El reloj exterior de la estación, una gruesa luna rojiza suspendida en la oscuridad, marcaba las siete menos seis minutos. En el momento preciso en que abrí la portezuela del taxi para bajar, la aguja larga avanzó un minuto y recuerdo muy bien su movimiento brusco, la vibración que seguía animándola como si, al haber tomado demasiado impulso, le costase trabajo contenerse. Se oyó el silbido de un tren: el mío, probablemente. Yo iba cargado con un montón de paquetitos cuyas cuerdecillas estaban a punto de desatarse. El taxista no podía devolverme el cambio del billete que le había tendido. Llovía a mares y me veía obligado, con los pies dentro de un charco de agua, a desabrocharme el abrigo y la chaqueta para buscar calderilla en todos mis bolsillos.
Paró otro taxi delante del mío. Una mujer joven bajó del mismo y buscó en vano un mozo que le llevara las maletas —nunca están cuando llueve—, corriendo finalmente a la estación y transportando ella misma dos maletas que parecían pesar bastante.
Íbamos a encontrarnos uno detrás del otro, unos instantes después, delante de la taquilla.
—Un billete de ida en segunda clase para La Roche-sur-Yon.
Más alto que ella, yo veía por encima de su hombro el interior de su bolso forrado de seda moaré, un pañuelo, una polvera, un mechero, cartas y llaves. No tuve más que repetir lo que ella acababa de decir:
—Uno de ida en segunda para La Roche.
Recogí todos mis paquetitos. Corrí. Un empleado me abrió una puerta acristalada y cuando llegué al andén, el tren salía; mi estrafalaria carga no me permitía saltar en marcha. Uno de mis amigos, Deltour, el encargado del garaje, de pie en una portezuela, me hizo una seña. Es inaudito lo largo que parece el tren que acabamos de perder. Los vagones no acaban nunca de pasar a lo largo del andén.
Al volverme, vi cerca de mí a la joven con las dos maletas que dijo:
—Lo hemos perdido.
En realidad, ésas son las primeras palabras que Martine me dirigió. Es la primera vez, al escribirlas, que esto me resulta chocante. ¿No le parece que es algo extraordinario?
Yo no estaba muy seguro de que fuese a mí a quien se dirigía. No parecía muy contrariada.
—¿Sabe usted a qué hora llega el otro tren?
—A las diez y doce.
Y yo miraba mi reloj, lo cual era estúpido puesto que había un gran reloj luminoso en medio del andén.
—Lo único que podemos hacer es llevar el equipaje a consigna, mientras esperamos —dijo ella otra vez sin que yo supiera si hablaba sola o intentaba entablar conversación.
El andén de la estación estaba resguardado pero caían grandes gotas de la cristalera a las vías. Una estación siempre se parece a un túnel; sólo que, a la inversa de los túneles, es el interior lo que está iluminado, con oscuridad en los dos extremos y un viento frío que llega de allí.
La seguí maquinalmente. A decir verdad, no es que ella me invitara a hacerlo. No podía ayudarla a llevar sus maletas porque iba muy cargado y fui yo quien, durante el camino, tuve que pararme dos veces para recoger unos paquetes con los que parecía estar haciendo juegos malabares.
De haber estado solo, no se me habría ocurrido pensar en la consigna. Nunca pienso en ella. Dejo más bien mis cosas en un café o en un restaurante que conozco. Probablemente, habría ido a cenar a la cantina y habría leído los periódicos en un rincón esperando al siguiente tren.
—¿Es usted de La Roche-sur-Yon?
Respondí que sí.
—¿Conoce usted al señor Boquet?
—¿El de las Galerías?
—Sí. Es propietario de unos grandes almacenes.
—Lo conozco. Es cliente mío.
—¡Ah!
Me miró con curiosidad y debió de preguntarse qué vendía yo. Abrió de nuevo el bolso para coger un cigarrillo y encenderlo. Su manera de sostener el pitillo me llamó la atención, pero soy incapaz de decir por qué. Tenía una manera muy particular de sostener un cigarrillo. Le dio un escalofrío.
