Lenta, pero tenazmente, la ciudad resurgía de entre los escombros. Habían transcurrido casi ocho años desde su destrucción y no se cumpliría la condena a desaparecer, a regresar a sus remotos orígenes de pequeña aldea de pescadores, porque sus habitantes estaban decididos a recuperar su solar y sus vidas.
Cuatro meses después del incendio, se había constituido una Junta de Obras y, cinco más tarde, el arquitecto Ugartemendia presentaba los planos para la nueva San Sebastián. Era un hermoso proyecto rectangular en cuyo centro se abría una gran plaza octogonal, en forma de estrella, en la que confluían ocho calles, que no fue bien recibido ni por la Corporación Municipal ni por los vecinos propietarios del suelo que querían exactamente la ciudad que habían perdido. En otoño, se presentó un nuevo proyecto y, por fin, año y medio después de la catástrofe, comenzaron los trabajos. No obstante, los donostiarras no habían permanecido inactivos durante aquellos meses.
Los dueños de las viviendas indultadas regresaron para encontrarlas desvalijadas de los objetos de valor, ropas y muebles de alguna calidad, y se vieron obligados a alojar a los voluntarios que llegaban cada día para ayudar en los trabajos de desescombro. Eran cientos los que deseaban colaborar; de hecho, era lo único que podían hacer al no tener lugar adonde ir. Habían sido seiscientas las casas incendiadas y no había sitio para quienes regresaban en las casi cuarenta que se habían salvado. La cárcel, que había servido con anterioridad para recluir delincuentes, contrarrevolucionarios, militares ingleses y, después, franceses, fue transformada en albergue para acoger a los funcionarios, desde alguaciles hasta maestros, con sus familias. También se ocuparon parte de las dependencias del convento de San Telmo, que había quedado seriamente dañado, y las dos iglesias; se solicitaron tiendas de campaña al ejército y muchos construyeron barracas o utilizaron las propias ruinas para vivir. La coqueta ciudad a orillas del Cantábrico, abierta y culta, que se vanagloriaba de sus logros y mantenía una confrontación con el resto de la provincia para conseguir la capitalidad, visitada por viajeros y comerciantes extranjeros, se había transformado en un campamento de desaliñados entre quienes no faltaba un buen número de mendigos y rateros.
Llegaron campesinos con productos de las huertas, los chaluperos retomaron cañas y reteles, los pescadores se hicieron a la mar y los carniceros trajeron mercancía de los pueblos vecinos porque era preciso alimentar a quienes trabajaban de sol a sol, hombres, mujeres y niños que tenían prisa por ver su ciudad y sus hogares reconstruidos. Y algunos donostiarras, que habían huido a tiempo de la quema y puesto sus bienes a buen recaudo, enviaron carros con materiales, ropas y comida.
Contagiados por el frenesí general, Joaquín y su amigo fueron de los primeros en apuntarse para ayudar en el desescombro. Nunca habían trabajado con las manos, pero, como dijo Galerdi en uno de sus rasgos de humor, los hombres de buena voluntad debían arrimar el hombro, nunca era tarde para aprender y, además, no tenían otra cosa que hacer. Todas las mañanas temprano salían de Zubieta y no regresaban hasta el anochecer, sucios y agotados. En un principio pensaron instalarse en los campamentos montados a uno y otro lado del Urumea, pero Tomás los convenció para que permanecieran en su casa el tiempo que fuera necesario. Habían salvado a su hija y a su nieta y era el único medio a su alcance para agradecérselo. No tuvo que esforzarse demasiado. El deseo del primero de estar cerca de Maritxu y el gusto por las comodidades del segundo facilitaron la gestión. Galerdi se había acercado a Azpeitia, a visitar a la familia, y había conseguido unas gafas y ropas nuevas para él y para su amigo. Su familia lo instó a permanecer con ella, pero, según afirmó, era un hombre de acción y no podría permanecer de brazos cruzados mientras otros trabajaban. No obstante, sus afanes solidarios no duraron más allá de un par de meses antes de asociarse con un noble francés del Antiguo Régimen asentado en Zumaia. El noble puso los fondos necesarios y él adquirió el derecho de reconstruir una manzana de casas entre el callejón de Perú Juancho y la calle del Campanario.
—¿Cómo puedes hacer eso? —le preguntó Joaquín.
—¿Qué?
—Asociarte con un francés para comprar un solar de cuatro cuartos que luego revenderéis por cien. Eso se llama lucro.
—Eso se llama negocio y no hacemos nada que no estén haciendo proceres donostiarras muy respetados. Y, por si te interesa, también hemos comprado unas casas en Santa Catalina. El capital ha de moverse —afirmó, picado— y de algún sitio tienen que salir los dineros necesarios para la reconstrucción. ¿O no? Los ingleses y la Corona no piensan soltar un real y los fondos de la Diputación son insuficientes y tardan en llegar. Se baraja la creación de nuevos impuestos y se ha exigido un canon a los donostiarras con propiedades en Ultramar, pero estamos apañados si esperamos sin hacer nada por nuestra parte.
—Aun así…
—Nosotros compramos un solar, negociamos las ayudas, reconstruimos el edificio y, después, vendemos las viviendas. ¿Qué hay de malo en eso?
Joaquín calló. Antiguos convecinos acaudalados o sus representantes habían acudido a la ciudad para conocer de primera mano la situación y, lo que era para ellos más importante, ver la posibilidad de adquirir unas ruinas que en unos años valdrían muchos, muchos reales o de aportar para la reconstrucción un dinero que les volvería con intereses multiplicados varias veces. Compraban a aquéllos que se habían quedado sin nada para subsistir, a los familiares de los muertos o al Ayuntamiento, beneficiario natural de los fallecidos sin herederos. Cuando la nueva San Sebastián estuviese acabada, pensó con tristeza, los ricos lo serían todavía más.
Galerdi los abandonó al cabo de unos meses para ir vivir al Antiguo, a una casa de dos plantas, propiedad de su familia, cuyos inquilinos habían escapado a la llegada de las tropas aliadas y no habían regresado. Su amigo lo vio partir con un sentimiento a la vez de pena y alivio. Se había acostumbrado a su presencia, pero su nueva actividad le producía malestar, y rechazó su propuesta de acompañarlo.
Existía otra razón importante por la que él deseaba permanecer en “Eguzkienea”, además de la presencia de Maritxu. Las carmelitas de Santa Teresa habían sido expulsadas de San Sebastián antes de que el convento fuera reducido a cenizas y estaban desperdigadas por otros de la provincia, aunque los primeros lugares de acogida fueron los conventos más cercanos: el de las agustinas de San Bartolomé y el de las dominicas del Antiguo. Le costó mucho averiguar dónde se encontraba su hermana, pero logró dar con ella en este último y ambos se abrazaron emocionados y lloraron juntos al informarle él de la muerte de su madre. No consiguió convencerla para que fuera a vivir con él al caserío de los Altuna. Después de los acontecimientos vividos, la joven había decidido profesar como religiosa y su decisión se había afirmado al conocer el triste final de doña Xabiera. Le dijo que sólo sería de manera provisional, le explicó la situación que se vivía en el hogar de sus anfitriones, el estado de la hija, el drama de la madre, y que ella podría serles de gran ayuda, pero no logró persuadirla. Eulale continuaba aterrorizada y únicamente se sentía segura al amparo de las religiosas.
—¿Y el padre? —le preguntó al despedirse.
—No sé qué fue de él.
Los aliados no sólo habían destruido los hogares de más de mil familias donostiarras, también habían arruinado sus vidas, la suya en particular. En “Eguzkienea” tenía lo más parecido a un entorno familiar. También él dejó de trabajar en las tareas de desescombro en parte debido a la deserción de su amigo y, en parte, porque ya no le quedaba nada allí. No sabía qué había sido de su padre, era cierto, pero tampoco quería saberlo. Ya se encargaría él de buscarse la vida si estaba vivo. Si no aparecía, reclamaría sus propiedades y las entregaría al convento como dote para su hermana. No quería nada de él. Lo odiaba. Lo odiaba con todas sus fuerzas por ser el responsable de la muerte de su madre, del miedo de Eulale, que tardaría tiempo en desaparecer, y de su propia soledad. Tampoco deseaba ser un parásito, aprovecharse de la generosidad de su anfitrión, y comenzó a ayudarlo en las tareas del caserío. Le gustaba trabajar junto a él; era un hombre más bien callado, pero pudo comprobar que poseía una gran cultura para ser un simple casero.
—Estuve unos años con los franciscanos de Arantzazu donde me aficioné a la lectura —le explicó el día que se atrevió a preguntarle sobre sus conocimientos, y añadió—: Se aprende mucho leyendo.
—¿Iba usted para fraile?
—No, pero mi padre quería que yo no fuese un analfabeto como él y el único medio era entrar en un monasterio. Después volví y aquí sigo.
—Pero, según tengo entendido, tuvo usted negocios.
—Durante algunos años, sí. La casa se me caía encima tras la muerte de mi mujer; cogí a la niña y me instalé en la ciudad, pero la dejé al casarse Maritxu.
—¿Y por qué la dejó, si no es mucho preguntar?
Tomás no respondió de inmediato.
—Fui un revolucionario convencido —dijo por fin—. Creía en aquello de la igualdad de los seres humanos, y todavía lo creo, pero la realidad es que siempre hay quien aprovecha dicha supuesta igualdad para mentir, para imponer sus criterios, para medrar.
—¿Habla de Bonaparte?
—No sólo de él, que de simple militar raso llegó a emperador de media Europa. Hablo de Fernando VII, traidor a su padre y a su pueblo, que fue recibido como un héroe y lo primero que hizo fue abolir la Constitución; una Constitución, por cierto, que ignoraba nuestros fueros y fue votada en nuestro nombre en Cádiz por un tal Miguel Antonio de Zumalacárregui, a quien nadie nombró representante de Guipúzcoa. Hablo de personas que nos son próximas y que, siendo simpatizantes republicanos, han acabado por ser más absolutistas que el propio rey.
—¿Y qué opina usted de la situación política actual?
—Los liberales no durarán mucho en el gobierno.
—¿Usted cree?
—Lo sé —afirmó Tomás convencido—. El levantamiento de Riego sólo fue un amago condenado al fracaso. Los ricos quieren un gobierno sólido, la Iglesia lo quiere católico a ultranza, los militares quieren el control y la población está harta de que le roben y de que algunos medren a su costa, aunque en este último caso dará lo mismo quien gane porque siempre habrá ladrones y aprovechados.
—Sus palabras suenan a desengaño…
—A realidad. Los absolutistas desean un gobierno centralista tutelado por la Iglesia y los liberales una república justa y libre de impronta religiosa, pero estos hace sólo dos años que gobiernan y ya existen enfrentamientos entre ellos. Y aquí, en nuestra tierra, ¿qué queremos?
—Dígamelo usted…
—Pues tampoco nos ponemos de acuerdo. En las ciudades se apoya a los liberales y en el campo, influidos por curas y caciques, a los absolutistas, por tanto… presiento que nos esperan tiempos difíciles.
—¿Y usted qué preferiría?
Tomás sonrió con aquella sonrisa vaga que aparecía en su rostro cuando no quería polemizar.
—Que unos y otros nos dejaran tranquilos.
Ni su anfitrión ni su hija tenían deseo alguno de ir a la ciudad a comprobar el avance de las obras, pero era necesario que alguien se ocupase de los intereses de Maritxu y se brindó a representarla ante el Consistorio. Acudía a la ciudad un par de veces a la semana y la mantenía al corriente sobre los trabajos y las paupérrimas condiciones de vida de muchos de sus antiguos vecinos. También le informó sobre los tejemanejes de los especuladores y el provecho obtenido por unos cuantos hombres sin escrúpulos que arrendaban barracas a precios exorbitantes a aquellas familias que precisaban de un lugar donde vivir. Para pesar de ambos, Juanito Galerdi se hallaba entre los primeros. Había acudido en persona a “Eguzkienea” y le había ofrecido una buena cantidad de dinero por su parte en el inmueble de Iñigo alto, la vivienda y el obrador, pero ella se negó a vender.
—Con este dinero usted y su hija podrán vivir el resto de su vida —le indicó.
—Ya vivimos —respondió ella en tono cortante.
—Quiero decir, que no tendrán que depender del padre de usted, el señor Altuna.
—Pienso volver a la ciudad y montar de nuevo mi negocio.
—¡Si aquello es una ruina!
—¿Y por qué tiene usted, entonces, tanto interés en comprar un montón de escombros?
El hombre no había sabido qué responder y ella lo había mirado sin simpatía. Nunca olvidaría que gracias a él y a su amigo, Marina y ella estaban vivas, pero el agradecimiento no ofuscaba su visión y no le gustaba que unos pocos labrasen sus fortunas aprovechándose de las tristes circunstancias. Eran situaciones similares a aquélla las que demostraban el valer de las personas, su generosidad, el amor al prójimo, pero desgraciadamente eran varios los conocidos que se estaban lucrando a consta de la miseria de los demás. Insistió, no obstante y con el apoyo de su padre, en pagar su parte proporcional en la reconstrucción de su piso y del obrador porque no quería deber nada a nadie, aunque puso una condición: que no hubiese cambios, que todo quedase como estaba antes del incendio. Joaquín le pidió que dibujara un esbozo para estar seguro de que sabría a qué atenerse en cuanto a la semejanza en la distribución y se lo llevó a Galerdi, quien ya había comenzado la obra.
—La señora Maritxu lo quiere como era —le dijo tendiéndole el dibujo— y yo me encargaré de que así sea.
—Se hará como ella desea.
—Ni una vara de menos —le advirtió.
—¿Y de más?
Galerdi se echó a reír al ver la incertidumbre reflejada en la cara de su amigo.
—¡No te preocupes, hombre! Lo dejaremos igual, mejoras incluidas.
Un albañil se acercó a ellos e interrumpió su conversación.
—Hemos encontrado un montón de toneles en el sótano —les informó—. ¿Qué hacemos?
Los dos amigos se miraron; en sus ojos se reflejó un pensamiento parejo: el capitán francés estaba en uno de ellos.
—Prendedles fuego —ordenó Galerdi.
—Puede que haya algo de valor dentro de ellos…
—Conocía a sus propietarios; trabajaban en la salazón pero hacía años que los toneles no habían sido utilizados y la sal ha debido de estropear la madera. Quemadlos. Y echad después escombros y tierra encima. En este edificio no habrá sótano.
El hombre hizo un gesto de desacuerdo. La madera los herrajes, los clavos… todo era válido y podía ser utilizado de nuevo, pero el patrón mandaba. Se alzó de hombros y fue a cumplir la orden.
—¿Qué fue de la pistola? —preguntó Joaquín mientras ambos contemplaban arder los toneles.
—Me la robaron los portugueses que entraron en mi casa aquella noche.
