Roche-sur-Yon según un patrón que ella tenía.

¡A mi casa, puesto que el hombre lo decía! Además, allí estaba mi nombre escrito en la placa de metal dorado de la verja. Babette, nuestra última criada, se apresuraba a recibir al taxista que llevaba mis paquetes y un visillo se movía en el primer piso, en el cuarto de mis hijas.

—¿El señor no está muy cansado? Espero que el señor empiece por desayunar. La señora preguntó dos veces por el señor. Sin duda, como ya le dije a la señora, el tren se retrasó, ¿no es así?

El vestíbulo, con las paredes de un blanco crema, y en el perchero ropa mía, sombreros, mi bastón. La voz de mi hija pequeña, allá arriba, que decía:

—¿Eres tú, papá? ¿Estuviste con Papá Noel?

Le pregunté a Babette:

—¿Ha llegado ya mucha gente?

Porque en casa de los médicos de la gente humilde se hace cola y los clientes llegan temprano. El olor del café. Aquella mañana me daba angustia. Me quité los zapatos empapados y tenía un agujero muy grande en uno de mis calcetines.

—Pero el señor tiene los pies mojados…

—¡Chitón! Babette…

Subí la escalera blanca con alfombra rosa sujeta por listeros dorados. Besé a mi hija mayor, que se marchaba al colegio: Armande estaba bañando a la más pequeña.

—No entiendo por qué no fuiste a dormir a casa de los Gaillard, como de costumbre. Cuando me llamaste ayer por la noche, no parecías muy normal. ¿No habrás estado enfermo? ¿Hay algo que te haya molestado?

—Nada de eso. Hice todos los recados.

—Veré todo eso cuando baje. La señora Gringois ha vuelto a telefonear esta mañana y quiere que vayas a verla nada más llegar. No puede venir ella. Te estuvo esperando ayer durante dos horas, contándome sus desgracias.

—Me cambio enseguida y voy.

Al llegar a la puerta, me volví, torpón.

—A propósito…

—¿Qué?

—Nada. Hasta luego…

Había estado a punto de anunciarle enseguida que traería a alguien a comer, alguien con quien me había tropezado por casualidad, la hija de un amigo, ¿qué sé yo? Estaba dispuesto a inventar cualquier cosa. Era ingenuo, torpe. Y sin embargo acababa de decidir que Martine comería en casa. Necesitaba que hiciera su primera comida en La Roche-sur-Yon en mi intimidad e incluso —puede usted pensar lo que quiera— que conociera a Armande, de quien tanto le había hablado.

Me bañé, me afeité, saqué el coche del garaje y fui a ver a mi vieja clienta, que vive sola en una casita en la otra punta de la ciudad. Dos veces pasé por delante del Hotel de Europa a propósito y me fijé en las ventanas. Angéle me había dicho que le daría la habitación número setenta y ocho. No sabía dónde estaba situada aquella habitación, pero había una en el ángulo del segundo piso cuyas cortinas estaban echadas y yo la contemplaba emocionado.

Entré en el Poker-Bar, señor juez, en ese lugar del que le hablé y en donde casi nunca ponía yo los pies; y aquella mañana bebí, aun estando en ayunas, un vaso de vino blanco que me agujereó el estómago.

—¿Boquet no ha llegado todavía?

—Con la juerga que él y su pandilla se han corrido esta noche, no lo veremos antes de las cinco o seis de la tarde. Esos señores estaban aún aquí cuando salió el primer tren para París…

Cuando regresé a casa, Armande estaba llamando por teléfono a la modista para decirle que tenía los botones y pedirle hora. A mi madre no la vi. Conseguí llegar hasta mi gabinete y recibir a todos mis clientes uno tras otro.

Cuanto más pasaba el tiempo, más tenía yo la impresión de que estaba echando a perder mi vida. La atmósfera era gris, sin alegría. Las ventanas de mi despacho, donde redacto las recetas, dan al jardín, cuyos negros arbustos se sacudían el agua en silencio. En cuanto a la ventana de mi gabinete de consulta, se halla provista de cristales esmerilados y hay que encender la luz artificial durante todo el día.

