Los despertó la voz del pregonero del Ayuntamiento y se asomaron a la ventana. El alcalde Bengoechea hacía saber a sus conciudadanos que los vencedores de la contienda autorizaban la salida de los civiles de San Sebastián.
—Maritxu…
Joaquín la zarandeó con suavidad y ella abrió los ojos. Tenía la cara deforme por la hinchazón y los labios secos.
—Dejan que nos marchemos de la ciudad.
—Mi hija…
—La tiene usted aquí, a su lado.
La mujer hizo un esfuerzo y giró la cabeza. Marina continuaba en idéntica posición, encogida en postura fetal y envuelta en la manta; respiraba con dificultad y tenía la frente cubierta de sudor.
—¡Hay que llevarla a un médico! —exclamó sin fuerzas.
—Lo haremos, pero tenemos que salir de aquí antes de que cambien de opinión. No resistiríamos otra noche parecida.
Entre Galerdi y él retiraron los arcones que taponaban la puerta y buscaron algo para vestirse ellos y las mujeres. No había nada. Arcones y baúles de ropa estaban vacíos. Sólo encontraron, tirado en una esquina de la cocina, un gabán sucio y arrugado.
—Deje que la ayude…
Sentada en la cama y medio tapada con la colcha, Maritxu trató de ponerse el gabán de su marido, pero no podía mover un músculo. La paliza había sido tan brutal que el menor movimiento le producía un intenso dolor. Aun así, intentaba mantener su dignidad y rechazó la ayuda de Joaquín.
—Daos prisa —apremió Galerdi, que había cogido a Marina en brazos—. Tenemos que marcharnos.
—No se preocupe, señora Maritxu. Todo saldrá bien.
Con mucho cuidado para no lastimarla más de lo necesario, Joaquín introdujo por una manga del gabán el brazo derecho de la mujer y luego el izquierdo por la otra, se lo abotonó y le calzó unas zapatillas de noche, olvidadas al lado de la mesilla por los saqueadores. Después, la ayudó a ponerse en pie y la sujetó para que no se cayera.
—Hay una escopeta en el cuarto de Josefa, debajo de la cama —musitó Maritxu al pasar por delante de la cocina.
—Olvídese de ella. No nos permitirán sacarla.
Gruesos nubarrones cubrían el cielo y una oleada de calor húmedo los recibió al salir a la calle. Estaba repleta de muebles y objetos rotos, prendas de vestir, zapatos, botellas y cascotes de vidrio e inmundicias; el hedor a orines y excrementos era insoportable y había manchas de sangre sobre el empedrado, aunque no vieron ningún cadáver. Avanzaron despacio por la calle Mayor, uniéndose en su recorrido a otras personas que se dirigían hacia la Puerta de Tierra y presentaban su mismo aspecto desamparado: mujeres en camisa de noche; hombres, como Joaquín y su amigo, vestidos únicamente con taleguillas o pantalones hechos jirones; los había desnudos completamente, ancianas cubiertas con trozos de cortina, niños que buscaban a sus padres y padres que buscaban a sus hijos. Desfilaron en silencio ante sus verdugos, las miradas perdidas, los ojos enrojecidos, y abandonaron San Sebastián en dirección al barrio del Antiguo cruzando el arenal sin que ni uno de ellos volviera la vista atrás.
Maritxu, su hija y los dos hombres llegaron a Zubieta al caer la tarde. El trayecto, que habitualmente y a buen paso se recorría en algo más de una hora, les había costado casi seis. Hicieron el recorrido en pequeñas etapas porque la mujer caminaba con mucha lentitud y ellos se cansaban de llevar a la joven en brazos. En el primer caserío que se detuvieron para descansar, los caseros, conmocionados por su lamentable estampa, les proporcionaron ropas y alpargatas y les brindaron la posibilidad de permanecer allí hasta que las mujeres se sintiesen mejor, pero la chocolatera rechazó la oferta. Quería llegar a “Eguzkienea”; era el único lugar del mundo donde podría ocuparse de Marina. Su niña se repondría mecida por la brisa con olor a manzanas y el canto de los gorriones y petirrojos que anidaban en los árboles de la heredad. Y ella también. La hospitalidad se repitió en otros lugares por donde pasaron. El último tramo lo realizaron madre e hija sobre unas brazadas de heno, en un carro tirado y empujado por un padre y sus tres hijos. Los animales de tiro les habían sido requisados por el ejército aliado. La mujer y madre de los anteriores iba con ellas; Joaquín y Galerdi detrás, arrastrando los pies como galeotes encadenados camino de las galeras.
Al tiempo que el grupo se dirigía a su caserío, Tomás Altuna se hallaba en la huerta examinando los destrozos causados por la tormenta e intentando no pensar.
Decidió acercarse a la ciudad al conocerse la victoria de Vitoria sobre los franceses y escucharse los primeros rumores sobre el avance de las tropas aliadas, pero no lo hizo. Maritxu era una mujer muy tozuda, pero jamás pondría en peligro la vida de Marina, de eso estaba bien seguro, y no tardaría en verlas aparecer por la vereda. Todavía estaba resentido con ella, o con él mismo —no lo tenía muy claro—, por cómo se había desarrollado su último encuentro. Tardó tiempo en calmar su enojo tras la discusión mantenida y soltó una maldición al regresar a casa, entrada la noche, y comprobar que su hija y su nieta se habían marchado. Sin embargo, los días pasaban y no había señales de ellas. Los rumores se hicieron realidad. Parte del mando del ejército aliado se estableció a poca distancia de Zubieta, en Hernani, mientras el general Wellington lo hacía en Lesaka y los soldados se desplegaban por la comarca sin grandes problemas. A pesar de la proximidad, la vida seguía su rumbo y sólo de tarde en tarde se veía aparecer un piquete con la misión de incautarse de víveres y animales, pero a él nadie había venido a molestarle; tal vez porque “Eguzkienea” se hallaba apartado del camino y oculto a la vista por un bosquecillo de hayas.
Un suspiro de alivio se escapó de su pecho al ver a dos mujeres ascender por la vereda el día de San Juan Bautista; y de satisfacción también. La terca de su hija había, por fin, dado su brazo a torcer y acudía al único sitio que podía brindarles un refugio seguro. No salió a recibirlas y las esperó sentado a la sombra del fresno que su abuelo había plantado hacía más de cien años. La víspera había cortado unas varas y hecho un ramo para colgar en la puerta y así defenderse de los malos espíritus. Sonrió con socarronería. ¿Qué pensarían sus amigos enciclopedistas de San Sebastián si lo vieran seguir las costumbres supersticiosas de los tiempos antiguos? Él se habría reído; tal vez lo hizo cuando decidió abandonar el campo y establecerse en la ciudad. La sociedad evolucionaba, las nuevas ideas superaban los viejos conceptos, la revolución era la brisa deseada en un caluroso día de verano; era preciso apoyar las corrientes de pensamiento que preconizaban el final del Antiguo Régimen, del absolutismo monárquico, el abuso de los nobles, la incultura y la pobreza. Pensó entonces que nunca regresaría a Zubieta, al caserío, pero volvió. Abandonó la taleguilla y la levita, el sombrero de media copa, los zapatos de badana y el pañuelo anudado al cuello, harto de verse rodeado por personas cuya única ambición en la vida era el dinero, y dejó atrás infructuosas discusiones políticas que no llevaban a ninguna parte porque el poder, grande o pequeño, lo detentaban los de siempre aunque su disfraz mudase. Su nieta cumplió un año el día que decidió abandonar la ciudad definitivamente. Europa estaba en guerra, sus admirados revolucionarios habían intentado emular a Alejandro Magno invadiendo Egipto y Siria y el pueblo que había guillotinado a un rey tenía ahora en el trono a un emperador. Renunció, pues, a cambiar el mundo y encontró de nuevo el sosiego en “Eguzkienea”, el hogar de sus padres, donde contemplaba el amanecer y el anochecer de cada día, siempre parecidos y siempre distintos.
Las dos mujeres estaban ya a un tiro de piedra y se levantó, pero su gesto satisfecho se trocó en otro desagradablemente sorprendido. Su nieta llegaba por delante, pero era Josefa, la sirvienta melindrosa, y no Maritxu, quien la seguía.
—¿Y tu madre? —preguntó sin responder al saludo de Marina.
—No ha querido venir.
—¿Y eso?
—No lo sé. Para estar sola, supongo. Dice que no quiere tener que preocuparse por mí. ¡Ni que yo fuera un estorbo! —añadió la joven entrando en la casa, acompañada por Josefa.
Volvió a sentarse bajo el fresno, cogió una vara y azotó la hierba con furia. Era muy propio de Maritxu actuar de aquella manera, enfrentarse a los problemas ella sola. Lo había hecho al quedarse viuda y volvía a hacerlo ahora. Su nieta era demasiado joven para comprender que su madre no quería deshacerse de ella, que su único afán era ponerla a salvo, pero también defender con uñas y dientes el negocio que con tanto trabajo había logrado sacar adelante. Su hija, además de terca, era lista y no tardaría en darse cuenta de que era mejor cerrar su querida chocolatería durante el tiempo que durase el asedio.
—Vendrá, seguro que vendrá cuando vea que la cosa va para largo —afirmó en voz alta para convencerse.
Pero las semanas transcurrieron y Maritxu no llegó. Él empezó a preocuparse en serio el día que escuchó en la lejanía un ruido similar al descorche de miles de barricas de sidra y decidió bajar al barrio para enterarse de lo que ocurría. Había comenzado el asalto a San Sebastián, y subió al alto de Arratzain. Desde allí pudo ver el ataque de los aliados precedido por un continuo bombardeo y su rechazo por parte de los defensores de la plaza. Marina desapareció al día siguiente y, en su fuero interno, supo que había ido a reunirse con su madre. No esperó más y se puso inmediatamente en camino con una bolsita con escudos de oro oculta en la faja que le sujetaba la barriga. Pagaría, sobornaría a quien fuera necesario con tal de sacarlas de la ciudad. No pudo ir más allá de Lasarte: la caballería inglesa había establecido allí su campamento y sus mandos no permitían el paso a los civiles. Lo intento por Usurbil, pero tampoco fue posible alcanzar la ciudad ya que toda la zona, desde El Antiguo hasta San Bartolomé, había sido tomada por los aliados. Y regresó a Zubieta. Se tranquilizó al saber que no había habido bajas entre los donostiarras y que, probablemente, no tardaría en producirse la rendición de los franceses.
—Somos miles —le informó un zubietarra, entusiasta combatiente de la partida del antiguo pastor de ovejas y afamado guerrillero Jauregi, apodado “Artzaia”, que había retornado al barrio unos días para conocer a su hijo recién nacido— y tenemos cien cañones disparando continuamente sobre San Sebastián.
—¿Y qué pasa con los vecinos? ¿Qué pasa con la población que no tiene arte ni parte en esta historia?
—¡Todos estamos implicados en esta guerra contra la opresión! —exclamó el hombre indignado—. ¡Ésta es una lucha por la libertad que a todos beneficia!
—Ésta es una guerra de poderíos, de intereses económicos y comerciales, como lo son todas, y que sólo beneficia a unos pocos.
—¡Ahora vas a decirme que te gusta ver nuestra tierra invadida por los gabachos! Ya me habían dicho que eras un afrancesado.
—No te confundas conmigo —le advirtió él—. No me gusta verla invadida ni por los franceses, ni por los ingleses, ni por nadie, pero todavía me gusta menos la destrucción de sus pueblos, el pillaje y la muerte de personas indefensas.
—Es el precio de la libertad —enfatizó el otro—. Siempre caen víctimas inocentes en los conflictos.
