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Mi madre compareció ante el tribunal porque la habían citado como testigo. Por muy increíble que pueda parecer, ignoro aún si fue la acusación o la defensa quien lo hizo. Uno de mis dos abogados, el letrado Oger, no vino de La Roche-sur-Yon más que para ayudar a su colega parisiense y para representar, de alguna manera, a mi provincia natal. En cuanto al letrado Gabriel, me prohibía con acritud que me ocupara de nada.

—¿Es mi oficio o el suyo? —exclamó con su brusco vozarrón—. ¡Piense usted, amigo mío, que no hay ni una celda de esta cárcel de donde no haya sacado yo por lo menos a un cliente!

Mandaron venir a mi madre; quizá fuera él, quizá los otros. En cuanto el presidente pronunció su nombre, se produjo un remolino en la sala; la gente de las últimas filas, los espectadores que estaban de pie, se pusieron de puntillas y, desde mi sitio, yo los veía estirar el cuello.

Me han reprochado que no vertiese ni una lágrima en aquella ocasión, hablaron de mi insensibilidad.

¡Qué imbéciles! ¡Y qué desfachatez, qué falta de conciencia, de humanidad, al hablar así de lo que no podían saber!

Pobre mamá. Iba vestida de negro. Hace más de treinta años que va siempre vestida de negro de los pies a la cabeza, como la mayoría de las aldeanas de mi tierra. Tal como la conozco, debió de preocuparse por su atuendo y pedir consejo a mi mujer; me apuesto algo a que repitió veinte veces: «¡Tengo tanto miedo de perjudicarle!».

Fue mi mujer, sin duda alguna, quien le aconsejó que se pusiera aquel cuello estrecho de puntilla blanca, para no parecer tan de luto, con el fin de no dar la sensación de que deseaba ablandar a los jueces.

No lloraba al entrar, usted la vio, puesto que se hallaba en la cuarta fila, no lejos de la entrada de los testigos. Todo lo que se ha dicho y escrito sobre ella es falso. Hace ya años que le están tratando los ojos, que le lagrimean continuamente. Ve muy mal, pero se obstina en no ponerse gafas, con el pretexto de que, con el uso, uno se va acostumbrado a unas gafas cada vez más gruesas y termina por quedarse ciego. Tropezó con un grupo de jóvenes abogados que cerraban el paso y a causa de este detalle pretendieron que «titubeaba de dolor y vergüenza».

La comedia la representaban los demás, y el primero en hacerlo era el presidente, levantándose levemente de su asiento para saludarla con aire de conmiseración infinita, y luego dirigiéndose al tradicional ujier:

—Tráigale una silla a la testigo.

Aquella multitud conteniendo la respiración, aquellos cuellos tensos, aquellos rostros crispados…, todo para nada, para contemplar a una mujer desgraciada, para hacerle preguntas sin importancia, sin la menor utilidad.

—Este tribunal se disculpa, señora, por imponerle esta prueba, y le ruega encarecidamente que haga un esfuerzo por conservar su sangre fría.

Ella no miraba hacia donde estaba yo. No sabía dónde me encontraba. Sentía vergüenza. No a causa de mí, como escribieron los periodistas, sino vergüenza por ser el punto de mira de aquella muchedumbre y por molestar, ella que siempre se sintió tan poca cosa, a unos personajes tan importantes.

Porque en su mente, créame, y conozco bien a mi madre, era ella quien molestaba. No se atrevía a llorar. No se atrevía a mirar a ninguna parte.

No sé siquiera cuáles fueron las primeras preguntas que le hicieron. Debo insistir sobre este detalle.

Ignoro si los demás acusados son como yo. Por mi parte, a menudo me costó interesarme por mi propio proceso. ¿Se debe esto a que toda aquella comedia tenía muy poco que ver con la realidad?

En numerosas ocasiones, mientras escuchaba a un testigo, o durante alguna de aquellas disputas entre el letrado Gabriel y el fiscal (el letrado Gabriel anunciaba estos incidentes cotidianos a los periodistas con un guiño prometedor), muchas veces, digo, llegué a tener fallos de memoria que duraban hasta media hora, y durante los cuales contemplaba un rostro entre el gentío, o simplemente unas manchas de sombra en la pared que había enfrente de mí.