Estábamos en diciembre, señor juez. Hará poco menos de un año. Una semana antes de las fiestas, lo cual explica todos mis paquetitos.
Yo había ido a Nantes para acompañar a un enfermo al que tenían que operar de urgencia. Había hecho el viaje en la ambulancia y por eso no tenía el coche. Gaillard, el cirujano, me había llevado a su casa después del hospital y me había invitado a beber un aguardiente de frambuesa que uno de sus antiguos pacientes acababa de enviarle de Alsacia.
—Cenas con nosotros. ¡Ya lo creo, hombre! Mi mujer ha salido. Si no te encuentra en casa cuando vuelva se pondrá furiosa porque te he dejado marchar.
Le expliqué que tenía que tomar el tren de las seis cincuenta y seis, que dos enfermos querían verme aquella misma noche y que Armande me había encargado toda una serie de compras.
Aquello de las compras era un desastre. Corrí por los almacenes durante dos buenas horas. Perdí no sé cuánto tiempo en buscar unos botones que hicieran juego y que ella hubiese podido muy bien encontrar en La Roche. Compré unas cosillas para mis hijas. Llovía desde por la mañana y cada vez que pasaba de una tienda a otra, atravesaba una cortina de trazos brillantes.
Ahora me encontraba en el vestíbulo de la estación al lado de una mujer a quien no conocía, a la que aún no había mirado. Estábamos solos, ambos frente a la consigna, en medio de un amplio espacio vacío. El empleado creía que íbamos juntos. Sin aquel vacío que nos envolvía, que nos daba un falso aire de solidaridad, yo me hubiera alejado probablemente, tratando de parecer natural.
No me atreví. Me fijé en que ella tenía frío, que llevaba un trajecito de chaqueta oscuro muy elegante pero demasiado ligero para la estación en que nos encontrábamos. Iba tocada con un curioso sombrero minúsculo, una suerte de flor de raso que destacaba hacia adelante sobre la cabeza.
Estaba pálida bajo el maquillaje. Se estremeció de nuevo y dijo:
—Voy a tomar algo caliente para entrar en calor.
—¿En la cantina?
—No. No tienen nada bueno en la cantina. Creo haber visto un bar americano no lejos de aquí.
—¿No conoce usted Nantes?
—He llegado esta mañana.
—¿Se quedará mucho tiempo en La Roche?
—Tal vez años, acaso para siempre. Eso dependerá de su amigo, el señor Boquet.
Nos habíamos encaminado hacia una de las puertas, que sostuve para dejarla pasar.
—Si me permite…
Ni siquiera contestó. Con toda naturalidad, cruzamos la plaza bajo el aguacero, resguardándonos de los coches, encorvando la espalda y apretando el paso.
—Espere… He venido por aquí, ¿no es eso?… Así que es a la izquierda… Inmediatamente pasada una esquina. Hay un cartel luminoso verde.
Yo hubiera podido ir a cenar a casa de mis amigos Gaillard, a casa de otros muchos que siempre me reprochan que no vaya a visitarlos cuando paso por Nantes. No conocía el bar adonde ella me llevaba y que era nuevo: una sala estrecha y mal iluminada, de maderas oscuras, con un mostrador y altos taburetes. Esa clase de establecimientos no existía aún en provincias cuando yo estudiaba y nunca me acostumbré del todo a ellos.
—Un Rose, camarero.
Yo, por lo general, bebo poco. Y precisamente, acababa de tomar algo en casa de Gaillard. El aguardiente de frambuesa es traidor, porque aunque entra sin sentir, no deja de tener cerca de sesenta grados. Por no saber qué pedir, pedí un Rose también.
Hubiera preferido, señor juez, no hablarle de ella tal como la vi aquella noche, pero usted no entendería nada y mi carta sería inútil. Es difícil, se lo aseguro, sobre todo ahora.