—Me pregunto si pensarías así en el caso de que tu mujer y tu hijo recién nacido estuvieran en estos momentos en la ciudad.
Se despidieron con frialdad. Su última observación había recibido el silencio del guerrillero por respuesta.
Subió al Arratzain varias veces durante las siguientes semanas. En los días despejados podía observarse la ciudad con claridad y también el humo de los cañonazos disparados desde la otra orilla del Urumea que eran respondidos de tarde en tarde desde el castillo, pero la situación no había cambiado. Llegaron al barrio personas huidas que se dirigían a Tolosa y a otros pueblos de los alrededores. Por ellas supo que en la ciudad se vivía con relativa calma, si bien no se disponía de agua potable y los víveres comenzaban a escasear. ¿A qué diablos esperaban su hija y su nieta para salir de allí? Algo sabrían —se decía para tranquilizarse— sobre una pronta rendición francesa, de lo contrario es que estaban locas de atar.
También había subido al otero la víspera en cuanto escuchó el ruido de los cañones. El día había amanecido lluvioso, con un cielo de color ceniza que, a media mañana, se tornó negro y amarillo, momento en que descargó la tormenta. No era la primera vez que contemplaba una desde el monte; la visión de los rayos cayendo al mar era muy hermosa, pero nunca en su vida había visto desatada de aquella manera la furia de la Naturaleza. El espectáculo era sobrecogedor; los rayos se sucedían sin dar tiempo a que se apagara el resplandor del anterior, a veces, dos y tres al mismo tiempo. El estruendo de los truenos acallaba el de los cañones. Tenía la mirada fija en la población, pero únicamente distinguía la silueta del Urgull; la ciudad había desaparecido de la vista, tragada por el humo. Permaneció en el alto hasta la llegada de la noche. Estaba completamente mojado al regresar a su casa, pero no sentía la humedad ni el cansancio. Aquella noche ni comió ni durmió. No le hacía falta cerrar los ojos: sus retinas conservaban la visión del cielo enrojecido por el fuego.
Lo alertaron los gritos de Josefa y los ladridos de su perro y notó una fuerte presión en el pecho al ver a su hija y a su nieta exhaustas sobre el heno, magullada la una, ausente la otra, pero no dejó entrever su emoción y pidió a sus vecinos que lo ayudaran a subirlas a una habitación del piso superior. No conocía a los otros dos hombres, pero no le costó deducir que habían sido ellos quienes le habían devuelto a sus seres más queridos y los saludó tendiéndoles la mano y estrechando con fuerza las de ellos.
Era ya tarde cuando los vecinos se marcharon prometiendo volver al día siguiente. Los dos amigos fueron acompañados por Tomás a una sobria habitación en la que había dos enormes lechos de madera de nogal, cubiertos por sendos edredones con fundas de lino tejido, que a ellos les parecieron dignos de un palacio. Apenas tuvieron tiempo de quitarse el calzado; cayeron rendidos y se quedaron inmediatamente dormidos. El dueño de la casa los contempló durante un rato, musitó un sentido “gracias” y cerró la puerta sin hacer ruido. Después, y a pesar de sus protestas, envió a Josefa a dormir y se quedó velando a su hija y a su nieta. Sólo entonces permitió que el dolor lo dominase y no reprimió las lágrimas. Hacía treinta y cinco años, desde la muerte de su esposa al dar a luz a Maritxu que no sentía una pena tan honda.
Bajó al barrio por la mañana temprano para recabar noticias y encontró a sus vecinos alborotados. El ejército imperial había sido definitivamente vencido en la Peña de Aldabe, cerca de Irún, también conocida como San Marcial por la ermita allí edificada para conmemorar otra victoria sobre los franceses, quinientos años atrás.
—Dicen que ha habido miles de muertos y que por el atajo de Aldabe baja un río de sangre —le informó una mujer en cuya casa alojaba a una familia de donostiarras.
La mayoría de los habitantes tenía acogidos a uno o a varios refugiados; otros habían sido amparados en Loyola, en Alza, Pasajes, Rentería, Hernani, Tolosa… de forma que era imposible saber cuántos eran, quiénes habían muerto y quiénes se habían salvado. Los llegados a Zubieta narraban hechos terribles, tan terribles que eran difíciles de creer. Los ancianos sumidos en el estupor, los heridos, los golpeados, las miradas asustadas de los niños, el llanto inconsolable de las mujeres, los pies llagados y, en general, el aspecto de náufragos de los narradores indicaban que sus afirmaciones no eran fantasías. Desde las colinas se divisaba la ciudad oculta por la bruma, decían unos; envuelta por la humareda, aseguraban otros. El olor a humo que rachas de viento traían hasta el barrio daba la razón a estos últimos. Nadie era capaz de comprender la razón de tanto horror y tanta crueldad. Hubo quien no dejó de recordar a los tres batallones compuestos por voluntarios guipuzcoanos que se habían distinguido en la lucha contra el invasor y de lamentar el pago recibido a cambio. Encontró a un numeroso grupo de refugiados en el caserío de Juan de Aizpurua y reconoció entre ellos al alcalde Bengoechea, roto por el dolor, no sólo por lo acontecido a sus administrados, sino porque una de las víctimas había sido su hijo. Según le explicó su amigo en un aparte, al joven lo habían herido, pero consiguió huir de sus agresores; buscó refugio en las letrinas y pasó toda la noche dentro de una de ellas, a resultas de lo cual se le habían infectado las heridas.
—Su familia lo trajo en un carro ayer al mediodía, pero el pobre muchacho era ya cadáver al llegar aquí —concluyó el atribulado casero.
Durante toda la mañana escuchó historias que le pusieron la piel de gallina sobre robos, violaciones, incendios, personas arrojadas por las ventanas, hombres asesinados por defender el honor de sus hijas, ancianas ultrajadas, niños muertos en brazos de sus padres, pero su espanto no tuvo límites al oír hablar de una joven de la edad de su nieta a la que habían violado y después, desnuda, amarrado a un tonel. Los soldados le hicieron sufrir un martirio que duró horas y, finalmente, introdujeron una bayoneta por su naturaleza que acabó con su sufrimiento y con su vida. No había palabras para condenar las aberraciones a las que se habían visto sometidos los inocentes ciudadanos de San Sebastián. No había insulto o blasfemia para expresar la rabia y la impotencia que sentía, que los donostiarras y guipuzcoanos en general sentían ante unos hechos que clamaban al cielo. Regresó a su casa maldiciendo a Dios por haberle permitido vivir lo suficiente y ser testigo de la maldad de los hombres, pero se arrepintió de inmediato y pidió perdón de rodillas sobre el barro. Su hija y su nieta estaban vivas y se juró hacer lo posible para que olvidasen aquella pesadilla a sabiendas de que le iba a ser muy difícil mantener su juramento.
Encontró a sus huéspedes comiendo con buen apetito una tortilla de jamón acompañada por una buena fuente de vainas con patatas, una jarra de sidra y pan recién hecho, y no ocultó la sorpresa al contemplar su buen aspecto. Se habían bañado y rasurado y tenían el aspecto de auténticos caballeros.
—Les he dado las ropas que estaban en el arcón del desván —le informó Josefa—, aunque he tenido que ventilarlas porque apestaban a alcanfor.
Reconocía las prendas; las había desterrado de su vestuario y esbozó una mueca irónica. Le costaba imaginarse vestido como un petimetre y que alguna vez hubiese cabido en las apretadas taleguillas o hubiese logrado abotonarse los chalecos bordados que parecían hechos a medida de los dos hombres. No estaba al corriente de las modas en el vestir, pero ellos parecían estar cómodos así. Se sentó a la mesa y Josefa le puso delante un plato con su correspondiente tortilla.
—Y ahora —les dijo al acabar los tres de comer y les ofreció un trago del licor de endrinas elaborado por él—, les ruego que tengan a bien detallarme lo ocurrido hace dos días. Deseo conocer los hechos de primera mano, y ustedes estaban allí.
Los dos amigos hablaron largo y tendido y casi repitieron palabra por palabra lo que él ya había escuchado de otras bocas.
—¿Es cierto que han quemado la ciudad? —preguntó cuando callaron, abrumados por la evocación.
—Bueno… —Galerdi miró al techo y se frotó la barbilla en un intento por recordar—. En el primer ataque, el de junio, destruyeron las casas cercanas a la Zurriola, en especial las más próximas a la brecha. Algunas ardieron. Ayer, al salir de la ciudad, también vimos mucho humo en la zona, pero las demás calles estaban bien, dentro de lo que cabe.
—Yo la vi arder —afirmó él— y en el barrio aseguran que los soldados no han parado de quemar casas desde que entraron.
—Ya le he dicho que ayer únicamente habían sido destruidos los edificios cercanos a la zona de las murallas debido a los cañonazos… Los aliados son ahora los dueños de la plaza y sería ilógico que destruyeran lo que han conseguido con tanto esfuerzo. Además, el gobierno no lo permitiría.
—¿Qué gobierno? ¿El inglés o el español?
—El notario Gurutzeaga —intervino Joaquín— comentó que se decía que un general español, no me acuerdo de su nombre, había dado orden de escarmentar a los donostiarras.
—¿Por qué?
—Porque no habían plantado cara al enemigo y se habían dejado invadir sin resistencia; por afrancesados.
—¡Tonterías! —exclamó su amigo—. No hay quien no sepa que los franceses invadieron el país con el beneplácito del rey y de su gobierno.
—No hablaba de esta ocasión, sino de la anterior. ¿No te acuerdas? Mi padre fue detenido y llevado a Pamplona para ser juzgado por traidor.
—¡Por favor! Ésa es una historia ya vieja.
—Quizá de lo que se trata es de destruir una plaza que es invadida por los franceses cada vez que España y Francia se declaran la guerra —terció Tomás—. No será la primera vez. Ya lo hicieron con el Gaztelu Zahar de Irún hace quinientos años.
—Eran otros tiempos. Aquélla era una fortaleza y San Sebastián es una ciudad.
—Con un castillo inexpugnable.
—Pues en ese caso destruirán el castillo —concluyó Galerdi—. Ya le digo a usted que sólo han resultado dañados los edificios cercanos a la muralla.
—¿Y si echamos un vistazo? —preguntó Joaquín.
Estaba preocupado por su hermana. No había visto a ninguna religiosa entre los que abandonaban la ciudad la víspera, aunque si las monjas de Santa Teresa habían sufrido un trato parecido al resto de la población, tampoco las habría distinguido entre las demás mujeres. No quería ni pensar que pudieran haber hecho con ella lo que con Maritxu y su hija; sería un cargo de conciencia demasiado doloroso para él. Ya le pesaba bastante el asesinato de su madre, y su parte de culpa por no haberla obligado a seguirle, como para soportar una carga más en su conciencia.
—Podemos acercarnos hasta el Antiguo —insistió—. No creo que tengamos problemas, ahora que los franceses han sido definitivamente vencidos. Así comprobaremos la situación.
—Les acompaño. Conozco el terreno mejor que la palma de mi mano y evitaremos a las patrullas militares.
Tomás se puso en pie y se caló la boina con un ademán tan firme que los dos hombres se abstuvieron de hacer comentario alguno. Habrían preferido ir solos. Ellos eran jóvenes y su anfitrión viejo. Retrasaría su marcha.