En una ocasión, me puse a contar los espectadores. Esto duró casi una audiencia entera, porque me equivocaba en mis cálculos y volvía a empezar. Había cuatrocientas veintidós personas, incluyendo a los guardias del fondo. Cuatrocientas veintidós personas también, probablemente, aquella mañana, miraban a mi madre, a quien el letrado Gabriel, por mediación del presidente, preguntaba:

—¿Tuvo su hijo una meningitis en su infancia?

Como si fuera necesario hacerla venir desde Vendée para preguntarle esto. Y por el tono de la pregunta, podría creerse que en ello estaba el meollo del proceso, la clave del enigma. Comprendí el truco, señor juez. Porque se trata de un truco. Los dos adversarios, el fiscal y el abogado defensor se las ingenian así preguntando a los testigos, con una insistencia que sugiere la idea de misteriosos designios, las preguntas más estrafalarias.

Desde el banquillo de los acusados, yo veía a los miembros del jurado fruncir el ceño, arrugar la frente, escribir notas en un papel, como los lectores de novelas policíacas a quienes el autor, como quien no quiere la cosa, encarrila hacia una nueva pista.

—Sí, señor juez. Estuvo muy enfermo y creí que iba a perderlo.

—Tenga la amabilidad de dirigirse a los señores del jurado. Me parece que no la han oído bien.

Y mi madre repetía, dócil, con el mismo tono de voz:

—Sí, señor juez. Estuvo muy enfermo y creí que iba a perderlo.

—¿Se fijó usted si, después de aquella enfermedad, el carácter de su hijo cambió?

Ella no comprendía.

—No, señor juez.

—Responda a los señores del jurado.

Aquello era para ella un misterio tan insondable como el de la misa: recibir preguntas de un lado y tener que responderlas mirando a otro.

—¿No se volvió más violento?

—Siempre fue tan dulce como un cordero, señor juez…

—… presidente…

—Señor presidente. En el colegio, se dejaba pegar por sus compañeros porque él era más fuerte y temía hacerles daño.

¿Por qué hubo sonrisas en la sala y hasta en el banco de los periodistas que apuntaban apresuradamente aquellas palabras?

—Era como un perro muy grande que tuvimos y que…

Se callaba de pronto, intimidada, confusa. «Dios mío», debía de estar rezando para sí, «con tal de que no lo perjudique con mis palabras…».

Y seguía dándome la espalda.

—Durante el primer matrimonio del acusado, usted vivió con la joven pareja, ¿no es así?

—Naturalmente, señor presidente.

—Vuélvase hacia los señores del jurado, que no la oyen bien.

—Naturalmente, señores del jurado.

—¿La pareja era feliz?

—¿Y por qué no iba a serlo?

—Siguió viviendo con su hijo cuando volvió a casarse por segunda vez y ahora vive usted con su segunda esposa. Sería interesante que los señores del jurado supieran si las relaciones entre el acusado y esta última eran las mismas que mantenía con su primera esposa.

—¿Perdón?

Pobre mamá, que no está acostumbrada a las frases grandilocuentes y no se atrevía a confesar que es un poco sorda…

—Su hijo, si usted prefiere, ¿se portaba de la misma manera con su segunda mujer que con la primera?

¡Cobardes! Al final la hicieron llorar. No por culpa mía, ni por mi crimen, sino por unas razones que no les concernían. Debían de creerse muy listos, sin embargo. Observándolos, viendo todas sus miradas fijas en una anciana llorosa, hubiera podido creerse que iban a arrancarle la clave del misterio.

Sin embargo, es muy sencillo, señor juez. Con mi primera mujer, que no era una excelente ama de casa, que era lo que nosotros llamamos «de buena pasta», mi madre seguía siendo la verdadera dueña de la casa.

Con Armande las cosas cambiaron, eso es todo, porque Armande tenía una personalidad más marcada y unos gustos muy suyos. Cuando a una mujer de sesenta años le retiran de pronto sus ocupaciones, cuando le impiden mandar a los criados, preocuparse de la cocina y de los niños, resulta extremadamente doloroso.

Eso es todo. Por eso lloraba mi madre. Porque ya no era más que una extraña en la casa de su nuera.

—Su hijo, en su opinión, ¿era feliz en su segundo matrimonio?

—Con toda seguridad, señor juez…, perdón, señor presidente.

—Entonces, díganos por qué la abandonó.

Esto era como poner una trampa en un examen. ¿Acaso le correspondía a ella saberlo?

Yo no lloraba, no. Apretaba los puños detrás de mi banco, apretaba los dientes y, de no haberme contenido, me habría levantado de golpe para insultarlos a todos.