—Nunca me dijiste dónde habías aprendido a disparar…
—En la Universidad.
—¿En la Universidad?
—Sí. Bueno, no precisamente allí, pero sí durante mi estancia en Oñate —Galerdi puso la cara de pícaro que le hacía parecer un muchacho a pesar de su edad—. Conocí a un tipo muy hábil en el manejo de las armas y él me enseñó.
—Creía que estabas allí para estudiar leyes, para aprender retórica…
—Y lo hice, pero bien sabes que no siempre se convence con palabras al contrario.
—Y entonces se utiliza la fuerza…
—Sí, cuando el contrario la utiliza primero.
Quizás su amigo tenía razón y era preciso defenderse si se era atacado, pero la violencia atraía la violencia y la muerte a la muerte, un círculo macabro sin fin en el que no pensaba entrar.
MARITXU NO HABÍA PUESTO LOS PIES en la ciudad en casi ocho años; ni siquiera por curiosidad. Se había jurado no regresar hasta que los trabajos hubieran finalizado y el resultado le fuera familiar, pero tampoco había permanecido ajena a los trabajos de reconstrucción. Joaquín se había ocupado de hablar en su nombre, le llevó los nuevos documentos de propiedad para que los firmara y la mantuvo al corriente de los progresos de la obra.
Se había decidido a recorrer la legua escasa que separaba Zubieta de la ciudad al ser informada por Joaquín de que su casa y todas las de la calle, y la Plaza Nueva, estaban en pie y podían ser habitadas de nuevo. Realizó el trayecto en silencio, flanqueada por su padre y por el fiel amigo que había permanecido a su lado durante aquellos años. En algunos tramos estrechos, los dos hombres caminaban por delante y ella los observaba con cariño. El mayor, algo más encogido cada día, y el joven, con sus treinta y pocos años, se entendían a las mil maravillas, como un padre y un hijo bien avenidos. No estaba muy segura de si el cambio producido en el padre, que había vuelto a ser el hombre expresivo que ella recordaba, se debía al hecho de haber recuperado a la familia o a la presencia en su hogar de quien podría ser su hijo y que, en efecto, lo sería si ella hubiese aceptado casarse con él. Se lo había propuesto una noche en que los dos permanecieron solos junto al fuego.
—No puedo aceptar, Joaquín. Lo siento.
—¿Por qué no? Sabe que la quiero.
—Lo sé, amigo mío, pero no puede ser.
—No entiendo por qué no —protestó él.
—Existen varias razones. La primera es que le aprecio, incluso le quiero, pero como a un hermano, no como a un marido.
—No será la primera vez que el amor llega después del matrimonio y…
—Otra razón —lo interrumpió— es que ni aun amándole podría ser su mujer. Es usted muy joven para mí. Dentro de algunos años yo seré mayor, una anciana, y usted todavía será un hombre en la plenitud de su vida. Por otra parte, después de lo ocurrido, no soporto la idea de que un hombre me toque.
—Puede que cambie de opinión con el tiempo…
—No, no lo haré.
Había tanta firmeza en su tono que él no insistió. Pensó que, al ser rechazado, se marcharía de Zubieta con su amigo Galerdi cuando éste decidió mudarse al Antiguo, pero no lo hizo; permaneció en “Eguzkienea” y no volvieron a hablar del asunto en aquellos años. Pasó a ser un miembro más de la familia, acompañaba al padre en el campo o al mercado a vender alguna vaca o emprendía una de aquellas caminatas que duraban horas por los montes vecinos en busca de setas; lo ayudó a retejar y ocupó el lugar del médico de Usurbil durante las partidas de mus. Don Luis se había retirado de la profesión y ya apenas salía de casa, aquejado de una dolencia que iba consumiéndolo poco a poco. Y luego estaban Marina y el niño. Joaquín se desvivía por ambos y ella le estaba inmensamente agradecida, tanto que en algún momento llegó a pensar que aceptaría su propuesta de matrimonio si existía el riesgo de que los abandonara.
Su hija no había vuelto a ser la joven de carácter, alegre a veces, enfurruñada otras, pero había mejorado mucho en los últimos tiempos y no había mayor alegría para los de la casa que oírla reír. No ocurría a menudo, pero ocurría. Parecía algo imposible; sin embargo, comenzó a salir de su estado ausente al sentir a la criatura dentro de ella. Las lágrimas llenaron sus ojos el día que apareció en la cocina y, acariciándose el vientre, les sonrió a Josefa y a ella. Era la primera vez que abandonaba la habitación y la criada corrió a la ermita de San Esteban de Urdaiaga a poner una vela al protomártir para agradecerle el prodigio. Ella le acarició el rostro y la estrechó entre sus brazos. A partir de entonces, compartió mesa con los demás, recuperó el peso y el color de las mejillas, aunque tardó bastante en decidirse a hablar. Daba la impresión de que temía hacerlo; era como un pajarillo que hubiera perdido la voz y nunca respondía sino con gestos o esbozos de sonrisa. Hasta que nació el pequeño. Mikeltxo le devolvió la voz.
—¿Es mío? —preguntó a don Luis cuando éste se lo puso sobre el pecho.
—Todo tuyo —respondió él, emocionado.
Ella también se emocionó al escuchar la voz de Marina después de tantos meses y sostuvo la mirada que el médico le dirigió, al igual que había hecho horas después de haber abortado.
Desoyendo sus súplicas para que no lo hiciera, nada más amanecer, el padre fue en busca de don Luis al ver las sábanas ensangrentadas que Josefa había retirado del lecho. No estaba dispuesto a perder a la hija como había perdido a la madre. Tras un primer examen superficial, supo que el médico conocía la causa de la hemorragia que estaba a punto de llevársela al otro mundo. Aun así y en medio de su sufrimiento no bajó la vista cuando él la miró consternado. La operación llevó tiempo y le arrebató las pocas fuerzas que le quedaban y, también, toda posibilidad de volver a tener un hijo puesto que hubo de extirpársele la matriz como único medio para salvarla. Durante días permaneció sujeta a la vida por un hilo a punto de romperse y lanzarla al abismo, un agujero negro que amenazaba con tragársela en una pesadilla sin fin. En los pocos momentos que recobraba la lucidez y abría los ojos, veía el rostro apesadumbrado de su padre y la mirada vacía de Marina fija en ella. No sólo la salvó su fuerte constitución, según la opinión de don Luis, sino su voluntad de vivir. Su hija la necesitaba.
Al tener en sus brazos a su nieto, se le pasó por la cabeza que aquél podría haber sido su hijo, pero tal pensamiento duró un suspiro. No se arrepentía de lo que había hecho y tampoco estaba dispuesta a querer al niño; era fruto de una violación y su presencia le recordaría las terribles horas que no lograba olvidar. Lo había meditado con profundidad. Era preciso buscar un ama de cría para alimentar a la criatura porque Marina no tenía leche y había llegado a un acuerdo con una mujer de la vecindad que había perdido a su hija recién nacida y tenía los pechos repletos. No era ningún secreto que el niño era un hijo de la guerra, otro más de los “incidentes” de los que hablaban militares y políticos a la hora de referirse a las consecuencias de la destrucción de San Sebastián; una criatura sin padre reconocido y que sería un bastardo el resto de su vida. La mujer había aceptado agradecida el encargo de criarlo; volcaría en él el amor que no había podido dar a su malograda niña, y ella estaba segura de que también aceptaría ser su madre, aunque tuviesen que ayudarla económicamente pues su familia había perdido los animales y la cosecha del año y tenía que hacer frente a las correrías de los soldados que, día sí y día también, aparecían por los caseríos llevándose lo que hubiera en ellos, ya fuera comida, animales, aperos o ropas.
—Dales una oportunidad a los dos —le conminó su padre al exponerle ella la idea—, a mi nieta y a su hijo. Dales la oportunidad que te has negado a ti y al tuyo.
Fue la primera y única vez que el padre le reprochó de forma velada la decisión tomada siete meses atrás y no se atrevió a llevar a cabo su propósito. Por eso, y por otra razón. Marina reverdeció como una planta bien regada tras el nacimiento de Mikeltxo; era feliz. La veía acariciarlo, hablarle en voz queda, besarlo con tanta ternura que, un par de meses después, prescindió del ama de cría, que se despidió llorando porque se había encariñado con la criatura. El orgulloso bisabuelo había sacrificado una cabra para utilizar la ubre a modo de tetina de forma que la joven pudiese encargarse de alimentar a su hijo. A su vez, ella misma había caído en la red que con tanto afán había intentado evitar: adoraba al niño.
—¡No sé cómo saldrá esta pobre criatura con tres madres en lugar de una! —reía su padre satisfecho al verlas a Marina, a Josefa y a ella pendientes de él en todo momento.
Y así habían transcurrido siete años. Parecía mentira que hubiesen sobrevivido al desastre, que diese la impresión de que nada había ocurrido, aunque ella nunca bajaba la guardia y observaba continuamente a su hija temiendo que recayese en cualquier momento. Todavía había noches en las que la sentía moverse agitada y escuchaba gemidos apagados. Alargaba entonces la mano y le palmeaba suavemente mientras repetía las palabras que le había dicho la primera noche en “Eguzkienea” y en muchas otras ocasiones:
—Tranquila, amante, no pasa nada; tu madre está aquí, a tu lado.
Le preocupaba la dependencia que tenía del niño. Mikeltxo crecía sano y guapo; era un hombrecito en miniatura, formal y responsable, demasiado responsable para su edad quizás debido a que estaba rodeado de adultos y a que sólo se encontraba con otros niños de su edad cuando bajaban al barrio, cosa que no hacían a menudo. Marina no quería bajar, ni siquiera a misa. Le daba terror toparse con los vecinos, no quería observar sus miradas compasivas a pesar de que ella le había asegurado en múltiples ocasiones que nadie la miraría, que cada cual tenía sus problemas, y tampoco quería separarse de su hijo. No estaba tranquila ni cuando Mikeltxo acompañaba al abuelo y a Joaquín en sus paseos en busca de setas y esperaba su regreso sentada a la puerta del caserío, hiciera frío o calor. Le inquietaba dicha dependencia y el hecho de que el niño tuviese un aire al padre, cuyo nombre nunca se mencionaba, que iba en aumento con el paso del tiempo. A veces lo contemplaba mientras jugaba con Sagu, o se sentaba muy serio al lado de su bisabuelo e intentaba imitarlo y tallar algo en un pedazo de madera. Así visto, con la frente amplia y la nariz recta se parecía más a los Altuna, pero, una mueca, una sonrisa, un movimiento de su cabello liso de color claro le recordaban al inglés durante aquellas veladas en las que, en compañía de su añorada Otilia, jugaban a las cartas o hablaban en torno a una taza de chocolate. Temía que Marina también se diese cuenta. Ni una sola vez había hablado de él, ni en sueños, ni siquiera para maldecirlo, pero no tenía la certeza de que su hija, tal y como había asegurado don Luis, lo hubiera borrado de la memoria. De tiempo en tiempo, cada vez de forma más espaciada, se sumergía en una de aquellas crisis que duraba varios días durante los cuales sólo sabían que estaba viva porque respiraba.
—Ya casi estamos —le indicó Joaquín, asiéndola suavemente por el codo.
La marea estaba baja y atravesaron el puente de Santa Catalina, reconstruido una vez más, hacia el pequeño arrabal, avanzando desde allí por el tramo de camino que los separaba de la ciudad. Nada parecía distinto, excepto las zonas de la muralla bombardeadas y los boquetes por donde habían penetrado tres de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Había una gran animación en la entrada de la ciudad, pero —sonrió— no se veían uniformes; ningún soldado pedía pases y documentos; ninguna voz militar se alzaba por encima de las demás. La sonrisa murió nada más cruzar la Puerta de Tierra. Las calles próximas a la muralla no habían sido todavía reconstruidas y, aunque desescombradas, quedaban en ellas restos de cascotes y muros medio derruidos entre los que se alzaban construcciones precarias de ladrillo y barracas fabricadas con maderos quemados recuperados de las ruinas, pero lo que más le impresionó fueron los niños desarrapados que se acercaron a ellos con las manos extendidas.
—No lo haga —oyó decir a Joaquín al llevarse una de las suyas a la faldriquera— o nos veremos rodeados.
—Son niños y tienen hambre…
—Las parroquias se ocupan de ellos y de sus familias, y también los frailes de San Telmo y las monjas de San Bartolomé.
Le costó un gran esfuerzo continuar avanzando sin bajar la vista hacia los pequeños mendigos y hacer oídos sordos a sus ruegos. Algunos no eran mayores que su nieto y, lo mismo que él, podían ser hijos de la guerra. ¿Cuántos habría? Joaquín había llevado a casa una copia de la lista elaborada por el ayuntamiento en la que se evaluaban los daños ocasionados por la liberación: más de un millón de reales de vellón, una verdadera fortuna, que la ciudad demandó a la Comisión de Reclamaciones hispano-inglesa sin obtener respuesta alguna. En dicha lista se enumeraban las seiscientas casas destruidas, la Casa Consistorial y la del Consulado, los edificios públicos —carnicerías, pescaderías, escuelas, etc.—, ajuares, muebles, joyas, dinero en efectivo, mercancías y géneros de todas las clases, pero no se decía una palabra sobre los muertos y los heridos ni, por supuesto, sobre los hijos de las violaciones. A fin de cuentas, tanto a unos como a otros se les consideraba simples azares de la situación, “cosas que pasan”…
—Malditos sean los que ignoran los sufrimientos del pueblo —musitó.
—¿Decías algo?
—No, padre. Sólo pensaba en voz alta.
—¿Estás bien?
Asintió con la cabeza y se agarró a su brazo buscando apoyo. Tomás le apretó la mano.
Se le aceleró el corazón al divisar la casa de la esquina, de “su” esquina, y tuvo que detenerse presa de una intensa agitación. La reconstrucción era evidente a partir de la calle de Puyuelo y era curioso lo familiar que le resultaba. Los edificios eran muy similares, aunque nuevos; unos de piedra, otros de ladrillo, algunos enlucidos y otros aún por enlucir, todos estaban ocupados. Incluso era semejante la anchura de la calle Mayor, al fondo de la cual se alzaba la iglesia de Santa María cuyas puertas estaban abiertas de par en par para recibir a los donostiarras que regresaban al hogar. Examinó con atención la fachada de su casa; había desaparecido el entrante y se alineaba perfectamente simétrica con las demás de la calle, lo que impediría que sus clientes se sentaran en el exterior los días de calor, pero habría ganado espacio en el interior, pensó recobrando su práctica mente de comerciante.
—¿Quiere usted ver el piso o prefiere que empecemos por el obrador? —le preguntó Joaquín.
—El obrador, por favor.