LOS TRES HOMBRES LLEGARON AL ANTIGUO en menos de una hora. Los donostiarras, jadeantes, se habían quitado las levitas y los pañuelos del cuello, mientras que el casero estaba tan fresco como al comienzo de la caminata. Los había llevado a través de senderos de cabras repletos de zarzas y charcos sin darles un respiro y sin aminorar el ritmo de la marcha. Al detenerse se dieron cuenta de que no habían visto ni un alma durante el recorrido. Avanzaron por el arenal en dirección al barrio de Santa Catalina sin tenerlas todas consigo. En el camino se cruzaron con patrullas militares que pasaron por su lado ignorándolos y ello reforzó un tanto su confianza en que lo peor ya había pasado y la calma reinaba de nuevo, a pesar de que la ciudad continuaba envuelta en un humo denso. Joaquín sintió una gran congoja al cruzar las ruinas del pequeño barrio cuyo recuerdo iba unido a su infancia. Lo habían atravesado en su huida, pero sentía tanta angustia que ni se había fijado en los destrozos. Un gran número de soldados excavaban en las inmediaciones de la muralla.
—Estarán buscando un tesoro —comentó Galerdi despectivo.
Al aproximarse, se dieron cuenta de que estaban cavando tumbas para decenas de cadáveres que esperaban apilados unos encima de otros, se taparon las narices y desviaron las miradas. Al llegar a la Puerta de Tierra, los interceptó un soldado español que les pidió las cédulas de identidad.
—Están ahí dentro —respondió Galerdi señalando al interior de la muralla.
—La mía también —añadió Joaquín.
—Si no tienen documentos, no puedo dejarles pasar.
—Ya le he dicho que están dentro, en mi casa —insistió Buruandi alzando levemente la voz al decir las últimas palabras—. Déjeme entrar y ahora se los traigo.
—Lo siento, órdenes son órdenes. Únicamente pueden pasar los miembros de la Municipalidad y quienes vienen a apagar los incendios y a desescombrar las calles.
—Nos echaron de aquí desnudos ¿Dónde quiere usted que llevásemos los papeles?
El soldado se alzó de hombros con indiferencia e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Yo sí tengo mi cédula de identidad.
Tomás sacó del bolsillo de sus pantalones una cartera de piel ajada, extrajo el documento y se lo tendió.
—¿Dónde vive?
—En la calle Ignacio alto, esquina con la calle Mayor.
—¿Tiene usted negocio?
—Un obrador.
—¿De qué?
—De chocolate.
La respuesta hizo sonreír al soldado, como si la imagen de una chocolatería le hiciera gracia en medio de tanto desastre o le trajera recuerdos de tiempos más felices. Le devolvió el papel y se hizo a un lado para dejarlo entrar.
—Vuelvo enseguida —indicó a sus dos acompañantes y se adentró en la ciudad por la callé de San Jerónimo, en dirección a la Plaza Nueva.
A pesar de ser un excelente jugador de mus, capaz de mostrarse impasible incluso con tres reyes y un as en la mano, tuvo que hacer un gran esfuerzo para no mostrar su desazón. La pequeña, vieja y encantadora ciudad de San Sebastián, abierta a los visitantes y a la Ilustración, de calles estrechas y callejones aún más estrechos, de casas ricas mezcladas con otras más humildes, de comerciantes y pescadores, de vascos y gentes llegadas desde muy diversos lugares que habían encontrado allí su hogar, se había convertido en un amasijo de hierros retorcidos, maderos carbonizados, cascotes y ladrillos. Apenas si quedaban en pie edificios en la calle de San Jerónimo, en Embeltrán, en Esterlines, en Puyuelo. Las hogueras eran todavía visibles. Se detuvo atónito delante de una casa que ardía ante la mirada impasible de varios oficiales ingleses y portugueses. No pudo entrar en la Plaza Nueva; la humareda y el calor del fuego lo impedían, así que tomó la calle de Iñigo alto. Los edificios de la parte izquierda humeaban y contó hasta una docena los mulos y los carros cargados de enseres y muebles que los soldados sacaban de los portales de la derecha. El escribano Etxaniz, ojeroso y con las ropas destrozadas, estaba parado en medio de la calle con los ojos fijos en su vivienda, ajeno al movimiento a su alrededor, como un sonámbulo. Un soldado que llevaba asida por la brida a una mula le gritó para que se apartara, pero el hombre no se movió.
—¡Señor Etxaniz, cuidado!
Llegó justo a tiempo para agarrarlo de un brazo y salvarlo de ser arrollado por la acémila.
—Etxaniz, amigo mío, ¿qué le ocurre?
El hombre pareció despertar de un sueño.
—Las violaron a las tres delante de mí —dijo con voz ronca—, a mi hija, a mi mujer y a su madre. Después, tiraron a mi suegra por la ventana y se partió el cuello. La dejamos en el piso cuando nos obligaron a salir ayer por la mañana. He prometido a mi esposa venir a buscarla para darle un entierro digno, pero no me dejan entrar.
—¿Por qué?
—Vacían las casas y luego les prenden fuego.
Era cierto, por tanto, lo que se decía: los aliados, los libertadores, los “buenos” estaban quemando San Sebastián. Un piquete apareció en aquel momento y obligó a evacuar mulos y carros en medio de las protestas de quienes todavía no habían acabado de desvalijar las viviendas. Los soldados entraron en los portales y acto seguido salieron a toda prisa. Poco después, el fuego prendía en el interior de las casas y los dos hombres pudieron ver las llamas a través de las ventanas antes de ser empujados hacia la calle Mayor. A Tomás se le humedecieron los ojos. “La Casa del Chocolate” ardía. Asió al escribano por los hombros y lo arrastró hacia la Puerta de Tierra.
Joaquín y Galerdi lo esperaban donde él los había dejado. Estaban sentados sobre un gran bloque de piedra arrancado a la muralla durante el bombardeo y se levantaron nada más verlo. Les hizo un gesto para que no preguntaran y continuó andando, sujetando al escribano contra su cuerpo para impedir que se desplomara. Dejaron a Etxaniz en la casa del Antiguo que los había acogido a él y a su familia y continuaron en dirección a Zubieta. Al llegar, se encaminaron al caserío de Juan de Aizpurua que, por ser el más grande de la localidad, se había convertido en lugar de referencia y encuentro de los donostiarras exilados. Los dos alcaldes, Bengoechea y Gogorza, y varios regidores habían estado en la ciudad durante el día y confirmaron el testimonio de Tomás Altuna: los incendios no sólo eran el resultado de los bombardeos; los aliados los provocaban de manera controlada.
—He hablado con el general Graham en persona —les informó Bengoechea— y me ha asegurado que el fuego se propaga de forma natural, que sus hombres intentan extinguirlos, pero que resulta muy difícil hacerlo debido al viento.
—Eso es mentira —afirmó Tomás—. Yo he visto a los soldados quemar varias casas.
—Ya lo sé; yo también los he visto.
—Y primero desvalijan las viviendas; se llevan en carros y mulos los muebles y lo que encuentran dentro, aunque no sé adónde.
—A Pasajes. Allí seleccionan el producto de la rapiña y lo cargan en barcos ingleses, con el consentimiento de sus oficiales.
—Pero… ¿no eran nuestros aliados? —se oyó preguntar.
—Nuestros está claro que no lo son —respondió Galerdi lleno de rabia en parte por lo que escuchaba y en parte por no haber podido comprobarlo personalmente.
—El botín es una forma de cobrarse la soldada.
José Antonio Sagasti también se encontraba entre los refugiados en el caserío Aizpurua. Había pasado la fatídica noche protegido por un coronel inglés a quien conocía desde el comienzo de la guerra y había sido testigo impotente de las acciones de los aliados.
—No le entiendo, Sagasti —afirmó Joaquín.
—Es muy sencillo, señor Larburu —respondió el gacetero—. La mayor parte de los soldados son mercenarios, reciben una paga por sus servicios, pero dicha paga no siempre llega y, en cualquier caso, es insuficiente. En algunas ocasiones, y más cuando el objetivo ha sido costoso en vidas y esfuerzos, los mandos hacen la vista gorda y les permiten robar lo que encuentran.
—No robaron en Vitoria…
—Por esa razón lo han hecho en San Sebastián.
—¿Y hacía falta asesinar, violar a mujeres de todas las edades y quemar nuestra ciudad? —preguntó el regidor Beldarrain sin contener su amargura—. Yo mismo pagué ocho duros a ocho soldados para que no ultrajaran a la hija de mi vecino, una niña de tan sólo once años de edad, y aun así los muy cerdos la violaron.
Nadie habló durante un buen rato.
—¿Y qué podemos hacer?
El banquero Brunet había envejecido diez años en un día. Vestido con ropas de su anfitrión, que le quedaban grandes, y unas profundas ojeras en su rostro demacrado en nada recordaba al elegante hombre de negocios que dos días antes confiaba en la caballerosidad de los vencedores. Gracias a un oficial portugués que los había tomado bajo su protección, sus hijos y él no habían sido asesinados ni su mujer e hijas violadas, pero ello no había evitado que los soldados los agraviaran y robaran las joyas, la plata, el rico mobiliario de procedencia inglesa y hasta el último real de su bolsillo, y que su casa hubiese sido una de las primeras de la calle Mayor en ser incendiadas.
—Relaten ustedes lo ocurrido —respondió Sagasti—, recaben testimonios y reséñenlos por escrito para que quede constancia de los hechos, para que más tarde la memoria no juegue malas pasadas y no se diga que hemos inventado una bajada a los infiernos que ni el gran Dante Alighieri hubiese imaginado. Yo puedo encargarme de transcribirlos ahora, aunque será preciso volver a repetirlos más tarde ante un juez.
—¿Y eso para qué va a servirnos? —preguntó Brunet.
—Entre otras cosas, para calcular las perdidas y hacer cuentas. Alguien tendrá que pagar por esto.
La idea del gacetero fue acogida con interés por los presentes quienes, de inmediato, se pusieron manos a la obra queriendo cada cual ser el primero en testimoniar su terrible experiencia.
Tomás escuchó la primera declaración y abandonó el lugar. Ningún juez podría jamás evaluar la angustia, el dolor, la desesperanza, la humillación, el terror de los donostiarras durante aquella noche sin fin. No había dinero suficiente para compensarles, ni palabras de condena para aliviar su dolor, ni medicinas para curar el daño infligido.
De vuelta en su hogar, subió a la habitación de su hija y de su nieta, y abrió la puerta sin hacer ruido. Las dos dormían, aparentemente tranquilas; la joven, acurrucada, con la cabeza apoyada en el pecho de la madre quien la rodeaba con sus brazos, protegiéndola. Sintió un nudo en la garganta y cerró la puerta.
Maritxu se levantó de la cama al cabo de tres días. Tenía una constitución fuerte y un imperioso deseo de encargarse ella del cuidado de Marina. Le desesperaba ver a Josefa y a Vicenta, la vecina, ocuparse de Marina mientras ella permanecía inmovilizada en el lecho y les pidió, sin querer escuchar sus reparos, que la bañasen y fajasen fuertemente su torso con tiras de sábana para sujetar las dos costillas que tenía rotas. Los moratones de su cuerpo y de su rostro habían adquirido un tinte entre verdoso y negro bastante repulsivo, pero el malestar era cada vez menor y empezaba a recuperar la movilidad perdida. No salía de la habitación; pasaba el día sentada a la cabecera de su hija, pendiente del menor cambio, de cualquier indicio de mejora; la acariciaba, hacía planes para las dos y le decía lo mucho que la quería y la necesitaba. Dormía con los brazos a su alrededor o sujetando sus manos entre las suyas para que sintiera que no estaba sola, que su madre estaba a su lado en todo momento. A veces, la joven abría sus ojos vacíos de vida, la miraba, pero no la veía, y el corazón se le encogía de dolor.
—Su cuerpo está sano, pero ha sufrido una fuerte conmoción y se aísla del mundo para no recordar —había aseverado don Luis Urruti, el médico de Usurbil, tras reconocerla—. Habrá que esperar a que el tiempo haga su trabajo y reaccione. Ustedes sólo pueden cuidar de ella y darle el cariño y las atenciones que necesita.
