Ocurrió la segunda noche. Sin duda, debió de llamar a la puerta, pero no esperó la respuesta. Sin encender la luz, y como si la habitación le resultara familiar, encendió la lámpara de la mesilla de noche. Apenas me di cuenta de que me estaban tocando el hombro. Tengo el sueño pesado. El pelo, por las noches, se me aplasta sobre el cráneo y hace que mi cara parezca todavía más ancha. Siempre tengo demasiado calor y debía de tener la piel reluciente.
Cuando abrí los ojos, ella estaba sentada al borde de mi cama, con su bata blanca y el velo en la cabeza, y me decía, tranquila y serena:
—No se inquiete, Charles. Necesito hablarle, sólo es eso.
Hubo en la casa como un roer de ratones. Era mi madre, probablemente, que apenas duerme y que debía de estar al acecho.
Era la primera vez que Armande me llamaba Charles. Bien es verdad que había vivido en unos ambientes en donde se habla fácilmente con familiaridad.
—Anne-Marie no está peor, no tema nada.
No llevaba vestido debajo de la bata de enfermera, sólo su ropa interior, de suerte que, en algunas partes, la tela estaba como hinchada por la carne.
—Henri es ciertamente un médico excelente —proseguía—, y yo no quisiera disgustarle. Le hablé seriamente hace un momento, pero no pareció comprender. En medicina, sabe, es un apocado, y se siente con tanta más responsabilidad cuanto que usted es un colega suyo…
Hubiera dado cualquier cosa por pasarme un peine por la cabeza y por lavarme los dientes, pero me veía obligado a permanecer bajo la manta a causa de mi arrugado pijama. Armande pensó en tenderme un vaso de agua y me propuso:
—¿Un cigarrillo?
También ella encendió uno.
—En Suiza tuve que cuidar una vez de un caso semejante al de Anne-Marie: era la hija de una de nuestras vecinas. Esto le explicará por qué entiendo algo del asunto. Además, teníamos muchos amigos médicos, mi marido y yo, algunos de ellos grandes profesores, y pasamos muchas veladas discutiendo con ellos.
Mi madre debía de estar muy asustada, pues la vi aparecer en el marco de la puerta que había permanecido abierta, toda gris, más clara que la oscuridad del rellano. Estaba en bata y con el pelo lleno de bigudíes.
—No se preocupe usted, señora. Simplemente, necesitaba consultar a su hijo sobre la manera de aplicar el tratamiento.
Mamá miraba nuestros dos cigarrillos, cuyo humo se mezclaba con el halo luminoso de la lámpara de la mesilla. Estoy seguro de que eso fue lo que más le chocó. Estábamos fumando un cigarrillo juntos a las tres de la madrugada, sentados en mi cama.
—Yo no sabía, discúlpeme. He oído ruido y he venido a ver…
Desapareció, y Armande siguió hablando, como si no nos hubiera interrumpido:
—Henri le ha inyectado veinte mil unidades de suero. Yo no me he atrevido a contradecirle. Ya ha visto la temperatura que tiene esta noche…
—Vamos a bajar a mi gabinete —le dije yo.
Se volvió de espaldas mientras yo me ponía una bata. Ya en terreno más firme, pude llenar una pipa, lo que me devolvió un poco de seguridad.
—¿Cuánta fiebre tiene esta noche?
—Cuarenta. Por eso le he despertado. La mayoría de los profesores que conocí, en materia de suero, tenían una idea diferente a la de Henri. Uno de ellos repetía a menudo: atacar fuerte o no atacar en absoluto; una dosis masiva o nada…
Durante tres años, en Nantes, yo había estado oyendo la voz estruendosa de mi buen maestro Chevalier, y cómo éste nos enseñaba lo mismo, añadiendo, con su brutalidad legendaria: «Si el enfermo revienta, es el enfermo quien no tiene razón».
Me fijé en que dos o tres de mis libros de terapéutica faltaban en los estantes y comprendí que Armande había bajado a cogerlos. Durante diez minutos, estuvo hablándome de la difteria como yo hubiera sido incapaz de hacerlo.
—Evidentemente, puede telefonear al doctor Dambois. Me pregunto si no sería más sencillo y menos vejatorio para él que usted mismo, bajo su responsabilidad, le pusiera otra inyección de suero.
Aquello era muy grave. Se trataba de mi hija. Y además de un colega, de una grave responsabilidad profesional, lo menos que podía parecer era una indelicadeza.
