Durante los últimos partos de mi mujer, mantuve relaciones con Laurette. Si damos por descontado que existe al menos un borracho en cada pueblo, uno «que bebe» por familia, ¿existirá alguna aldea en nuestro país que no tenga una chica como Laurette?
Servía en casa del alcalde. Era una buena chica, de sorprendente franqueza, que mucha gente calificaría, sin duda, de cinismo. Su madre era el ama del cura y eso no impedía a Laurette ir a confesar todos sus pecados a éste.
Poco tiempo después de instalarme en Ormois, entró en mi gabinete, tranquilamente, como si siempre lo hubiera hecho.
—Vengo a ver si no estoy enferma, como suelo hacerlo de cuando en cuando —me dijo levantándose las faldas y quitándose una braguita blanca tensa sobre unas nalgas redondas—. ¿No le ha hablado de mí el viejo doctor?
Me había hablado de casi todos los enfermos, pero había olvidado, o había omitido voluntariamente, mencionar a esta clienta. No obstante, era asidua de la consulta. Ella misma, enrollando sus faldas por encima del vientre, se tendía sobre el estrecho diván recubierto de piel que servía para mis consultas, levantaba las rodillas y separaba sus anchos muslos de un blanco lechoso, con visible satisfacción. Se notaba que hubiera permanecido así de buen grado durante todo el día.
Laurette no desaprovechaba ninguna ocasión de acostarse con un hombre. Me confesó que, ciertos días en que preveía alguna de esas ocasiones, no se ponía las bragas para ganar tiempo.
—Tengo suerte porque, según parece, no puedo tener hijos. Las enfermedades venéreas me dan tanto miedo que prefiero venir a menudo para que me examinen…
Yo la veía todos los meses, a veces con más frecuencia. Se confesaba poco más o menos por los mismos días. Una especie de limpieza general. Siempre hacía el mismo gesto al quitarse las bragas, que se le pegaban a la carne, y al tenderse sobre el diván.
Hubiera podido mantener relaciones con ella desde su primera visita. En vez de eso, estuve meses y meses deseándola. Pensaba en ella por las noches, en la cama. A veces abrazaba a mi mujer con los ojos cerrados, evocando los muslos gruesos y blancos de Laurette. Tanto pensaba en ella que acechaba sus visitas y una vez, al cruzarme con ella en la plaza, no pude contenerme y le lancé con una risita azorada:
—¿Así que ya no vienes a verme?
La verdad es que no sé por qué resistí tanto tiempo. ¿Quizá fue debido a la idea extraordinaria que yo me hacía de mi profesión? ¿Quizá porque fui educado con represión?
Vino a la consulta. Hizo los gestos rituales mirándome con ojos curiosos y luego divertidos. Era una chiquilla de dieciocho años y, sin embargo, me consideraba como una persona mayor considera al niño cuyos pensamientos adivina.
Yo estaba colorado, torpe. Bromeaba, confuso:
—¿Te has acostado con muchos hombres, últimamente?
Imaginaba que todos los hombres del pueblo, a cuya mayoría conocía, cabalgaban a la muchacha que reía.
—No los cuento, ¿sabe? Los voy recibiendo según se presentan.
Y de repente, frunciendo el ceño porque un pensamiento acababa de pasársele por la cabeza, me dijo:
—¿Le doy asco?
Entonces, me decidí. Un instante después, me desplomaba sobre ella como un animal, y era la primera vez que hacía el amor en mi gabinete. La primera vez asimismo que hacía el amor con una mujer que, sin ser una profesional, carecía por completo de pudor, que se preocupaba por su placer y por el mío, aumentando uno y otro por todos los medios posibles y hablando con las palabras más crudas.
Una vez muerta Jeanne, Laurette siguió viniendo a verme. Después vino cada vez menos, porque se había hecho novia de un muchacho, un chico muy agradable, por lo demás. Pero aquello no era ningún obstáculo.
¿Estaba mi madre al corriente de lo que ocurría entre la criada del alcalde y yo? Hoy me gustaría saberlo. Hay muchas preguntas como ésta que me hago desde que estoy al otro lado, no sólo con respecto a mi madre, sino a todas las personas que he conocido.
Mi madre siempre anduvo con paso sigiloso, como si estuviera en la iglesia. Siempre iba calzada con unas zapatillas de fieltro y nunca he conocido a una mujer capaz, como ella, de ir y venir sin hacer el más mínimo ruido, sin —por así decirlo— desplazar el aire, hasta el punto de que, siendo yo muy niño, llegaba a asustarme al tropezar con sus piernas cuando la creía en otra parte: «¿Estabas ahí?».