¿No es verdad, Martine, que resulta difícil?
Porque, ya ve usted, ¡era una mujercita tan banal! Encaramada sobre uno de los taburetes donde se sentía a gusto, se notaba que estaba acostumbrada, que aquello formaba parte, dentro de un decorado más o menos lujoso, de la idea que ella se hacía de la vida.
El cigarrillo también. Apenas terminado el primero, encendía otro que manchaba igualmente con pintura de labios, se dirigía al camarero cerrando a medias los ojos a causa del humo (siempre me han horrorizado las mujeres que fuman haciendo muecas).
—A mí no me ponga mucha ginebra.
Pedía unas aceitunas. Mordisqueaba un clavo de especia. Apenas acababa de cerrar su bolso cuando volvía a abrirlo otra vez para coger su polvera y su barra de labios. Jamás vi a una mujer manejar la barra de labios sin que me recordase, a pesar mío, el sexo de un perro en celo.
Estaba fastidiado y resignado al mismo tiempo. Puesto que estoy hablando de perros, volveré sobre ellos para hacerme comprender. A mí me gustan los perros grandes, fuertes y conscientes, tranquilamente conscientes de su fuerza. Me horrorizan los perritos que andan siempre moviéndose, que corren detrás de su cola y exigen que uno se ocupe de ellos. Pues bien: ella me recordaba a uno de esos perritos.
Vivía para que la mirasen. Debía de creerse muy bonita. Creía que lo era. Me olvidaba de que ella misma me lo dijo un poco más tarde.
—¿Su amigo Boquet es de ese tipo de hombres que se acuestan con su secretaria? Lo he visto sólo una vez por casualidad y no tuve tiempo de hacerle la pregunta.
No sé lo que le contesté. Era una pregunta muy estúpida. Además, no esperaba respuesta. Sólo lo que decía ella misma le interesaba.
—Me pregunto qué les pasa a los hombres que, todos, vienen detrás de mí. No es que sea guapa, porque no lo soy. Debe de ser una especie de encanto…
Un encanto que, en cualquier caso, no hacía mella en mí. Nuestros vasos estaban vacíos y tuve que pedir otros, a menos que el camarero nos sirviese por propio impulso.
Era delgada y a mí no me gustan las mujeres delgadas. Era muy morena y siempre he preferido las rubias. Finalmente, se parecía al dibujo de una revista ilustrada.
—¿Qué tal es La Roche?
Ya ve qué clase de preguntas hacía.
—No está mal.
—¿Se aburre uno allí?
—Depende…
Había unos cuantos clientes en la sala, no muchos, los asiduos de siempre, en provincias, a esa clase de lugares. Y observé que en cualquier ciudad del mundo pertenecen todos al mismo tipo físico, se visten de manera idéntica y emplean el mismo vocabulario.
Ella los miraba a uno tras otro y se veía que no podía vivir sin que se fijaran en ella.
—Me está poniendo nerviosa ese viejo.
—¿Cuál de ellos?
—En el rincón de la izquierda. Ese que lleva un traje de sport muy claro. En primer lugar, a su edad no debería ponerse un traje color verde pálido. ¡Sobre todo a estas horas y con este tiempo! Hace diez minutos que no cesa de sonreírme. Si continúa, me acercaré a preguntarle qué es lo que quiere de mí…
Luego, pasados unos instantes:
—¡Salgamos de aquí! Acabaría por tirarle mi vaso a la cara.
Salimos del local y seguía lloviendo. Como en Caen, la noche del sombrerito rojo. Pero en ese mismo momento no pensé ni una sola vez en Caen.
—Tal vez haríamos mejor yendo a cenar —dijo ella.
Pasaba un taxi. Lo paré y ambos nos sentamos en la sombra húmeda, en el asiento del fondo. Noté de repente que era la primera vez que yo estaba así, en un taxi, por la noche, con una desconocida. Apenas distinguía la mancha lechosa de su rostro, el punto rojo de su cigarrillo, las dos columnas de sus piernas enfundadas en seda clara. Hasta mí llegaba el olor de su cigarrillo, de sus ropas y de su pelo mojado.