—Venga a verla…
El cuarto de mi hija ya se había convertido en sus dominios, que ella había organizado a su manera. ¿Por qué se notaba esto nada más entrar allí? ¿Y por qué, pese al olor de la enfermedad y de los medicamentos, era su olor, el de ella, el que me llegaba, aunque su cama no estuviera deshecha?
—Lea usted este párrafo. Ya verá, casi todos los grandes entendidos son de la misma opinión.
Aquella noche, señor juez, me pregunto si no tuve verdaderamente alma de criminal. Cedí. Hice lo que ella había resuelto que hiciera. Y no porque creyera en ello, no a causa de las ideas de mi maestro Chevalier en materia de suero, ni a causa de los textos que me dieron a leer. Cedí porque ella lo quería así.
Tenía plena conciencia de ello. La vida de mi hija mayor estaba en juego. Aunque sólo fuese desde el punto de vista estricto de la deontología, yo cometía una grave falta.
Lo hice y sabía que estaba haciendo mal. Tanto es así que temblaba por si de nuevo veía aparecer la silueta fantasmagórica de mi madre.
Diez mil unidades más. Ella me ayudó a poner la inyección. Sólo me dejó realizar el gesto principal. Sus cabellos me rozaban la cara mientras yo actuaba.
Esto no me conmovió. No la deseaba y creo que tenía la certidumbre de que no la desearía jamás.
—Ahora, váyase a acostar. Empieza usted la consulta a las ocho.
Dormí mal. En medio de mi adormecimiento tenía la sensación de algo ineluctable. No crea que estoy inventando. Estaba bastante satisfecho, pese a mi inquietud y a mi malestar. Me decía: «No soy yo el responsable. Es ella».
Acabé por dormirme. Cuando bajé por la mañana, Armande estaba tomando el aire en el jardín y llevaba puesto un vestido debajo de la bata.
—Treinta y nueve grados y dos décimas —me anunció alegremente—. Ha sudado tanto al final de la noche que tuve que cambiarle las sábanas dos veces.
Ninguno de los dos le dijo nada a Dambois. A Armande no le costaba trabajo callarse. Yo, cada vez que lo veía, tenía que morderme la lengua.
Iba a escribir, señor juez, que lo que acabo de relatar resume toda la historia de mi matrimonio. Ella entró en casa sin que se lo pidiéramos, sin que yo lo deseara. Al segundo día, era ella quien tomaba —o me hacía tomar— las decisiones capitales.
Mamá, desde que ella estaba allí, se había transformado en una ratita gris y asustada que veíamos pasar sin hacer ruido ante las puertas y que volvía a su costumbre de disculparse por todo.
No obstante, al principio, Armande tuvo a mamá a su favor. Usted conoce únicamente, por haberla visto en el juicio, a la que ahora es una mujer de cuarenta años. Hace diez años, poseía la misma seguridad, la misma facultad innata de dominarlo todo a su alrededor, de orquestarlo todo, quisiera decir, sin parecerlo. Con un poco más de suavidad que hoy en aquella época, no sólo en lo físico sino en lo moral.
Era a ella a quien la criada, con toda naturalidad, pedía órdenes y repetía diez veces al día:
—La señora Armande ha dicho que… Es la señora Armande quien lo ha encargado así…
Más tarde, llegué a preguntarme si tendría una segunda intención al entrar en casa con el pretexto de cuidar a Anne-Marie. Es estúpido, lo admito, pero muchas veces me he planteado esta cuestión. Desde el punto de vista estrictamente material, es cierto que ella había gastado la herencia de su madre en cuidar a su primer marido, y que estaba a cargo de su padre. Pero éste poseía una bonita fortuna que, después de su muerte y aun dividida entre cinco hijos, representaba para cada uno de ellos una apreciable cantidad.
Me dije también que el viejo era un maniático, un autoritario, decían de él que era un «original», lo cual, en nuestro país, significa muchas cosas. Con él, ciertamente, ella perdería el tiempo tratando de imponerle su poder y estoy persuadido de que, en la casa de la Place Boieldieu, se veía obligada a hacerse muy pequeñita.
¿Era ésa la clave del problema? Yo no era rico. Mi profesión, ejercida por un hombre consciente de sus límites como yo era, no es de las que permiten amasar una fortuna ni vivir ricamente.