Esperó a que él abriera los candados, entró en el corazón de sus recuerdos con paso vacilante y no pudo reprimir una exclamación de asombro.
—¿Cómo…?
Tomás y Joaquín la contemplaban sonrientes.
—Fue idea de su padre —le aclaró este último—. Quiso que usted lo viera exactamente como lo recordaba.
—Al menos parecido —añadió su padre— porque no recordábamos cómo eran las mesas y las sillas y tuvimos que estrujarnos el seso para explicárselo al carpintero de Orio a quien encargamos el trabajo. ¡Ya nos llevó un montón de viajes, ya!
—Por esa razón últimamente iban por setas y volvían con las manos vacías…
Los dos hombres se echaron a reír y ella rió con ellos para no mostrar su turbación. Los muebles estaban en su sitio: alacenas, estanterías, arcones, la mesa de picar las semillas, la de elaborar las pastillas de chocolate, la chapa baja…
—Faltan los utensilios y, naturalmente, la materia prima —le indicó su padre—, pero eso tendrás que decidirlo tú. Joaquín y yo no tenemos ni idea de lo que necesitas.
—No sé cómo agradecerles las molestias que…
—No lo estropees, hija —Tomás le echó el brazo al hombro y la atrajo hacia él—. Somos una familia.
El piso también presentaba idéntica distribución que la anterior, si bien los cuartos eran un poco más grandes y las ventanas también; incluso había una en el cuarto oscuro de Josefa. Las paredes encaladas brillaban iluminadas por los rayos del sol de la mañana. Estaba vacío pues los dos hombres aseguraron que no se habían atrevido a encargar los muebles. Tomás apenas había estado allí media docena de veces y Joaquín sólo lo había pisado una y en unas circunstancias en las que, desde luego, no había prestado atención al mobiliario.
—Podemos mudarnos cuando queramos —afirmó el primero.
—¿Podemos? —interrogó la hija.
—Sí. Quizá Marina pierda aquí el miedo a salir a la calle y lleve la vida normal de una muchacha de veintiún años; Mikeltxo irá a la escuela y tú volverás a ocuparte de un negocio de hombres.
—¿Y usted, padre?
—Yo sólo quiero veros a los tres felices y no lo podré contemplar si no estoy a vuestro lado. Claro que no prometo nada —puntualizó—. No sé cuánto tiempo resistiré lejos de “Eguzkienea”, aunque tampoco estamos tan lejos y puedo volver allí siempre que quiera.
—¿Y usted, Joaquín?
La vivienda tenía dos dormitorios y el cuartito de la cocina. No había sitio para todos.
—Viviremos encima, en el segundo piso.
—¿Quiénes?
—Tomás y yo.
Miró a uno y después al otro. No entendía nada.
—He comprado el piso de los Oienarte —le informó su padre—. No esperarías qué nos metiésemos los cinco en éste tan pequeño, ¿verdad? Josefa podría venir a vivir con nosotros, así tendríais más sitio y, de paso, se ocuparía de dos hombres bastante inútiles para las cosas de la casa.
Recordó al más viejo de los hermanos tumbado en el suelo de su habitación, con un disparo en pleno pecho. Supieron que el más joven había logrado huir de los portugueses, que pasó la noche encaramado en el tejado de la casa y fue acogido por una familia del barrio de Aginaga, en Usurbil, donde falleció meses después, aparentemente de muerte natural, aunque ella estaba convencida de que se lo había llevado la tristeza, como a muchos otros. Su piso pasó a ser propiedad municipal al no haber herederos que reclamaran la propiedad y fue adquirido por Galerdi; de ahí que tuviera tanto interés en comprar también el suyo para redondear el negocio.
—Juan Galerdi y yo llegamos a un acuerdo hace un par de meses —le explicó su padre.
—¿Qué tipo de acuerdo?
—Le cambié la vivienda por los terrenos que teníamos en la zona de Lasarte. Creo que también quiere dedicarse a la cría de caballos.
—Ha hecho tanto dinero con la reconstrucción que ya no sabe qué hacer con él —añadió Joaquín.
—¡Allá él! Aquéllas son buenas tierras para cultivar, pero, por mí, puede hacer con ellas lo que le venga en gana. Las cosas sólo tienen el valor que uno quiera darles.
Maritxu no salía de su asombro y no sabía si reír o enfadarse. Los dos pillos habían obrado a sus espaldas, sin hacerla partícipe de sus proyectos, ignorándola. Luego lo pensó mejor. Era el inmenso amor que les tenían a Marina, al niño y a ella lo que les había empujado a mantener el secreto para darle la mayor sorpresa de su vida y les plantó un par de besos en las mejilla a cada uno dejándolos sorprendidos y algo confusos; no estaban acostumbrados a sus muestras de cariño.
Un mes más tarde cargaron en un carro camas, colchones, ropas y otros objetos, cerraron “Eguzkienea” y se fueron a la ciudad, llevándose con ellos al viejo Sagu porque Mikeltxo se negó en redondo a dejarlo solo en el caserío. Era un espléndido día de finales de verano. El cielo estaba azul y una suave brisa les traía el aroma de los campos todavía húmedos por el rocío de la madrugada. Sentada en el carro, al lado de su hija, Maritxu le asía la mano para darle ánimos y dárselos a sí misma. No estaba muy segura de que la decisión de trasladarse a la ciudad fuera la correcta. Le asustaba pensar que estuviera cometiendo un error. En Zubieta estaban bien, no les faltaba de nada, vivían en armonía con la Naturaleza, se sentían a salvo, protegidas. En la ciudad, las cosas serían muy distintas. Se tranquilizó recordando las palabras del padre:
—No sabrás lo que en verdad deseas si no haces la prueba.
Tenía que probar, por Marina y también por ella. Los fantasmas las perseguirían hasta el final de sus días, pero sólo viviendo en el escenario de los hechos sabrían si eran capaces de hacerles frente. Además, se dijo una vez más, siempre podrían regresar al caserío si la tentativa no funcionaba.
No paró de hablar a su hija para distraer su atención mientras atravesaban la zona de las barracas y no le quitó el ojo de encima, atenta a su reacción al entrar en las calles ya reconstruidas, pero la joven no mostró signo alguno de sentirse afectada. Tampoco dijo nada al detenerse, por fin, delante del obrador, pero le pareció que su mirada se iluminaba al reconocer su antigua vivienda. Era un buen presagio y, sin soltarla de la mano, subieron al piso. La única habitación amueblada era la de ella. No eran exactamente los muebles que tenía, como le habría gustado, pero se parecían bastante a los anteriores. Los había conseguido por un buen precio en un negocio, de los muchos que proliferaban en la región, en los que se exponía los objetos y muebles robados por los soldados y vendidos a los habitantes de la zona. Sintió un poco de remordimiento al pensar que habían pertenecido a personas desvalijadas, pero también imaginó que sus pertenencias estarían ahora en manos de otros y no le dio más vueltas. Los demás también habían contribuido en la decoración del cuarto: Josefa tejió una colcha para la cama; el abuelo talló una imagen que se parecía bastante a la virgencita del Coro y compró un espejo que colgó encima de la cómoda y Joaquín consiguió a cuenta una jofaina de porcelana con florecillas pintadas y su correspondiente jarra a juego para el agua. Incluso el niño colaboró: forró una cajita de madera con conchas recogidas por él a orillas del mar. Marina volvería a tener su propio dormitorio tras ocho años de compartir el suyo con ella. Habían colocado otra cama para Mikeltxo, pero el niño recorrió en un santiamén el pequeño piso y afirmó que él ya era mayor para dormir con su madre o con su abuela y que quería el cuarto de la cocina para él solo.
—Y para Sagu —aclaró muy serio, y todos, incluida Marina, se echaron a reír.
Fueron unas semanas muy ajetreadas en las que acababan rendidos al final de la jornada. Maritxu tuvo que buscar los utensilios necesarios para el obrador y vajilla y cubertería para el local y, cada noche, Josefa y ella cosían manteles y servilletas hasta caer rendidas por el cansancio. Había tanto por hacer, que a veces sentía que estaban gastando inútilmente las fuerzas y los dineros. ¿Quién querría comprar chocolate cuando cada real era necesario para obtener productos de primera necesidad o, en cualquier caso, para comprar o amueblar las viviendas recuperadas? En dichas ocasiones, su padre le recordaba que también Eusebio y ella habían tenido que trabajar duro para poner en marcha el negocio, pero ella respondía que, entonces, era veinte años más joven y, en aquel tiempo, la ciudad un lugar muy diferente al actual. Entonces, sus vecinos tenían tiempo y ganas para sentarse a una mesa, para charlar y beber una taza de cacao. Sin embargo, había algo que alegraba su ánimo y le impulsaba a continuar: Marina había dejado de tener miedo a la gente. Al principio acompañada por alguno de los miembros de su pequeña familia, en especial por Mikeltxo, quien en dos días había llegado a conocer calles, callejones y recovecos mejor que su abuela, y después por su cuenta, había comenzado a salir a comprar el pan, verduras y frutas. A la vuelta, hablaba de viejos conocidos, de familias que habían regresado a San Sebastián, de chismes y anécdotas. No tardó en encontrarse con Teresa Etxaniz, su amiga de la infancia. Las dos habían sufrido trato parecido por parte de los soldados, si bien la hija del escribano no se había quedado embarazada, pero, para alivio de Maritxu, ninguna mencionaba el asunto y ambas ocupaban buena parte de su tiempo ayudándola en el obrador que, poco a poco, iba tomando su antiguo aspecto. Las oía hablar y reír mientras aprendían a elaborar pastillas de chocolate y sus risas confirmaban de alguna manera el acierto de su decisión, que se reafirmó al ver la mirada agradecida de su hija al confiarle ella la receta secreta del señor Hiriart.
Joaquín, por su parte, resultó ser un colaborador excelente y un negociante de primera clase. Logró llegar a un acuerdo con un importador donostiarra establecido en Baiona que había atravesado la frontera nada más comenzar la persecución de afrancesados y liberales a la vuelta al trono de Fernando VII. Con la ayuda de Tomás, que puso los fondos vendiendo otra de sus parcelas, montó un negocio en una lonja alquilada, también propiedad de Galerdi, para comerciar con el cacao, el café y las especias que el comerciante se hacía traer de las Antillas. Su antiguo amigo había hecho un comentario sobre lo mucho que tardaría en hacerse rico vendiendo granos, pero él no se dio por aludido y cerró el trato. Sus relaciones se habían enfriado y lo sentía porque Buruandi no sólo había sido su compañero de juegos infantiles; también lo había sido de sus miedos durante el asedio. Lamentaba en lo más profundo que el joven fanfarrón y fantasioso se hubiese transformado en un hombre preocupado sólo por hacer dinero y, de alguna manera, muy parecido a su propio padre.
Se cruzaba con don José de tarde en tarde y no lo veía. No lo maldecía, tal había prometido que haría, pero para él ya no existía; estaba tan muerto como su pobre madre y no se acercaba a la calle de San Vicente para no encontrárselo. Le había enviado recado en un par de ocasiones por medio de un empleado del almacén rogándole que olvidase el pasado, que volviese a trabajar con él o que, al menos, le hablase. A fin de cuentas, era su único hijo y el heredero de sus bienes. Supo por el mensajero que la casa familiar había sido reedificada, que la vieja Bernarda continuaba viva y que su padre había montado de nuevo su negocio gracias al dinero que, antes del ataque, había puesto a buen recaudo en Lekeitio. Si se le había pasado por la mente hacer las paces, esta última información no hizo sino reafirmar su voluntad de no volver a tener nada que ver con él. Había puesto a salvo su fortuna mientras negaba a su madre y a su hermana igual derecho y, por él, podía irse al infierno.
—Todos nos equivocamos alguna vez —le dijo Tomás, conciliador, el día que le habló de los sentimientos que albergaba hacia su padre.
—Mi madre estaría viva si él hubiese querido escucharme…
—Nuestras vidas están llenas de decisiones buenas y malas. Somos el resultado de nuestros aciertos y de nuestros errores.
—Usted siempre ha tenido muy claro que su familia es lo más importante.
—No siempre… —El hombre permaneció pensativo y un rictus de tristeza asomó en su rostro—. Debería haber venido a buscar a Maritxu y a mi nieta tras el primer ataque y obligarlas a regresar conmigo a Zubieta, pero mi orgullo me lo impidió. Esperé a que fueran ellas las que viniesen a mí y el resto lo conoce usted de sobra.
—Ha demostrado con creces que su mayor preocupación son las personas a las que quiere. A mi padre sólo le interesan sus riquezas y bien que se preocupó de salvarlas.
—No todos reaccionamos de forma similar a la hora de demostrar nuestros apegos. Puede que el padre de usted quisiera poner a salvo su dinero para asegurar el bienestar de su familia al acabar la guerra. Recuerde que muchos creían que no ocurriría nada malo a la llegada de los aliados. ¿Quién iba a imaginar lo que sucedió?
—No hacía falta esperar tanto —insistió Joaquín—. Una guerra siempre supone un peligro y los aliados llevaban disparando semanas. Incluso sin todas aquellas atrocidades, un cañonazo, un incendio fortuito ya eran riesgos suficientes.
—No se lo discutiré, pero no sea tan riguroso en su juicio. Todas las monedas tienen dos caras.
—No le entiendo…
—Lo entenderá —Tomás sonrió—. Yo también era muy severo juzgando a los demás, pero he aprendido a ser más flexible y usted también lo será cuando tenga mis años.
Joaquín no respondió.
Todo estaba ya dispuesto para la segunda semana del mes de junio: el obrador, el local y la producción de pastillas de chocolate, a la que se había unido la elaboración de bizcochos. La idea partió de Josefa y fue acogida con gran alborozo provocando la emoción de la sirvienta que había vuelto a ser la melindrosa de antaño, lo que, en opinión de los demás, debía tener algo que ver con la proximidad de la mar ya que en el caserío había demostrado ser una mujer de redaños. Maritxu también recibió otra gran alegría. Un buen día, vio aparecer por la puerta la figura desgarbada de Julián, su antiguo ayudante, a quien contrató de inmediato no sin advertirle que no podría abonarle su sueldo anterior hasta que el negocio comenzase a funcionar. El hombre aceptó. Durante los últimos meses había trabajado por una miseria como ayudante de panadero —le informó—, pero por el mismo precio prefería ser oficial en la chocolatería. Sin embargo, la dueña había decidido retrasar la apertura del local, a pesar de los apremios a que era sometida cada día por parte de la familia, que no entendía a qué se debía el retraso después de tanto trabajo. Ella, enigmática, se limitaba a sonreír y a decir que esperaba a que llegara la fecha oportuna, sin señalar cuál era.