—Si se siente demasiado cansada para proseguir este interrogatorio, podemos dejarlo y reanudar la audiencia esta tarde.

—No, señor —musitaba mamá—. Prefiero continuar ahora.

Y como el presidente se volvía hacia mi abogado, ella lo siguió con la mirada y me divisó. No dijo nada. Por el movimiento de su garganta comprendí que se tragaba la saliva. Y yo sé muy bien lo que me hubiera dicho de haber podido dirigirme la palabra. Me hubiera pedido perdón, perdón por ser tan torpe, tan confusa, tan ridícula. Porque se sentía ridícula o, si usted lo prefiere, fuera de lugar, lo que para ella constituye la mayor de las humillaciones. Me habría pedido perdón por no saber qué responder y también, quizá, por perjudicarme.

El letrado Oger, a quien yo consideraba como un amigo, el letrado Oger, a quien mi mujer había enviado desde La Roche para que ayudase a la defensa, para que mi país natal se asociara a ello de alguna manera, cometió entonces una villanía. Se inclinó hacia el letrado Gabriel, quien, enseguida, asintió con la cabeza y, como si estuviera en el colegio, levantó la mano para indicar que deseaba tomar la palabra.

—Señor presidente, desearíamos, mi colega y yo, que le preguntara usted a la testigo en qué circunstancias murió su marido.

—¿Ha oído usted la pregunta, señora?

¡Canallas! Se había puesto azul de tan pálida. Temblaba de tal forma que el ujier se le acercó por si sufría un ataque o se desmayaba.

—De un accidente —consiguió articular en una voz tan baja que se lo hicieron repetir.

—¿Un accidente de qué?

—Estaba limpiando su fusil en el taller, detrás de la casa. El fusil se disparó…

—¿Letrado Gabriel?

—Le pido permiso para insistir, pese a la crueldad de mi pregunta. ¿La testigo puede afirmar al tribunal que su marido no se suicidó?

Ella hizo un esfuerzo por incorporarse, indignada.

—Mi marido murió de un accidente.

Todo esto, ya lo sabe, señor juez, para conseguir colocar una frasecita en un juicio, para lograr un efectismo de manguitos y oratoria. Para que el letrado Gabriel pudiera gritar más adelante, señalándome con gesto patético:

—… este hombre, sobre quien pesa una gravosa herencia…

«Gravosa herencia»… es cierto. ¿Y la suya, señor juez?

¿Y la del letrado Gabriel y esas dos filas del jurado cuyo semblante hice mal en examinar? Pesada herencia la mía, es verdad, la de cada uno de nosotros, la de todos los hijos de Adán.

Voy a decirle la verdad, no como la cuentan en las familias, que se avergüenzan de lo que consideran una tara, sino simplemente como hombre, como médico; y me extrañaría mucho que usted no hallara rasgos de los míos en su propia familia.

Nací en el seno de una de esas casas que ya comienzan a resultar enternecedoras y que algún día, sin duda, desaparecerán, salvo unas cuantas diseminadas por las provincias francesas y que serán consideradas como un museo. Era una casa vieja de piedra, con habitaciones amplias y frescas, y pasillos imprevistos amenizados aquí y allá con unos peldaños cuyo origen se ha olvidado, que huelen a un mismo tiempo a cera, a campo, a frutas maduras, a heno cortado y a puchero que cuece a fuego lento.

Antaño, en tiempos de mis abuelos, fue una hacienda, a la que algunos llamaban el castillo, y que constituía el núcleo de cuatro granjas de cincuenta hectáreas cada una.

En tiempos de mi padre, ya no quedaban más que dos. Luego, mucho antes de nacer yo, no quedó sino una sola y la casa se convirtió también en granja, mi padre se puso a cultivar la tierra con sus manos y se dedicó a la ganadería.

Era un hombre más alto, más ancho y más fuerte que yo. Me contaron que en las ferias y en algunas ocasiones en que había bebido, apostaba de buen grado que llevaría un caballo a cuestas, y los viejos de la comarca afirman que más de una vez ganó esta apuesta.

Se casó tarde, ya pasados los cuarenta años. Era un hombre apuesto y poseía los bienes suficientes para pretender un buen partido y resolver así su situación.

Si usted conociera Fontenay-le-Comte, a treinta kilómetros de nuestra casa, habría oído hablar, con toda seguridad, de las hijas de Lanoue. Eran cinco, con una madre vieja y viuda desde hacía mucho tiempo. Habían sido ricas antes de morir su padre, que perdió su fortuna haciendo especulaciones ridículas.