No soy guapo, señor juez. Incluso llegué a considerar hipótesis más audaces. Mi cuerpo grandón de campesino, mi cara reluciente de salud, mi torpeza incluso… Debe usted saber que hay ciertas mujeres, incluso entre las más evolucionadas…
Pero tampoco es eso, ahora estoy seguro. Armande se halla dotada de una sexualidad normal, más bien menor que lo normal.
No me queda más que una explicación. Vivía en casa de su padre como quien vive en un hotel. Ya no era «su casa».
Entró en la nuestra por azar, por casualidad. ¡Y aun así! Mire, quiero ir hasta el fondo de mi pensamiento a reserva de verle a usted encogerse de hombros. Ya le hablé de su primera visita, durante la partida de bridge. Le dije que ella lo veía todo, que miraba todas las cosas a su alrededor con una leve sonrisa en los labios.
Un pequeñísimo detalle acude a mi memoria. Mi madre dijo, indicando el salón aún sin adornos:
—Probablemente iremos a comprar el salón que había la semana pasada en el escaparate de Durand-Weil.
Porque yo le había hablado vagamente del mismo. Un salón de imitación de Beauvais, con asientos de patas doradas.
Las aletas de la nariz de Armande, que apenas nos conocía, se respingaron levemente.
Me da igual si le parezco idiota, señor juez. Afirmo lo siguiente: en aquel momento, Armande sabía muy bien que no compraríamos el salón de la casa Durand-Weil.
No pretendo que fuese una conspiración. No afirmo que ella sabía que se casaría conmigo. Digo saber e insisto en esta palabra.
Estoy acostumbrado a los animales, como todos los campesinos. Hemos tenido perros y gatos toda nuestra vida, tan íntimamente mezclados a ésta que, cuando mi madre quiere situar un recuerdo en el tiempo, dice por ejemplo:
—Era el año en que murió nuestro pobre Brutus… O también:
—Fue cuando la gata negra dio a luz a sus crías encima del armario…
Ahora bien, lo que ocurre es que, en el campo, un animal empieza a seguirle a uno, a uno y no a otro, entra en nuestra casa y allí, tranquilamente, con una certidumbre casi absoluta, decide que esa casa será la suya para siempre. Tuvimos en casa, durante tres años, en Bourgneuf, un perro amarillo, viejo y medio ciego, al que los perros de mi padre se vieron forzados a tolerar. Además, era sucio, y a menudo le oí decir a mi padre: «Haría bien en pegarle un tiro en la cabeza».
No lo hizo. El animal, al que llamábamos Jaunisse, murió de muerte natural, o más bien de mala muerte, porque su agonía duró tres días durante los cuales mi madre se pasaba el tiempo poniéndole compresas calientes en la tripa.
Yo también, más tarde, llegué a pensar: «Haría mejor pegándole un tiro en la cabeza». Y no lo hice. Fue a otra a quien…
Lo que trato de hacerle comprender, señor juez, es que ella entró en mi casa con toda naturalidad y que, con la misma naturalidad, se quedó en ella.
Más aún. Cuando se trata de fatalidades de esa clase, de cosas ineluctables, se diría que todos se apresuran a hacerse cómplices del destino; que todos se ingenian para halagarlo.
Desde los primeros días, mis amigos tomaron la costumbre de preguntarme: «¿Cómo está Armande?».
Y les parecía normal que estuviera en mi casa, que me preguntasen a mí cómo estaba.
Después de quince días, y como la enfermedad seguía su curso, decían con la misma sencillez, que implicaba tantas cosas, sin embargo: «Es una mujer sorprendente».
Era como para creer, ya sabe, que me consideraban ya su poseedor. Hasta mi propia madre. Ya le he hablado de ella lo suficiente como para que usted la conozca. Casar a su hijo, muy bien, puesto que yo no quería ser cura. Con la condición expresa de que la casa siguiera siendo suya y que ella continuase dirigiéndola a su gusto.
Pues bien, señor juez: fue mi madre la que se pronunció primero —cuando Armande no estaba en casa más que como enfermera benévola—, fue mi madre la que dijo, una noche en que me extrañaba al comer unos guisantes cocinados de manera distinta a como solían hacerse habitualmente:
—Le he preguntado a Armande cómo le gustaban. Y ella es la que me ha dado la receta. ¿Te gustan?
Armande enseguida me llamó Charles, y fue ella quien me pidió que la llamase por su nombre de pila. No era coqueta. Siempre la vi, aun después de casada, vestida de una manera muy sobria, y recuerdo un comentario que oí sobre ella: «La señora Alavoine es como una estatua que camina».