Una idea se me iba imponiendo poco a poco, una idea que en un principio me había parecido absurda, pero que me lo iba pareciendo mucho menos a medida que pasaba el tiempo y se sucedían los enfermos. ¿No tenía yo dos colegas por lo menos en La Roche-sur-Yon que, aun no atendiendo a una clientela mayor que la mía, contrataban a una enfermera para que les ayudase? Sin contar los especialistas, como mi amigo Dambois, que tienen todos una ayudante.

Había empezado a odiar a Raoul Boquet y, sin embargo, señor juez —puedo decírselo porque un médico conoce muy bien esas cosas—, yo no tenía nada que envidiarle. ¡Al contrario! Y precisamente porque estaba podrido de taras, aún me enrabiaba más la idea de una intimidad cualquiera entre él y Martine.

Las once, ¿comprende? Las once y media. Un pobre crío, aún lo estoy viendo, con paperas y una enorme compresa alrededor de la cabeza. Y luego un absceso que sajar. Y otros. Seguían viniendo más personas que sustituían a los anteriores en los asientos.

Ella no vendría. Era imposible que viniese. ¿Y por qué, dígame, por qué iba a venir?

Un accidentado en el trabajo que me traían en una camioneta, porque soy médico del seguro, me decía, presumiendo y enseñándome su pulgar aplastado:

—¡Venga, córtelo! ¡Pero corte de una vez! Me apuesto algo a que no tiene valor para cortar. ¿Voy a tener que hacerlo yo mismo?

Cuando lo acompañé a la puerta, el sudor que me chorreaba sobre los párpados me impedía casi ver ante mí, y a punto estuve de introducir al primer paciente sin saber que ella estaba allí, con el mismo traje sastre oscuro del día anterior, con el mismo sombrero, al final de uno de los dos bancos.

¡Dios mío! ¡Qué estúpido es tener que emplear unas palabras que han servido tanto tiempo para expresar trivialidades! Se me hizo un nudo en la garganta. Un nudo de verdad, tan apretado como una arteria en un catgut. ¿Puedo decirle yo otra cosa, acaso puedo decirle esto de otra manera?

Se me hizo un nudo en la garganta y atravesé la estancia en lugar de sostener con una mano la puerta de mi gabinete, como acostumbro hacerlo.

Ella me dijo más tarde que yo daba miedo. Es posible. Había sentido verdadero pánico. Le garantizo a usted que me importaba un bledo, en aquel momento, lo que pensaran los cinco o seis enfermos que esperaban su turno desde hacía horas tal vez.

Me planté delante de ella. También esto lo sé por ella. Yo no me controlaba. Le dije apretando los dientes, casi como una amenaza:

—Entra.

¿Podía yo de verdad tener un aire horrible? Tenía demasiado miedo para eso. Había tenido demasiado miedo. Aún no me había tranquilizado. Tenía que dejarla pasar, cerrar la puerta.

Entonces, parece ser que proferí un suspiro tan ronco como un gemido y que articulé, dejando caer los brazos que se me habían quedado flojos:

—Has venido…

Lo que más me reprocharon durante el proceso fue haber introducido a una mujer, haber introducido a mi amante en el domicilio conyugal. A sus ojos, yo creo que ése es mi mayor crimen y que me habrían perdonado mejor el haber matado. Pero el hecho de poner a Martine frente a Armande los indignó de tal manera que no encontraban palabras para calificar mi conducta.

¿Y qué hubiera hecho usted, señor juez? ¿Podía yo irme enseguida? ¿Hubiera parecido más natural? ¿Así, desde el primer día, de buenas a primeras?

¿Sabía yo siquiera adónde íbamos? Sólo sabía una cosa, una sola, y es que no podía ya pasarme sin ella y experimentaba un dolor físico tan violento como el del más afligido de mis enfermos en cuanto ella no estaba cerca de mí, en cuanto no la veía ni la oía.