En tiempos de mi padre, la familia Lanoue, madre e hijas, seguía ocupando su casa grande de la Rue Rabelais y todavía hoy, las últimas en habitarla son las dos viejas señoritas Lanoue.

Creo que es imposible vivir en una pobreza más absoluta y más digna que la que soportaron, pese a todo, en aquella casa durante tantos años. Tan parcas eran las rentas que apenas les permitían la sombra de una comida diaria, lo cual no impedía a las cinco señoritas Lanoue, siempre acompañadas por la madre, asistir con gran boato, con guantes y sombrero, a la misa y a las vísperas, ni pasear después, con la cabeza muy alta, por la Rue de la République.

La más joven debía de tener unos veinticinco años, pero fue con la de treinta con la que mi padre se casó un buen día.

Se trataba de mi madre, señor juez. ¿Comprende usted ahora que la palabra «felicidad» no tenga el mismo sentido para esta mujer que para los señores del tribunal?

Cuando llegó a Bourgneuf, estaba tan anémica que durante varios años el aire puro del campo le produjo mareos. Sus partos fueron difíciles, creyeron que se moría, más aún teniendo en cuenta que yo nací con seis kilos de peso.

Ya le he dicho que mi padre cultivaba en persona una parte de sus tierras y esto es verdad sin serlo del todo. Buena parte del trabajo de las granjas, en nuestra comarca, consiste en «visitar» las ferias del país, y las hay en todas las aldeas del cantón y de los cantones vecinos.

Ese trabajo era el de mi padre. Y también el de organizar cacerías de conejos y jabalíes, cuando estos animales hacían estragos en la región.

Mi padre nació, por así decirlo, con un fusil en la mano. Lo llevaba al hombro cuando salía a los campos. En la posada, lo mantenía sujeto entre las piernas y yo siempre lo vi con un perro acostado a los pies, con el hocico sobre sus botas.

Ya ve que no he exagerado al afirmarle que yo estaba más cerca de la tierra que usted.

Iba al colegio del pueblo. Pescaba en los ríos y trepaba a los árboles con mis compañeros.

¿Observé yo por aquella época que mi madre estaba triste? La verdad es que no. Para mí, aquella gravedad que jamás la abandonaba era la característica de todas las madres, y también su dulzura, esa sonrisa siempre un poco velada.

En cuanto a mi padre, me subía a los caballos de labor, a los bueyes, me daba palmetazos, me lanzaba palabras procaces que sobresaltaban a mi madre, y sus bigotes, que yo siempre conocí grises, desprendían un fuerte olor, desde por la mañana, a vino o alcohol.

Mi padre bebía, señor juez. ¿Acaso no hay invariablemente un bebedor en cada familia? En la mía, era mi padre. Bebía en las ferias. Bebía en las granjas y en la posada. Bebía en casa. Acechaba a los paseantes desde el umbral de la puerta para tener ocasión de llevarlos a beber a la bodega.

Lo más peligroso eran las ferias porque, cuando había bebido, las cosas más estrambóticas le parecían normales.

No lo comprendí hasta más tarde, pues he visto a otros que se le parecían, podría decir que cada pueblo posee su bebedor.

Una generación le separa de la tierra y, probablemente, usted no conoció la implacable monotonía de las estaciones, el peso del cielo sobre los hombros a partir de las cuatro de la madrugada, el lento caminar de las horas con su cuenta cada vez más cargada de preocupaciones cotidianas.

Los hay que no se percatan de ello y se dice que son felices. Otros beben, visitan las ferias de ganado y corren detrás de las muchachas. Mi padre era de ésos.

Necesitaba, nada más despertarse, levantar el ánimo con una copa de aguardiente, para adquirir esa gozosa alacridad que lo hacía famoso en todo el cantón. Después, necesitaba más copas, más botellas para mantener ese a modo de optimismo. Y esto, ya ve, señor juez, creo que mi madre lo comprendió. Quién sabe, tal vez ésta sea la razón de que la quiera y la respete.

Jamás, y eso que la mayor parte de nuestra vida transcurría en la sala común y que, como todos los niños, yo aguzaba el oído, jamás le oí decir a mi madre:

«Has vuelto a beber, François».

Jamás le preguntó a mi padre adónde había ido, ni siquiera cuando, un día de feria, él se gastó el precio de una vaca con mujeres.