Cuando Anne-Marie se recuperó, ella siguió viniendo a verla casi cada día. Como mamá no tenía mucho tiempo para sacar a las niñas, ella venía a buscarlas y las llevaba a tomar el aire en el jardín de la prefectura.
Mi madre me dijo:
—Quiere mucho a tus hijas.
Uno de mis clientes tuvo una metedura de pata:
—Acabo de ver a su mujer con las niñas dando la vuelta a la esquina, en la Rue de la République.
Y Anne-Marie, un día en que estábamos sentados a la mesa todos juntos, dijo con gravedad:
—Me lo ha dicho mamá Armande…
Cuando nos casamos, seis meses más tarde, hacía tiempo que ella reinaba en casa, en la familia y poco faltaba para que la gente de la ciudad, al hablar de mí, en vez de decir: «Es el doctor Alavoine…», dijera: «Es el futuro marido de Madame Armande…».
¿Tengo derecho a suponer que no lo quise yo así? Yo lo consentía. En primer lugar, estaban mis dos hijas. «Serán tan felices teniendo una mamá…».
Mi madre empezaba a hacerse vieja y, como se negaba a admitirlo, trotaba desde la mañana hasta la noche, cansándose en la tarea.
Mire, aspiro a ser absolutamente sincero. Si no es así, señor juez, más vale que no le escriba. Le voy a resumir en dos palabras mi estado de ánimo de entonces.
Primo: cobardía.
Secundo: vanidad.
Cobardía, porque no tenía valor para decir no. Tenía a todo el mundo en contra. Todo el mundo, por una especie de acuerdo tácito, me empujaba a aquel matrimonio. Ahora bien, yo no deseaba a aquella mujer tan asombrosa. Tampoco deseaba particularmente a Jeanne, mi primera mujer, pero en aquella época, yo era joven y me casaba por casarme. Entonces no sabía que al casarme con ella, dejaría insatisfecha a una buena parte de mí mismo y me vería atormentado toda mi vida por el deseo de engañarla.
Con Armande, sí que lo sabía. Voy a confesarle una cosa ridícula: supongamos que las convenciones, los usos sociales no hubieran existido. Yo hubiera preferido casarme con Laurette, la muchacha de Ormois, de gruesos muslos blancos, que con la hija del señor Hilaire de Lanusse.
¿Qué digo? Hubiera incluso preferido a la criada, a Lucile, con quien alguna vez hice el amor sin que ella tuviera tiempo de soltar el zapato que estaba abrillantando y que conservaba cómicamente en la mano.
Pero acababa de instalarme en la ciudad. Vivía en una casa bonita. El simple ruido de los pasos sobre los finos guijarros de los senderos era para mí como una señal de lujo y había terminado por conseguir un objeto que ambicionaba desde hacía tiempo: un aspersor de esos que dan vueltas para regar los arriates.
Y no se lo digo a la ligera, señor juez, si le aseguro que una generación de más o de menos podía tener una importancia capital.
Armande me llevaba no sé cuántas generaciones de adelanto. Lo más probable —había mucha gente así en Vendée— es que alguno de sus antepasados se hubiera enriquecido con los bienes nacionales durante la Revolución, y que después hubiera añadido el «de» a su apellido.
Hago toda clase de esfuerzos, ya lo ve, por delimitar la verdad tanto como me sea posible. Dios sabe si, en el punto en que me encuentro, un poco más o un poco menos carece o no de importancia. Me creo tan sincero como pueda serlo un hombre. Y estoy lúcido como uno lo está cuando pasa a la otra orilla.
No por ello dejo de advertir mi impotencia. Todo lo que acabo de decir es verdadero y es falso. Y sin embargo, durante noches y más noches, buscando conciliar el sueño, tendido cuan largo soy en la misma cama que Armande, me hice esta pregunta, me pregunté por qué estaba ella allí.
Y ahora me pregunto, señor juez, lo que es más grave, si tras haber leído mis palabras no se hará usted también el mismo interrogante, no en lo que a mí concierne, sino en lo que concierne a usted.
Me casé con ella.
¿Y después? Aquella misma noche dormía en mi cama. Aquella misma noche yo hice el amor, muy mal, tanto para ella como para mí, molesto como estaba al sentirme sudoroso (sudo con gran facilidad), al sentirme torpe e inexperimentado. ¿Sabe lo que me resultó más difícil? Besarla en la boca. A causa de su sonrisa. Porque ella conserva noche y día una sonrisa idéntica que constituye su expresión natural. Ahora bien, no es fácil besar una sonrisa como ésa.