Era, de repente, el vacío total.

¿Tan extraordinario resulta esto? ¿Soy acaso el único hombre que ha conocido ese vértigo?

¿Soy el primero en aborrecer a todos los que pudieran acercarse a ella en mi ausencia? Se hubiera podido creerlo así escuchando a esos señores que miraban con un aire tan pronto indignado como compasivo. Con mayor frecuencia, indignado.

Observe que, cuando la miré a la luz de mi gabinete, casi quedé desilusionado. Volvía a tener su silueta demasiado neta de la noche anterior, su silueta de antes. Quizá por no encontrarse muy cómoda, afectaba una seguridad de cliente de bares.

Yo buscaba huellas de lo sucedido entre nosotros y no las encontraba.

Daba igual. Tal como era, no la dejaría partir. Aún me quedaba una hora de consulta por lo menos. Hubiera podido decirle que volviera después. Pero no quería que se alejase. Ni siquiera quería dejarla sola en mi casa. Era preciso que alguien me la guardase.

—Escucha… Comerás en casa. Claro que sí. Es inútil que hables de nuestro encuentro de ayer, porque Armande es muy desconfiada y mi madre aún más. En lo que a ellas se refiere, tú viniste a verme esta mañana con una recomendación del doctor Artari, de París, al que conozco un poco y al que mi mujer no conoce.

Ella no estaba tranquila pero se daba cuenta de que no era un buen momento para llevarme la contraria.

—Puedes hablar de Boquet. Más vale que lo hagas, incluso. No obstante, debes dar a entender que has trabajado con un médico, con Artari, por ejemplo.

Yo tenía tanta prisa en arreglar todo aquello, que me parecía maravilloso, que ya tenía la mano puesta en el picaporte de la puerta que comunicaba con la casa.

—Mi apellido es Englebert —me dijo ella—, me llamo Martine Englebert. Soy belga, de Lieja.

Sonrió. Era verdad que yo no conocía su apellido y que aquello hubiera resultado embarazoso a la hora de hacer las presentaciones.

—Ya verás… Déjame hacer a mí.

Estaba completamente loco. Tanto peor si a usted le parece esto ridículo, señor juez. Me la llevaba a mi casa. Era casi una estratagema. Tenía la impresión de apropiármela y poco faltaba para que se me ocurriese la idea de encerrarla. Oía los ataques de tos de una enferma en la sala de espera.

—Ven.

Rocé delicadamente sus labios con los míos. Iba delante de ella. Era mi vestíbulo, a la izquierda, mi salón; el olor que flotaba era el olor de mi casa y ella estaba dentro de mi casa.

Vi a mamá en el salón y me abalancé hacia ella.

—Escucha, mamá… Te presento a una joven que me recomienda el doctor Artari, un médico de París conocido mío. Viene a trabajar a La Roche, donde no conoce a nadie, así que la he invitado a comer con nosotros.

Mamá, al levantarse, dejó caer su ovillo de lana.

—Te la confío. Voy a seguir con mis consultas. Dile a Babette que nos prepare una buena comida.

A punto estuve de ponerme a cantar. Me pregunto ahora si, al cerrar la puerta de mi gabinete, no empecé a tararear una canción. ¡Tenía tal sensación de haber obtenido una victoria y, para decirlo todo, estaba tan orgulloso de mi astucia! Piense que la había dejado bajo la custodia de mamá. Ningún hombre hablaría con ella mientras estuvieran juntas. Y Martine, lo quisiera o no, continuaría viviendo en mi atmósfera.

Aunque bajara Armande. Yo no sabía si había salido o no, pero no tardarían en hallarse frente a frente.

Pues bien: también Armande me la vigilaría. Yo, lleno de alegría, aliviado como no creo haberlo estado jamás anteriormente, abrí la puerta de la sala de espera.

¡El siguiente! ¡Otro más! Abra la boca. Tosa. Respire. No respire.