¡Cuántas veces pronuncié esas palabras ruborizándome!
No la acuso de curiosidad. Creo, sin embargo, que escuchaba detrás de las puertas, que siempre lo hizo. Creo incluso que si yo se lo dijera, no sentiría vergüenza alguna. Esto se deduce, naturalmente, de la idea que ella se había hecho de su papel, que era el de proteger, y para proteger, hay que saber.
¿Se enteró de que yo me acostaba con Laurette antes de que muriese Jeanne? No estoy seguro. Después, es imposible que lo ignorase. Ahora, después de haber pasado mucho tiempo, me doy cuenta de ello. Aún me parece estar oyendo su voz cuando me dijo, preocupada:
—Parece ser que Laurette, cuando se case, se va a vivir a La Rochelle con su marido, que piensa poner allí un comercio.
Hay tantas cosas que comprendo. Algunas de ellas me asustan, me asustan tanto más cuanto que viví años y años sin sospecharlas. ¿He vivido de verdad? Acabo por no estar seguro, por pensar que pasé el tiempo soñando despierto.
Todo era fácil. Todo se arreglaba. Mis días se encadenaban unos tras otros siguiendo un ritmo igual y lento por el que no tenía que preocuparme.
Todo se arreglaba, dije, aparte de mi apetito por las mujeres. No digo por el amor, sino por las mujeres. Como médico del pueblo, me creía obligado a tener mayor circunspección que nadie. Estaba obsesionado con la idea de un escándalo por el que pudieran señalarme con el dedo y crear a mi alrededor, en el pueblo, una especie de barrera invisible. Cuanto más agudos y dolorosos eran mis deseos, más fuerza adquiría ese miedo, hasta el punto, ciertas noches, de traducirse en pesadillas infantiles.
Lo que me espanta, señor juez, es que una mujer, mi madre, adivinase todo eso. Yo iba cada vez con más frecuencia a La Roche-sur-Yon, de un salto en mi potente moto. Tenía allí unos cuantos amigos: médicos, abogados, con los que me reunía en un café donde siempre se encontraban, al fondo y cerca del mostrador, dos o tres mujeres a las que deseé durante casi dos años sin decidirme jamás a llevármelas al hotel más cercano.
Al regresar a Ormois, recorría todas las calles, todos los caminos del pueblo con la esperanza de encontrarme con Laurette en un lugar apartado.
Así andaban las cosas y mi madre lo sabía. Cierto es que con mis dos hijas que cuidar, no le faltaba trabajo. Estoy persuadido, sin embargo, de que si se decidió un buen día a tomar una muchacha fue sólo por mí, ella, a quien tanto horror le daba ver a una extraña en su casa.
Le pido perdón, señor juez, por pararme en estos detalles, que tal vez le parezcan sórdidos, pero tengo la impresión, ya ve usted, de que tienen una gran importancia.
La llamaban Lucile y procedía, naturalmente, del campo. Tenía diecisiete años. Era delgada, con el pelo negro y siempre desordenado. Era tan tímida que dejaba caer los platos cuando yo le dirigía la palabra de improviso.
Se levantaba muy temprano, a las seis de la mañana, y bajaba la primera para encender el fuego con objeto de que mi madre pudiera quedarse en la habitación y ocuparse de las niñas antes de bajar.
Era invierno. Recuerdo la estufa echando humo, aún huelo en todas las casas el olor a madera húmeda que no se enciende bien, y después el olor a café. Casi todas las mañanas, con un pretexto cualquiera, bajaba yo a la cocina. Con el pretexto de ir a buscar setas, por ejemplo. Más de cincuenta veces fui por setas a los esponjosos prados sólo para encontrarme abajo con Lucile, que se contentaba con ponerse una bata sobre el camisón y que, más tarde, subía para dedicarse a su aseo personal.
Olía a cama, a franela caliente, a sudor. Pienso que no sospechaba nada de mis intenciones. Yo me las arreglaba para rozarla, para tocarla con distintos pretextos.
—¿Sabe que está excesivamente delgada, mi pobre Lucile?
Por fin había encontrado una excusa para palparla, y ella se dejaba hacer, con una cacerola en la mano.
Tardé semanas, meses. Después, aún tardé muchas semanas más en tirarla de espaldas sobre una mesa, a las seis de la mañana, cuando afuera aún era de noche.