También a ella le habría gustado aislarse, olvidar, pero no podía desterrar de su cabeza la noche del último día del mes de agosto, a pesar de sus esfuerzos por no rememorar lo acontecido ni la angustia sentida. Necesitaría tiempo para recuperarse y quizás nunca lo lograra. Despierta, era dueña de sus pensamientos, pero sus defensas desaparecían al adormecerse: revivía cada minuto de su pesadilla con tanta claridad que, a veces, se desvelaba y no lograba conciliar el sueño hasta el amanecer. Nada más cerrar los ojos, veía ante sí a los tres militares borrachos que le arrancaban la ropa y la golpeaban brutalmente por resistirse, por no aceptar con docilidad su obscena enajenación. La habían forzado una y otra vez durante horas; primero en el suelo de la cocina, después en su dormitorio. Se turnaban los tres, insaciables, utilizando su cuerpo a modo de vertedero, como si fuera un objeto inanimado sin valor alguno; seguían golpeándola a pesar de que ya no se resistía y creyó morir mil veces durante aquella noche sin fin. Sin embargo, una voz en alguna parte de su cabeza le decía que tenía que resistir, que tenía que vivir porque su hija la necesitaría cuando los malos tiempos acabaran. Ninguna mujer salía indemne de una experiencia semejante. Las heridas del cuerpo sanaban tarde o temprano, pero las del alma permanecían abiertas y su pequeña era todavía demasiado joven para soportar ella sola semejante carga.
—Yo velaré por ti, amante —le decía con los ojos llenos de lágrimas—. Tu madre te cuidará y volverás a sonreír.
Pero los días pasaban y no había cambios. A veces se sobresaltaba pensando que habría sido mejor para ambas morir mientras estaban inconscientes y el humo llenaba la casa: no se habrían enterado y habrían acabado para siempre los sufrimientos. Otras, sin embargo, se sentía con ánimos para luchar contra la adversidad y arrancar a Marina del mal que la aquejaba. Con la ayuda de Josefa, la lavaba, la peinaba y la sentaba en una silla junto a la ventana desde donde se veían los campos y las montañas siempre verdes; le hablaba, recordaba viejas historias, leyendas y costumbres escuchadas tiempo atrás y que casi había olvidado. Su padre las acompañaba todas las tardes. Al principio, ambos permanecían en silencio, con las miradas en la desvalida criatura a la que tanto querían, pero, poco a poco, recuperaron su entendimiento de antaño, en especial durante la hora vespertina, cuando la luz rojiza del sol de poniente entraba por la ventana y se reflejaba en los muros de la habitación. No mencionaban para nada los recientes acontecimientos por miedo a que Marina pudiera entenderles y únicamente hablaban de ellos, entre susurros, después de acostarla.
—Dicen que los aliados, por fin, se van —le comunicó su padre un anochecer—; que los franceses del castillo han decidido rendirse en vista de que no reciben los refuerzos que esperaban.
—¿Podremos entonces volver a San Sebastián?
—No, no podréis.
—¿Por qué?
—Porque San Sebastián ya no existe.
Tomás no había querido informarle sobre la quema de la ciudad y aguantó su mirada sin pestañear.
—La han reducido a escombros —prosiguió—. Únicamente están en pie las casas de la calle de la Trinidad que están a pie del monte; las del otro lado también han ardido.
—“La Casa del Chocolate”…
—Tampoco existe.
—¿Y la gente?
El hombre aspiró profundamente.
—Hubo muertos; no se sabe exactamente el número porque los vecinos andan desperdigados un poco por todas partes. También los ha habido después; unos a causa de las heridas, otros por el disgusto. Hay muchos enfermos con fiebres tercianas o con pulmonía, especialmente ancianos, debido a la mojadura y a que han pasado varias noches a la intemperie por falta de asilo.
Maritxu calló, intentando asimilar las terribles noticias, tratando de recordar rostros y nombres.
—¿Y don Domingo? —preguntó al cabo de unos minutos.
El hombre no respondió y contempló el ocaso de una jornada despejada que inmediatamente le recordó el cielo enrojecido por las llamas vislumbrado desde la cima del Arratzain.
—¿Y don Domingo, padre? —repitió ella.
—Fue asesinado. Y el ama con él. Al parecer, se enfrentó a un grupo de soldados que quisieron profanar la iglesia, lo que hicieron después de acabar con él.
Otilia, el viejo Oienarte, don Domingo… la ciudad arrasada, su negocio desaparecido, su hija ida… El mundo que conocía ya no existía: había sido destruido en una sola noche.
—Joaquín Larburu y Juan Galerdi desearían saludarte…
—No puedo verlos, padre. Dígales que lo siento, que les estoy muy agradecida por lo que han hecho por Marina y por mí. Sin su ayuda, las dos estaríamos muertas, pero no puedo verlos todavía. No tengo fuerzas.
Sabía que continuaban en la casa, Josefa la mantenía al corriente; les oía hablar ya que el dormitorio estaba encima de la cocina y sus voces llegaban hasta ella, pero no deseaba verlos. Conservaba muy nítido en la mente el recuerdo de sus miradas horrorizadas al encontrarla desnuda y humillada e ignoraba cuándo se sentiría con ánimos para volver a mirarles a la cara sin sentir vergüenza.
—Tendrás que salir de este cuarto alguna vez.
—Supongo que sí…
—Cuanto antes mejor.
—¿Por qué, padre?
—Porque eres una mujer fuerte y no puedes dejar que lo ocurrido te destroce la vida. Y porque tu hija te necesita.
—¿Por qué nos han hecho esto? —preguntó de nuevo—. Usted solía decirme que las guerras eran necesarias para reparar los entuertos ocasionados por hombres sin escrúpulos, pero no me dijo que eran las personas más indefensas las que sufrían sus resultados.
—No lo sabía…
—Los vascos todavía creemos en las brujas y en los akelarres —continuó ella— y hay quien asegura que el diablo tiene aspecto de macho cabrío, mitad animal, mitad hombre, pero se equivoca. Yo lo he visto y juro por mi madre muerta que viste de uniforme. Tiene los ojos rojos y la cara y las manos manchadas de sangre; su aliento huele a alcohol y ríe mientras contempla el sufrimiento de sus víctimas. Mata a seres inocentes, incendia, golpea y viola a mujeres y niñas y luego las asesina. Yo lo he visto porque he estado en el infierno.
EN EL OCTAVO DÍA DESPUÉS DE LA ENTRADA de las fuerzas aliadas en San Sebastián y de la derrota del ejército napoleónico en San Marcial de Irún, se izó la bandera blanca en la torre del homenaje del castillo de La Mota. Los franceses capitulaban, por fin rendían la plaza que con tanta fiereza habían defendido. Las baterías inglesas habían disparado de manera continuada desde la isla de Santa Clara durante toda la semana, siendo respondidas por los sitiados, pero aquella mañana la fortificación había sido bombardeada por cincuenta cañones y morteros posicionados en las murallas de la ciudad conquistada y una bomba había hecho volar el depósito de municiones. Era inútil prolongar la defensa. La certeza de que no serían auxiliados por sus tropas del otro lado de los Pirineos, la falta de víveres y municiones y la imposibilidad de curar a los heridos por falta de medios impelieron al general Rey a enviar un parlamentario para tratar sobre la rendición. El emisario había sido recibido con un saludo militar y una declaración inesperada de Graham.
—Señor coronel, después de la brillante defensa que han hecho, vuestras tropas no pueden considerarse vencidas y tienen derecho a dictar condiciones; escribidlas.
Hubo reflexiones diversas al conocerse las palabras de sir Thomas, desde los que juzgaron que los bonapartistas no merecían ninguna consideración debido a su responsabilidad en la muerte de sus camaradas, hasta los que consideraron que todos ellos, amigos y enemigos, eran soldados que obedecían órdenes, que los franceses habían luchado con valor y merecían ser respetados.
Alistair Williams no opinó, únicamente se preguntó por qué razón ellos habían dejado de perseguir a los franceses al entrar en la ciudad y por qué éstos no habían aprovechado el caos que siguió para contraatacar. Los borrachos eran una presa fácil.
El general Graham se hallaba disponiendo en compañía de sus oficiales al mando la partida hacia Oiartzun, localidad próxima a la frontera, al acudir a su llamada y presentarse en su despacho, el comedor de una amplia y acomodada vivienda de tres pisos ocupada por el Estado Mayor y que, al igual que otras edificaciones de la calle de la Trinidad, había sido salvada de la quema para ser utilizada de alojamiento para la oficialidad.
—Me alegro de verle, muchacho.
—Gracias, señor.
—Lo daba por muerto —afirmó el general sin contemplaciones—. Habría sido muy duro para mi buen amigo lord Williams saber que sus dos hijos habían dado la vida por la Nación. Uno es suficiente.
—Sí, señor.
—Por fin podemos decir que hemos conquistado esta plaza: los franceses han decidido rendirse.
—Es una buena noticia, señor.
—Lo es. Esta victoria ha costado demasiada sangre inglesa, y escocesa —puntualizó—. Buenos oficiales como el mayor Fletcher y hombres excelentes han dado su vida por la libertad. Dios y su Graciosa Majestad tendrán en cuenta su sacrificio. ¿No lo cree así?
—Por supuesto, señor.
—La guerra peninsular ha llegado a su fin.
El general dio un puñetazo en el plano extendido sobre la mesa. La ciudadela de Pamplona se hallaba todavía en poder de los franceses, pero se sabía que sólo era cuestión de días para que cayera.
—Quiero verle a mi lado, muchacho, cuando ese gordinflón de Rey rinda su bandera. Su padre se sentirá orgulloso. Pase por intendencia y que le proporcionen un uniforme nuevo; su apariencia, aunque demuestra su valor, no es digna de un oficial británico.
—A sus órdenes, mi general. Señor…
—¿Algo más?
—No, señor.
—Pues váyase y descanse. Dentro de dos días estaremos en Francia. Los bonapartistas no han logrado acabar con nosotros, pero tenga por seguro que nosotros sí vamos a acabar con ellos.
El teniente se cuadró y salió. Odiaba que sir Thomas lo llamara “muchacho” delante de los mandos. Cierto que el general llamaba así a los jóvenes oficiales a sus órdenes, pero él ya no era un muchacho; había dejado de serlo tres años atrás, al llegar a Cádiz y participar en su primera batalla. Acudió a la intendencia improvisada en la trasera de una casa pegada a la iglesia y solicitó un uniforme nuevo.
—Nuevo, lo que se dice nuevo… Tendrá usted que conformarse con uno que no esté demasiado usado —le informó el encargado—. Hace meses que no recibimos nuevas remesas y echamos mano de lo que hay.
—¿Qué significa eso?
—Que les quitamos los uniformes a los cadáveres si no están demasiado agujereados por las balas.
Lo miró atónito, intentando averiguar si se estaba riendo de él, pero el hombre desapareció dentro del almacén y volvió a salir con un equipo completo en las manos.
—Aquí tiene. Es la única casaca de teniente que nos quedaba y es más o menos de su talla. Procure que no tengamos que recogerla de nuevo —bromeó, alargándole el fardo.
—¿Sabe… sabe a quién pertenecía?
—No, y mejor no saberlo, así uno se evita pensamientos desagradables —afirmó el intendente con filosofía—. No se preocupe: limpiamos y planchamos el material que nos llega. El uniforme que se lleva está prácticamente nuevo. No tiene un solo agujero, lo que me hace pensar que a su anterior dueño le volaron la cabeza, o se la abrieron de un sablazo. Uno, sabe usted, tiene cierta experiencia en éstos…
No quiso escuchar más y salió del almacén. Tenía ganas de vomitar y no era la primera vez en la última semana.