—No sé si encontraremos sitio a estas horas, pero donde se come mejor es en casa Francis.
Se trata de uno de los mejores restaurantes de Francia. Tiene tres pisos de saloncitos tranquilos, sin lujos inútiles, donde maîtres y sumilleros tienen un aire ancestral, porque pertenecen a la casa desde su fundación.
Conseguimos una mesa en el entresuelo, cerca de una ventana en forma de media luna por la que veíamos desfilar los paraguas a nuestros pies. Era bastante curioso, por lo demás.
—¿Una botella de Muscadet para empezar, doctor? —propuso Joseph, que me conoce desde hace tiempo. Y ella dijo, entonces:
—Es usted médico. ¿Por eso me decía que el señor Boquet es cliente suyo?
Uno no va a casa Francis para atracarse, sino para hacer una comida fina. Para acompañar el guiso de gamo con setas hubo que tomar un borgoña viejo. Después, nos sirvieron el aguardiente de la casa en unos vasitos de degustación. Ella hablaba sin parar, hablaba de sí misma, de la gente que conocía y que, casualmente, eran todos personajes importantes. «Cuando yo estaba en Ginebra… El año pasado, en el Negresco de Niza…».
Yo conocía su nombre de pila: Martine. Sabía que había conocido a Raoul Boquet por casualidad, en un bar de París —Raoul es un asiduo de los bares— y que a la una de la madrugada la había contratado como secretaria.
—Me sedujo la idea de vivir en una pequeña ciudad de provincias. ¿Lo cree usted? ¿Lo comprende? En cuanto a su amigo, ya le advertí que no me acostaría con él.
A las tres de la madrugada, señor juez, era yo quien se acostaba con ella, con furia, tan furiosamente que ella no podía por menos de echarme una mirada de soslayo en la que no sólo había curiosidad, sino un verdadero espanto.
No sé lo que me pasó. Jamás me había desencadenado de aquella suerte. Ya ve usted qué manera más tonta de trabar conocimiento. Y el resto transcurrió más estúpidamente aún.
Hubo un momento, es cierto, o quizá varios, en que yo estaba borracho. Por ejemplo, no guardo más que un recuerdo confuso de cuando salimos de casa Francis. Antes, y con el pretexto de que allí había festejado antaño mi doctorado, exigí —hablando muy fuerte y gesticulando— que el viejo Francis viniera en persona a brindar con nosotros. Luego, me apoderé de una silla semejante a todas las sillas de la casa y quería, a la fuerza, reconocer en ella la silla en que me había sentado aquella famosa tarde.
—Le digo que es ésta y la prueba es que tiene una fisura en el segundo palo. Gaillard también estaba en la fiesta. ¡Dichoso Gaillard! Va a guardarme rencor porque yo debería estar cenando con él esta noche. ¿Verdad que no le dirá que estuve aquí, Francis? ¿Palabra de honor?
Caminamos. Fui yo quien exigió deambular bajo la lluvia. Las calles estaban casi desiertas, con charcos de agua, charcos de luz y gruesas gotas que resbalaban de las cornisas y balcones.
Ella no podía andar bien a causa de sus altos tacones, y se agarraba a mi brazo; de vez en cuando, se detenía para ponerse un zapato que se le salía del pie.
—No sé si aún existirá, pero había en este barrio un pequeño bistro cuya dueña era una mujer muy gorda… No está lejos de aquí.
Me obstinaba en encontrarlo. Chapoteábamos ruidosamente en el agua. Y cuando por fin entramos, con los hombros relucientes de lluvia, en un cafetín que tal vez fuese el que yo buscaba, pero que lo mismo podía ser otro, el reloj de la entrada, encima del mostrador de zinc, marcaba las diez y cuarto.
—¿Marcha bien?
—Se atrasa cinco minutos.
Entonces nos miramos y, pasado un instante, los dos nos echamos a reír.