Una noche no apareció puntual a la hora de la cena según era su costumbre, causando la natural preocupación entre los suyos. Joaquín bajó al obrador creyendo que todavía estaría allí, pero lo encontró cerrado y subió de nuevo con intención de coger un candil y salir en su búsqueda. Casi pisándole los talones, apareció Maritxu llevando lo que parecía un tablón envuelto en una tela.
—Siento llegar tarde —se disculpó—; tenía que recoger esto en la carpintería de la calle de Juan de Bilbao.
Destapó el bulto y lo mostró con evidente satisfacción. Se trataba de un cartel pintado en azul en el que podía leerse La Casa del Chocolate en grandes letras doradas y, debajo y con letras más pequeñas, Tomás Altuna y herederos.
—Mañana por la tarde abriremos el negocio —afirmó, evitando mirar a su padre cuyos ojos estaban fijos en el cartel.
Sus palabras recibieron un sonoro aplauso y tuvo que disimular su turbación instando a su familia a comer antes de que la sopa de arroz y garbanzos se quedase fría.
—¿Por qué has puesto mi nombre en el cartel? —le preguntó Tomás a punto de abandonar el piso para subir al suyo.
—Porque es lo justo. Hace veinticinco años nos dio usted a Eusebio y a mí los medios para abrir el local y esta vez lo ha hecho de nuevo. La chocolatería es tanto suya como nuestra.
—Sabes que lo mío es vuestro…
—Por eso he mandado poner “y herederos”, aunque, a este paso, vamos a gastarnos la legítima antes de heredar —añadió con humor para quitar hierro al momento.
—Todavía nos queda “Eguzkienea”.
—Y nos quedará, padre, nos quedará.
En contra de lo que ella pensaba, la reapertura de “La Casa del Chocolate” fue un éxito y el local se llenó nada más abrir. A pesar de las penurias y de las preocupaciones, sus vecinos deseaban retomar sus vidas en el momento en que habían quedado interrumpidas, olvidar aunque fuera durante un rato. El tiempo se detuvo durante unas horas y compartieron con conocidos y desconocidos un capricho para el paladar y para los sentidos, un pequeño placer de los muchos que les habían sido arrebatados por la fuerza de las armas.
No había olvidado la fórmula del señor Hiriart y, antes de abrir, vertió la mezcla con mucha ceremonia mientras Julián removía el contenido de la olla y comenzaban a llegar los clientes. Adujo para no atenderlos que había mucho trabajo en el obrador y dejó dicha tarea a cargo de Marina, ayudada por su amiga. No podía hablar por ésta última, pero estaba segura de que a su hija le vendría bien sentirse útil. Los miedos se esfumaban cuando se tenían la mente y las manos ocupadas. Josefa y ella se dedicaron a llenar las chocolateras, a cortar trozos de bizcocho y a fregar la vajilla usada, mientras Mikeltxo iba de un lado para otro, encantado de colaborar en el negocio familiar aunque, al igual que hacía su madre a su edad, estorbaba más que ayudaba. Maritxu lo dejó hacer. La vida les estaba dando una nueva oportunidad y era preciso aprovecharla en cada momento hasta en los detalles más nimios para no tener que arrepentirse después.
Se cambió de delantal y salió al empezar a anochecer y decrecer la afluencia de clientes. Fue recibida con aplausos y estuvo a punto de meterse de nuevo en el obrador, ruborizada hasta la raíz de los cabellos, pero, en lugar de ello, se acercó a las mesas para saludar a quienes las ocupaban. Allí estaban las personas que más quería: su hija, su nieto, su padre y Joaquín, sonrientes y orgullosos, y otras a quienes conocía muy bien: el escribano Etxaniz, su mujer y su hija Teresa, visiblemente emocionados, el banquero Brunet y su familia, José Antonio Sagasti junto a Juanito Galerdi, sus vecinos de la casa de enfrente, el sastre de su calle… No pudo evitar lanzar una mirada hacia el rincón donde solían sentarse los hermanos Oienarte y a la mesa, al lado de la puerta, que siempre ocupaba don Domingo. Faltaban ellos, y Otilia, y el entrañable don Francisco Gurutzeaga, de quien nadie había tenido noticias tras el incendio, y algunos más cuyas voces no volvería a escuchar, pero cuyo recuerdo la acompañaría el resto de sus días.
—Me alegro mucho de verle de nuevo, señor Sagasti —saludó al gaditano al llegar a su lado.
—Yo también me alegro, señora Maritxu.
—No sabía que andaba usted por San Sebastián.
—Llegué hace un par de días. He recorrido el país de cabo a rabo durante estos años.
—¿Sigue usted escribiendo sobre gentes, paisajes, costumbres… y sobre los males de la guerra?
—En efecto, así es.
—¿Para que todo el mundo lo sepa?
—Para que todo el mundo lo sepa.
—He de darle las gracias por lo que hizo.
—No fue nada. Cualquiera habría hecho otro tanto en mi lugar.
—Pero fue usted —insistió ella con una sonrisa—. ¿Y por qué eligió un nombre tan… extraño?
El hombre se había levantado y retenía sus manos entre las suyas.
—Porque no soy ningún héroe y era peligroso acusar de aquellos horrendos crímenes a nuestros aliados y a quienes desde el gobierno negaban los hechos.
—¿De qué diablos están ustedes hablando? —inquirió Galerdi que no había perdido palabra y no entendía a qué se referían.
Maritxu se dirigió a los presentes.
—Gracias al señor Sagasti, Wellington y sus generales, el gobierno y los gaceteros a su servicio tuvieron que dejar de mentir y de acusar a los franceses de haber quemado nuestra ciudad. Gracias a él se supo lo mucho que sufrimos.
—¿No me diga que usted era el brujo ese…? —Galerdi intentaba recordar el nombre—. ¿Cómo se llamaba?
—Mirringui Velaverde. ¿A que suena muy vasco? —preguntó Sagasti, provocando sonrisas y risas entre los oyentes.
—¿Y sobre qué está escribiendo ahora? —inquirió la chocolatera.
—Sobre una ciudad que se daba por desaparecida y que, cual ave Fénix, ha renacido de sus cenizas porque sus habitantes así lo han querido. Los nietos de sus nietos harán bien en recordar su enorme sacrificio.
—Me han informado de que la semana que viene llegará a San Sebastián una legación inglesa que recorre España y Portugal para rendir homenaje a sus caídos —aseveró Brunet para romper el emotivo silencio que se había hecho en el local—. Uno de sus miembros es un tal lord Alistair Williams, que fue ayudante del general Graham y perdió a un hermano en la brecha. Ya le he dicho al alcalde que debemos aprovechar la ocasión para exigir al gobierno inglés y, de paso, al español que paguen su parte en los costes de la reconstrucción. Mucho lamento, mucha condolencia, pero ninguno de los dos ha soltado un real.
Un debate animado siguió a las palabras del banquero, pero Maritxu, aterrorizada, sólo tenía ojos para Marina.
LA LEGACIÓN BRITÁNICA LLEVABA CERCA de tres meses recorriendo algunos de los principales escenarios de lo que se llamaba “la guerra peninsular”: La Coruña, Oporto, Badajoz, Salamanca, Madrid, Burgos, Zaragoza, Vitoria… La última parada sería San Sebastián para, después, embarcar en el puerto de Pasajes de vuelta a su país. La razón oficial de dicho viaje era rendir homenaje a sus compatriotas caídos en tierras peninsulares; la verdadera, concertar importantes acuerdos comerciales con los dirigentes de ambas naciones, ahora que Francia, la mayor competidora de Gran Bretaña, intentaba levantar cabeza. Un millón de soldados franceses muertos, miles de familias destrozadas, campos asolados, relaciones comerciales desbaratadas, enfermedades y penurias habían sido el resultado de veinticinco años de guerras, y sus rivales estaban decididos a aprovechar la oportunidad en su beneficio. Los miembros de la expedición debían interesarse igualmente acerca de los centros de producción españoles bombardeados a propósito durante el conflicto y su recuperación. Había sido mucho el dinero invertido durante la guerra en la Península y muchos los británicos sacrificados, razón por la que sus dirigentes pensaban cobrarse la deuda. Gran Bretaña se había convertido en la nación con mayor poder comercial y naval del mundo y tenía el firme propósito de continuar siéndolo.
El grupo estaba formado por militares que habían participado en la guerra, políticos, banqueros, abogados, miembros de la “Royal Society” de Londres interesados en la investigación académica, periodistas encargados de reseñar el periplo, y algunas esposas que acompañaban a sus maridos.
Lord Alistair Williams había aceptado a regañadientes formar parte de la misión en su calidad de miembro del Parlamento inglés, cargo que había ocupado en luctuosas circunstancias. Su hermano mayor, el heredero del nombre y de las propiedades familiares, había fallecido poco después de su regreso a casa a causa de una mala caída de caballo que le había provocado la rotura de la columna vertebral. Este hecho había minado la salud de su padre, ya resentida al conocer la muerte de su hijo pequeño. El hombre se había dejado morir menos de un año después, según opinión de los médicos que lo atendían, pues aparentemente no tenía ninguna dolencia grave que pudiera poner su vida en peligro. Lo vio consumirse poco a poco hasta convertirse en una sombra y no salió de su apatía ni siquiera el día de su boda con Rowena, ni cuando le comunicó que un pequeño Williams estaba en camino. Su amor filial se había visto afectado por dicha actitud. Entendía el dolor de su padre por la desaparición de dos de sus hijos, pero él también lo era y, además, su único heredero varón. Sintió menos pena de lo debido cuando finalmente murió. Ahora, por fin, podía rehacer su vida de una vez por todas. Poseía un título y una gran fortuna bien invertida, la hermosa casa de Kensington Gardens, la de Knightsbridge y dos propiedades más en el campo y era miembro de la Cámara de los Lores.
Le costó adaptarse a la vida civil tras su paso por el ejército. Durante unos meses se dedicó a holgazanear y a frecuentar compañías poco recomendables con las que cerraba los tugurios londinenses. Era su forma de conjurar los fantasmas que lo perseguían desde su regreso a Londres y de celebrar que seguía vivo. No tuvo mayores problemas para conseguir el licenciamiento. La posición social de su familia y el pago de la exención militar fueron suficientes. El fallecimiento de su hermano mayor y el descalabro físico y mental de su padre le hicieron poner de nuevo los pies sobre la tierra. Tomó el control de los asuntos familiares y decidió formar la suya propia.
Rowena no había cambiado en aquellos tres años. Seguía siendo la joven delicada de cabellos rubios, piel casi transparente y modales exquisitos que recordaba, pero no le sorprendió darse cuenta de que ya no sentía atracción por ella. Únicamente se vieron media docena de veces con anterioridad a la boda y apenas hablaron de otra cosa que del clima y de la salud. La vida a su lado carecería de emociones, aunque tampoco esperaba otra cosa. Un buen matrimonio era un requisito obligado dentro de la alta y estricta sociedad inglesa. Ella pertenecía a una antigua familia y aportaba una dote considerable; era educada y culta y le daría hijos para la continuación de su linaje. El resto —amor, pasión, deseo— tendría que buscarlo en otro sitio. Su enlace constituyó todo un acontecimiento y consolidó las expectativas en cuanto al futuro social y político del antaño segundón y ahora heredero y miembro en ciernes de la Cámara de los Lores. A él asistieron importantes invitados, incluso algunos emparentados con la realeza, y también su antiguo jefe. A sir Thomas Graham le había sido concedido el título de barón de Lynedoch of Balgowan, la Gran Cruz de la Orden de San Miguel y San Jorge, la española de San Fernando y la portuguesa de la Torre y la Espada por sus méritos militares. Finalizada la guerra y Napoleón Bonaparte desterrado en la isla de Elba, el general se sentía como pez fuera del agua.
—Os perdisteis la entrada en París, muchacho —fue lo primero que le dijo en tono añorante al encontrarse ambos.
—Así fue, señor.
Alistair reparó en el hecho de que utilizaba el “vos”, todavía en vigor para dirigirse a la nobleza y al clero, pero también fue consciente de que el hombre continuaba llamándolo “muchacho”, una forma sutil de demostrar que seguía considerándolo un subalterno al que, en el fondo, menospreciaba por haber abandonado la carrera militar.
—Y tampoco me hicisteis llegar el pudding de manzana prometido.
—Lo siento, señor.
—No importa ahora que ya estoy de vuelta. ¿Sabéis que Bonaparte ha sido desterrado a una isla? —le preguntó, cambiando de tema.
—Lo sé, señor.
—Una lástima. Yo no hubiese sido tan considerado y lo hubiese hecho fusilar.
—Es un emperador…
—No es nadie. Uno sólo es lo que puede defender. Por su culpa perdieron la vida millones de seres humanos, los campos quedaron arrasados, las ciudades de media Europa destruidas.
—Las guerras provocan esas desgracias, señor… como en San Sebastián.
¿Por qué había mencionado el lugar de sus pesadillas? Se arrepintió nada más hacerlo.
—Ah, sí… San Sebastián… Fue una pena que los franceses quemaran la plaza.
—¿Los franceses, señor? ¿Los franceses? —preguntó atónito.
—Algunos de los nuestros también se excedieron. Era comprensible después de haber perdido a unos cerca de cuatro mil camaradas en la conquista de aquel miserable montículo fortificado. Sé por lord Wellington que sus habitantes han reclamado repetidamente una indemnización. ¡Sólo faltaría que nosotros tuviésemos que pagar lo que otros destruyeron! Además —añadió sir Thomas—, la guerra peninsular nos costó diez millones de libras esterlinas en ocho años. ¡Si quieren una indemnización, que se la pidan a su gobierno o a los franceses!
No podía creer lo que estaba oyendo e iba a rebatir sus palabras y a decirle que él había sido testigo de la destrucción de la ciudad a orillas del Cantábrico; que él mismo había robado a varios de sus habitantes, y violado a una mujer, casi una niña, pero la potente voz del general había atraído a varios invitados interesados en escuchar sus hazañas, y calló. Graham continuó hablando sobre las campañas contra las fuerzas bonapartistas en toda Europa, satisfecho de contar con una audiencia atenta, y él se retiró discretamente. Palpó el bolsillo de su levita. El pequeño collar de cuentas de ámbar estaba allí para recordarle lo ocurrido. Varias veces había intentado deshacerse de él, tirarlo a la basura, pero no había sido capaz. Era como un amuleto, un conjuro o, quizás, un castigo.
Ahora, a punto de ver de nuevo la ciudad que quería olvidar, lo extrajo del bolsillo y comenzó a pasar las cuentas, algo que hacía a menudo para calmar sus nervios. Rowena observó su gesto, pero no dijo nada y él captó su mirada. Sabía que a su esposa le intrigaba la procedencia de aquel objeto. Le había preguntado un par de veces por él y por su curiosa manía de manosearlo, pero él no podía contarle la verdad, ni tenía intención de confiarle la parte oscura de su alma, y se había limitado a decirle que se trataba de un viejo recuerdo. Hacía tiempo que había tirado la carta que ella le había escrito y que durante meses había guardado junto al collar.