Se había despertado con la boca reseca y un terrible dolor de cabeza en una habitación desconocida para él. A su lado, en otra cama, roncaba su amigo, el teniente Lambton, y los sargentos Jenkins y Smith lo hacían sobre sendos colchones en el suelo. Estaba vestido, botas incluidas, y tenía la mente en blanco y ganas de orinar. Se levantó con dificultad, pasó por encima de los sargentos y salió al pasillo. Había oficiales en todas las habitaciones del piso, incluso en la cocina; algunos dormidos y otros con caras de estar sufriendo una mala resaca. No tenía idea de dónde se encontraba, ni dónde estarían las letrinas, así que bajó las escaleras tambaleándose y orinó en un rincón del portal. Después, salió a la calle. Lo cegó la luz del sol y tuvo que protegerse con el brazo hasta que sus ojos se acostumbraron a la claridad, algo que tardó un rato. Cuando por fin pudo mirar a su alrededor, los recuerdos acudieron de golpe a su mente y las náuseas estuvieron a punto de ahogarlo.
Había corrido hacia la brecha al tiempo que se desabotonaba el gabán para que los suyos reconocieran el uniforme, se hizo con el sable de un oficial francés que yacía descoyuntado junto al polvorín y tuvo la satisfacción de cortarle el cuello a otro que había quedado rezagado mientras, sin dejar de disparar, los bonapartistas retrocedían por las estrechas calles atestadas de barriles repletos de arena a modo de barricadas. Estaba eufórico, deseoso de redimirse por las semanas transcurridas alejado de su compañía y gritó enfebrecido al topar con Lambton. La lucha dentro de los muros no duró mucho; los franceses se replegaron en cuanto entendieron que, esta vez, no ganarían. Ellos, los vencedores, dejaron de combatir. Se aproximó a la brecha y contempló con la satisfacción en el cuerpo la entrada por el boquete de una interminable fila de soldados británicos y portugueses. Los impedimentos y los cadáveres de sus compañeros complicaban el paso, pero todos querían entrar, querían pisar la plaza que habían conquistado a fuerza de sangre y esfuerzo. Él examinaba sus rostros en busca de los compañeros, de los amigos y, en especial, de Eddie.
—¡Williams! —le gritó Lambton—. ¿Qué haces ahí parado?
—¡Busco a mi hermano! —respondió, gritando él también.
Observó que su amigo hacía un gesto extraño, pero no le prestó atención y continuó esperando ver aparecer a Eddie. Al rato notó que una mano se posaba sobre su hombro y giró la cabeza con la sonrisa en los labios.
—Eddie está muerto.
—¿Qué? —La sonrisa se le borró de golpe.
—Cayó de los primeros antes de que tuviera lugar la explosión del polvorín —le informó Lambton, apretándole el hombro para darle ánimo.
—¿Cómo lo sabes?
—Se presentó voluntario para la “columna de los desesperados” que fue acribillada al llegar a la parte alta del escarpe.
Seguían entrando soldados, si bien su flujo había disminuido, e intentó salir a contracorriente.
—¿Qué quieres hacer? —Lambton lo retuvo por un brazo.
—Buscar a mi hermano.
—No podrás…
—¿Cómo que no podré?
—Ven.
Tiró de él y lo obligó a subir a uno de los cubos.
—Mira.
El escarpe estaba repleto de cadáveres y muchos más yacían a los pies de la muralla. Había visto tantos y más en otras ocasiones, en Vitoria sin ir más lejos, pero el terreno era plano en aquélla y la impresión menor, aun siendo mayor el número de bajas. En Vitoria los caídos pertenecían a los dos ejércitos contendientes. Incluso vio a un inglés y a un francés unidos en un abrazo mortal; se habían clavado las bayonetas y habían muerto de pie, apoyados el uno sobre el otro. Pero esto era distinto. Los muertos pertenecían al mismo bando, el propio, y los sobrevivientes pasaban por encima de ellos para alcanzar la brecha. Lambton tenía razón, no podría encontrar a Eddie hasta que los cadáveres fueran retirados en orden para ser identificados. Quiso gritar, pero, en su lugar, apretó las mandíbulas.
Deambuló en compañía de su amigo y de dos sargentos con los cuales ya había compartido francachelas. Conocía bien la ciudad. La había recorrido con aquella preciosidad de niña, Marina, que le había hecho olvidar a Rowena, su delicada flor inglesa. Los cuatro se divirtieron asustando a los civiles, robándoles el dinero, las cadenas de oro, los relojes y anillos como si fueran vulgares salteadores de caminos u obligándolos a desnudarse y a correr en cueros, riéndose de las mujeres que eran violadas en plena calle, tirando adoquines contra las ventanas. Penetraron en una iglesia donde encontraron a un sacerdote papista rodeado por un grupo de hombres, mujeres y niños; le arrancaron la sotana y lo dejaron en cueros. Uno de los sargentos, no recordaba cuál de los dos, cogió el cáliz y se empeñó en darle de comulgar, pero al negarse el hombre a abrir la boca, el otro sargento le pegó un puñetazo y le rompió los dientes. Habrían continuado de no ser por la llegada de una patrulla enviada con la orden de habilitar el lugar para utilizarlo de hospital. Se sentía mejor a medida que pasaban las horas. A fin de cuentas, la vida no valía una mierda; hoy estaba vivo y mañana podría estar muerto como Eddie y los miles de compatriotas que habían caído a lo largo de los últimos cuatro años en aquel país extranjero de calor y moscas, tan diferente a su querida Inglaterra. Aquélla era una guerra demencial, aunque, probablemente, todas lo eran. ¿Cuántos cientos de miles habían muerto en los campos de batalla? ¿Cuántos más habían resultado heridos y mutilados? ¿Cuántos civiles? Cierto que el norte era distinto —el verdor de sus montes y valles le había provocado una profunda añoranza— y que San Sebastián sería un pueblo encantador para visitar en tiempos de paz, pero su hermano pequeño nunca lo conocería y ni el lugar más maravilloso del mundo merecía su sacrificio.
La noche era aún joven, pero habían bebido. Estaban cansados y en algún momento tendrían que dormir; había que pensar en dónde hacerlo antes de que las mejores casas hubieran sido ocupadas. Podían elegir puesto que ellos eran los vencedores, los salvadores del pueblo oprimido y ningún vecino se negaría a darles cobijo. Sonrió. Él ya tenía un lugar acogedor que olía a chocolate cocido donde lo esperaban con los brazos abiertos. Se encaminó hacia la vivienda de sus protectoras seguido por sus compañeros y, al doblar una esquina, se toparon con dos soldados portugueses que violentaban a una muchacha. Uno le sujetaba las manos mientras el otro le había levantado el vestido y se disponía a bajarse los pantalones. Iba a pasar de largo cuando la luz del candil que los alumbraba iluminó el rostro sucio y lloroso de Marina.
—¡Alto ahí! —ordenó.
Los dos hombres se le quedaron mirando, amenazadores. Era una ley no escrita que impedía arrebatar el botín a otros, pero ellos eran cuatro, tenían galones y los sargentos habían desenvainado sus sables. Por el tono de sus voces, supuso que maldecían a sus madres, aunque soltaron a su presa y se marcharon en busca de otra. Marina se abrazó a él llorando desesperadamente y declarándole su amor. Se sentía incómodo y, ante la mirada interrogante de Lambton, se limitó a explicar en cuatro palabras que aquella joven era la hija de la mujer que lo había atendido tras ser herido. Hicieron el resto del trayecto en silencio, pero en algún momento se desprendió de las manos que asían su brazo y caminó solo por delante del grupo. Y luego…
No quería seguir pensando en ello. Subió al piso que compartía con una docena de oficiales de rango menor, arrojó encima de la cama el uniforme recién recogido y se asomó a la ventana. La visión era desoladora.
La guarnición gala había luchado hasta el último momento ocasionándoles tal número de bajas, entre muertos y heridos, que se le erizaba el vello con sólo pensarlo, pero era de caballeros reconocer su coraje y los franceses hechos prisioneros fueron tratados con el respeto que se merecían. ¿Por qué no se hizo otro tanto con los civiles? ¿Por qué se les había despojado de sus hogares y medios de vida? La ciudad entera había ardido. Únicamente habían sido preservadas del fuego para uso de la oficialidad las casas situadas en una de las aceras de la última calle, la que se hallaba al pie del monte, las dos iglesias y el convento de los frailes para ser utilizados como hospitales. El resto lo veía él desde la ventana. Allí donde antes había gentes en las calles y ropas tendidas en los balcones, se escuchaban las conversaciones de los vecinos y los gritos de los niños que jugaban ajenos al drama, sólo quedaban ruinas, casas derruidas, balcones colgando en el vacío y polvo. San Sebastián era únicamente una pequeña capital de provincia y sus habitantes simples comerciantes y pescadores que no podrían regresar cuando ellos partieran para continuar la guerra en tierras francesas. Lo había discutido con Lambton en dos o tres ocasiones. Al principio, su amigo aseguraba que el incendio había sido fortuito.
—Son casas viejas, con mucha madera; una chispa y arden —afirmó convencido.
Pero luego, ambos fueron testigos del incendio controlado de las viviendas por obra de una brigada de zapadores-mineros quienes, provistos con cajas de granadas de mecha lenta, quemaban una a una las que se hallaban en la acera de enfrente y se mantenían alerta en el exterior para impedir que el fuego se propagase a las del otro lado, las ocupadas por los oficiales británicos y portugueses.
—¿Por qué semejante destrucción? —preguntó al aire.
—He oído decir que para evitar que los franceses vuelvan a ocupar la plaza —le informó Lambton, que se hallaba a su lado, acodado en la ventana.
—Los franceses todavía ocupan la plaza —subrayó él en referencia a los defensores del castillo.
—Por poco tiempo, amigo mío, es cuestión de días. No disponen de agua ni de víveres y tampoco pueden salir de la fortificación, así que sólo nos queda esperar para recogerlos cuando caigan como la fruta madura y salir en busca de otros… ¿cómo los llaman aquí…? gabachos.
Lo observó con curiosidad. De repente le resultaba un extraño. Ninguno de los dos había mencionado lo ocurrido la noche del asalto, pero, así como él había perdido el apetito y no dejaba de dar vueltas al asunto que le quitaba el sueño, Lambton no mostraba señal alguna de que los hechos le hubieran afectado en lo más mínimo. Ambos habían viajado juntos a la Península y servían en el mismo regimiento, pero su amigo había nacido para la guerra. Cuanto más dura fuera la batalla y más costosa la victoria, cuantos más muertos hubiesen caído bajo su sable, más entusiasmado se sentía después.
—Son daños que no pueden evitarse, incidentes de la guerra —había afirmado en tono despreocupado al mencionar él la situación de desamparo en la que quedarían los habitantes de la ciudad tras la quema sistemática de sus viviendas y negocios.
No sólo eran incidentes de la guerra, bien lo sabía él. A pocos pasos de la casa que ocupaba había estado la de unas mujeres a quienes pagó sus desvelos con una brutalidad indigna de su condición y educación. Evitaba mirar los escombros cada vez que pasaba por su lado, pero los remordimientos no le dejaban conciliar el sueño y sus pensamientos volvían una y otra vez a la noche infausta en que había perdido su honor para siempre.