Creo que, en su mente, eso es lo que ella llama respeto. Respetaba al hombre. No era sólo agradecimiento porque él se hubiera casado con una de las Lanoue. Más sencillamente, dentro de sí, presentía que él no podía ser de otra manera.

¡Cuántas veces por la noche, cuando ya estaba acostado, oí la voz estentórea de mi padre anunciando la invasión de la casa por unos amigos recogidos un poco por todas partes, más borrachos unos que otros, que venían a beber una última copa!

Ella les servía. Acudía de vez en cuando a escuchar a mi puerta. Y yo fingía dormir, pues conocía su miedo a que retuviese las palabras malsonantes que gritaban en la sala.

Cada temporada, o casi, vendían un pedazo de tierra, un écart, un terreno baldío, como decimos nosotros.

—¡Bah! Esa parcela, situada tan lejos, nos da más trabajo de lo que nos aporta —decía mi padre, quien, por aquellos días, no tenía su aspecto habitual.

Y permanecía días enteros, a veces semanas, sin beber, sin tocar siquiera un vaso de vino. Trataba de parecer alegre pero su alegría sonaba falsa.

Un día en que yo estaba jugando junto al pozo, todavía me acuerdo, lo vislumbré tumbado cuan largo era al pie de un almiar, vuelta la cara hacia el cielo, y me pareció tan alto, tan inmóvil que lo creí muerto y me eché a llorar.

Al oírme, pareció despertar de un sueño. Me pregunto si me reconoció enseguida, de tan lejos como parecían mirar sus ojos.

Era una de esas tardes glaucas, con un cielo de un blanco liso, a la hora en que la hierba se vuelve de un verde sombrío y cada brizna se recorta, estremeciéndose, en la inmensidad, como en los lienzos de los viejos maestros flamencos.

—¿Qué tienes, hijo?

—Me he torcido el pie al correr.

—Ven a sentarte aquí.

Yo tenía miedo. Me senté en la hierba junto a él. Me rodeó los hombros con su brazo. Veíamos la casa allá a lo lejos, y el humo que ascendía recto desde la chimenea hasta el blanco cielo. Mi padre callaba y a veces sus dedos se crispaban un poco sobre mi hombro.

Ambos mirábamos al vacío. Nuestros ojos debían de tener el mismo color y yo me preguntaba si mi padre también tenía miedo.

No sé cuánto tiempo hubiera sido capaz de soportar aquella angustia y debía de estar ya muy pálido cuando se oyó un disparo por el camino del Bois Perdu.

Entonces mi padre se sacudió, sacó la pipa del bolsillo y recobró su voz natural para decirme, a la vez que se levantaba:

—¡Anda! Mathieu está disparando a alguna liebre en el Pré Bas.

Pasaron dos años. Yo no me daba cuenta de que mi padre era ya viejo, más viejo que los otros padres. Se levantaba por la noche cada vez más a menudo y yo oía ruidos de agua, susurros, tras lo cual, por la mañana, parecía cansado. En la mesa, mi madre decía, empujando hacia él una cajita de cartón:

—No te olvides de tu píldora…

Después, un día en que yo estaba en el colegio, uno de nuestros vecinos, el tío Courtois, entró en la clase y habló en voz baja con el maestro. Ambos me miraban.

—Niños, os pido que seáis buenos durante unos minutos. Alavoine, hijo, ¿quieres venir conmigo al patio?

Era verano. El cemento del patio estaba recalentado. Había rosas abiertas en torno a las ventanas.

—¿Verdad que eres ya un hombrecito, Charles? Y creo que quieres mucho a tu mamá. Pues bien: vas a tener que quererla aún más porque, en lo sucesivo, te necesitará mucho…

Yo había comprendido antes de que dijese la última frase. Cuando ni siquiera consideraba la posibilidad de que mi padre muriese, me lo representaba muerto, lo veía, acostado cuan largo era al pie del almiar, como dos años atrás, una tarde de septiembre.

No lloré, señor juez. Como tampoco lo hice ante el tribunal. Peor para los periodistas, que me tratarían una vez más de sapo viscoso. No lloré, pero me pareció que ya no me quedaba sangre en las venas y, cuando el viejo Courtois me llevó a su casa cogido de la mano, yo caminaba como sobre plumas, atravesaba un universo tan inconsistente como el de las plumas.