Ella no sentía ningún placer. Simplemente, estaba contenta de procurarme aquel gozo. Después, cuando se levantaba, escondía la cabeza en mi pecho. Hasta el día en que, por fin, se atrevió a levantar la cara para besarme.
¿Quién sabe? Si su madre no hubiera muerto, si su padre no se hubiera quedado solo en la granja con siete hijos y no la hubiera llamado para que se ocupase de los mismos, tal vez las cosas hubieran sido de otra manera…
Poco tiempo después de Lucile, tal vez unos quince días después de que se fuera y cuando, al no tener criada, llamamos a una mujer de los alrededores para ayudar en la casa, se produjo un incidente.
La jefa de Correos me había traído a su hija, una joven de dieciocho o diecinueve años que trabajaba en la ciudad y cuya salud dejaba mucho que desear.
—No come nada. Adelgaza. Le dan mareos. Me pregunto si su jefe no la hace trabajar demasiado.
La chica era mecanógrafa en una agencia de seguros. He olvidado su nombre, pero la veo con claridad, más maquillada que las chicas de allí, con las uñas pintadas, tacones altos y silueta decidida.
No hubo premeditación, para hablar con propiedad. Es costumbre —sobre todo con las chicas que tienen algo que esconder a su familia— examinarlas y, sobre todo, interrogarlas sin testigos.
—Vamos a ver qué pasa, señora Blain. Si hace el favor de esperar aquí un instante…
Tuve la impresión enseguida de que la chiquilla se estaba mofando de mí y me pregunto ahora si, de verdad, tenía yo el aspecto de un hombre obsesionado por el deseo. Es posible. No puedo remediarlo.
—Me apuesto algo a que va usted a decirme que me desnude…
Así, de golpe, sin haberme dado tiempo para abrir la boca.
—¡Oh! Me da lo mismo, ¿sabe? Además, todos los médicos son iguales, ¿no es así?
Se quitaba el vestido, como en un dormitorio, mirándose en el espejo y arreglándose después el pelo.
—Si está pensando que tengo tuberculosis, no merece la pena que me ausculte, me hicieron una radiografía el mes pasado.
Y finalmente, se puso frente a mí y me dijo:
—¿Me quito la combinación?
—No es necesario.
—Como quiera. ¿Qué tengo que hacer?
—Tumbarse aquí y no moverse.
—Va usted a hacerme cosquillas. Le advierto que tengo muchas cosquillas…
Como era de esperar, en cuanto la toqué, empezó a reír y a moverse.
Una zorra, señor juez. Yo la odiaba y veía cómo acechaba la expresión de mi turbación.
—No me diga que no siente nada. Estoy segura de que, si se tratara de mi madre o de otra mujer vieja, no sentiría usted la necesidad de examinarla igual. Si se viera usted los ojos…
Me porté como un idiota. No era ninguna novicia, tenía pruebas de ello. Se había dado cuenta de una señal evidente de mi turbación y aquello la divertía, se reía con la boca abierta. Es lo que recuerdo de ella con más claridad: aquella boca abierta, aquellos dientes brillantes, una lengüecita color de rosa y puntiaguda muy cerca de mi rostro. Le dije, con una voz que no era la mía habitual:
—No te muevas. Deja…
Y entonces ella, debatiéndose de pronto, me lanzó:
—¿Pero qué hace usted? ¿Se ha vuelto loco?
Otro detalle, que hubiera debido hacerme más prudente, vuelve ahora a mi memoria. La asistenta estaba barriendo el pasillo detrás del gabinete de mi consulta y, de cuando en cuando, el cepillo chocaba contra la puerta.
¿Por qué insistí, teniendo tan pocas probabilidades? La chiquilla pronunció en voz muy alta:
—Si no me suelta usted enseguida me pongo a gritar.
¿Qué fue lo que oyó exactamente la asistenta? Llamó a la puerta y abrió preguntando:
—¿El señor ha llamado?
No sé lo que vio. Balbuceé:
—No, Justine… Gracias.
Y cuando la otra se marchó, la muy zorra se echó a reír.
—Tiene usted miedo, ¿eh? Lo tiene bien merecido. Voy a vestirme. ¿Qué va usted a decirle a mi madre?