Declinaba el sol de una jornada despejada cuando la ciudad apareció ante sus ojos y la impresión lo dejó desconcertado durante unos minutos. Permaneció pensativo mientras su mujer y los dos caballeros que los acompañaban descendían del coche de caballos para estirar las piernas. Él se quedó en el interior. No podía desviar la mirada del hermoso paisaje que ni Turner o Constable, los mejores paisajistas británicos del momento, habrían podido plasmar en sus lienzos. La luz rojiza del ocaso envolvía la bahía, los arenales, las casas desperdigadas por los montes, la ciudad… y se reflejaba en las aguas del río que había sido cruzado por un ejército francés y, después, por otro de británicos y portugueses. Así lo había visto la primera vez, el día que, harto de la guerra, decidió volver a la vida civil. Sólo habían transcurrido ocho años y parecía que hubieran sido muchos más.
—Su excelencia ya sabe que la ciudad fue destruida durante la guerra —le informó uno de sus acompañantes, el señor Vivanco, un funcionario del gobierno español, durante el trayecto de Tolosa a San Sebastián. El hombre no esperó su respuesta y continuó hablando—. Se dio por perdida, pero estas gentes son muy obstinadas y decidieron reconstruirla. En estos momentos hay más habitantes de los que había entonces y eso que sólo la han reconstruido a medias.
—Y si son más ¿dónde viven? —preguntó Rowena con curiosidad.
—Hacinados o en barracas o vaya usted a saber.
Su mujer había hecho un mohín de desagrado.
—Pero no se preocupen sus excelencias. Se les ha provisto de alojamientos convenientes y estarán bien atendidas en la zona nueva.
—Dígame, Vivanco —preguntó él—. ¿Han regresado todos los habitantes que estaban cuando… cuando la ciudad fue destruida?
—No puedo asegurarlo a ciencia cierta, pero al parecer así es. Al menos la mayoría.
Era imposible que alguien lo reconociera. Apenas había mantenido contacto con otras personas que las tres mujeres y, aunque en sus últimos días de estancia se había acostumbrado a bajar a la chocolatería, nadie se acordaría de él, de un mozalbete vestido con un blusón y un pantalón de color azul marino. Se pasó la mano por la cara. El médico del ejército que lo examinó tras la ocupación se declaró sorprendido por la excelente sutura realizada por alguien sin estudios médicos y, encima, mujer. No obstante, le había quedado una cicatriz disimulada bajo las anchas perillas que ocultaban sus mejillas.
Entraron en la ciudad poco después. El aspecto de las primeras calles era desolador: suciedad, ruinas, barracas levantadas entre los escombros, refugios realizados con maderas y trapos, y gentes vestidas pobremente que observaban el paso de los carruajes con indiferencia. Sin embargo, una mirada más atenta descubría el puesto de un artesano que tejía cestos y asientos de mimbre, el taller de un carpintero, el de un zapatero, el de un herrero; mujeres hilando, aguadoras, vendedoras de pescado, remendadoras de redes, alpargateras… A su vez, las calles reconstruidas presentaban un aspecto muy diferente: los suelos estaban empedrados, edificios de tres y cuatro alturas se levantaban en los solares anteriormente asolados, tabernas y negocios ocupaban los bajos y podía verse gente bien vestida. La plaza principal, devastada por el fuego, había recobrado su aspecto. Las fachadas estaban pintadas y el edificio del Ayuntamiento había sido reedificado, si bien con menos ostentosidad que el anterior.
—La están reconstruyendo exactamente cómo era, sólo con algunos pequeños cambios —le informó el solícito Vivanco al expresar él su asombro porque reconocía la ciudad de antes del incendio—. Así lo han querido sus vecinos, a pesar de que podían haber aprovechado para dotarse de calles más anchas y otras mejoras. Pero ya os he dicho que estas gentes son muy obstinadas.
Los componentes de la legación fueron alojados en diversas viviendas, cuyos dueños se habían ofrecido o habían sido forzados a hacerlo. La mayoría, en la calle de la Trinidad, en la acera nueva. Alistair Williams y Rowena lo fueron en la casa de un rico constructor, en la calle Mayor, que se deshizo en amabilidades y los acompañó a su propio dormitorio conyugal, una habitación amplia y lujosamente equipada. Tenían que asearse y mudarse de ropas para asistir a la cena que la Municipalidad en pleno les ofrecía aquella noche, pero llegado el momento, Alistair pretextó un fuerte dolor de cabeza y pidió a sus anfitriones que escoltaran a su esposa a la cena. Una sensación incómoda lo había acompañado durante el viaje cada vez que eran agasajados por las autoridades de las ciudades visitadas, pero en San Sebastián dicha sensación se había hecho mucho más patente. No quería mirar cara a cara a las víctimas de la barbarie en la que él había tomado parte. Y tampoco entendía muy bien la disposición de éstas a olvidar lo ocurrido y a obsequiar a los causantes de su ruina. Abrió la ventana al quedarse solo; necesitaba respirar un poco de aire, pero la respiración se le cortó de golpe. En el lado opuesto de la calle, como una aparición, podía verse un letrero, iluminado por un candil a cada lado, en el que se leía: “La Casa del Chocolate” y, debajo, con letras más pequeñas: “Tomás Altuna y herederos”.
A la mañana siguiente alegó de nuevo no sentirse bien para no tener que acudir al paseo por la ciudad que los miembros de la legación harían en compañía de los dos alcaldes, algunos miembros de la Corporación y varios comerciantes importantes de la ciudad, al que seguiría una reunión en la Casa Consistorial para discutir sobre las ayudas económicas que las autoridades municipales esperaban conseguir a modo de indemnización por los daños sufridos durante el asalto, o bien en forma de contratos comerciales con Gran Bretaña. Las ojeras que cercaban sus ojos convencieron a su anfitrión de que ciertamente estaba enfermo, aunque tampoco aceptó ser visitado por el médico.
—Me sentiré mejor después de andar un poco por la orilla del mar —afirmó en un tono que no admitía réplica.
Rowena y él abandonaron la casa poco a media mañana y se dirigieron al arenal. No miró hacia la chocolatería al salir del portal, asió del codo a su mujer y la obligó a caminar a paso de marcha hasta que salieron por la Puerta de Tierra.
No había podido pegar ojo durante toda la noche. Permaneció en la ventana hasta que oscureció y alguien apagó los candiles que iluminaban el letrero. Vio gente entrando y saliendo del local, pero en ningún momento llegó a percibir a la mujer vestida de negro que esperaba ver, ni tampoco a su hija. Se dijo una y mil veces que estaban muertas. Las habían dejado sin sentido, destrozadas, y habían provocado un incendio para que el fuego acabase el trabajo que ellos no se habían atrevido a llevar a cabo. Él había visto los escombros del edificio y había recogido el collar del que no se había separado desde entonces. Era imposible que hubieran sobrevivido y más imposible todavía que el local hubiese renacido de sus cenizas tal y como él lo conocía, pero recordó las palabras de Vivanco la víspera, asegurando que los vecinos de San Sebastián habían decido reconstruir su ciudad y sus vidas. No se acordaba del apellido de las mujeres, o tal vez nunca lo había sabido, pero aquel “Tomás Altuna y herederos” lo tenía obsesionado. Necesitaba pensar con tranquilidad y nada mejor para ello que pasear junto al mar en un día claro de primavera y dejar que la brisa marina acariciase su rostro y despejase sus ideas.
Rowena caminaba en silencio a su lado. Las cosas no habían salido a su gusto, pero no podía hacer nada para cambiarlas. Era un hombre distinto al que había partido hacia la guerra, pero quiso creer que se debía a las privaciones sufridas, al dolor por la pérdida de su hermano pequeño y de muchos de sus camaradas. Se juró hacerla feliz, pero se equivocó. Su romance, si es que lo hubo, duró un suspiro. El tiempo suficiente para que ella diera a luz a un niño malformado que murió a las pocas horas de nacer. Durante el embarazo él ocupó otra habitación pretextando que era mejor para ella dormir sola, pero no volvió tras el parto. La trataba con deferencia y cumplía con sus deberes conyugales a la espera de engendrar un nuevo hijo, aunque no había amor en sus besos, ni pasión en sus abrazos. Y tampoco había habido heredero. No podía divorciarse porque echaría por tierra su futuro político, pero la cuestión de su sucesión le robaba muchas horas de sueño. ¿De qué le valía poseer título y fortuna si, a su muerte, ambos irían a para a uno de sus sobrinos con los que casi no mantenía relaciones? Era consciente de que su carácter había cambiado; se había vuelto introvertido y poco tolerante, pero era incapaz de actuar de otra manera.
La mar estaba en calma y en algún lugar de su inmensidad yacían los restos de Eddie. Sólo quedaba él para recordar al joven alegre, de cabellos lacios y mirada sorprendida. Sus ojos tenían el color de la mar que ahora contemplaba: un tono indefinido entre gris, verde y azul que cambiaba según su humor y que a él siempre le había sorprendido y divertido. Si su hermano hubiera sobrevivido, si no hubiera sido alcanzado por una bala o por una bayoneta enemiga, ni pisoteado por los suyos, él no se habría emborrachado, presa del dolor, aquella terrible noche, de eso estaba bien seguro, pero la guerra era así: o morías o quedabas maltrecho; amputaba sentimientos y deseos, robaba la inocencia y convertía a las víctimas en verdugos de sí mismos.
A poca distancia de ellos, un niño con los pies descalzos y los calzones arremangados hasta las rodillas corría hacia el agua perseguido por una mujer entrada en años que le gritaba en aquella lengua del lugar cuyas dos o tres palabras aprendidas ya había olvidado. Sonrió. Los niños eran semejantes en todas partes. No sabían de conflictos, de intereses políticos y económicos, de ambiciones. Rowena le hablaba en aquel instante de la apacible estampa que presentaba la bahía, de las barquichuelas, de la playa de arena fina, tan diferente a las inglesas de arenisca y guijarros. Él la escuchaba con un oído distraído y asentía mientras seguía pendiente del crío que chapoteaba en la orilla. Se había subido las mangas de la camisa y salpicaba entre risas a la mujer, que no se atrevía a acercarse y le hacía claros signos de que saliese del agua. La imagen le recordó a Eddie y a él haciendo batallas navales con pequeños barcos de madera en el río que atravesaba la propiedad de verano de la familia en Kent y a su niñera enfadada porque siempre acababan mojados hasta las cejas. El niño dejó de salpicar y salió del agua, atraído por una pelota que la mujer había sacado de una bolsa. La vio zarandearlo e intentar secarle con su delantal, pero, visto y no visto, el chaval estaba dando patadas a la pelota y corría detrás de ella siendo nuevamente perseguido por la mujer. No pudo evitarlo y se río. Su mujer lo miró sorprendida. No había dicho nada gracioso —afirmó—, sólo que le habría gustado pintar aquel hermoso paisaje si hubiese traído sus útiles de pintura.
—No me reía de tus palabras, querida —se disculpó—. Estaba mirando a ese…
La pelota llegó a sus pies y la retuvo colocando uno encima. El niño se detuvo a unos pasos de ellos y se le quedó mirando con unos ojos grandes, sorprendidos, del color de la mar, grises, verdes, azules… La sorpresa lo paralizó y se llevó la mano al cuello para aflojarse el pañuelo y poder respirar. Tenía el sol de frente; eso debía de ser. Aquel chaval de pelo lacio y mojado, con una camisa de lino basto, los pies descalzos y sofocado por la carrera, no era Eddie. Su hermano estaba muerto.
La mujer había llegado también a su altura y había asido con fuerza la mano del pequeño. Los dos lo miraban esperando que les devolviese la pelota.
—¿Es… su hijo… su nieto? —aventuró, reponiéndose de la sorpresa y dirigiéndose a la mujer.
—No, pero como si lo fuera.
—¿Es acaso un huérfano?
—No, ¡qué va a serlo! —protestó ella—. Es el nieto de mi señora.
—Su señora…
—Doña Maritxu Altuna, la dueña de “La Casa del Chocolate” —añadió la mujer con un deje de orgullo.
Sintió de nuevo que el aire no le llegaba a los pulmones y tuvo que apoyar los dos pies en la arena para no tambalearse. El niño aprovechó el momento, se soltó de la mano que lo retenía, cogió la pelota y salió corriendo.
—¿Qué edad tiene? —le gritó a la mujer, que había salido tras él.
—¡Siete años hizo el mes pasado! —respondió ella sin dejar de correr.
Los vio alejarse en dirección a la ciudad y no los perdió de vista hasta que desaparecieron tragados por la muralla. Después, se aproximó a la orilla, sacó un pañuelo de su bolsillo, lo mojó y se lo pasó por el rostro.
De nuevo volvían a su mente imágenes del pasado que intentaba borrar de su memoria sin conseguirlo. Buscaba explicaciones, trataba de justificarse, pero incluso aun ahora era incapaz de comprender la furia enloquecida que lo había empujado a desflorar salvajemente a la inocente muchacha a la que amaba. El alcohol, la muerte de su hermano y de tantos de sus camaradas de armas eran algunas de sus justificaciones. También su próxima marcha una vez expulsados los franceses de suelo peninsular. Deseaba a Marina con intensidad, pero su unión no era posible por mucho que en un arrebato hubiese pedido su mano. No podía regresar a Inglaterra con la hija de una chocolatera del brazo, una pueblerina extranjera: sería el hazmerreír de sus amigos y conocidos y corría el riesgo de verse expulsado de su círculo social. Sin embargo, se había enamorado de ella, de sus cabellos castaños, de sus ojos dorados, del brillo de sus labios; incluso, de su carácter rebelde y del genio que demostraba levantando el mentón como si fuese una dama de alcurnia acostumbrada a hacerse obedecer. Por ella había olvidado a Rowena.
¿Cómo, entonces, pudo cometer aquel crimen? Jamás en su vida había violado a una mujer, ni se le había pasado por la cabeza hacerlo. No era una acción digna de un caballero. Antes de abandonar Londres la primera vez, había comprado los servicios de varias prostitutas que se codeaban con lo más selecto de sus amistades. También los había comprado durante la guerra, aunque las mujeres a las que había pagado no eran prostitutas sino pobres mujeres necesitadas que vendían sus cuerpos por unos míseros reales a fin de conseguir comida para ellas y para los suyos en un país devastado. ¿Qué demonio se apoderó de su espíritu? ¿Qué locura ahogó su conciencia? La desnudó y la violó delante de Lambton y de los otros. Después, la arrastró al dormitorio y la violó de nuevo, una y otra vez, hasta quedar exhausto. No le importó su mirada aterrorizada, las súplicas y el llanto; tampoco le preocupó que, de pronto, la joven dejase de llorar, que no se resistiese y pareciese una muñeca rota. Continuó violentando su cuerpo inerte con la misma furia con la que acometía al enemigo en el campo de batalla. Y ahora, aquel niño…
—¿Te ocurre algo, querido?