—¿Qué vas a contarle a Armande?
Debí de hablarle de Armande. No sé lo que le diría exactamente, pero me parece haber hecho algún chiste sobre ella.
De hecho, fue en aquel cafetín, donde no había ni un alma, donde había un gato acostado sobre una silla, cerca de una estufa grande de hierro, fue en ese cafetín, digo, donde me di cuenta de que nos tuteábamos.
Anunció, de la misma manera que hubiera anunciado una distracción selecta:
—Tenemos que telefonear a Armande. ¿Tiene usted teléfono, señora?
—En el pasillo, a la izquierda.
Un pasillo angosto, con las paredes pintadas de verde chillón, que conducía a los lavabos y estaba impregnado de su olor. El aparato estaba colgado en la pared. Había un supletorio y Martine lo cogió. Nos tocábamos o, más exactamente, nuestras ropas mojadas se tocaban y nuestros alientos olían al calvados que acabábamos de tomar en el mostrador.
—¿Oiga? ¿Señorita, me pone con el doce cincuenta y uno, por favor? ¿Tardará mucho en conectarlo?
Nos respondían que no dejáramos el aparato. No sé por qué reíamos, pero recuerdo que yo tenía que poner la mano sobre el micrófono. Oíamos a las operadoras llamarse entre sí.
—Pásame el doce cincuenta y uno, niña. ¿Está lloviendo ahí tanto como aquí? ¿A qué hora terminas? ¿Oiga?… ¿El doce cincuenta y uno dice? Un instante, señora… Le hablan de Nantes… ¿Oiga, Nantes?… Tiene usted el doce cincuenta y uno al aparato…
Y todo aquello nos divertía, Dios sabrá por qué, todo aquello nos parecía de una alegría loca.
—¿Oiga? ¿Eres tú, Armande?
—¿Charles?… ¿Todavía estás en Nantes? —Martine me empujaba con el codo.
—Mira, me han surgido algunas complicaciones. Tuve que volver esta noche al hospital a ver a mi paciente.
—¿Cenaste en casa de Gaillard?
—Bueno…
Martine se apretaba contra mí. Yo tenía miedo de que se echara a reír. No me sentía muy orgulloso, de todos modos.
—No. No quise molestarlos. Tenía que comprar algunas cosas…
—¿Has encontrado mis botones?
—Sí. Y los juguetes para las niñas.
—¿Estás en casa de Gaillard en este momento?
—No. Estoy aún en la ciudad. Acabo de dejar el hospital.
—¿Dormirás en su casa?
—No sé si hacerlo, ¿sabes?… Casi prefiero ir al hotel. Estoy cansado y si los veo, no me acostaré hasta la una de la madrugada.
Se produjo un silencio. Todo esto, naturalmente, no le parecía muy natural a mi mujer. Me costó tragar la saliva cuando ella preguntó:
—¿Estás solo?
—Sí.
—¿Llamas desde un café?
—Voy a ir al hotel.
—¿Al Duc de Bretagne?
—Probablemente. Si hay sitio.
—¿Qué has hecho con los paquetes?
¿Qué decir? ¿Qué contestar?
—Los tengo conmigo.
—Trata de no perder nada. A propósito, la señora Gringois vino esta noche. Parece ser que la habías citado a las nueve. Sigue sufriendo mucho y quería esperarte.
—La veré mañana por la mañana.
—¿Coges el primer tren?
¿Acaso podía yo hacer otra cosa? ¡El tren de las seis treinta y dos, en la oscuridad, el frío y la lluvia! Y además sabía que los vagones no solían llevar calefacción.
—Hasta mañana.
Repetí:
—Hasta mañana.
No había tenido aún tiempo de colgar cuando Martine exclamó:
—No te ha creído. Es la historia de los paquetes lo que la ha hecho sospechar…
Bebimos otro calvados en el mostrador y nos introdujimos de nuevo en la negra humedad de las calles. Era la fase alegre. Todo nos hacía reír. Nos burlábamos de los escasos transeúntes. Nos burlábamos de Armande, de mi cliente, la señora Gringois, cuya historia debí de contarle.