Fue a la mía, a mi madre, a quien Justine puso al corriente. Podría jurarlo. Nunca me habló de ello. Ni dejó sospechar que lo supiera. Sólo que aquella misma noche, o al día siguiente, me dijo, como quien no quiere la cosa, como si estuviera hablando sola:
—Me pregunto si no has ganado ya el suficiente dinero para instalarte en la ciudad…
Y después, inmediatamente, lo que es característico de su manera de obrar:
—Observa que, de todos modos, tendremos que instalarnos allí tarde o temprano, lo digo por tus hijas, que no pueden ir al colegio del pueblo y a quienes deberías mandar al convento…
Yo no había ganado mucho dinero, pero sí el suficiente para ahorrar algo. Gracias a la «profarmacia», como decimos nosotros, es decir, a la facilidad que tienen los médicos de pueblo para vender medicamentos.
Vivíamos acomodadamente. Las pocas tierras que mi madre había salvado del desastre nos daban una pequeña renta, sin contar con que nos proporcionaban vino, castañas, unas cuantas gallinas y conejos, y asimismo la leña para la calefacción.
—Deberías informarte en La Roche-sur-Yon.
La verdad es que hacía ya dos años que yo estaba viudo y mi madre juzgaba prudente buscarme una novia. No podía contratar eternamente a criadas complacientes que se irían casando una tras otra o que terminarían marchándose a la ciudad con el fin de ganar más dinero.
—No corre prisa, pero podrías ir haciéndolo ya desde ahora. Yo soy feliz aquí, pero sería feliz en cualquier sitio, ¿comprendes?
Creo también que a mamá no le gustaba verme siempre con calzones y botas, como mi padre, ocupando con la caza la mayor parte de mis momentos de libertad.
Yo era como un polluelo, señor juez, pero no tenía conciencia de ello. Era un polluelo grande, de un metro ochenta de alto y noventa kilos, un monstruoso polluelo que sudaba salud y fuerza por todos los poros y que obedecía a su madre como un niño pequeño.
No le guardo rencor. Ella gastó su vida tratando de protegerme. No fue la única.
Tanto es así que llego a preguntarme si estaría yo marcado por alguna señal que las mujeres, ciertas mujeres, reconocían, y que las impulsaba a defenderme contra mí mismo.
Eso no es así, ya lo sé. Pero cuando uno repasa su vida después, tiene tendencia a decirse: «Aquello sucedió como si…».
Que mamá tuviese miedo, tras el incidente de aquella mala zorra, es indiscutible. Poseía experiencia en esa clase de cosas, tras haber vivido con el marido más mujeriego de todo el cantón. Cuántas veces vinieron a decirle:
—¿No sabes, mi pobre Clémence, que tu marido ha vuelto a dejar embarazada a la hija de Charruau?
Pues mi padre las «embarazaba» sin vergüenza alguna, aunque después se viera forzado a vender una nueva parcela de tierra. Todo era bueno para él, las jóvenes y las viejas, las putas y las vírgenes.
Mi madre, en suma, quería casarme por esa razón.
Jamás protesté. No sólo no protesté sino que jamás tuve conciencia de que me estaban obligando a nada. Y eso, ya lo verá, es muy importante. No soy un rebelde, todo lo contrario.
Durante toda mi vida —creo habérselo dicho y repetido—, quise hacer las cosas bien, simplemente, tranquilamente, por la satisfacción del deber cumplido.
¿Tenía aquella satisfacción un regusto amargo? Esa es otra cuestión. Prefiero no responder enseguida. A menudo, por la noche, al mirar un cielo incoloro, un cielo como apagado, recordé a mi padre tendido al pie del almiar.
No vaya a replicarme que él, como bebía y corría detrás de las mujeres, no hacía todo lo posible. Hacía cuanto podía, compréndalo, lo único que le era posible.
Yo no era más que su hijo. Representaba ya la segunda generación. Igual que usted representa la tercera. Y si hablo de mí en pasado es porque ahora me encuentro al otro lado, he dejado atrás todas esas contingencias.
Durante años y años, cumplí con todo lo que deseaban que cumpliese, sin rechistar, haciendo el menor número de trampas posible. Fui un estudiante bastante bueno, pese a mi gruesa cara braquicéfala. Fui un médico de pueblo concienzudo, pese al incidente de la joven zorra.
Mire, incluso le diré que fui un buen médico. Delante de mis colegas más sabios o más solemnes, me callo o bromeo. No leo revistas médicas. No asisto a los congresos. Ante una enfermedad, a veces me encuentro indeciso y paso al cuarto contiguo para consultar mi vademécum.