Metió la cabeza en una palangana de agua de mar para ahuyentar sus fantasmas, se despojó del guiñapo de uniforme que llevaba puesto, vistió el de un soldado muerto en algún lugar de la Península y bajó a reunirse con los oficiales y soldados que, en formación, esperaban delante de la iglesia la rendición de los franceses. El general Rey y sus hombres, menos de la mitad de los que había al comienzo del ataque, rindieron la plaza en una breve ceremonia, recibieron saludos de honor por su heroico comportamiento y fueron escoltados hasta el puerto de Pasajes para ser embarcados como prisioneros rumbo a Gran Bretaña y otros destinos.
—Señor…
Sir Thomas Graham acababa de disponer para el día siguiente la salida hacia la población de Oiartzun, próxima a la frontera. En San Sebastián ya no tenían nada que hacer y Lord Wellington había decidido atravesar la frontera.
—¿Qué hay, Williams?
—Señor… desearía solicitar un permiso.
El general levantó la cabeza de los documentos que lo ocupaban en aquellos instantes.
—¿Un permiso?
—Sí, señor.
—¿De cuánto tiempo?
—Seis semanas, señor.
—¿Puedo preguntar para qué?
—Para volver a Londres a comunicar a mis padres la muerte de su hijo Edward, señor. Había pensado en escribirles, pero…
—Lo entiendo, muchacho, lo entiendo. ¿Cuánto lleva a mis órdenes?
—Tres años, señor.
—Y no ha regresado a casa en este tiempo, ¿no es cierto?
—Así es, señor.
Sir Thomas lo observó con detenimiento. Recordó al joven atractivo y elegantemente vestido que lo había abordado en la mansión de su padre. Entonces su mirada brillaba entusiasmada; ahora el brillo se había apagado.
—Puede que, en efecto, necesite un pequeño descanso. Se lo ha merecido, muchacho. Le concedo cuatro meses de permiso. No sé dónde estaremos entonces, pero le espero de vuelta después de las Navidades. Dele mis saludos a su padre y no se olvide de traerme un buen trozo de pudding de manzana —añadió dándole una palmada en la espalda. Es lo que más echo en falta en campaña y no he conseguido que mi cocinero lo elabore debidamente.
Se embarcó al día siguiente en el primer barco que partía desde Pasajes hacia las islas y fue alojado en un camarote de cuatro literas en atención al mensaje de recomendación para el capitán manuscrito por el general, pero sólo entró en él para dejar su petate y dormir un poco cuando el sueño era más fuerte que su voluntad. La mar estaba en calma, la temperatura era cálida y pasó las tres jornadas del viaje sin abandonar la cubierta excepto para almorzar con los oficiales de abordo. Esperaba que el aire con sabor a sal borrase su memoria y permaneció la mayor parte de la travesía con la mirada fija en las aguas. Pero los recuerdos no lo abandonaron durante la travesía.
Bajó al arenal, una vez que se despejó el camino, con la intención de buscar el cadáver de Eddie y encargarse de que tuviese un entierro digno. Le horrorizaba la idea de que fuera a ser sepultado en una fosa común, con los sin nombre, y estaba dispuesto a llevárselo a tierra firme y enterrarlo con sus propias manos en un lugar que pudiese reconocer, si algún día regresaba. Cientos de cuerpos yacían en hileras, tiesos, como para el paso de revista. Algunos parecían dormidos, otros, sin embargo, mostraban en sus rostros el horror por la violencia de su muerte. Soldados del batallón encargado de enterrarlos revisaban sus bolsillos y morrales en busca de identificaciones, cartas u objetos personales para enviar a las familias, los despojaban de los talabartes, armas, cinturones, insignias y ropas reutilizables y luego los depositaban en el interior de las fosas, unos encima de otros. Eddie no estaba entre ellos.
—¿Dónde están los que faltan? —interrogó al sargento al mando.
—Desaparecidos en la mar.
—¿Qué significa desaparecidos en la mar?
—La marea ha subido esta noche y ha arrastrado a un centenar hacia el interior.
Sintió un escalofrío. Mientras los supervivientes se emborrachaban, robaban, asesinaban a personas inocentes y violaban a indefensas mujeres, su hermano pequeño se hundía en las profundidades para servir de alimento a los peces.
Fue al puerto antes de salir para Pasajes con ánimo de decirle un último adiós. Era un puerto pequeño cuyas casas, mucho más humildes que las de la ciudad, no habían sido incendiadas. No representaban ningún peligro, ni había en ellas nada de valor para incitar la avaricia de los ladrones y, para su sorpresa, constató que sus moradores no se habían marchado, al menos no todos. Había hombres por allí y también mujeres y niños descalzos, pescadores de rostros pétreos que lo observaban, la mirada limpia y la cabeza alta. Con su silencio le decían que aquél era su hogar; que él era un extranjero llegado para destruirlo y reducirlo a escombros; que podía utilizar las armas contra ellos, despojarlos, avasallarlos, pero que no lograría arrebatarles la dignidad. A poco estuvo de gritarles que él era un amigo, que sus verdaderos enemigos eran los franceses, pero recordó y calló.
De regreso, pasó por delante del lugar donde había estado la chocolatería. Esta vez se detuvo y contempló lo que quedaba del amable establecimiento y de la casa en la que había pasado días dichosos, olvidado de la guerra, en compañía de unas mujeres que se desvivían por atenderlo y que él y sus compañeros, esclavos de la embriaguez y del deseo de venganza, habían asfixiado quemando ropas después de haberlas dejado sin sentido para que no pudieran escapar a su destino. El edificio había desaparecido casi por completo, llevándose la prueba de su horrible crimen. En algunos años, las ruinas quedarían sepultadas bajo la hierba y los matojos, y con ellas la ciudad que había tenido la mala fortuna de ser presa de un ejército invasor y de otro liberador. Iba a seguir su camino, pero algo que estaba fuera de lugar entre tanta desolación llamó su atención: un objeto milagrosamente salvado de la rapiña y del incendio semioculto por el polvo del que no podía apartar los ojos. Finalmente se agachó para recogerlo; era un collar de pequeñas cuentas de ámbar que él había arrancado del cuello de su dueña. El cierre estaba roto, pero las cuentas, separadas cada una por un nudo, habían resistido sin desgranarse. Lo sacudió para quitarle el polvo, lo frotó contra la pernera de su pantalón y luego lo guardó en el bolsillo interior de su casaca junto a la manoseada carta de Rowena.
Estuvo a punto de echarse a llorar de emoción al contemplar las brumosas costas de Inglaterra. Allí olvidaría, cicatrizarían sus heridas, recuperaría el gusto por la vida rodeado de los suyos, de las personas que amaba; se casaría con su novia y tendría varios hijos. Estaba resuelto a no volver al ejército. No se lo había mencionado a sir Thomas para evitar tener que dar explicaciones o arriesgarse a no conseguir el permiso, pero su determinación era firme. Había derramado la sangre por su país, había perdido a su hermano y a muchos buenos amigos, había pasado hambre y miserias sin fin. Hora era ya de ocuparse de su futuro y dejar la guerra para hombres como Wellington y Graham, o Lambton. El pasado no volvería a atormentarlo.
A FINALES DEL MES DE OCTUBRE se celebró una asamblea en el caserío Aizpurua que, al igual que las anteriores, tenía visos de durar la jornada entera. Tanto era así, que los dueños y otros vecinos de Zubieta habían preparado unas grandes ollas de patatas con chorizo acompañadas de sidra, pan y queso para alimentar al casi centenar de hombres que discutían delante de la casa desde primeras horas de la mañana. El motivo de la reunión no era otro que tratar sobre la reedificación de la ciudad, decisión tomada por ellos en la fecha de la rendición francesa. Los ánimos se hallaban caldeados. Era la respuesta de los donostiarras a la noticia aparecida a mediados del mes de septiembre en “La Gaceta de Madrid”, en la que se expresaba la opinión del gobierno español sobre su futuro: “De San Sebastián no quedará sino la memoria de donde estuvo situada”. Se habían iniciado las tareas de desescombro que llevarían varios meses, pero la opinión general era que no podría comenzarse la reconstrucción antes de un año.
Aunque sin intervenir directamente en el debate, vecinos y refugiados estaban presentes en la asamblea, Maritxu y su padre entre otros. Tomás había intentado disuadir a su hija de acudir; no podía hacerle ningún bien rememorar.
—No hay día en que no se reúnan —había afirmado—. Ya tendrás tiempo de asistir a cualquier otra.
—Se va a discutir sobre la reconstrucción y el asunto me atañe —había respondido ella—. No olvide, padre, que yo también tenía allí una vivienda y un negocio.
—¿Y qué?
—Que va a hablarse de cómo reconstruir la ciudad y lo mismo se les ocurre edificarla de manera diferente. Soy propietaria y no tengo intención alguna de dejar que otros decidan por mí. No vaya a ser que Marina y yo nos quedemos sin nada.
No había habido forma de convencerla y, en el fondo, el viejo republicano se alegró. Significaba que comenzaba a ser la persona que había sido antes de la tragedia, aunque le había dolido aquél “nada” dicho en tono convencido. Tenían “Eguzkienea”, las tierras, el ganado y lo tenían a él. No obstante, recapacitó. No se trataba de propiedades y negocios, sino de algo más. Su hija no hablaba de bienes, la conocía demasiado bien; hablaba de integridad, de demostrar que seguía viva a pesar de los pesares y de que no dejaría que nadie lo olvidase.
Maritxu escuchaba las intervenciones sentada sobre la hierba, la mirada ausente. Era la primera vez en un mes que se separaba de Marina por unas horas y ya la echaba en falta. Su estado no presentaba cambios, según el doctor Urruti, pero ella no estaba de acuerdo. Eran instantes, luces en una noche oscura que permitían al caminante encontrar el camino, y que sólo ella era capaz de percibir. La crispación de su rostro había desaparecido y también la rigidez de sus miembros. Incluso, a veces, descubría un destello de reconocimiento en sus ojos, breve, pero real. El médico aseguraba que podía darse el caso de que no recordase nada si algún día llegaba a recuperarse.
—Es una defensa de la mente cuando alguien sufre una impresión demasiado dolorosa —afirmó—. Se refugia en el olvido y no recuerda absolutamente nada de lo ocurrido; es una especie de amnesia selectiva. Por lo demás, se comporta con normalidad.
Esperaba, rogaba, que fuese así, que Marina borrase de su memoria aquellas terribles horas de su corta vida. Bastaba con que ella las recordara por las dos.
La discusión había subido de tono entre los que opinaban que una ciudad nueva, con una hermosa plaza en el centro y calles más amplias, era la idea más acertada y los que se negaban a aceptar cualquier cambio que modificase el plano anterior. Aducían estos últimos que sería muy difícil restituir su propiedad a cada vecino y que las nuevas construcciones, canalizaciones para el agua, letrinas y demás servicios serían suficiente mejora. A ella le era indiferente lo que decidiesen. Quería que su vivienda y su chocolatería fueran idénticas a como eran, de igual tamaño y ubicadas en su lugar anterior y, desde luego, no aceptaría otra cosa. Era cuestión de principios y de la salud de su hija. Quería que todo estuviese igual para que, al regresar a San Sebastián, Marina reconociese su hogar. Su última visión antes de sumirse en la inconsciencia habían sido calles devastadas y casas incendiadas. Incluso había pensado en encargar a un ebanista la fabricación de unos muebles similares a los anteriores porque había algo sobre lo que no tenía duda alguna: era preciso volver. Sólo retomando el curso de sus vidas donde las habían dejado podrían ambas encontrar la paz. No tenía dinero; la bolsa de los ahorros había desaparecido con sus ropas, pero el padre le daría lo necesario para empezar de nuevo. Sabía que le prestaría toda la ayuda que fuese necesaria a pesar de lo mucho que le gustaría que se quedaran a vivir en el caserío, pero ahora la situación era diferente a la de hacía quince años, no existía el antagonismo de antaño y habían vuelto a entenderse. Estaba sentado junto a su amigo Juan de Aizpurua y lo pilló mirándola con aire preocupado; le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Faltaba mucho para que las cosas volviesen a la normalidad. Una ciudad no se construía en dos días y tendrían muchas veladas por delante para pasarlas juntos.