—Regresemos —respondió.
Al día siguiente acompañó a los miembros de la legación británica al puerto de Pasajes y se despidió de ellos. Le había surgido un asunto grave que debía solucionar antes de volver a Inglaterra —afirmó—. El señor Vivanco corroboró sus palabras.
—Un par de semanas —dijo, respondiendo a la pregunta de Rowena sobre cuánto tiempo creía él que le llevaría dicho asunto.
Besó su mano y la ayudó a subir al bote que trasladaba a los pasajeros hasta el barco. Esperó en el muelle a que aquél partiera, pero no había abandonado la ensenada cuando él ya estaba de camino a San Sebastián.
La víspera había enviado recado al señor Vivanco y se había encerrado con él en el escritorio de su anfitrión. No había dejado de pensar en el niño desde que lo había visto en la playa, pero tenía que estar seguro. El funcionario escuchó sin hacer comentarios la escueta explicación en la que quedaba clara su sospecha de que el nieto de una tal Maritxu Altuna, de profesión chocolatera, era en realidad su hijo. No preguntó la manera en que dicho niño había sido engendrado, pero lo supuso. Los orfanatos estaban repletos de niños “de la tierra”, así llamadas las criaturas abandonadas por sus padres durante los años de la contienda. También eran incontables los “hijos de la guerra”, cuyas madres reclamaban su reconocimiento, y la consiguiente pensión, por parte de las autoridades españolas, francesas, inglesas, portuguesas y de otras nacionalidades, aduciendo estupros, desaparición de maridos o, incluso, promesas de matrimonio incumplidas. Las demandas desbordaban la capacidad de trabajo de su departamento ministerial, aunque era poco lo que podía hacerse. La ley española, influida por el Código Napoleónico, prohibía la investigación de la paternidad para impedir chantajes y fraudes y únicamente se tramitaban las solicitudes que contaban con un documento de matrimonio puesto que, según el principio romano, “no había padre donde no había marido”. Pero el caso que se le presentaba se salía de la norma. Lord Williams reclamaba la patria potestad de su supuesto hijo, quien, a su vez, y según el interesado, tenía familia y apellido. No hubiese dedicado ni cinco minutos al asunto de no haber sido porque el solicitante no era un cualquiera, sino un noble, miembro del Parlamento inglés que, estaba seguro, acudiría a quien fuera necesario con tal de lograr su propósito. Era preciso ser cauteloso. Y meditó sus palabras antes de hablar.
—Con mis respetos, milord, sería preciso cotejar vuestra información…
—Por supuesto.
—No podemos ir a casa de esa mujer y decirle que nos entregue a su nieto por las buenas…
—Evidentemente.
—¿Y la madre del pequeño?
—Ignoro qué ha sido de ella.
—Ya…
—Estoy dispuesto a pagar los gastos de la investigación, pero no conozco a nadie que pueda llevarla a cabo.
—Dejad eso en mis manos. A la gente le gusta hablar, y más si se trata de desgracias ajenas.
Alistair no tuvo que esperar el resultado de las pesquisas. Dos días más tarde, Vivanco le presentó el resultado.
—En efecto, todo indica que el niño es un “hijo de la guerra” —le informó—. La madre es soltera y, al parecer, quedó preñada durante la liberación de San Sebastián. Ella y la abuela han vivido durante estos años en el campo y regresaron hace unos meses.
—¿La madre está viva?
Le invadió un torrente de sentimientos contradictorios: de alivio al saber que no había muerto, que él y sus compañeros no la habían asesinado; de añoranza por el recuerdo de su amor frustrado. Y de temor. El reconocimiento de su hijo lo obligaría a verla cara a cara, pero ¿cómo mantener su mirada acusadora cuando la tuviera delante?
—Sí, está viva, pero… digamos que algo falla en ella.
—¿Algo falla?
—Según mi fuente de información, es una joven extraña, aparentemente normal, pero con altibajos de humor. Sufre unas profundas crisis de… llamémoslas, de melancolía y tiene a toda la familia pendiente de ella mientras esto ocurre. Por supuesto, este hecho juega a vuestro favor —se apresuró a decir Vivanco al observar el ceño fruncido de su interlocutor.
—Explíquese.
—Tendréis más posibilidades de obtener la patria potestad del pequeño si la madre es mentalmente inestable.
—¿Y la abuela?
Le vino a la mente la figura de la mujer de negro, severa, implacable, que adoraba a su hija y con quien tampoco quería verse las caras.
—En estos casos, los abuelos no cuentan.
—Bien.
—Sin embargo… —el hombre vaciló—, vos debéis demostrar que sois el padre.
—Tiene usted mi palabra.
—Ya… pero no es suficiente. ¿Tenéis testigos que avalen vuestra afirmación?
Los tenía. Lambton continuaba una brillante carrera en el ejército y, por ende, estaba casado con una prima suya. No sabía qué había sido de los otros dos, pero no le costaría averiguarlo. No obstante, resultaría difícil explicar la presencia de otros hombres en el lugar de los hechos sin ser acusado de cometer un acto indigno en un militar inglés que empañaría su historial. Podía amañarse su declaración, pero las dos mujeres también hablarían. Las consecuencias serían impredecibles, aun en el caso de ganar el pleito. No ignoraba que el ahora duque de Wellington en persona había negado las atrocidades imputadas a sus hombres y que su hermano, a la sazón embajador en España, había asegurado por escrito que cincuenta hombres, acusados de saquear San Sebastián, habían sido fusilados. Y él sabía muy bien que ambas aseveraciones eran mentira.
—Preferiría encontrar otro medio —dijo al cabo de un momento de silencio.
—Veré lo que se puede hacer… —afirmó Vivanco. A él tampoco le ilusionaba la idea de ver comparecer ante los tribunales a un oficial aliado y sacar a relucir un tema tan espinoso. Podría servir de ejemplo.
Alistair se aproximó a la ventana al quedarse solo. No había hecho otra cosa en las últimas veinticuatro horas. Le obsesionaba la puerta de la chocolatería. Mantenía la mirada fija en ella, esperando ver aparecer en cualquier momento al niño, a su abuela y, en especial, a Marina.
EL HOMBRE ENTRÓ EN EL LOCAL por tercera vez en aquella tarde, pidió un orujo y se acercó a la mesa de los jugadores de dominó, que habían retomado su costumbre en cuanto se abrió “La Casa del Chocolate”. Maritxu no le perdía ojo. El día anterior había hecho igual y también aquella mañana. Entraba, pedía una consumición y entablaba conversación con algún cliente. Lo había sorprendido mirando en su dirección en varias ocasiones y le había regalado un palo de regaliz a Mikeltxo, que el niño aceptó encantado. No lo había visto antes por allí y tenía el aspecto de quiero-y-no-puedo de muchos que vagabundeaban por la ciudad en los últimos meses; gentes sin profesión conocida, mal vestidas y que, sin embargo, tenían dinero para gastar. Tal vez buscaba trabajo o una viuda con posibles como ella, pero el individuo le preocupaba, aunque no atinase a vislumbrar la razón de su preocupación. Joaquín entró en el momento en que, por enésima vez, se preguntaba cuáles serían las intenciones del desconocido.
—Lo siento. El señor Sagasti no ha llegado todavía —le dijo. Y añadió en un susurro—: Salga y entre por el obrador.
—Volveré, entonces, más tarde —respondió él siguiéndole la corriente, aunque sin entender el motivo.
Instantes después ambos estaban en el obrador y Maritxu le señalaba al hombre a través de la rendija de la puerta.
—¿Conoce usted a ese hombre?
—No. ¿Ocurre algo?
—Desde ayer, no hace más que entrar y salir del local; pide algo y habla con los clientes.
—¿Y…?
—¿No le parece raro?
—Pues… ¿tendría que parecérmelo?
—Creo que está intentado averiguar algo sobre nosotros. No sé qué, pero me da mala espina. Puede que se trate de Mikeltxo.
—¿Del niño? ¿Y por qué iba a interesarse nadie por él?
—No lo sé, ya le digo. Puede que sean figuraciones mías, pero… La llegada del inglés ha debido ponerme nerviosa.
¿Cómo no estarlo? Marina no reaccionó ante la información procurada por el banquero Brunet referente a la identidad de uno de los visitantes ingleses, pero al día siguiente no se levantó de la cama. Tuvo una de aquellas crisis que ella tanto temía y que, gracias a Dios, iban espaciándose cada vez más. Permanecía ausente, alelada; volvía a encerrarse en su caparazón, no veía, no hablaba. Su corazón se estremecía de dolor al verla en semejante situación y tenía que echar mano de toda su entereza para no maldecir al Cielo y a la Tierra, porque nunca sabía si su hija se recuperaría de cada ataque o corría el peligro de permanecer en aquel estado para siempre. Llevaba ya cuatro días sin salir de casa, cuidada y vigilada de manera continua por su abuelo, Josefa, ella, Joaquín y hasta por el pequeño Mikeltxo, que ignoraba lo sucedido, pero sabía que su madre estaba mal y había que atenderla. No había riesgo, por tanto, de que se encontrase en la calle con su violador, pero casi habría preferido que, en lugar de morir un poco en cada crisis, Marina reaccionase, que gritase, que llorase. Era bueno para el cuerpo y para la mente desahogar las penas, no guardarlas en un lugar recóndito del alma donde nadie podía ayudarla, como le ocurría a ella.
—¿Quiere que indague si ese tipo busca algo?
—Se lo agradecería de veras, Joaquín.
—Pues no se hable más. Esperaré un rato y volveré a entrar. Ya me las apañaré para hacerle confesar, si es que está usted en lo cierto.
Cinco minutos más tarde entraba de nuevo en el local y pedía una taza de chocolate al tiempo que decía en voz lo suficientemente alta para ser oído por los presentes:
—He decidido esperar aquí al señor Sagasti. No vaya a ser que se me despiste.
Echó una ojeada y comprobó que el hombre buscado estaba sentado a una mesa, solo.
—¿Le importa que le haga compañía? —le preguntó, sentándose él también sin esperar su respuesta—. Me gusta la conversación.
Maritxu los vio hablar durante más de dos horas y les sirvió varias rondas de orujo. En la segunda, puso agua en el vaso de Joaquín y mantuvo sin pestañear su mirada interrogante. El tiempo pasaba con una lentitud que la desesperaba. No quería acercarse a la mesa para no levantar sospechas, pero a punto estuvo de plantarse delante del individuo y preguntarle directamente qué buscaba en su local. Al anochecer, los dos hombres se levantaron y se dirigieron hacia la puerta, aparentemente algo bebidos. Antes de salir, Joaquín se giró hacia ella y le guiñó un ojo.
Aún tuvo que esperar una hora más. Ya había cerrado el negocio y se hallaba empeñada en la tarea de sacar lustre a las ollas cuando él regresó.
—¿Y bien? —le preguntó a bocajarro.
—Como siempre, Maritxu, su intuición no la ha engañado. Es curioso cómo se les suelta la lengua a los borrachos. Ese hombre es un espía pagado por un inglés que quiere saber si Mikeltxo es hijo suyo.
La mujer se llevó la mano a la boca, pero no dijo nada.
—Y, por lo que parece, ha tenido éxito en sus pesquisas —prosiguió Joaquín—, puesto que ha averiguado que Marina es soltera y que el niño nació nueve meses después del saqueo.
—¿Y qué le importa al maldito inglés saber si Mikeltxo es su hijo o no?
—Quiere la patria potestad.
—¿El qué?
—Quiere reconocerlo y… —le costó continuar—, llevárselo con él a su país.
—¡Antes lo mato!
El hombre no pudo impedir sonreírse al escuchar la amenaza. Aquélla era su Maritxu, la mujer que amaba y a quien admiraba, y que hubiese sido una magnífica madre para sus hijos.
—No se altere. La cosa no es tan fácil.
—Mañana nos vamos a Zubieta.
—Él lo buscará.
—Y yo lo esperaré con una escopeta cargada y no vacilaré en descerrajarle un tiro si intenta acercarse a menos de cien pasos del niño. ¡Aunque me ahorquen por ello!
—Tranquilícese. Puede que existan otros medios para evitar que eso ocurra…
—Vinieron aquí, destruyeron, incendiaron, robaron, mataron, violaron y no fueron castigados. Y ahora ése vuelve con la intención de llevarse a mi nieto, de robarle a mi hija lo único que le importa en esta vida. ¡No lo permitiré!
—Le ruego que se calme —Joaquín la había asido con fuerza por los hombros—. Nuestra ventaja es que conocemos sus intenciones y ahora voy a hablar con don Francisco.
De manera providencial, el viejo notario Gurutzeaga había regresado a San Sebastián el día de la llegada de la legación inglesa. Lo primero que hizo tras examinar su nueva vivienda, fue acudir a “La Casa del Chocolate”, causando gran estupor y mayor alegría entre lo que lo conocían y que ya lo daban por muerto. Según explicó, su primera intención, al salir tras el saqueo, fue refugiarse en su propiedad de Usurbil, pero previamente acudió al caserío de un viejo amigo, en el barrio de Igueldo. Desde allí contempló cómo el fuego consumía su querida ciudad.
—No recordaba la última vez que había llorado, pero entonces lo hice con ganas —confesó con voz quebrada.
El hijo de su difunto primo lo encontró unos días más tarde y se fue a vivir con su familia a Zumaia.
—Jamás pensé que regresaría, pero mi sobrino se encargó de todo lo relativo a las reclamaciones en el asunto de la reconstrucción y aquí estoy de nuevo. Soy ya muy viejo y la vida se me escapa cada amanecer, pero tenía que volver; quería ver las caras de mis amigos una vez más y hacer un último servicio a la ciudad. Mis documentos desaparecieron y asimismo los de la Casa Consistorial, los de la Biblioteca y los del Consulado. Nuestro pasado se ha evaporado, aunque no sé si sabrán ustedes que los archivos de la Diputación fueron enterrados antes del incendio y han podido ser recuperados. Demos gracias a Dios porque se haya podido salvar una parte de nuestro tesoro.
Maritxu y los demás sonrieron. El bueno de don Francisco no había cambiado: un papel, un documento, una reseña histórica valía para él más que una bolsa repleta de escudos de oro.
—El caso es que algunos tendrán que hacer las veces de cronistas, como en los tiempos antiguos, y plasmar por escrito lo que recuerden de la historia de nuestra ciudad. Y yo seré uno de ellos, aunque no escribiré. Ni la vista ni el pulso me lo permiten, pero el amable señor Sagasti se ha brindado a escuchar a este viejo y a relatar lo que le cuente.