Nos atrajo la música surgida de una fachada iluminada con luz de neón y nos metimos en un club nocturno estrecho y rojo. Las luces eran rojas, rojo el terciopelo de las banquetas, rosas las paredes sobre las que había desnudos pintados, rojos, finalmente, los esmóquines deslucidos de una orquesta compuesta por cinco músicos.
Martine quería bailar y yo bailé con ella. Fue entonces cuando vi su nuca de cerca, una nuca muy blanca, la piel era tan fina que se transparentaba el azul de las venas, y tenía unos pelillos mojados y rizados.
¿Por qué me conmovió aquella nuca? Era, de alguna manera, la primera cosa humana que descubría en ella. Aquello no tenía ninguna relación con la portada de una revista, con una mujer joven que se cree elegante. Era una nuca de muchacha no muy sana y al bailar la rocé con mis labios.
Cuando nos sentamos en nuestro sitio, miré su rostro con ojos distintos. Tenía ojeras. El rojo artificial dibujaba imperfectamente sus labios. Estaba cansada pero no quería renunciar a nada, deseaba, costara lo que costase, continuar divirtiéndose.
—Pregúntales si tienen whisky.
Bebimos un whisky. Ella se acercó a los músicos con andares vacilantes, para pedirles que tocaran algo que yo no conocía, y la veía gesticular.
Me daba cuenta, ahora, de que era una mujer y nada más, una chica joven, de veinticinco años probablemente, que presumía. No volvió hasta un cuarto de hora después. Durante un instante, al entrar en la sala, vi su rostro al natural: estaba cansado, marcado, y luego, inmediatamente, volvió a sonreír. Apenas sentada, encendió un cigarrillo, vació su vaso no sin una angustia que trataba de ocultarme.
—¿No te encuentras bien?
—Estoy mejor. Ya pasó. No tengo costumbre de cenar tanto. Pide algo de beber, ¿quieres?
Estaba nerviosa, crispada.
—Estas últimas semanas en París han sido duras. Dejé mi puesto de trabajo, tontamente…
Fue a vomitar la cena. Volvió a beber. Quería seguir bailando. Y a medida que bailaba, apretaba más fuerte su cuerpo contra el mío.
Había en su excitación algo triste, forzado, que no dejaba de conmoverme. Sentía cómo el deseo se iba apoderando de ella poco a poco y era una especie de deseo que yo jamás había encontrado.
Se excitaba sola, señor juez, ¿comprende? No era yo, no era ni siquiera el hombre el que importaba. Lo comprendí más adelante. En aquel momento, yo estaba turbado, desconcertado. Su deseo, a pesar de mi presencia, era un deseo solitario.
Y su excitación sexual era una excitación laboriosa. Se agarraba a ella como para escapar de un vacío. Al mismo tiempo, por muy paradójico que pueda parecer, se sentía humillada y sufría por ello.
Hubo un momento en que, como acabábamos de sentarnos y la orquesta tocaba una música obsesiva que ella había pedido, llegó a clavarme de repente las uñas en mi pierna.
Bebimos mucho, no sé cuántos vasos. Al final, éramos los únicos clientes en el cabaré y el personal estaba esperando a que nos marchásemos para cerrar. Acabaron por echarnos cortésmente a la calle.
Eran más de las dos de la madrugada. Me fastidiaba ir con mi compañera al Duc de Bretagne, donde me conocían y en donde me había alojado a veces con Armande y mis hijas.
—¿Estás seguro de que no hay nada abierto?
—Como no sea algún garito, en el puerto.
—Vamos…
Tomamos un taxi que tuvimos que esperar mucho tiempo. Y en la oscuridad del coche, esta vez, pegó bruscamente sus labios a los míos, en una especie de espasmo de ternura sin amor. No rechazaba la mano que yo había puesto en su pierna, y la sentía muy flaca, muy ardiente bajo su ropa mojada.