Pero tengo intuición para la enfermedad. La descubro igual que un perro descubre la caza. La huelo. Desde el primer día en que lo vi a usted entrar en su gabinete del palacio de justicia, yo… Se va a reír de mí. Peor para usted, señor juez. Pero yo le advierto: tenga cuidado con su vesícula. Y perdóneme este ataque de vanidad profesional, de vanidad a secas. ¿Acaso no debo conservar alguna cosa, como yo decía cuando era niño?
Tanto más cuanto que estamos llegando a Armande, mi segunda mujer, a quien usted vio en el banco de los testigos.
Estuvo muy bien. Todo el mundo lo reconoció, y hablo de esto sin la menor ironía. Muy «mujer de médico de La Roche-sur-Yon» quizá, pero no se le puede guardar rencor por eso.
Es hija de lo que aún llaman en nuestra tierra un propietario, un hombre que posee cierto número de granjas y que vive, en la ciudad, de sus rentas. Ignoro si pertenece a la verdadera nobleza o si, como la mayor parte de los aristócratas de Vendée, se contentó con añadirle un «de» a su apellido. El caso es que se llama Hilaire de Lanusse.
¿Le pareció a usted hermosa? Tanto me han repetido que lo es que ya no sé qué pensar. Por lo demás, estoy dispuesto a creerlo. Es alta, bien formada, más bien gruesa, hoy, que delgada.
Las madres, en La Roche-sur-Yon dicen de buen grado a sus hijas: «Aprende a andar como la señora Alavoine».
Se desliza, ya la ha visto usted. Se mueve y sonríe con tanta soltura y naturalidad que parece un secreto. Mamá, al principio, decía de ella:
—Tiene la prestancia de una reina.
Produjo una gran impresión en el tribunal, como se daría usted cuenta, sobre el jurado e incluso sobre los periodistas. Vi algunas personas, cuando ella estaba en el estrado de los testigos, que me examinaban con curiosidad, y no era difícil adivinar lo que estaban pensando: «¿Cómo ese palurdo puede tener una mujer semejante?».
Es la impresión, señor juez, que siempre hemos producido ella y yo. ¿Qué estoy diciendo? Es la impresión que siempre me produjo a mí mismo y de la que he tardado mucho en deshacerme. Y no sé si me he librado del todo de ella. Es muy complejo pero creo que, a fin de cuentas, he terminado por comprender.
¿Conoce La Roche-sur-Yon, al menos de haber pasado por allí alguna vez? No es una verdadera ciudad, no es lo que llamamos en Francia una ciudad. Napoleón la creó de arriba abajo por razones estratégicas, de suerte que carece de ese carácter que dan a otras ciudades la lenta aportación de los siglos, los vestigios de numerosas generaciones.
En cambio, no carece de espacio ni de luz. Incluso hay demasiada. Es una ciudad cegadora, con casas blancas bordeando los bulevares demasiado anchos, con calles rectilíneas eternamente barridas por corrientes de aire. En cuanto a monumentos, primero están los cuarteles, que vemos por todas partes. Luego, la estatua ecuestre de Napoleón, en medio de una explanada descomunal donde los hombres parecen hormigas, la prefectura, armoniosa con su parque lleno de sombra y… eso es todo, señor juez. Una calle comercial, para proveer a las necesidades de los campesinos que acuden a las ferias mensuales, un teatro minúsculo con columnas dóricas, el edificio de Correos, un hospital, unos treinta médicos, tres o cuatro abogados, notarios, procuradores, corredores de fincas, de abonos, de máquinas agrícolas y una docena de agentes de seguros.
Añádale a esto dos cafés con clientela fija frente a la estatua de Napoleón, a dos pasos de un palacio de justicia, cuyo patio interior parece un claustro, unos cuantos bistrós llenos de buenos olores en torno a la Place du Marché y ya le ha dado usted la vuelta a la ciudad.
Nos instalamos allí en el mes de mayo, mi madre, mis dos hijas y yo, en una casa prácticamente nueva, separada de una tranquila calle por un arriate y macizos de boj recortados. Un cerrajero vino a atornillar en la reja una bonita placa de cobre con mi nombre y la mención «Medicina general», así como mis horas de consulta.
Por primera vez teníamos un gran salón, un verdadero salón estucado de blanco hasta la altura de un hombre y tremoses encima de las puertas, pero aún pasaron varios meses antes de que pudiéramos gastar dinero en amueblarla. Por primera vez también, había en el comedor un timbre eléctrico para llamar a la criada.
Y buscamos enseguida una sirvienta porque, en La Roche-sur-Yon, hubiera sido indecoroso que vieran a mi madre limpiando la casa. Seguía haciéndolo, naturalmente, pero, gracias a la criada, el honor estaba a salvo.