Después de diez años, aún tenía la impresión, cuando me subía encima de ella, como hubiera dicho mi padre, de que se estaba burlando de mí.
¿Qué no habré pensado yo de ella? Usted no conoce la casa. Todo el mundo le dirá que se ha convertido en una de las viviendas más agradables de La Roche-sur-Yon. Hasta los escasos muebles que nos quedaban adquirieron un aspecto tan nuevo que mi madre y yo apenas los reconocíamos.
Pues bien: para mí, aquélla siempre fue su casa. Se come bien, pero es su cocina.
¿Los amigos? Después de un año yo no los consideraba ya mis amigos, sino sus amigos.
Por lo demás, todos se pusieron de su parte cuando, más tarde, se produjeron los acontecimientos; todos, incluso aquellos que yo creía más íntimos, los que había conocido siendo estudiante, los que había conocido de pequeño: «¡Qué suerte tienes de haber descubierto a una mujer como ésa!».
Sí, señor juez. Sí, señores. Me doy cuenta de ello humildemente. Y es por haberme dado cuenta día tras día durante diez años por lo que…
¡Vamos! Ya estoy desvariando otra vez. Pero tengo hasta tal punto la impresión de que bastaría un pequeñísimo esfuerzo para llegar, de una vez por todas, al fondo de las cosas.
En medicina, lo que cuenta es sobre todo el diagnóstico. Una vez descubierta la enfermedad, ya no es más que una cuestión de rutina o de bisturí. Pues bien, lo que yo me esfuerzo por establecer es un diagnóstico.
Nunca amé a Jeanne y jamás me pregunté si la amaba. No he amado a ninguna de las muchachas con quienes me acosté. No las necesitaba ni las deseaba. ¿Qué estoy diciendo? La palabra amor, salvo en la trivial locución hacer el amor, me parecía una palabra que una suerte de pudor impide pronunciar. Prefería la palabra sífilis, que dice exactamente lo que quiere decir.
¿Acaso hablamos de amor, en el campo? En nuestra tierra se dice: «He ido a darme un revolcón en el camino encajonado con la hija de Fulano…».
Mi padre quería mucho a mi madre y, sin embargo, estoy persuadido de que jamás le habló de amor. En cuanto a mamá, no me la imagino pronunciando ciertas frases sentimentales que se oyen en el cine o se leen en las novelas.
A Armande tampoco le hablé de amor. Una noche en que estaba cenando en casa, mi madre y yo discutíamos sobre el color de las cortinas que íbamos a comprar para el comedor. Armande las veía rojas, de un rojo muy vivo, lo que asustaba a mamá.
—Discúlpeme —murmuró ella con una sonrisa—. Estoy hablando como si estuviera en mi casa.
Y yo me oí contestar, sin haberlo premeditado, sin percatarme de ello, como si fuera una banal cortesía:
—De usted depende el quedarse para siempre en ella.
Y así se hizo la petición de mano. Jamás hubo otra.
—Bromea usted, Charles.
Mi pobre mamá añadió:
—Charles no bromea nunca.
—¿Quiere usted de verdad que yo me convierta en la señora Alavoine?
—En cualquier caso —mi madre seguía llevando la batuta—, las niñas se pondrían muy contentas.
—¿Quién sabe?… ¿No tiene miedo de que yo trastorne mucho su casa?
¡Si mamá hubiera sabido! Observe que Armande siempre se mostró amable con ella. Se portó exactamente como la mujer de un médico preocupada por el confort, la tranquilidad y la notoriedad de su marido.
Hace siempre, invariablemente, y con un tacto innato —se pudo dar cuenta de ello en el juicio— lo que tiene que hacer.
¿No consistía su primer deber en desembrutecerme, puesto que estaba más evolucionada que yo, que llegaba del campo para hacer carrera en la ciudad? ¿No debía refinar mis gustos tanto como le fuera posible, y crear en torno a mis hijas un ambiente más delicado que aquel al que estábamos acostumbrados mi madre y yo?
Todo esto, Armande lo ha llevado a cabo con una habilidad que sólo a ella pertenece, con un tacto exquisito.
¡Oh, esa palabra!…
—Es exquisita —he oído repetir en los más variados tonos durante diez años—. Tiene usted una mujer exquisita.
Y yo volvía a mi casa inquieto, con tal sentimiento de inferioridad que me hubiera gustado comer en la cocina con la criada.