Ella estaba allí, a menos de diez metros de mí. Cuando me acercaba a la puertecita del fondo, podía oír un murmullo de voces. Era demasiado confuso para que yo pudiese reconocer la suya, pero no por ello dejaba de estar allí.

Creo que estaba usted en la sala en el momento en que el fiscal preguntó, elevando los brazos, no a mí, sino a no sé qué potencia misteriosa:

—¿Qué podía esperar este hombre?

Sonreí. Ya sabe: mi aborrecible sonrisa. Sonreí y dije en voz baja, aunque con la suficiente claridad para que uno de mis guardianes lo oyese:

—Ser feliz.

En realidad, no me planteaba la pregunta. Era lo bastante lúcido, pese a todo, como para prever complicaciones y dificultades en cualquier momento.

No hablemos de la pendiente resbaladiza del vicio, como no sé qué imbécil lo hizo durante el proceso. No había pendiente resbaladiza ni había vicio.

Había un hombre que no podía obrar de otra manera y eso es todo. Que no podía porque lo que estaba en juego, después de cuarenta años, era su felicidad, la suya, de la que nadie se había preocupado nunca, ni siquiera él mismo, una felicidad que no había buscado, que le había sido dada gratuitamente y que no le era permitido perder.

Discúlpeme si le escandalizo, señor juez. Tengo derecho a hablar yo también, después de todo. Y poseo sobre los demás la ventaja de saber de qué estoy hablando. He pagado el precio. Ellos no han pagado nada y, por consiguiente, no les reconozco el derecho de ocuparse de aquello que ignoran.

Qué le vamos a hacer si, como los otros, pronuncia usted la palabra cinismo. En mi situación, carece de importancia. Cinismo, bueno, si usted quiere: a partir de aquella mañana, en efecto, quizás a partir de no sé qué instante de la noche, yo aceptaba de antemano cuanto pudiera suceder.

Todo, señor juez. ¿Entiende? Todo salvo perderla. Todo, salvo verla alejarse, vivir sin su presencia, sentir otra vez en el pecho aquel horrible dolor.

No tenía ningún plan preconcebido. Es falso suponer que, aquella mañana, al presentarla a mi madre, yo estaba decidido a introducir a mi concubina —¡Dios mío, cómo delatan ciertas palabras a las personas que las pronuncian!— bajo el techo conyugal.

Tenía que buscarle cobijo enseguida. En cuanto a lo demás, ya se vería más tarde. Lo importante era evitar todo contacto con Boquet, todo contacto con cualquier hombre.

Seguí en mi consulta, con el alma en paz. Cuando entré en el salón, las tres mujeres estaban allí sentadas como si estuvieran de visita y Martine tenía a mi hija pequeña sobre las rodillas.

—He tenido el gusto de conocer a su mujer —me dijo sin ironía, sin intención de ninguna clase, sólo por decir algo.

Había tres vasitos de oporto encima del velador y en medio, nuestra hermosa botella de cristal tallado. El salón estaba de verdad muy bonito aquella mañana, y el tul de los visillos impedía ver el color plomizo que envolvía la ciudad.

—La señorita Englebert nos ha hablado de su familia.

Armande me hizo una seña que conozco bien y que significa que desea hablarme a solas.

—Tengo que bajar a la bodega a elegir una buena botella de vino —dije yo.

Y sin hacer comedia, se lo juro, alegremente, porque estaba alegre, pregunté de repente:

—¿Dígame, señorita, prefiere usted vino blanco o tinto, seco o dulce?

—Seco, si la señora Alavoine está de acuerdo conmigo.

Salí de la habitación. Armande me siguió.

—¿Crees que debemos dejarla en el hotel mientras encuentra un apartamento? Se ha alojado en el Europa esta mañana. Si Artari te la recomienda… ¿Qué te dice en su carta?

Yo no había pensado en que debía de existir una carta.

—Me pide que le facilite su estancia al comienzo. No le gusta mucho el puesto que le ofrece Boquet, pero ya veremos eso más adelante.

—Si supiera que sólo es para dos o tres días, le daría la habitación verde.