Es curioso que apenas me acuerde de aquella muchacha. Debía de ser del montón, de mediana edad. Mi madre asegura que era muy abnegada y no hay ninguna razón para no creerla.
Me acuerdo perfectamente de dos grandes lilos en flor que flanqueaban la puerta de entrada. Los clientes la cruzaban y se oían sus pasos sobre los guijarros del sendero indicado por una flecha y que, en vez de llevar a la puerta principal, los conducía a la sala de espera, cuya puerta ostentaba un timbre eléctrico. De este modo, desde mi gabinete, yo podía contar mis pacientes, lo que hice durante mucho tiempo no sin cierta angustia, ya que no estaba seguro de triunfar en la ciudad.
Todo fue muy bien. Yo estaba contento. Nuestros viejos muebles no armonizaban con la casa, pero eso nos proporcionaba temas de conversación a mi madre y a mí, pues discutíamos velada tras velada lo que íbamos a adquirir a medida que fuese entrando el dinero.
Conocía a mis colegas antes de instalarme, pero de esa manera en que un médico rural sin importancia conoce a los médicos de la ciudad cabeza de partido.
Teníamos que invitarles a casa. Todos mis amigos me decían que era indispensable. A mi madre y a mí nos daba mucho miedo, pero decidimos dar un bridge e invitar a unas treinta personas aproximadamente.
Espero no aburrirle al contarle estos pequeños detalles. La casa estuvo patas arriba durante varios días. Yo me ocupaba de los vinos, licores y puros. Mamá, de los sándwiches y de los dulces.
Nos preguntábamos cuántas personas vendrían, y vinieron todos, incluso una persona más, y esa persona que no conocíamos, de la que no habíamos oído nunca hablar, era Armande.
Acompañaba a uno de mis colegas, un laringólogo, que se había impuesto la tarea de distraerla, ya que estaba viuda desde hacía un año aproximadamente. La mayoría de mis amigos, en La Roche-sur-Yon, se turnaban para sacarla de casa y cambiarle las ideas.
¿Era de verdad necesario? No lo sé. No quiero juzgar. No juzgaré a nadie nunca más.
Lo único que sé es que iba vestida de negro con un poco de malva y que sus cabellos rubios, arreglados con particular esmero, formaban una masa densa y suntuosa.
Hablaba poco. En cambio, miraba, lo veía todo, sobre todo lo que no hubiera debido ver, y una leve sonrisa aparecía entonces en sus labios, por ejemplo cuando mamá pasó unas minúsculas salchichas —el comerciante le había afirmado que era muy elegante hacerlo así— acompañándolas de nuestros bellos tenedores de plata en lugar de pincharlas en un palillo.
A causa de su presencia, de aquella vaga sonrisa que se perdía en su rostro, cobré conciencia repentinamente del vacío de nuestra casa y nuestros pocos muebles, colocados a la buena de Dios, me parecieron ridículos, nuestras voces me daban la impresión de chocar contra todas las paredes, como en las estancias deshabitadas.
Aquellas paredes estaban casi desnudas. Jamás hemos tenido cuadros. Ni nunca nos preocupamos por comprarlos. En Bourgneuf, nuestra casa estaba adornada con ampliaciones de fotografías y calendarios. En Ormois, yo había mandado enmarcar unas cuantas reproducciones recortadas en las revistas de arte que los fabricantes de productos farmacéuticos editan para los médicos.
Había algunas de esas reproducciones en las paredes y durante aquella primera recepción pensé que los invitados las conocían, puesto que todos o casi todos recibían las mismas revistas.
La sonrisa de Armande me abrió los ojos. Y sin embargo, aquella sonrisa estaba impregnada de una extremada benevolencia. ¿O habría que decir, más bien, de una irónica condescendencia? Siempre me ha horrorizado la ironía y no sé distinguirla. El caso es que me sentía muy incómodo.
No quería jugar al bridge porque, en aquella época, yo era un jugador peor que mediocre.
—Claro que sí —insistía ella—, se lo ruego. Quiero que sea mi pareja. Ya verá como todo irá muy bien…
Mamá se afanaba, angustiada ante la idea de una posible metedura de pata que pudiera perjudicarme. Se disculpaba por todo. Se disculpaba demasiado, con una humildad que llegaba a ser molesta. Resultaba muy fácil darse cuenta de que no tenía costumbre de hacer invitaciones.