No me dejaron ver a mi padre. Regresé a casa cuando ya estaba metido en el ataúd. Todo el mundo que venía a casa, a quien había que servir de beber de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, durante el velatorio, todo el mundo repetía meneando la cabeza:

—Él, a quien tanto le gustaba la caza y que no sabía vivir sin su escopeta…

Treinta y cinco años después, un abogado henchido de su importancia, inflamado de vanidad, preguntaría con insistencia a mi pobre madre:

—¿Está usted segura de que su marido no se suicidó?

Nuestros campesinos de Bourgneuf tuvieron más tacto. Hablaron de esto entre ellos, naturalmente. Pero no creyeron necesario hablarle a mi madre al respecto.

Mi padre se suicidó. ¿Y qué? Mi padre bebía.

Y yo siento deseos de decirle una cosa. Pero, ya ve, señor juez, por muy inteligente que sea usted, tengo miedo de que no comprenda.

No le diré que los que beben son los mejores, pero sí que ellos, por lo menos, han vislumbrado algo, algo que no pueden alcanzar, algo cuyo deseo les duele hasta en el vientre, algo, quizá, que nosotros —mi padre y yo— mirábamos fijamente aquella tarde en que ambos estábamos sentados junto al almiar, con las pupilas reflejando un cielo sin color.

¡Imagínese ahora aquella frase pronunciada delante de esos señores del tribunal, y delante de esa serpiente venenosa de periodista!

Prefiero hablar enseguida de Jeanne, mi primera mujer.

Un día, en Nantes, cuando yo tenía veinticinco años, unos personajes solemnes me entregaron mi diploma de doctor en medicina. El mismo día, a la salida de la ceremonia durante la cual había sudado sangre y agua, otro señor me entregó más discretamente un paquetito que contenía una estilográfica con mi nombre grabado en letras de oro y la fecha en que leí mi tesis.

Es la estilográfica que más placer me ha causado. Era la primera cosa verdaderamente gratuita que yo recibía.

En la facultad de derecho, ustedes no tienen tanta suerte como nosotros, porque no se hallan tan directamente relacionados con ciertas firmas importantes.

La estilográfica me la regaló, como a todos los jóvenes médicos, una importante sociedad de productos farmacéuticos.

Pasamos una noche bastante crapulosa, entre estudiantes, mientras mi madre, que había asistido a la ceremonia, me esperaba en su habitación del hotel. Al día siguiente, sin haber dormido, salí con ella, no para Bourgneuf, donde había revendido casi todas las tierras que nos quedaban, sino hacia una pequeña aldea, Ormois, a unos veinte kilómetros de La Roche-sur-Yon.

Creo que aquel día mi madre era completamente dichosa. Iba sentada, muy menuda, delgadita, al lado de su hijo mayor, primero en el tren y luego en el autobús y, de haberlo yo permitido, hasta me hubiese llevado las maletas.

¿Hubiera preferido que me hiciese sacerdote? Es posible. Siempre había deseado que yo fuera sacerdote o médico. Yo había elegido la medicina por darle gusto cuando, en realidad, me hubiera gustado más arrastrar mis botas por los campos.

Aquella misma noche, empecé a ejercer mis funciones en Ormois, donde mi madre había comprado la consulta de un viejo doctor medio ciego quien, por fin, se decidía a descansar.

Estaba en una calle amplia. Había muchas casas blancas y una plaza con la iglesia a un lado y el Ayuntamiento al otro. Unas cuantas viejas lucían todavía la toca blanca de las mujeres de Vendée.

Finalmente, como no éramos lo bastante ricos para permitirnos comprar un coche, y yo necesitaba un vehículo para visitar las granjas de los alrededores, mi madre me compró una gruesa moto pintada de azul.

La casa era clara, demasiado grande para nosotros dos, pues mi madre no quería que tomáramos una criada y a la hora de la consulta, ella misma abría la puerta a los enfermos.

El anciano doctor, que se llamaba Marchandeau, se había retirado a la otra punta del pueblo, donde compró una pequeña propiedad, y pasaba sus días cultivando el jardín.

Era delgado, muy canoso, y se ponía un amplio sombrero de paja que le daba el aspecto de una extraña seta. Miraba fijamente a la gente antes de hablar porque no estaba muy seguro de su vista y esperaba hasta oír su tono de voz.

Tal vez yo también era feliz, señor juez. No lo sé. Estaba lleno de buena voluntad. Siempre estuve lleno de buena voluntad. Quería dar gusto a todo el mundo y a mi madre más que a nadie.

¿Se imagina la pareja que hacíamos mi madre y yo? Ella me cuidaba, me mimaba. Correteaba todo el día a través de aquella casa excesivamente grande, para hacerla cada vez más agradable, como si sintiera confusamente la necesidad de retenerme.