Ya lo ve, señor juez. ¡La habitación verde! Al lado de la de mamá, separada de la mía por el cuarto de nuestras hijas.

—Haz lo que te parezca.

Pobre Martine, que debía de estar oyéndonos susurrar en el pasillo y que no sabía, no podía imaginarse el cariz que estaban tomando las cosas. Mamá le hablaba y ella hacía como quien escucha mientras aguzaba el oído hacia lo de fuera, más muerta que viva.

No vería a Boquet, no trabajaría para él, ahora ya estaba decidido. Yo me apresuraba en mi empeño, ya lo ve. Pero no era yo. Era el destino, señor juez, era una fuerza que nos superaba.

Estaba tan agradecido a Armande que la miré durante la comida como jamás, sin duda, la había mirado hasta entonces, con verdadera ternura. Fue una comida perfecta, de la que mi madre había conseguido ocuparse. No teníamos hambre y comíamos sin darnos cuenta. Nuestros ojos reían. Estábamos contentos. Todo el mundo estaba contento, señor juez, como por milagro.

—Dentro de un momento, mi marido irá a buscar su equipaje al hotel. ¡Pues claro que sí! No creo que sea difícil, en estos momentos, encontrar un apartamento amueblado. Después de comer, haré dos o tres llamadas telefónicas.

Queríamos ir al hotel juntos. Sentíamos ya la necesidad de estar solos. No nos atrevíamos a precipitar las cosas. La proposición no podía hacerla yo.

Y ahí fue cuando me di cuenta de lo astuta que era Martine, iba a decir zorra. Las señoras estaban terminando de tomar el café. Yo salía.

—¿Le molestaría a usted, señora, que pase yo también por el hotel?

Y en voz baja, con tono confidencial, añadió:

—Tengo algunas cosillas que no he recogido y…

Armande había comprendido. Secretillos de mujeres, ¡vaya por Dios! ¡Pudores! El bruto que yo era no debía entrar así en la habitación de una chica joven, tocar su ropa y sus objetos personales.

Aún me parece estar oyendo a Armande recomendarme en voz baja, mientras Martine se ponía su curioso sombrerito delante del espejo del vestíbulo:

—Déjala subir a ella sola. Es más delicado. La estorbarías.

El coche. Mi coche. Nosotros dos dentro, yo al volante y ella a mi lado, y mi ciudad, las calles por donde yo pasaba a diario.

—Es maravilloso —dije.

—¿No te da un poco de miedo? ¿Crees que debemos aceptar?

Ya no se burlaba de Armande en aquel momento. Estaba avergonzada delante de ella.

Pero nadie en el mundo me hubiese hecho retroceder. Subí con ella. Antes incluso de cerrar la puerta, la abrazaba hasta ahogarla y le comía literalmente la boca. La cama no estaba hecha todavía. Sin embargo, no se me pasó por la cabeza la idea de revolcarla en ella. Aquello tenía importancia, es cierto: al abrazarla como un animal, yo había comprendido. Pero no era el momento.

Teníamos otras cosas que hacer, enseguida, otra etapa que salvar.

Yo tenía que llevármela a mi casa, señor juez, y la llevé triunfalmente, como jamás novio alguno llevó a su esposa a casa.

Me veía obligado a apagar el fuego de mi mirada, el deslumbramiento de todo mi ser.

—Ya he telefoneado —nos anunciaba Armande— y me han dado una dirección.

Luego bajito, llevándome aparte:

—Es más decoroso que vaya yo con ella.

Dije que sí, maldita sea. Ya que había alguien que la vigilaba. Y a mí me parecía muy natural que fuese mi madre o Armande.

¿Era duplicidad? ¿Era hipocresía?

No, señor juez. ¡No y no! Déjelos usted decir eso a los que no saben, pero no lo diga usted, que quizá lo sepa muy pronto, usted que, si no me equivoco, lo sabrá algún día.

La fuerza irresistible de la vida, sencillamente, de la vida que por fin me era dada, a mí que, durante tanto tiempo, no fui más que un hombre sin sombra.