El alcalde Bengoechea presidía la asamblea y planteó una nueva cuestión: la financiación de las obras. Las cartas enviadas al gobierno y los documentos remitidos a Londres, a la Comisión Mixta hispano-inglesa encargada de las reclamaciones por daños de guerra, no habían obtenido respuesta y existía un despacho de Wellington en persona negando cualquier implicación de sus tropas en el saqueo y destrucción de la ciudad. Echaba la culpa a los franceses, afirmación ésta que había sido recogida por “La Gaceta de Madrid” en sus primeras editoriales tras la quema. Por supuesto, los franceses negaban rotundamente su participación. No se detenían ahí los agravios. Habían llegado noticias de que dos semanas después de la catástrofe, cuando ya el gobierno tenía conocimiento de las vicisitudes sufridas por los donostiarras, en Cádiz se había celebrado la toma de San Sebastián con un solemne Te-Deum y una serie de festejos, salvas de artillería incluidas. Durante largos minutos se escucharon gritos de protesta y airadas manifestaciones por lo que los presentes consideraban una burla, pero la cruda realidad era la que era: tendrían que pleitear sin descanso para conseguir siquiera una parte del dinero necesario para la reconstrucción.
Uno de los que más vociferaban era Juanito Galerdi. Maritxu lo observó con simpatía; lo veía, descalzo y medio desnudo, llevando en brazos a Marina. Nunca podría pagarles la deuda a él y a Joaquín Larburu. Miró a éste último y sus ojos se encontraron.
Tardó en decidirse, pero finalmente un buen día sorprendió a su padre y a los dos huéspedes al aparecer en la cocina a la hora del almuerzo. Desde entonces se habían visto con frecuencia y habían hablado de lo acontecido, aunque ninguno de los tres mencionaba nunca lo ocurrido aquella noche en su casa. Les estaba agradecida por su ayuda, más aún por su delicadeza al obviar un tema que suponían le causaba una gran zozobra. Sin embargo, algo le preocupaba. Era mujer y como tal sabía reconocer los sentimientos que provocaba en los hombres y, en este caso, en Joaquín. El joven la contemplaba a menudo con una mirada lánguida, propia de un enamorado. Meses atrás se lo habría tomado a broma y le hubiese desanimado con una de sus frases cortantes, pero ahora las cosas eran distintas: le debía su vida y la de su hija. ¿Cómo decirle que ella no lo amaba, que nunca podría amarlo? El problema no radicaba en la diferencia de edad, que, al fin y al cabo, tampoco tenía tanta importancia —conocía varios matrimonios felices en circunstancias parecidas—, sino en ella. Jamás en lo que le quedaba de vida permitiría que un hombre se le acercara a menos de dos palmos de distancia.
Los reunidos habían decidido tomarse un descanso y dar cuenta de las patatas con chorizo. Eran las doce y media pasadas y se pensaba mejor con el estómago lleno. Maritxu se acercó a su padre.
—Me voy.
—Espera, te acompaño.
—No hace falta, padre. Siga usted aquí y ya me contará lo que hayan decidido.
Le sonrió y le acarició una mano con la suya. No recordaba la última vez que se habían dado un beso, ninguno de los dos era dado a las demostraciones cariñosas y menos en público. Se encaminó hacia la vereda que llevaba al caserío, pero, a medio camino, cambió de opinión y tomó la de Usurbil, desviándose a poco distancia del pueblo para dirigirse por un estrecho sendero a un caserío que se caía de viejo, pero cuya huerta estaba bien cuidada y surtida de verduras y hierbas curativas; llamó a la puerta y penetró en el interior a invitación de la mujeruca que la recibió y que se hizo a un lado para dejarla pasar.
No se había percatado de ello hasta dos semanas atrás. La preocupación por Marina y su propio estado calamitoso no le permitían pensar en otra cosa. Una mañana se despertó sobresaltada por un terrible presentimiento e hizo cuentas. Había tenido la última menstruación días antes de que el capitán Mercier hubiera conseguido su propósito, de eso hacía dos meses y medio. Sabía de algunas mujeres a quienes, por diversas razones, la sangre mensual se les interrumpía durante algún tiempo provocándoles síntomas similares a los de la preñez y quiso creer que, en su caso, la causa se encontraba en los disgustos y en los golpes recibidos. No sentía mareos ni náuseas como decían que era lo habitual, pero recordó que tampoco los había tenido al quedarse embarazada de su hija. Durante aquellas dos semanas tomó infusiones de perejil y salvia, una receta casera para restaurar el flujo, pero no hubo cambios. Notaba, además, que su vientre aumentaba de volumen cada día, aunque no estaba segura de si dicha apreciación era real o fruto de su imaginación, pues se miraba desnuda en el espejo, regalo del padre a la madre por su boda, y no veía cambio alguno; incluso se veía más delgada. Sin embargo, era preciso tomar ya una decisión; después, sería demasiado tarde. Por ese motivo había acudido a Paulina, la partera de Usurbil y de toda la zona. El médico no tenía por qué saber nada.
Cerró los ojos mientras la mujer la reconocía e introducía los dedos dentro de ella haciéndole daño; era como ser violada una vez más. Dos lágrimas se deslizaron lentamente por sus mejillas.
—En efecto, estás embarazada —afirmó Paulina al finalizar su examen.
—Pues sácamelo.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
La partera la escrutó con unos ojillos asombrosamente azules cercados de arrugas.
—¿No quieres pensarlo un poco?
—Ya lo he pensado.
—Es una decisión muy grave.
—Lo sé.
—Y pones tu vida en peligro.
—Confío en ti.
Paulina meneó la cabeza de un lado para otro con aire entristecido. El aborto era un asunto peligroso; estaba penado para la mujer que abortaba y para quien lo provocaba, pero no era el miedo lo que le preocupaba. En su larga vida de partera se había visto enfrentada a dificultades de toda clase, pero el aborto provocado era una de las más difíciles y con menor posibilidad de éxito. Hemorragias e infecciones acababan con la vida de seis de cada diez mujeres, un alto precio por desembarazarse del fruto no deseado y un gran riesgo para ella. Eran contadas las veces que había aceptado practicar la operación y, de hecho, había decidido tiempo atrás no volver a realizarla, pero aquel caso era especial. No se trataba de un capricho, las consecuencias de una noche alegre o el deseo de librarse de un hijo más, sino de remediar un crimen. Escuchó con atención la narración de la mujer madura a quien ella había ayudado a nacer y tenido en sus brazos mientras su madre expiraba. No había podido hacer nada por ésta, pero podía hacerlo por la hija. La convenció el sufrimiento que percibía a través de sus palabras, el temblor de su voz en algunos momentos y la firme decisión expresada de no llevar en sus entrañas el resultado de su violación por parte de tres hombres brutales. Además, estaba convencida de que si ella se negaba, Maritxu, la de Altuna, buscaría otros medios. La había visto crecer y conocía su carácter tenaz.
—Dentro de cuatro días será luna nueva; ven entonces. Bebe entretanto infusiones preparadas con esto.
La partera le tendió una bolsa de tela atada con un cordel y ella se la llevó a la nariz. Olía bien.
—¿Qué es?
—Son hierbas de San Juan, semillas de comino, orégano, hojas de menta… Facilitarán la expulsión. Toma las infusiones a la mañana y a la noche, pero piensa en lo que vas a hacer cada vez que las tomes.
—Lo haré. No hago otra cosa desde hace días.
Al llegar a casa, su padre estaba allí, sentado bajo el fresno. La miró un tanto sorprendido pues la creía descansando en su habitación, pero no hizo ningún comentario.
—¿Cómo ha acabado la asamblea? —le preguntó ella al acercarse.
—No lo sé. Acabo de llegar y todavía seguían hablando. Han decidido enviar más cartas al gobierno para reclamar una compensación por los daños y encargar a un arquitecto los planos para la nueva ciudad.
—¿Igual o diferente?
—Ahí los he dejado discutiendo… Imagino que la harán parecida porque los propietarios temen quedarse sin parte de sus propiedades.
—Yo también quiero que me devuelvan mi vivienda y mi obrador.
—Lo sé, pero llevará tiempo.
—Esperaré. Marina y yo esperaremos.
Subió directamente al cuarto. Su hija dormía bajo la atenta vigilancia de la sirvienta.
—Gracias, Josefa. Ya me ocupo yo.
—¿Has comido?
—No tengo hambre —respondió, y añadió al observar una mueca de desaprobación en el rostro de la mujer—: Luego comeré algo; ahora voy a descansar un rato.
Esperó a que saliera y se tumbó en la cama. Había sido la primera salida en casi dos meses, estaba cansada y la certeza de hallarse embarazada no ayudaba a que se sintiera mejor. Palpó la bolsa de las hierbas guardada en el bolsillo de la falda y suspiró. En cuatro días todo habría acabado. No quería pensar en el peligro al que iba a arriesgarse, en la posibilidad de la muerte; sólo tenía una idea fija en la cabeza: no traería al mundo a un ser producto de la violencia al que jamás podría amar. Aún estaban visibles las marcas de los golpes y algunas de ellas tardarían en desaparecer, eran el testimonio de la forma cómo había sido engendrada la criatura. Se castigó una vez más pensando en que si no se hubiera obcecado, si hubiera abandonado San Sebastián a tiempo, nada habría ocurrido. Ahora, allí estaban ellas, dos mujeres con las vidas destrozadas para el resto de sus existencias; la una embarazada a punto de abortar y la otra… Miró a Marina y se llevó la mano a la boca para acallar un gemido. ¿Cómo no había pensado en ello? ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta? No podía ser. Se levantó rápidamente de la cama, empapó un paño en el agua de la jarra del aseo y se lo pasó por las sienes y por la nuca. Después, volvió junto al lecho, destapó a su hija, le alzó la camisa de noche y examinó su cuerpo. La joven se agitó incómoda, la cubrió de nuevo y salió de la habitación. Su padre continuaba debajo del fresno, dormitaba.
—¡Padre! ¡Padre!
El hombre se desperezó y se puso en pie alarmado al verla correr hacia él, presa de la excitación.
—¿Qué ocurre? ¿Acaso Marina…?
—¡Es preciso que vaya usted a buscar a don Luis de inmediato!
—Pero… ¿qué ocurre?
—¡Vaya, padre! ¡Vaya rápido!
Menos de una hora más tarde, Tomás estaba de regreso acompañado por el doctor Urruti, que había hecho el trayecto montado en su mula. Los dos eran amigos y pareja de mus desde hacía diez años y había respondido inmediatamente a su llamada. Maritxu los esperaba caminando arriba y abajo por delante del caserío. No respondió a las preguntas de ambos hombres, asió al médico por la mano y casi lo arrastró escaleras arriba.
—Puede que esté embarazada —aseveró, una vez en la habitación, señalando a su hija.
—¿Por qué supones algo así?
—No le ha bajado la sangre del mes desde que llegamos, hace dos.
—Puede ser debido a muchas razones…
—Pero ¡hombre de Dios! Fue violada repetidamente durante una noche entera. ¿No cree que sea motivo suficiente para pensar en esa posibilidad?
Don Luis no respondió, se caló los anteojos que llevaba colgados del cuello y procedió a examinar a la joven. Maritxu no podía contener su nerviosismo y tamborileaba con sus dedos en la madera de la cama. Finalmente, dejó a Josefa en el cuarto y fue a reunirse con su padre, que esperaba abajo, tan nervioso como ella.