Joaquín salió del obrador y se dirigió a la vivienda del notario, reconstruida a pocos pasos de allí, en la calle Mayor. Le expuso la situación sin omitir detalles, por muy dolorosos que pudieron parecerle; era importante que el anciano conociese los pormenores. Sabía que podía fiarse y que lo que él le confiase no aparecería en la crónica que pensaba escribir por mano del gacetero gaditano. Don Francisco no pudo contener la emoción al escuchar los sufrimientos padecidos por la mujer a quien apreciaba y por su hija, la niña que había visto crecer y a la que quería como a una nieta. Maneó la cabeza con tristeza y apretó los labios, pero su mirada se avivó al escuchar hablar sobre la intención del inglés de reconocer al niño y llevármelo a Inglaterra.
—¡Ah, no! —exclamó, golpeando el suelo con su bastón—. ¡Eso no podemos consentirlo!
—La señora Maritxu está hecha un puñado de nervios. Cree que la salud de Marina se resentiría de ocurrir algo así.
—¿Y la de quién no?
—Está decidida a marcharse a Zubieta con ella y con el niño y a esperar a ese malnacido con una escopeta cargada.
—No hará falta… no hará falta… —El notario intentaba recordar la ley de reconocimiento de los hijos ilegítimos—. Veamos… el sujeto tendría que presentar a los otros testigos del hecho, cosa que dudo que haga puesto que, en estos momentos, ni a ingleses ni a españoles les interesa revolver la mierda, con perdón, y ya se encargará alguien de disuadirlo en caso de que la idea le pase por la cabeza. Tampoco existe ningún documento que confirme su paternidad, ni ha habido relación de ninguna clase durante estos años: envío de dineros, regalos… Por lo tanto, ese hombre sólo tiene una posibilidad de conseguir su propósito.
Don Francisco calló y Joaquín esperó con el alma en vilo a que se decidiese a continuar.
—Puede testar a favor del niño, declararlo su heredero. Ésa sí es una prueba aceptada por los tribunales, pues demuestra la voluntad del padre en reconocerlo y un sentimiento irrefutable de cariño hacia él. Lo que, añadido a la… salud de la madre, allanaría el proceso de legitimación y tendría, entonces, todas las de ganar.
—Así que, al final, la señora Maritxu tendrá que coger la escopeta… —reflexionó Joaquín, desalentado.
—Debería usted saber, señor Larburu, que existe un viejo dicho que señala que “hecha la ley, hecha la trampa”…
—¿Y…?
—Y que me asombra que no haya pensado en ello. Ciertamente, ustedes, los jóvenes de hoy, carecen de imaginación. ¿Sigue usted enamorado de nuestra querida chocolatera?
La pregunta lo pilló por sorpresa. ¡Diablos! ¿Acaso todo el mundo estaba al corriente de sus sentimientos hacia Maritxu? Que él supiera, sólo los conocían Galerdi y la propia interesada. Quizá Tomás Altuna sospechaba algo, pero jamás había hablado de ello con él. Era un amor desahuciado desde el comienzo y no había necesidad de ir pregonándolo por ahí, aunque a él no le importaba que no tuviera futuro. Le bastaba con vivir cerca de ella, formar parte de su familia, ser uno más entre ellos.
—Porque si es así —prosiguió el notario sin dar importancia a la manifiesta zozobra de su interlocutor— también usted puede testar a favor del niño y reconocerlo como hijo suyo. Es cuestión de ser más rápido que el inglés. De algo ha de servir que el secretario del Ayuntamiento, el notario municipal, el escribano Etxaniz y otros sean vecinos y amigos… —añadió, acompañando sus palabras con un guiño cómplice.
Los dos hombres se observaron durante unos segundos, el uno sonriente, el otro pensativo. Finalmente, Joaquín también sonrió y, en un gesto impulsivo, le dio al notario un abrazo y lo besó en ambas mejillas dejándolo confuso y una pizca escandalizado. Los hombres no se besaban, sólo lo hacían los franceses y, según había leído en algún sitio, también los rusos y los árabes, pero ellos no lo eran.
Al salir de la casa del anciano, y sin volver al obrador donde lo esperaba Maritxu, Joaquín corrió a la de Juanito Galerdi y golpeó con la aldaba hasta que una sirvienta con cara de susto le abrió la puerta. El dueño se hallaba en el salón, una estancia amueblada con gusto y con lujo, y no desentonaba con la puesta en escena. Sentado en un butacón de piel, leyendo una gaceta mientras fumaba un puro, y con una bata de seda granate cuyos botones dorados hacían juego con la montura de sus gafas de oro, era la viva imagen del triunfador. Se levantó sorprendido al verlo llegar a hora tan intempestiva, pero le alargó la mano, contento de verlo. Rápidamente, Joaquín le explicó la situación y la conversación mantenida con el notario Gurutzeaga. No le hizo faltar dar demasiadas explicaciones. El antiguo segundo secretario del Consulado y ahora acaudalado constructor no tenía un pelo de tonto y sí idénticos deseos que su viejo amigo de impedir que el inglés se saliese con la suya. No había olvidado la imagen de la niña violentada cuyo cuerpo envuelto en una manta había transportado en brazos durante varias horas. También estaba agradecido a su abuelo por haberlos acogido en su caserío.
Poco después, casi sacaban de la cama al notario municipal y le hacían redactar un breve testamento por el que Joaquín Larburu y Artola reconocía a su hijo, Miguel Larburu e Irigoyen, habido de su relación con Marina de Irigoyen y Altuna, y le legaba todas sus posesiones actuales y futuras. Sólo hacía falta la firma del interesado y del notario, pero Galerdi insistió en firmar él también para que no quedase ninguna duda. Estaba incluso dispuesto a jurar que su amigo, en efecto, había mantenido relaciones con la citada joven nueve meses antes de que el niño naciera, pero el escribano, armado de santa paciencia, le informó de que no era necesario. Le debía varios favores, en especial el de haber podido recuperar su vivienda a precio de construcción, sin los intereses exorbitantes que pagaban otros propietarios, y por eso había accedido a una petición claramente irregular.
Eran cerca de las once de la noche cuando llamaron a la puerta de Arizmendi, secretario del Ayuntamiento.
—¿Está loco, Galerdi? ¡Venir a estas horas a molestarme! —exclamó, airado, al escuchar al constructor exponerle la razón de su presencia en su casa—. Vengan ustedes mañana por la mañana al Consistorio y los atenderé con sumo gusto.
—Queremos que abra su despacho ahora y que registre esta acta notarial —insistió Galerdi.
—Y yo le digo que hay unos horarios y que éstas no son horas de importunar a un ciudadano honrado.
—Hasta los ciudadanos más honrados cometen equivocaciones.
Joaquín observó que al hombre se le mudaba el rostro. No tenía ni idea a qué se refería su amigo, pero sus palabras surtieron efecto y unos minutos más tarde entraban los tres en el despacho municipal y el secretario registraba el testamento recién firmado.
—¿Por qué ha cambiado de opinión? —le preguntó a Galerdi tras despedirse de Arizmendi, a quien ambos habían acompañado hasta el portal de su vivienda.
—No quieras saberlo —respondió—. Un hombre como tú no está hecho para la vida en la selva. Y ¡enhorabuena! Ya eres padre.
Al llegar a su casa, se detuvo en el primer descansillo y golpeó suavemente con los nudillos en la puerta. Maritxu le abrió de inmediato.
—Ya puede usted dormir tranquila —le aseguró con una sonrisa.
—¿Qué ha pasado?
—Mañana se lo explicaré. Ahora descanse.
—Pero…
—No se preocupe. Él no se llevará al niño.
Había hecho lo correcto, lo único que podía hacerse en aquellas circunstancias, pero de repente le asaltó el temor de que la mujer no entendiese bien sus intenciones. A fin de cuentas, se había hecho pasar por el amante de su hija y había cambiado los apellidos del niño. Se había metido en sus asuntos personales, en su vida y en la de su familia sin haber contado con su autorización.
Entró en el piso procurando no hacer ruido para no despertar a sus ocupantes, pero Tomás no estaba dormido; lo esperaba en la cocina tallando una figurilla en un pedazo de madera. Su hija le había informado de la situación, le dijo, y quería saber si el notario Gurutzeaga había sido de alguna ayuda. De nuevo le asaltaron los temores. Le aseguró que no había por qué preocuparse y alegó la hora tardía para dejar los detalles para el día siguiente, pero el hombre no se inmutó, lo invitó a sentarse a su lado, le sirvió dos dedos de ron en un pote de barro y esperó a que hablara sin dejar de tallar la figurilla.
NO HABÍAN ACABADO DE DAR LAS DOCE del mediodía del día siguiente en la torre de la iglesia de Santa María cuando Alistair Williams y el señor Vivanco entraban en el despacho del notario municipal. El funcionario exultaba. Un abogado conocido le había dado la solución al problema: el caballero únicamente tenía que testar a favor del niño y la ley no le pondría impedimentos para reconocerlo como hijo. Además, no hacía falta que lo declarase heredero universal —aclaró—, bastaba que lo fuese sólo de una parte de la herencia. Diez minutos más tarde ambos entraban en el del secretario Arizmendi y, a continuación, pedían ver al alcalde. Se había cometido una ilegalidad, un fraude, expuso el funcionario ministerial sin ocultar su enojo mientras el noble inglés permanecía silencioso, mirando por la ventana y con las manos a la espalda.
—¡No admitiré que se viole la ley! —escuchó decir a Vivanco.
—No se ha violado ninguna ley —respondió el alcalde en un tono frío de voz—. Todo está en orden y es perfectamente legal. El señor Larburu ha reconocido y testado a favor de su hijo.
—¡Ese niño es hijo de lord Williams!
—¿Puede demostrarlo? ¿Podéis demostrarlo, señor?
Alistair se giró y se encaró al alcalde. A su lado, el notario y el secretario permanecían impertérritos con sus respectivas carpetas bajo el brazo. ¡Cuadrilla de pueblerinos! Notaba su animosidad hacia él, podía palparla. No habían olvidado y no perdonaban, y aquélla era su forma de vengarse de él y de los ingleses que los habían liberado. Sabían perfectamente que el niño no era hijo de… como se llamara, y querían oírle confesar que él había sido uno de ellos, de los que los habían ultrajado y habían quemado su miserable villorrio, pero no les daría la satisfacción. Abandonó el despacho sin dirigirles la palabra, seguido por un atribulado Vivanco, que sentía que había quedado en ridículo.
Ambos hombres caminaron en silencio durante un trecho. Había otros medios —pensó Alistair— para conseguir a su hijo: el soborno, las amenazas, el rapto… Quería al niño, era suyo y su heredero, y no cejaría hasta tenerlo a su lado, en Inglaterra. Y tendría que hacerlo él solo. El inútil de su acompañante y su informador habían hablado más de la cuenta y alertado a la abuela del pequeño. De otro modo no se entendía el súbito reconocimiento de la criatura, apenas unas horas antes de que lo hiciera él. La artimaña lo había puesto de mal humor. Ya no necesitaba actuar a escondidas y era hora de enfrentarse al problema cara a cara.
—Diga usted a ese individuo que ha reconocido a mi hijo que se reúna conmigo en el arenal —indicó a su acompañante sin dirigirle la mirada.
—Esto que me pide… no sé… —balbuceó Vivanco.
—No se lo estoy pidiendo, se lo estoy ordenando. Dígale que lo estaré esperando a las cuatro en punto de la tarde frente a la brecha —hizo una pausa y amenazó— y que será mejor para él que acuda a la cita.
El hombre se encogió y asintió con la cabeza. En su vida había sufrido humillación parecida, pero en una de sus conversaciones el lord había mencionado al marqués de Casa-Irujo, a quien debía de conocer bien. Era difícil encontrar trabajo en un país que todavía restañaba las heridas de una larga guerra y sufría una gran desestabilización política. Cada día era mayor el antagonismo entre los propios liberales que habían marginado a la Corona tras la sublevación del general Riego y restablecido la Constitución votada en aquella ciudad durante la invasión francesa y derogada por el rey a su regreso al trono. Los correveidiles de la Corte aseguraban que Fernando VII intrigaba con la llamada Santa Alianza, compuesta por Austria, Rusia, Prusia, Inglaterra y… Francia, para devolverle el poder y restaurar el absolutismo del Antiguo Régimen. Él era un simple funcionario no adscrito a ninguna tendencia política, pero no le vendría mal un apoyo importante si los rumores eran ciertos y el marqués, antiguo Ministro de Estado, recuperaba su cargo. Estaba, por tanto, dispuesto a plegarse a las exigencias del altivo inglés y a acceder a todas sus demandas. Se inclinó a modo de despedida y se encaminó a “La Casa del Chocolate” en busca del tal Larburu.
Alistair, por su parte, pasó las horas que mediaban hasta el momento del encuentro meditando sobre la estrategia que debía seguir. Seguramente el individuo era un cualquiera muerto de hambre comprado para que firmara el acta notarial. Una buena oferta monetaria sería suficiente para hacerle ver la conveniencia de llegar a un acuerdo. Como padre legal del niño que ahora era, podía tomar decisiones, viajar con él o enviarlo al extranjero con una disculpa cualquiera. Una vez en Inglaterra, ya se encargaría él de poner las cosas claras. En caso de que el hombre fuera amigo de la familia y le estuviera haciendo un favor o devolviéndoselo y no aceptara el soborno, lo retaría a un duelo o lo amenazaría veladamente. A menudo ocurrían trágicos accidentes que acababan con la vida de las personas.
Faltaban quince minutos para la hora prevista y ya estaba paseándose arriba y abajo por delante de la muralla. Tardó, sin embargo, en acercarse al lugar de la cita. Se estaban llevando a cabo trabajos de reparación en la muralla, pero la brecha continuaba abierta. Nada había cambiado: los boquetes en el muro, las resquebrajaduras producidas por los bombardeos, las piedras y escombros amontonados en el escarpe… sólo faltaban los cadáveres de sus camaradas; el de Eddie también. Cerró los ojos y aspiró con fuerza antes de abrirlos de nuevo. No esperaba verse afectado después de ocho años, ni siquiera había mirado hacia aquella parte del baluarte a su llegada a San Sebastián, pero estaba claro que la herida todavía sangraba. Impaciente, sacó su reloj de oro del bolsillo y consultó la hora. Estaban a punto de dar las cuatro y dirigió la vista hacía la Puerta de Tierra. Un hombre había bajado al arenal y caminaba sin prisa hacia él. Lo vio detenerse y recoger algo del suelo, tal vez una piedra, que introdujo en el bolsillo. Tenía el sol de cara y no podía distinguirlo con claridad, pero por sus andares y su figura algo encorvada dedujo que era una persona mayor. Su suposición resultó ser cierta al detenerse el hombre ante él y calculó que rondaría entre los setenta y setenta y cinco años de edad. Así que aquél era el sujeto que le había robado su paternidad: un viejo. Si mantenía que era el padre del niño, podía amenazarlo con una acusación por estupro que lo enviaría a la cárcel para el resto de su vida.