Nos pasó lo que siempre ocurre en casos semejantes: la mayor parte de los pequeños clubes nocturnos que buscábamos estaban cerrados, o cerraban precisamente al llegar nosotros. Entramos en un baile popular iluminado de forma siniestra, y vi estremecerse las aletas de la nariz de Martine, porque todos los hombres la miraban y ella se figuraba, sin duda, que había algún peligro.
—¿Bailas?
Los desafiaba con la mirada, con los labios entreabiertos, sus muslos se pegaban a los míos tanto más estrechamente cuanto que se imaginaba sentir mi deseo.
Nos sirvieron un alcohol barato que nos puso enfermos. Yo tenía prisa por salir de allí. No me atrevía a insistir demasiado porque sabía lo que ella iba a pensar.
Al final, entramos en un hotel de segunda categoría, más bien un hotelucho, trivialmente opaco, donde aún había luz y en donde el vigilante nocturno, toqueteando las llaves del cuadro, murmuró:
—¿Una habitación con dos camas?
Ella no dijo nada. Yo tampoco. Tan sólo pedí que nos despertasen a las seis menos cuarto. No tenía equipaje. El de Martine estaba en la consigna de la estación y no nos habíamos molestado en ir a buscarlo.
Una vez cerrada la puerta, ella me dijo:
—Dormiremos cada uno en una cama, ¿verdad?
Lo prometí. Estaba firmemente decidido. Había un cuartito de baño pequeño en el que ella entró la primera recomendándome:
—¡Venga, acuéstate!
Oyéndola ir y venir, abrir y cerrar los grifos, tuve de repente, señor juez, una extraña sensación de intimidad. Una sensación de intimidad, puede creerme o no, como jamás la tuve con Armande.
Me pregunto si aún estaba borracho. No lo creo. Me desnudé y me metí entre las sábanas. Como ella tardaba en venir y yo pensaba que quizá se encontrase mal todavía, le pregunté en voz alta:
—¿Qué tal va la cosa?
—Estoy bien —respondió—. ¿Estás acostado?
—Sí.
—Ya voy…
Yo había apagado las luces de la habitación, por discreción. De suerte que, cuando abrió la puerta del baño, la luz sólo la iluminaba de espaldas.
Me pareció más menuda, más flaca todavía. Estaba desnuda y llevaba puesta una toalla por delante, sin ostentación, debo reconocerlo, incluso con mucha sencillez.
Se volvió para apagar y vi su espalda desnuda, con la columna vertebral que sobresalía, la cintura muy estrecha, las caderas, en cambio, mucho más anchas de lo que yo había imaginado. Aquello no duró más que unos segundos. Es una imagen que jamás se me ha borrado. Pensé algo así como: «Es una pobre niña».
La oía ir a tientas en la oscuridad para encontrar su cama y acostarse. Murmuró amablemente:
—Buenas noches… —Y después observó:
—Es verdad que no nos queda mucho tiempo para dormir. ¿Qué hora es?
—No lo sé. Espera a que encienda…
No tenía más que estirar mi brazo desnudo. Mi reloj estaba encima de la mesilla de noche.
—Las tres y media.
Veía cabellos esparcidos sobre el blanco crudo de la almohada. Veía la forma de su cuerpo acurrucado en la cama. Incluso me fijé en que, a pesar de las mantas, y al igual que muchas niñas, dormía con las manos juntas entre los muslos, en lo más cálido de su intimidad. Repetí:
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Apagué la luz, pero no nos dormíamos. Dos o tres veces en el espacio de un cuarto de hora se dio ella la vuelta suspirando.
No premedité nada, señor juez, se lo juro. En cierto momento, incluso, creí que iba a conciliar el sueño, que empezaba a adormecerme.
Y fue entonces, precisamente, cuando me levanté de un salto y me dirigí a la cama vecina. Mi cara, mis labios, buscaron los oscuros cabellos y murmuré:
—Martine…
Tal vez su primer impulso fue el de rechazarme. No podíamos vernos. Estábamos ciegos los dos.