En cuanto a mamá, señor juez, la vistió de seda negra o gris, la vistió de manera digna y favorecedora, incluso le cambió el peinado —antes llevaba un moño que le colgaba siempre en la nuca—, y la instaló en el salón ante un bonito costurero.
Le prohibió, por cuestiones de salud, que bajara antes de las nueve, y mandó que le subieran el desayuno a la cama, a ella, que en nuestra casa daba de comer a los animales, vacas, gallinas y cerdos, antes de sentarse a la mesa. Le ofreció, en las fiestas y aniversarios, objetos de buen gusto, incluidas joyas adecuadas para una señora mayor.
—¿No te parece, Charles, que mamá está algo cansada este verano?
Trató —aunque esta vez fue en vano— de enviarla a hacer una cura de aguas a Evian, para cuidar su hígado, que dejaba mucho que desear.
Y todo esto, señor juez, está muy bien. Todo lo que ha hecho, todo lo que hace Armande está muy bien. ¿Comprende usted lo desesperante que es eso?
No se presentó en el estrado de los testigos como una esposa desconsolada o llena de odio. No se vistió de luto. No reclamó contra mí un castigo ejemplar, ni tampoco compasión. Estuvo sencilla y tranquila. Seguía siendo ella misma: serena.
Ella fue quien tuvo la ocurrencia de dirigirse al letrado Gabriel, la «lengua» más célebre del Palacio de Justicia, que es asimismo el abogado más caro, y también fue ella quien pensó que, puesto que yo pertenecía de alguna manera a La Roche-sur-Yon, sería digno que la Vendée estuviera representada por su mejor abogado.
Respondió a las preguntas con una naturalidad que dejó admirados a todos y en varias ocasiones creí que la gente iba a aplaudirla. Recuerde el tono con el que dijo, cuando se habló de mi crimen:
—No tengo nada que decir de esa mujer. La recibí tres o cuatro veces en casa, pero apenas la conocía.
Sin odio —como se cuidaron de resaltar los periódicos—, casi sin amargura. ¡Y con qué dignidad!
Eso es, señor juez. Creo que acabo de encontrar la palabra sin querer. Armande es digna. Es la dignidad en persona. Y ahora, trate usted de imaginarse durante diez años todos los días a solas con la Dignidad, trate de verse en una cama con la Dignidad.
No tengo razón. Todo esto es falso, archifalso y lo sé, pero acabo de descubrirlo ahora mismo. He tenido que dar un gran salto. Sin embargo, me veo obligado a explicarle, a tratar de hacerle comprender cuál fue mi estado de ánimo antes, durante los años de vida conyugal. ¿Ha soñado usted alguna vez que estaba casado con su maestra de escuela? Pues bien: eso es lo que a mí me ha ocurrido. Mi madre y yo hemos vivido durante diez años en la escuela, a la espera de un premio y con el miedo a una mala nota. Y mi madre sigue viviendo así.
Figúrese que usted camina por una tranquila calle provinciana, en una calurosa tarde de agosto. La calle se halla dividida en dos por la línea que separa la sombra del sol.
Sigue usted andando por la acera inundada de luz y su sombra camina con usted, casi a su lado, usted la ve, partida en dos por el ángulo que forman las casas de paredes blancas con la acera.
Siga suponiendo… Haga un esfuerzo… De pronto, esa sombra que le acompañaba desaparece…
No cambia de lugar. No pasa detrás de usted porque haya cambiado de dirección. Digo bien: desaparece.
Y he aquí que usted se encuentra en la calle, de repente, sin sombra. Se da usted la vuelta y no la encuentra. Mira a sus pies y sus pies emergen de un charco de luz. Las casas, al otro lado de la calle, continúan con su sombra fresca. Dos hombres pasan charlando apaciblemente y su sombra los precede, adaptándose a su cadencia, haciendo exactamente los mismos gestos que ellos. Hay un perro al borde de la acera. Y también tiene su sombra.
Entonces, usted se palpa. Su cuerpo, bajo sus manos, posee la misma consistencia que otros días. Da usted unos pasos rápidamente y se para en seco, con la esperanza de recuperar su sombra. Se echa a correr. Sigue sin encontrarla. Da usted media vuelta y no hay ninguna mancha oscura sobre los adoquines brillantes de la acera.
El mundo está lleno de sombras tranquilizadoras. La iglesia, en la plaza, cubre ella sola un espacio muy amplio donde unos viejos toman el fresco.