¿Retenerme de qué? ¿No era para retenerme por lo que ella deseaba que me hiciese médico o sacerdote?

Mostraba, frente a su hijo, la misma docilidad, la misma humildad que respecto al padre, y pocas veces la vi sentada a la mesa frente a mí: insistía en servirme.

A menudo, me veía obligado a montar en mi moto para ir a ver a mi viejo colega, pues me sentía un novato y, a veces, estaba indeciso ante ciertos casos que se me presentaban.

Yo quería hacerlo bien, ¿sabe? Ambicionaba la perfección. Puesto que era médico, consideraba la medicina como un sacerdocio.

—¿El tío Cochin? —me decía Marchandeau—. Si usted lo atraca con veinte francos de píldoras, quedará contento.

Porque no había farmacéutico en el pueblo y yo vendía los medicamentos que recetaba.

—Son casi todos iguales. No les diga, sobre todo, que un vaso de agua les hará tanto efecto como una pócima. Perderían la confianza en usted y además, a finales de año, apenas habría ganado con qué pagar su licencia y sus impuestos. ¡Déles drogas, amigo mío! ¡Recételes drogas!…

Lo más divertido era que, como jardinero, el viejo Marchandeau tenía exactamente la misma mentalidad que los enfermos de quienes se burlaba. De la mañana a la noche no hacía otra cosa que alimentar sus arriates con los productos más inverosímiles cuyo nombre leía en los catálogos que le enviaban previo elevado pago.

—¡Drogas!… No piden que los curen, sino que se ocupen de ellos… Y sobre todo, no les diga nunca que no están enfermos… Perdería todo su crédito.

El doctor Marchandeau, que era viudo, había casado a una de sus dos hijas con un farmacéutico de La Roche y vivía con la segunda, Jeanne, que entonces tenía veintidós años.

Yo deseaba hacer bien las cosas, ya se lo he dicho y se lo repito. No sé siquiera si Jeanne era bonita, pero sabía que un hombre, a cierta edad, debe casarse.

¿Y por qué no con Jeanne? Me sonreía tímidamente en cada una de mis visitas. Era ella quien nos servía el vaso de vino blanco tradicional en nuestra tierra. Adoptaba un aire discreto, apagado. Toda su persona era así, desdibujada, hasta tal punto que después de dieciséis años me es difícil volverla a ver en mi memoria.

Era dulce, como mi madre.

Yo no tenía amigos en el pueblo. Iba pocas veces a La Roche-sur-Yon porque, en mis momentos libres, prefería coger la moto para ir a cazar o a pescar.

Casi ni la cortejé.

—Me parece que das muchas vueltas alrededor de Jeanne —me dijo mi madre una noche en que esperábamos, bajo la lámpara, el momento de ir a acostarnos.

—¿Tú crees?

—Es una buena chica. Nada malo puede decirse de ella.

Una de esas chicas, ya sabe, que estrenan su vestido de verano y su nuevo sombrero el día de Pascua, y su abrigo de invierno el día de Todos los Santos.

—Como, de todos modos, no vas a quedarte soltero…

Pobre mamá. Es evidente que hubiese preferido que me hiciera cura.

—¿Quieres que me entere de lo que piensa ella?

Fue mi madre quien nos casó. Fuimos novios durante un año porque en el campo, cuando uno se casa demasiado apresuradamente, la gente supone que se trata de una boda necesaria.

Aún me parece estar viendo el gran jardín de los Marchandeau y luego, en el invierno, el salón con su fuego de leña, donde el viejo doctor no tardaba en dormirse en su sillón.

Jeanne trabajaba en su ajuar. Después llegó el periodo en que había que preocuparse del traje de novia y, finalmente, aquel en que pasábamos las tardes haciendo y revisando la lista de invitados.

¿También se casó usted de esa manera, señor juez? Creo que yo acabé por estar impaciente. Cuando la besaba, contra la puerta, en el momento de despedirme, me sentía turbado por el calor que emanaba de su cuerpo.

El viejo Marchandeau estaba contento de ver a su última hija situada.

—Ahora, por fin, voy a poder vivir como un viejo zorro —decía con su voz algo cascada.

Pasamos tres días en Niza, porque yo no era lo bastante rico como para poder pagar a alguien que me sustituyese, y no podía abandonar a mi clientela por más tiempo.