Nunca en mi vida he jugado tan mal como aquella tarde. Las cartas se borraban ante mis ojos. Me olvidaba de los anuncios. En el momento de servir, vacilaba, miraba a mi pareja y su sonrisa alentadora me hacía ruborizarme más aún.
—Tómese usted tiempo —decía—. No se deje impresionar por estos señores.
Hubo una desagradable historia de sándwiches de salmón ahumado, que resultó estar demasiado salado. Como ni mi madre ni yo comimos de aquel salmón, no supimos nada aquella misma tarde, afortunadamente. Pero al día siguiente, mi madre encontró no sé cuántos sándwiches que los invitados habían abandonado discretamente detrás de los muebles y las cortinas.
Durante varios días me estuve preguntando si Armande habría cogido alguno. No estaba enamorado de ella. No creía la cosa posible. Su recuerdo, simplemente, me exasperaba, y le guardaba rencor por haberme hecho sentir mi torpeza, si no mi vulgaridad. Y precisamente, lo que más me molestaba era que me la hubiera hecho sentir con aquel aire de benevolencia.
Al día siguiente, en el café donde yo iba casi todas las tardes a tomar el aperitivo, obtuve algunos detalles acerca de ella y de su vida.
Hilaire de Lanusse tenía cuatro o cinco hijos, no lo sé exactamente. Todos estaban casados antes de que Armande cumpliese los veinte años. Asistió sucesivamente a cursos de canto, de arte dramático, de música y de baile.
Como suele ocurrir con los hijos más pequeños, el núcleo familiar ya no existía en el momento en que ella entraba de verdad en la vida, y se encontraba tan libre, en la espaciosa casa de su padre de la Place Boieldieu, como en una pensión familiar.
Se había casado con un músico de origen ruso que se la llevó a París. Vivió seis o siete años con él. Yo lo conocía por sus fotografías. Era joven, con un rostro sorprendentemente largo y estrecho, de una nostalgia, de una tristeza infinitas.
Estaba tuberculoso. Para llevarlo a Suiza, Armande reclamó la parte que le correspondía de su madre y con este dinero vivieron tres años más, solos en un chalé de alta montaña.
Allí murió él, pero hasta unos meses más tarde no volvió ella a ocupar su puesto en la casa del padre.
Permanecí una semana sin verla y, si pensaba en ella a menudo, se debía a que su recuerdo iba unido al de nuestra primera fiesta, y a que yo buscaba en ella la crítica de nuestros hechos y gestos de mi madre y míos.
Una tarde en que tomaba el aperitivo en el café de Europa, la vi pasar por la acera a través de los visillos. Iba sola. Caminaba sin mirar a nadie. Llevaba puesto un traje de chaqueta negro de una elegancia y una sencillez de corte que no suelen encontrarse en las ciudades pequeñas de provincias.
No me emocionó en absoluto verla. Sólo pensé en los sándwiches abandonados detrás de los muebles y me resultó muy desagradable.
Unos días más tarde, en casa de otro médico, en un bridge, me encontré sentado a la misma mesa que ella.
Conozco mal las costumbres parisienses. En nuestra tierra, cada médico, cada persona perteneciente a un mismo medio social, da al menos un bridge cada temporada, lo que acaba por reunirnos una o dos veces por semana, en casa de uno o de otro.
—¿Cómo están sus hijas? Porque me he enterado de que tiene usted dos adorables niñas.
Le habían hablado de mí. Me sentía molesto, me preguntaba qué habrían podido decirle.
Ya no era una niña. Tenía treinta años. Había estado casada y poseía de la vida mucha más experiencia que yo, que era ligeramente mayor que ella, y eso se notaba en sus menores palabras, en sus actitudes, en su mirada.
Tenía la impresión de que me tomaba un poco bajo su protección. Me defendió, por lo demás, aquella tarde en el bridge, a propósito de una jugada a la que me había arriesgado sin reflexionar. Uno de los jugadores la discutía.
—Confiese —decía— que ha tenido usted suerte; se había olvidado de que el diez de pica había salido ya…
—Nada de eso, Grandjean —afirmó ella con su serenidad habitual—. El doctor sabía muy bien lo que hacía. Prueba de ello es que, en la jugada anterior, se había desprendido de una carta de corazones, cosa que no habría hecho de no saberlo.
Era falso. Ella lo sabía y yo lo sabía. Y yo sabía que ella sabía.
¿Comprende usted lo que significaba eso?