No está soñando. Usted ya no tiene sombra y, lleno de angustia, se acerca a un viandante:
—Perdone usted, señor…
Él se detiene. Le mira. Así que usted existe pese a haber perdido su sombra. El hombre espera para saber qué desea usted.
—¿Verdad que aquélla es la Place du Marché?
Y él le toma por medio loco o por un extranjero. ¿Se imagina la angustia de vagar solo, sin sombra, por un mundo donde cada cual posee la suya?
No sé si lo he soñado o si lo he leído en alguna parte. Cuando empecé a hablarle de esto creía inventar una comparación, luego me pareció que esa angustia del hombre sin sombra me resultaba familiar, que yo la había vivido ya, que aquello reanimaba recuerdos confusos y por eso pienso en un sueño olvidado.
Durante años, no sé en realidad cuántos, cinco o seis quizás, anduve por la ciudad como todo el mundo. Creo que al que me hubiese preguntado si era feliz, le hubiera contestado distraídamente que sí.
Ya ve que todo lo que anteriormente le he dicho no es tan exacto. Mi casa se organizaba, iba haciéndose poco a poco más confortable y más coqueta. Mis hijas crecían, la mayor hacía su primera comunión. Mi clientela aumentaba, no una clientela rica sino más bien de gente poco importante. Eso no da tanto dinero por visita, pero la gente humilde suele pagar al contado, a menudo entra en la consulta con el dinero en la mano.
Aprendí a jugar correctamente al bridge, y eso me ocupó durante unos meses. Compramos un coche, lo que llenó un poco más el tiempo. Volví a jugar al tenis, porque Armande jugaba al tenis, lo que bastó para pasar un gran número de veladas.
Todo eso, todas esas pequeñas iniciaciones una tras otra, esas esperanzas de una nueva mejora, esa espera de menudos placeres, de alegrías pequeñas, de satisfacciones triviales, acabó por amueblar cinco o seis años de mi vida. «El verano que viene pasaremos las vacaciones en el mar».
Otro año fueron los deportes de invierno. Otro año, cualquier otra cosa.
En cuanto a la historia de la sombra, no se produjo de repente, como en el caso del hombre de la calle. Pero no he encontrado imagen más exacta.
Ni siquiera puedo situar la cosa en un año más o menos preciso. Mi humor, en apariencia, no cambió, mi apetito no disminuyó, y seguía gustándome igual mi trabajo.
Llegó un momento, sencillamente, en que empecé a mirar a mi alrededor con ojos distintos y vi una ciudad que me parecía extraña, una ciudad bonita, muy clara y muy limpia, una ciudad en donde todo el mundo me saludaba con afabilidad.
¿Por qué sentí entonces la sensación de un vacío?
Empecé a fijarme asimismo en mi casa y me pregunté por qué era mi casa, qué relación tenían conmigo aquellas habitaciones, aquel jardín, aquella verja adornada con una placa de metal dorado que llevaba mi nombre.
Miré a Armande y tuve que repetirme que ella era mi mujer.
¿Por qué?
Y aquellas dos niñas que me llamaban papá…
Se lo repito, esto no sucedió de golpe porque, en ese caso, me hubiera inquietado mucho por mí mismo y hubiese ido a consultar a un colega.
¿Qué estaba yo haciendo allí, en una ciudad pequeña y apacible, en una casa bonita y confortable, entre la gente que me sonreía y que me estrechaba la mano con familiaridad?
¿Y quién había establecido ese programa de los días que yo seguía tan escrupulosamente como si mi vida dependiera de ello? ¡Qué digo!: como si, desde siempre, hubiera decretado el Creador que ese programa iba a ser inexorablemente el mío.
Recibíamos a menudo; dos o tres veces por semana. A algunos buenos amigos que tenían su día, sus costumbres, sus manías, su sillón. Y yo los observaba con cierto espanto diciéndome: «¿Qué tengo yo que ver con ellos?».
Era como si viese con excesiva claridad, como si, por ejemplo, mis ojos se hubieran sensibilizado a los rayos ultravioleta. Y yo era el único que veía el mundo así, el único que se agitaba en un universo ignorando lo que me sucedía.
En resumen, durante años y años viví sin darme cuenta. Hacía escrupulosamente, lo mejor que podía, todo lo que me habían dicho que hiciese. Sin tratar de saber la razón, sin tratar de comprender.