—Es usted un poco viejo para ser el padre de un niño de siete años —aseveró con ironía en lugar de responder a su saludo.
—No soy su padre.
—¿Ah, no?
—No. Soy su abuelo, Tomás Altuna y Uriarte.
—¿Su abuelo? ¿Qué broma es ésta?
—En realidad soy el abuelo de Marina.
—¿Ha reconocido como hijo a su bisnieto? —preguntó atónito. Si no llegaban a un acuerdo, haría que Vivanco denunciara tamaña obscenidad ante los tribunales. El hombre estaba perdido.
—No —replicó éste—, no he sido yo.
Durante un instante, Alistair se quedó sin palabras. Pensaba vérselas con alguien más o menos de su edad, con un patán fácil de dominar, pero aquel viejo que mantenía su mirada sin amilanarse, incluso con cierto aire de superioridad, no tenía aspecto de patán a pesar de su aspecto pueblerino.
—Mi hermano pequeño murió aquí —dijo.
—Lo sé.
—No tuvo un entierro cristiano. El mar se lo tragó.
—Una vez muertos, no importa lo que se haga con nuestros cuerpos.
—El niño se parece a él. Tiene sus mismos ojos.
—Y la frente y la nariz de los Altuna.
No había hostilidad en el tono de voz del hombre, ni tampoco en su mirada, y Alistair sintió necesidad de justificarse.
—Lo que ocurrió…
—Aquello pasó —lo interrumpió Tomás—. Lo importante ahora es el presente.
—Quiero a mi hijo.
—No hay nada que hablar a ese respecto.
—Será rico, le daré lo que necesite.
—Ya lo tiene.
—Será un noble, una persona importante.
—Ya lo es para nosotros.
—Estudiará, irá a la Universidad… Ustedes nunca podrían darle una educación adecuada.
—Sólo necesita aprender a ser un hombre digno y para eso no se precisan riquezas ni diplomas.
—¿Acaso desea que sea un simple chocolatero?
—Deseo que sea lo que él quiera.
Alistair empezaba a perder su aplomo y había hecho un hoyo en la arena con la punta de su bastón de brillante madera de ébano y pomo de plata. Asimismo, había sacado el collar de su bolsillo y lo frotaba nervioso.
—Apelaré al rey.
—¿Al inglés o al español? Por mí puede apelar a quien quiera, pero nadie logrará arrebatar el niño a su familia.
No había duda de que aquel viejo respondón no pensaba dar su brazo a torcer. Estaba perdiendo el tiempo intentando razonar con él.
—No pienso renunciar a mis derechos y existen otros medios para conseguirlos. Anden con cuidado usted y su hija, y también su nieta —le advirtió con sequedad—. Tendrán que mirar hacia atrás a cada paso que den y vigilar al niño a todas horas.
—¿Nos estás amenazando? Te has atrevido tú, un violador, un asesino, a volver al lugar donde dejaste de ser un hombre para convertirte en una bestia; intentas perpetuar tu crimen robando la prueba que te acusa; ofreces títulos y dinero y nos amenazas, aquí, en nuestra propia casa. Pues bien, tienes un vehículo esperándote y cinco minutos para marcharte. —Tomás sacó la piedra del bolsillo y la lanzó en dirección a un coche de caballos que esperaba a la entrada del puente de Santa Catalina—. No vuelvas nunca más a pisar nuestra tierra, ni nuestra ciudad, ni nuestra arena y estate alerta, porque no estarás seguro hasta que te halles lejos de aquí. Y te aviso: no habrá rincón en esa Inglaterra tuya donde puedas esconderte si algo llega a ocurrirles a mi hija y a mi nieta.
Había dado un paso hacia adelante. Ambos eran aproximadamente de altura parecida y sus ojos quedaban a la par. No se había alterado su tono de voz, pero su mirada, bondadosa instantes antes, reflejaba un inmenso desprecio.
—Juro por Dios que esto no quedará así, viejo estúpido. —El rostro de Alistair Williams estaba lívido, hablaba entre dientes, había levantado el bastón en ademán amenazante—. Va usted a arrepentirse de sus palabras. Esta tierra regada con la sangre de mi hermano y de mis compatriotas no merecía su sacrificio; esta ciudad ingrata debería haber desaparecido de la faz de la tierra y sus habitantes con ella. Mi hijo es sólo mío y juro que no cejaré hasta tenerlo conmigo; apelaré a la justicia y declararé bajo juramento ante Dios que su nieta consintió en yacer conmigo. ¡Veremos, entonces, si los jueces creen a una pobre demente y a una partida de desarrapados o a un lord de Su Majestad británica!
—Los minutos pasan…
El anciano había sacado su navaja de tallar y dos hombres caminaban hacia ellos por el arenal. Alzó la cabeza. Allí, en la brecha, en el lugar por el que habían entrado los saqueadores de San Sebastián, vio a una mujer vestida de negro con la mirada fija en él, y sintió miedo. Los dos hombres se hallaban cada vez más cerca y el viejo había abierto la navaja. Comenzó a caminar en dirección al coche procurando mantener su porte aristocrático, pero echó a correr en el último tramo, montó en el vehículo y le gritó al cochero que arreará los caballos.
—¿Le ha dicho al cochero que lo lleve al puerto? —preguntó Tomás dirigiéndose a Galerdi.
—Por supuesto —respondió éste—, y que se encargue de que embarque. Esta noche zarpa un barco hacia Inglaterra y él irá dentro.
—¿Cree usted que volverá? —preguntó Joaquín con la vista puesta en la estela de polvo que ascendía por San Bartolomé.
—No lo sé… Lo he puesto muy furioso. Me temo que tendremos que estar vigilantes hasta que Mikeltxo sea mayor.
—Yo que usted no me preocuparía —terció Galerdi—. Tengo el presentimiento de que no volveremos a saber más de él.
—¿Por qué estás tan seguro? —le preguntó su amigo.
—Corazonadas que uno tiene…
Tomás se agachó, recogió la tira de cuentas de ámbar que el inglés había tirado al suelo en un ademán de rabia y se la guardó en el bolsillo.
Maritxu se reunió con ellos en la Plaza Vieja, todavía bajo la impresión que le había producido ver de nuevo al hombre que había destrozado la vida de su hija y también la suya. Había visto al diablo una vez más. Esta vez no iba vestido de militar, pero la piel no transformaba al lobo en cordero. La pesadilla no había acabado. El inglés sabía que tenía un hijo. No quiso preguntar a su padre sobre la conversación mantenida con él y la razón por la que había corrido hacia el coche. Le bastaba con saber que se había ido y que su nieto estaba a salvo por ahora.
Un hombre había entrado en el local a eso del mediodía preguntando por el señor Larburu y pareció muy contrariado al decirle ella que no estaba y que no sabía cuándo volvería. Le rogó que le diera un recado urgente en cuanto apareciera por allí.
—Dígale que lord Alistair Williams lo espera a las cuatro en punto, en el arenal, frente a la brecha, y que más le vale no faltar a la cita.
En ningún momento la miró directamente a los ojos, lo que le hizo sospechar que aquél debía de ser el tipo que había contratado al confidente a quien Joaquín había sonsacado la información. Mantuvo la sangre fría, le respondió con un breve “de acuerdo” y esperó a que se marchara. No había clientes y no lo pensó dos veces, cerró el negocio y subió al piso de su padre. Por él supo lo que Joaquín había estado haciendo la víspera hasta tan tarde y que no se había atrevido a contarle. No podía creérselo. Llevaba ocho años con ellos, compartiendo sus vidas y sus preocupaciones; había arriesgado su reputación para ayudarles, había dado a su nieto el nombre de su familia y ella no podía quererlo sino como a un buen amigo.
—No te tortures —le aconsejó su padre percibiendo lo que pasaba por su cabeza—. No sólo lo ha hecho por ti; a los demás también nos quiere y sabe que es correspondido. Además, Mikeltxo es como un hijo para él. Ya sabes cuánto lo quiere.
Salieron en su búsqueda y lo encontraron en el almacén de granos en compañía de Juanito Galerdi, a quien sonrió agradecida. También sabía por su padre lo mucho que éste había contribuido al reconocimiento del niño. Tal vez lo había juzgado mal y, en el fondo, seguía siendo el mismo hombre, extrovertido y algo loco, que las había ayudado a Marina y a ella a llegar a Zubieta. La ambición y el dinero ofuscaban a muchos, aunque siempre quedaba un resquicio para las sorpresas. Les explicaron lo ocurrido y discutieron lo que debía hacerse. Joaquín y su amigo estaban dispuestos a romperle la cara al inglés, según expresó el segundo con rotundidad, pero el padre decidió ser quien se entrevistara con él, solo. No había que adelantar acontecimientos —dijo—, pero encargó a Galerdi que buscase un coche de caballos e indicara al cochero que debía esperar a la entrada del puente y llevar a su pasajero al puerto. Los dos amigos lo acompañarían, pero esperarían en la Puerta de Tierra a que él les diera una señal tirando una piedra en caso de que el hombre presentase algún tipo de dificultad. Ella, mientras, se acercó a la brecha para observar el encuentro.
No veía desde allí el rostro de su antiguo pupilo, oculto bajo el sombrero de media copa. El caballero bien vestido que divisaba nada tenía que ver con el joven soldado herido que Otilia había llevado a su casa, pero lo reconoció cuando él levantó la vista hacia el boquete. Entonces sintió un estremecimiento, debido más que a la turbación o al miedo, al dolor, un dolor intenso por su hija, por sus amigos y conocidos, por los años malogrados, las noches en vela, por la destrucción de la ciudad que amaba y, también, por ella. Aquel hombre le había robado parte de su vida. Sin embargo, era el padre de su nieto. Mikeltxo les había devuelto la esperanza y sólo por eso no podía odiarlo tanto como querría.
Encontraron a Marina hecha unas castañuelas al entrar en casa. Se había puesto un precioso vestido de muselina verde, había adornado su cabello con una cinta color dorado e intentaba enseñar a su hijo los pasos de la contradanza al tiempo que tatareaba una melodía y Josefa llevaba el ritmo con las palmas. Maritxu se asustó. ¿A qué se debía cambio tan radical? ¿Acaso la presencia de Alistair en San Sebastián había sido la causa de la crisis y su marcha la de su recuperación? ¿Y cómo se había enterado ella? No tuvo tiempo de responder a sus propias preguntas. La joven le cogió las manos y la obligó a bailar. Minutos después todos bailaban, incluidos Tomás, Joaquín y Juanito Galerdi. Bailaron hasta acabar agotados y sudorosos; comieron, bebieron y rieron como no lo habían hecho desde hacía ocho años. Aquella noche, el collar de cuentas de ámbar ocupó su sitio en una pequeña caja de madera forrada de conchas, encima del tocador, junto a unas cintas para el cabello.
Al día siguiente, al atardecer, el alguacil municipal entró en “La Casa del Chocolate”, portador de noticias. El local estaba concurrido, pero las voces enmudecieron para escuchar sus palabras: el carruaje de un noble inglés, un lord, miembro de la legación británica que había visitado la ciudad hacía unos días, había sido atacado en los alrededores de Tolosa. El noble había muerto y el cochero había desaparecido. El hecho hacía suponer que el asalto era obra de una partida guerrillera, de las muchas que abundaban en la provincia, y cuya tarea era desestabilizar al gobierno.
—La Diputación demanda voluntarios para perseguir a los causantes de tan horrible crimen, ya que puede poner en peligro las buenas relaciones existentes entre nuestro país y la Gran Bretaña.
Los parroquianos se miraron; unos se alzaron de hombros, otros pidieron una nueva ronda, pero no hubo nadie interesado en alistarse voluntario para perseguir a los asesinos de un inglés.
—¿Tolosa? —interrogó Joaquín a Galerdi—. ¿Qué hacía el carruaje en esa zona?
—Lo ignoro —respondió su amigo.
—¿No le habías dicho al cochero que lo llevara a Pasajes?
—Eso le dije.
—¿Acaso tenía problemas de oído?
—No, que yo sepa.
Joaquín se le quedó mirando. Lo conocía y también conocía el tono de su voz cuando estaba satisfecho y las cosas salían a su gusto.
—Ese hombre, el cochero… ¿no trabajaría para ti, verdad?
Galerdi sonrió y bebió de un trago el orujo que quedaba en su pote.
—Las deudas, amigo mío, siempre se pagan. Y las culpas también —dijo. Le palmeó la espalda y salió del local silbando la marcha de Riego.
HUBO QUE DECIRLE A MIKELTXO que su apellido era ahora Larburu. Después del verano comenzaría su educación en la Escuela de Gramática y Ciencias donde sería conocido por ese nombre.
—Entonces… ¿es usted mi padre? —le preguntó a Joaquín.
—Parece ser que sí, si no te importa —replicó el hombre un poco cohibido.
—¡No, qué va! Me parece muy bien.
Un suspiro de alivio se escapó del pecho de sus familiares. No resultaba fácil explicar a un niño de corta edad los avatares de su nacimiento. Tiempo habría más adelante.
—Pero… —el pequeño parecía darle vueltas a un asunto que le intrigaba— si usted es mi padre, debería dormir en la cama de mi madre.
Su salida los pilló por sorpresa.
—¡Bien dicho! —rió Tomás.
Joaquín y Marina se ruborizaron, Josefa soltó una risita y Maritxu deseó en lo más profundo que la deducción de su nieto se hiciera realidad. Cosas más difíciles se habían visto.
Salió a dar un paseo después de cerrar “La Casa del Chocolate”. Le agradaba pasear en solitario si no llovía y la temperatura lo permitía: le despejaba la cabeza. Y se acercó a la Zurriola. La muralla, al igual que la ciudad, también estaba siendo reconstruida, a pesar de las voces que reclamaban su total eliminación y la del castillo. Sin las fortificaciones —alegaban—, San Sebastián perdería su condición de plaza defensiva y no correría el peligro de verse nuevamente ocupada, atacada y… liberada. Sus habitantes continuarían siendo comerciantes y pescadores, como siempre lo habían sido desde tiempos inmemoriales. Se detuvo delante de la brecha. El boquete continuaba abierto, pero ya habían comenzado los trabajos y en unas cuantas semanas quedaría cerrado por completo. Esperaba que los albañiles se dieran prisa. No sólo representaba una brecha en un muro, también en el corazón de cada uno de los donostiarras cuyas vidas habían quedado interrumpidas una noche de un último día de agosto, en el de su hija y en el suyo, aunque haría falta algo más que simple mortero para cerrarla definitivamente.