Algún tiempo después, cuando aún no nos habíamos visto más de cuatro veces, mi hija mayor, Anne-Marie, cogió la difteria. Mis hijas, como la mayor parte de los hijos de médicos, coleccionaron, durante su juventud, todas las enfermedades infecciosas.
Yo no quería meterla en el hospital pues, por aquella época, no estaba atendido a mi gusto. Pero tampoco había ninguna cama disponible en las clínicas privadas.
Decidí aislar a Anne-Marie en casa y, como no me fiaba de mí mismo para cuidarla, llamé a mi amigo el laringólogo.
Su nombre es Dambois. Éste ha debido de leer apasionadamente los informes de mi proceso. Es un tipo alto y delgado, de cuello desmedido, con la nuez prominente y ojos de payaso.
—Lo que habría que encontrar, antes que nada —me dijo—, es una enfermera. Voy a hacer algunas llamadas telefónicas enseguida a ver si encuentro a alguien, aunque dudo en conseguirlo.
En efecto, reinaba la difteria por todo el departamento, y ni siquiera era fácil encontrar suero.
—En cualquier caso, es imposible que su mamá siga cuidando a la enferma y que se ocupe al mismo tiempo de la más pequeña. No sé todavía lo que voy a hacer, pero me ocuparé de ello. Cuente conmigo, amigo mío.
Yo estaba derrotado. Tenía miedo y andaba de cabeza. A decir verdad, lo esperaba todo de Dambois, pues apenas tenía voluntad propia.
—¿Oiga?… ¿Es usted, Alavoine?… Aquí Dambois.
Hacía apenas media hora que se había marchado de casa.
—He acabado por hallar una solución. Como yo pensaba, no hay que contar con que encontremos una enfermera, ni siquiera en Nantes, donde la epidemia es aún más grave que aquí. Armande, que me oyó hablar por teléfono, se ha ofrecido espontáneamente para cuidar a su hija. Está acostumbrada a cuidar enfermos. Es inteligente. Posee la paciencia necesaria. Estará en su casa dentro de una o dos horas. No tiene usted más que instalarle un camastro en la habitación de su pequeña enferma. Nada de eso, amigo mío, a ella no le molesta nada hacer de enfermera… Al contrario… Aquí entre nosotros, le diré que estoy encantado de que lo haga, pues así se distraerá un poco. Usted no la conoce. La gente se imagina, al verla sonreír, que ha recobrado su equilibrio, pero mi mujer y yo, que la vemos todos los días, que la conocemos en la intimidad, sabemos que se encuentra desamparada y, se lo digo confidencialmente, durante mucho tiempo creímos que esto terminaría mal. Así que no sienta ningún escrúpulo.
»Lo que la hará sentirse más cómoda es que la trate como a una enfermera corriente, que no se preocupe por ella y que confíe en ella en lo que concierne a la enferma.
»Le dejo, amigo, porque está abajo, con mi mujer, y espera su respuesta para hacer su maleta.
»Llegará a su casa dentro de una hora o dos. Siente mucha simpatía por usted, sólo que no muestra fácilmente sus sentimientos profundos.
»Tendremos el suero esta tarde. Preocúpese de sus enfermos y, en cuanto a lo demás, déjenos a nosotros…
Y así fue, señor juez, cómo Armande entró en mi casa, con una bolsa de viaje en la mano. Su primer cuidado fue ponerse una bata blanca y taparse los rubios cabellos con una toca de gasa.
—A partir de ahora, señora, bajo ningún pretexto debe usted entrar en esta habitación. Ya sabe que va en ello la salud de su segunda nieta. Me he traído un infiernillo eléctrico y todo lo necesario. No se preocupe de nada.
Unos minutos más tarde, me encontré a mi madre llorando en el pasillo, junto a la cocina. No quería llorar delante de la criada ni delante de mí.
—¿Qué te pasa?
—Nada —respondió sorbiendo sus lágrimas.
—Anne-Marie va a estar muy bien cuidada.
—Sí…
—Dambois asegura que la niña no corre ningún peligro y que nos lo diría si tuviese la más mínima duda…
—Ya lo sé…
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando…
Pobre mamá, ella sabía lo que acababa de entrar en casa: una voluntad más fuerte que la suya, ante la cual, desde el primer día, se veía obligada a ceder.
Y fíjese, señor juez: podrá decirme que colecciono detalles ridículos. ¿Sabe lo que creo que le resultó más penoso a mi madre?: el infiernillo eléctrico que la otra había tenido la precaución de traer.
La otra había pensado en todo, ¿comprende? No necesitaba a nadie. No quería necesitar a nadie.