Retiré la manta. Como en un sueño, sin reflexionar, sin pensarlo, sin saber con precisión lo que estaba haciendo, con un gesto irresistible, la penetré de golpe.
En ese mismo instante tuve la impresión de una revelación, me pareció que, por primera vez, poseía a una mujer.
La amé furiosamente, ya se lo he dicho. Amé todo su cuerpo a la vez, cuyos menores estremecimientos sentía. Nuestras bocas no eran más que una y yo ponía una especie de rabia en querer asimilarme a aquella carne que, un poco antes, me resultaba indiferente.
Yo experimentaba, con más violencia, los estremecimientos de ella en el cabaré de luces rojas. Participaba casi de su misteriosa angustia, la cual trataba de comprender.
Si estuviéramos frente a frente, señor juez, me gustaría darle más detalles, sólo a usted, y no me parecería una profanación. Por escrito, daría la impresión de que me complazco en evocar imágenes más o menos eróticas. Y me encuentro muy lejos de eso. ¿Ha experimentado usted alguna vez la sensación de estar a punto de alcanzar algo sobrehumano?
Esa sensación era la que yo tenía aquella noche. Me parecía que sólo dependía de mí el reventar no sé qué techo, el saltar de repente a espacios desconocidos.
Y esa angustia que ascendía en ella… Esa angustia que yo, aun siendo médico, sólo me parecía explicable por un deseo similar al mío…
Soy un hombre prudente, lo que llaman un hombre honesto. Tengo una mujer e hijos. Si alguna vez busqué el placer fuera de casa jamás, hasta entonces, había arriesgado nada que pudiera comprometer mi existencia familiar. ¿Me comprende, verdad?
Ahora bien, con aquella mujer, a la que no conocía unas horas antes, me comportaba a mi pesar como un amante pleno, me comportaba como un animal.
Mi mano, de repente, porque ya no comprendía, buscó la perilla de la luz eléctrica. La vi envuelta en la luz amarilla y no sé si ella se dio cuenta de que su rostro estaba ahora iluminado.
Había en todo su ser, señor juez, en sus ojos fijos, en su boca abierta, en las aletas de su nariz apretadas, una angustia intolerable al mismo tiempo que —trate de entenderme bien— una voluntad no menos desesperada de escapar, de reventar la pompa de jabón, de reventar el techo a su vez, de verse liberada, en una palabra.
Vi ascender esa angustia hasta tal paroxismo que mi conciencia de médico se asustó y me sentí aliviado cuando, de pronto, tras una última tensión de todos sus nervios, recayó como vacía, desalentada, latiéndole tan fuerte el corazón dentro de su pequeño pecho que no necesitaba tocarla para contar sus palpitaciones.
Y sin embargo, lo hice. Manía de profesional, probablemente. ¿Miedo, tal vez, de las responsabilidades? Su corazón latía a ciento cuarenta, sus labios descoloridos estaban entreabiertos descubriendo unos dientes blancos, con la blancura de dientes de una muerta.
Musitó algo así como:
—No puedo…
Y trató de sonreír. Me cogió mi gruesa mano. Se agarró a ella.
Permanecimos así mucho tiempo, en el silencio del hotel, esperando a que sus pulsaciones fuesen más o menos normales.
—Dame un vaso de agua.
No pensó en taparse y no puede usted saber hasta qué punto se lo agradecí. Mientras le tendía el vaso sosteniéndole la cabeza, vi en su vientre un costurón todavía fresco, una cicatriz de un feo color rosa que lo atravesaba verticalmente.
Ya ve usted, esa cicatriz, para mí que soy médico, era un poco lo que para usted es un informe del registro de antecedentes penales.
Ella no trataba de ocultármela. Susurraba:
—Dios mío, qué cansada estoy…
De mis ojos brotaron dos grandes lágrimas ardientes.