Mi madre ganó una hija, una hija más dócil que si hubiera sido su propia hija. Continuaba administrando nuestra casa.

—¿Qué debo hacer, mamá? —le preguntaba Jeanne con angélica dulzura.

—Descansa, niña. En tu estado…

Porque Jeanne se quedó enseguida embarazada. Yo quería mandarla a la clínica de La Roche-sur-Yon para que diera a luz allí. Estaba un poco asustado. Mi suegro se burlaba de mí.

—La comadrona del pueblo lo hará igual de bien. Ha traído al mundo a la mitad del pueblo.

No por ello dejó de ser muy duro. Seguía siendo mi suegro quien me animaba:

—Para mi mujer, la primera vez fue todavía peor. Pero ya verá cómo al segundo…

Yo siempre había hablado de un hijo, no sé por qué.

Las mujeres —quiero decir mi madre y Jeanne— estaban empeñadas en esa idea de un chico.

Tuvimos una niña, y mi mujer estuvo por lo menos tres meses enferma después del parto.

Discúlpeme, señor juez, si hablo de ella con lo que puede parecer desenfado. La verdad es que no la conocía; que jamás llegué a conocerla.

Formaba parte del decorado de mi vida. Formaba parte de las convenciones. Yo era médico. Tenía una consulta, una casa clara y alegre. Me había casado con una chica joven, dulce y como es debido. Acababa de darme una hija y yo la cuidaba lo mejor que podía. Visto desde lejos, eso me parece terrible. Porque jamás traté de saber lo que pensaba, de saber lo que ella era en realidad.

Dormimos en la misma cama durante cuatro años. Pasamos las veladas juntos, con mamá entre los dos, a veces con mi suegro Marchandeau, que venía a tomar una copa antes de acostarse.

Aquello ya es para mí una fotografía borrosa. No me hubiera indignado, se lo aseguro, si, en el tribunal, el presidente me hubiera dicho señalándome con un dedo amenazador:

—Usted la mató…

Porque es verdad. Sólo que, en cuanto a ésta, no sabía lo que hacía. Si me hubiesen preguntado a quemarropa: «¿Ama usted a su mujer?», hubiera respondido con candidez: «Sí, naturalmente!».

Porque está establecido que uno debe amar a su mujer. Porque yo no veía más allá. Porque está establecido que hay que hacerle hijos. Todo el mundo lo repetía:

—El siguiente será seguramente un chico muy grandote.

Y yo me dejaba seducir por aquella idea de tener un hijo muy grandote, idea que me habían metido en la cabeza y que acabé por tomar por mi propio deseo.

Cuando Jeanne tuvo un aborto, después de su primer bebé, me inquieté un poco.

—Eso les ocurre a todas las mujeres —me decía su padre—. Ya verá que después de unos años de práctica…

—No es muy fuerte.

—Las mujeres que menos salud parecen tener son las más resistentes. Fíjese en su madre…

Continué, señor juez. Me dije que el doctor Marchandeau tenía más edad que yo, más experiencia y que, por consiguiente, debía de tener razón.

Un chico grande, muy gordo, de al menos seis kilos, puesto que yo pesaba seis kilos al nacer.

Jeanne no decía nada. Seguía a mi madre por toda la casa preguntándole:

—¿Quiere que la ayude, mamá?

Yo me pasaba el día montado en mi moto grande, haciendo visitas, pescando. Pero no bebía. Jamás he sido bebedor. Apenas engañaba a Jeanne.

Pasábamos la velada los tres o los cuatro juntos. Después, subíamos a la habitación. Yo le decía, como quien bromea:

—¿Vamos a hacer el hijo?

Ella sonreía tímidamente. Era muy tímida.

Se quedó encinta otra vez. Todo el mundo se alegró y me anunció la llegada del famoso chico de los seis kilos. Yo le daba reconstituyentes, le ponía inyecciones.

—¡La comadrona es mucho mejor que todos esos malditos cirujanos!

Me llamaron cuando hubo que recurrir al fórceps. El sudor que me chorreaba por los párpados casi me impedía ver. Mi suegro también estaba allí, yendo y viniendo como esos perritos que han perdido la pista.

—Ya verás cómo todo irá muy bien… Muy bien… —repetía.

Tuve otra criatura, en efecto. Una niña enorme, a quien sólo faltaban unos gramos para pesar seis kilos. Pero la madre moría dos horas más tarde, sin una mirada de reproche, murmurando:

—Qué lástima que yo no sea más fuerte…