Un hombre debe tener una profesión y mi madre había hecho de mí un médico. Necesita hijos y yo tenía hijos. Necesita una casa, una mujer, y yo tenía todo aquello. Necesita distracciones y yo me paseaba en coche y jugaba al bridge y al tenis. Necesita vacaciones y yo llevaba a mi familia al mar.
Contemplaba a mi familia en el comedor y era un poco como si no la reconociese. Miraba a mis hijas. Todos aseguraban que se me parecían mucho.
¿En qué? ¿Por qué? ¿Qué hacía aquella mujer en mi casa, en mi cama?
¿Y aquellas personas que esperaban con paciencia en la sala de espera, a las que introducía una a una en mi gabinete?
¿Por qué? Seguía haciendo los gestos de todos los días. No era desgraciado, no lo crea. Pero tenía la impresión de agitarme en el vacío.
Entonces, un deseo vago fue penetrando en mí poco a poco, tan indefinido que ni siquiera sé cómo hablar de él. Me faltaba algo y yo ignoraba el qué. A menudo mi madre, entre las comidas, dice: «Creo que tengo un huequecillo de hambre en el estómago…».
No está segura. Es un malestar difuso que ella se apresura a combatir comiendo una rebanada de pan o un pedacito de queso.
Yo también tenía hambre, sin duda. ¿Pero hambre de qué?
Me llegó insensiblemente un año, dos años después, repito. Me es imposible situar el comienzo de ese malestar. No me daba cuenta del mismo. Hemos sido acostumbrados de tal manera a pensar que lo que existe existe, que el mundo es tal y como nosotros lo vemos, y que hay que hacer esto o lo otro y no actuar de manera distinta…
Me encogía de hombros: «¡Bah! Será sólo un poco de desaliento».
¿Tal vez a causa de Armande, que me tenía demasiado sujeto? Decidí eso un día y, a partir de entonces, fue Armande y sólo ella, o casi, la que resumía la ciudad demasiado tranquila, la casa demasiado armónica, la familia, el trabajo, todo lo que me resultaba excesivamente cotidiano en mi existencia.
Es ella la que quiere que sea así.
Ella era quien me impedía ser libre, vivir una verdadera vida de hombre. Yo la observaba. La espiaba. Todo lo que decía, todos sus gestos me confirmaban en mi idea.
Fue ella quien se empeñó en que la casa fuera como es, en que nuestra existencia se organizara de tal manera, en que yo viviese a su modo.
Esto es, señor juez, lo que he comprendido recientemente. Armande, poquito a poco y sin saberlo ella, fue adquiriendo a mis ojos la apariencia del Destino. Y al rebelarme contra ese Destino, fue contra ella contra quien me rebelé: «Es tan celosa que no me deja ni un momento de libertad».
¿Se debía a los celos? No lo sé. ¿Quizá fuese, simplemente, porque consideraba que el puesto de una mujer está al lado de su marido?
Fui a Caen por aquel entonces, porque mi tía acababa de morir. Fui yo solo. No recuerdo qué era lo que retuvo a Armande en casa, probablemente alguna enfermedad de una de las niñas, porque casi siempre había alguna de las dos enferma.
Al pasar por la esquina de la callejuela, me acordé de la muchacha del sombrero rojo y me subió una bocanada de calor. Creí comprender lo que me faltaba. Aún vestido de luto, me llegué por la noche a la Brasserie Chandivert, que estaba igual que siempre, con algunas luces más. Creo que ahora la sala es más grande, que la han ampliado hacia el fondo.
Yo buscaba, deseaba la misma aventura. Miraba con una especie de angustia a todas las mujeres solas. Ninguna se parecía, ni por asomo, a la de antaño.
¡Pero qué más daba! Necesitaba engañar a Armande, engañar a mi Destino lo más suciamente posible, así que escogí a una rubia gorda de sonrisa vulgar, que tenía un diente de oro en medio de la boca.
—Tú no eres de aquí, ¿verdad?
No me invitó a su casa sino a un pequeño hotel que había detrás de la iglesia de San Juan. Se desvistió con gestos tan profesionales que me hizo sentir asco y, en algún momento, estuve a punto de marcharme.
—¿Cuánto vas a darme?
Y de repente, aquello me atrapó. Como una necesidad de venganza, no encuentro otra palabra. Ella repetía, sorprendida, destapando su diente de oro:
—¡Caramba, chico!…
Se trataba de la primera vez, señor juez, que yo engañaba a Armande. Puse en ello tanta rabia como si tratase de recuperar mi sombra, costara lo que costase.