—¿Vas a decírmelo de una vez o voy a ser el último en enterarme de lo que ocurre en mi propia casa? —le lanzó nada más verla.
—Puede que esté preñada.
—¿Marina?
—Marina, sí.
El hombre fue a decir algo, pero no supo qué. Permanecieron sin hablar hasta que escucharon los pasos del médico.
—Lo está —afirmó don Luis mirando a la mujer.
—Pues haga algo.
—¿Qué quieres que haga?
—Lo que suele hacerse en estos casos.
—¿Hablas de practicarle un aborto?
—¿De qué otra cosa puede hablarse en una situación como ésta?
—Va contra la ley, pueden meterme en la cárcel y quitarme la licencia para ejercer.
—¡Es una niña, ha sido violada y está enferma! —exclamó ella con la rabia dentro del cuerpo.
—No hace falta que me lo recuerdes —afirmó el médico—, pero es la ley y, además, un pecado según la Iglesia.
—Si usted no lo hace, encontraré quien lo haga.
Maritxu había recobrado su dominio habitual y lo retaba con la mirada.
—No dudo de que lo harás y no te denunciaré llegado el caso, pero escúchame bien: existe otra razón por la que no debes hacerlo.
—No me importan sus razones; yo tengo una más importante: mi hija.
—¿Qué razón es ésa, Urruti?
Tomás había seguido atónito el rápido intercambio de frases mantenido entre su hija y el médico sin llegar a posicionarse. La cuestión requería calma.
—Su nieta puede hundirse definitivamente y no salir nunca del estado en que se encuentra si se ejerce una nueva violencia sobre su cuerpo.
—¿Y si el parto resulta difícil?
—No soy mujer…
—¡Y que lo diga! —le interrumpió Maritxu—. Si lo fuera, entendería lo que le estoy pidiendo.
—No soy mujer —repitió el médico—, pero estoy convencido de que ambas experiencias nada tienen que ver la una con la otra. A lo largo de mi ejercicio he visto transformaciones asombrosas en mujeres embarazadas y, quién sabe, quizá Marina salga de su… apatía, por llamarla de alguna forma, cuando sienta un nuevo ser dentro de ella y tenga a su hijo entre sus brazos.
—Ninguna mujer puede amar a un hijo fruto de la violación.
—¿Cómo lo sabes?
La pregunta de su padre la pilló por sorpresa. Los dos se miraron durante un instante y fue ella la primera en apartar la vista.
—Se hará lo que usted diga, doctor —afirmó Tomás— y el resto lo dejaremos en manos de la providencia.
—Todo saldrá bien, amigo mío, ya lo verá.
—Ojalá esté usted en lo cierto.
Acompañó al médico hasta Usurbil y regresó al caserío.
—Ha dicho Maritxu que necesita descansar y que no quiere que la molestemos —le informó Josefa al entrar. La mujer añadió en tono lastimero—: hoy no ha comido nada y me ha pedido que le suba agua hirviendo para hacerse una infusión en la habitación. ¡Con la necesidad que tiene de recuperar la salud!
No podía dormir. Quizá el médico tuviera razón, quizá se desbloquearía la mente de Marina al sentir cambios en su cuerpo. La idea de verla sufrir de nuevo se le hacía insoportable. ¿Qué sabía el matasanos de lo que pasaba por la cabeza de su hija? ¿Qué sabía ningún hombre del padecimiento de toda mujer durante el parto, sobre todo si se trataba del primero? ¿De las interminables horas de contracciones dolorosas, el desgarre de la carne, los pechos agrietados, la falta de aire? Era una tortura que se aceptaba con gusto porque el pensamiento estaba en la criatura que iba a nacer, en el deseo de verla, de mecerla y besar su carita arrugada, pero ése no era el caso de su hija. Ella no se enteraría, únicamente sentiría el dolor y no entendería el motivo.
No salió de la habitación durante los tres días siguientes. Se hacía llevar las comidas, sólo verduras, y agua caliente para las infusiones y apenas respondía con monosílabos a las preguntas de su padre cuando éste acudía a visitarlas. El cuarto día, sin embargo, bajó a la cocina a desayunar, sorprendiendo a los demás con su presencia y, todavía más, con su buen humor, aunque se limitó a tomar su tisana y un poco de pan untado con miel.
—Y bien, señores, ¿cómo van las discusiones en Aizpurua? —preguntó—. ¿Se ha recibido ya respuesta del gobierno?
—No. Están demasiado ocupados para preocuparse de una ciudad a la que dan por desaparecida —respondió Galerdi sin ocultar el rencor— y cuya destrucción, insisten, se debió al “acaloramiento” de la tropa. Los ingleses continúan echando la culpa a los franceses.
—De hecho querían echar tierra sobre el asunto y que el país no se enterara de nada —añadió su amigo—, pero ha aparecido un escrito en una gaceta de Cádiz y se ha montado una buena.
—¿En qué gaceta?
—En ésta. —Joaquín cogió la publicación que había dejado encima de una silla y se la tendió. Estaba doblada por una página en cuyo encabezamiento podía leerse “San Sebastián destruida. Carta del brujo Mirringui Velaverde”.
—¿Quiere que se lo lea? Es de hace tres semanas.
—Se lo agradecería…
Su dominio de la lectura no iba más allá de las facturas y los bandos municipales y hubiese necesitado demasiado tiempo para leerlo.
—“El Duende de los Cafés” del lunes veintisiete de setiembre de mil ochocientos trece —comenzó Joaquín a leer—. Mi querido tío: en mis últimas cartas he indicado a usted alguna cosa acerca de la cruel conducta que han tenido nuestros caros aliados en ésta para siempre desgraciada ciudad. Pensé no pasar de estas indicaciones a favor de la memoria de que el suelo que ha abortado a éstos fieros destructores de una población digna de mejor suerte ha sido cuna del ilustre y respetable Lord Wellington, Duque de Ciudad-Rodrigo. Sí, mi querido tío, pensaba de este modo, pero el cúmulo de crueldades ejercidas por estos hombres, de que casi he sido testigo, renovadas a cada instante con el espectáculo continuado que tenemos a la vista de los seres infelices que las sufrieron, me ponen en la necesidad de desahogarme con una persona de toda mi satisfacción. No espere usted que le numere todos los hechos sanguinarios que tuvieron lugar en aquellos terribles y dolorosos días, pero le contaré tan sencilla como fielmente aquéllos que por su notoriedad merecen ser gravados en bronce para perpetua ignominia de los que los perpetraron. A las cuatro de la tarde del treinta y uno último, tomaron posesión de la plaza las tropas inglesas y portuguesas. Podían a continuación hacerse también dueños del castillo, entrando en él en pos del enemigo que con el mayor desorden se refugiaba en este asilo, pero los conquistadores se contentaron por el momento con lo conseguido hasta allí, deslumbrados con el oropel que les presentaba la idea de un pronto saqueo. Los habitantes, que desde un principio salieron a los balcones y ventanas a saludar y loar a los que creían ser sus libertadores, conocieron bien pronto el error a que les había conducido su natural consecuencia y tuvieron un ligero presagio de los males que les preparaba, encontrándose obligados a encerrarse dentro por el fuego que se les hacía en agradecimiento a su cortesía. Enseguida entraron las tropas en las casas y se contentaron este día con dejarlas limpias de todo lo que tenía algún valor. El día primero del que rige se apoderaron de un espíritu de furia: ultrajes, asesinatos y violación de mujeres eran cometidos por todos los puntos de la ciudad. Las casas se llenaron de cadáveres. La mujer que oponía esfuerzos superiores al sexo, perdía la vida en el acto y no se libraba de esta violencia la niña de diez años ni la anciana de sesenta…
—Siento interrumpir —Galerdi se había levantado de la mesa—, pero tenemos que bajar al barrio; toca cambio en la Corporación.
—Luego le leeré lo que resta, Maritxu —Joaquín también se levantó y dejó la gaceta sobre la mesa—. Nombra a algunos de los muertos y habla del ultraje a un párroco al que se le dejó en cueros, de la quema de las calles, del buen trato dado a los franceses prisioneros… cosas que ya conocemos…
—¿Viene usted, señor Altuna?
—No, gracias, Galerdi. Hace tiempo que la política dejó de interesarme.
—Pues a mí sí me interesa —intervino Maritxu—. No me he sentido bien estos últimos días, pero ya estoy mejor y me hará bien tomar un poco el aire. No se preocupe por mí, padre, estaré en buena compañía.
Tomás los vio marchar con una sensación extraña. No entendía el cambio de humor en su hija, ni su interés por la elección de la corporación de una ciudad desaparecida. Cogió la gaceta y se puso a leer el artículo que tanto revuelo había armado. Al parecer, el autor había escrito otros con anterioridad que habían recibido críticas acerbas por parte del embajador inglés, precisamente hermano del general Wellington, quien negaba los hechos relatados.
—¡Que Dios confunda a esos embusteros! —exclamó en voz alta.
—¿Decía usted algo?
Josefa acababa de entrar en la cocina con un montón de ropa para planchar en los brazos.
—No —respondió con sequedad.
—¿Cuántos serán hoy para comer? —preguntó de nuevo la mujer.
—Cuatro, como siempre.
—Serán tres porque Maritxu ha dicho que estará fuera el día.
—Volverá para comer —aseguró él, harto de las interrupciones de la sirvienta que no le dejaban proseguir la lectura de la gaceta—. Ha ido a ver la elección del ayuntamiento.
—No. Ha ido a visitar a una amiga y ha dejado dicho que puede que tampoco vuelva para dormir porque su amiga está enferma. No es que me queje, pero en esta casa somos ahora cinco y una niña doliente y una sólo tiene dos brazos para…
No escuchó las quejas de la mujer y salió a toda prisa de la casa, silbó al perro y echó a andar hacia el barrio.
En torno al caserío Aizpurua se había reunido una gran cantidad de gente de Zubieta y de los demás barrios pertenecientes a San Sebastián y, por supuesto, vecinos de la propia ciudad. Habían llegado procedentes de Pasajes, Hernani, Zumaia y otras localidades para asistir al relevo de alcaldes. Bengoechea lo había sido en el primer semestre y ahora le tocaba el turno al segundo, a Manuel Gogorza. El cambio debía haber tenido lugar a finales de junio, pero habían sido postergado debido a los acontecimientos.
A una distancia prudencial, el dueño de “Eguzkienea” trataba de descubrir a su hija. La mayoría de los presentes eran hombres, pero también se apreciaba la presencia de bastantes mujeres. Tendría que acercarse más para dar con Maritxu y así lo hizo, pero no había rastro de ella. Estaba a punto de marcharse cuando le llamó la atención la figura de una mujer vestida de negro que cruzaba el puente. No tuvo ninguna duda de que era ella y se encaminó en la misma dirección.
—¡Altuna!
Se detuvo obligado por la cortesía. Conocía a Gogorza, el nuevo alcalde. Al hombre le gustaba hablar y lo entretuvo durante largo rato explicándole sus planes para la reconstrucción de la ciudad y los pasos que debían darse para que San Sebastián volviese a ser lo que había sido. Desesperado, miró a su alrededor, vio a Juanito Galerdi y le hizo una seña para que se aproximara.
—Gogorza, no sé si conoce al señor Galerdi —los presentó.
—Ciertamente que conozco al segundo secretario del Consulado.
—Creo que ambos comparten ideas, haría bien en hablar con él. Puede serle de gran ayuda.
La estratagema surtió efecto y los dos hombres entablaron una conversación entusiasta sobre sus mutuos puntos de vista. No esperó más, se dirigió al puente y lo cruzó. No había rastro de su hija. Podía haber tomado el camino hacia Usurbil por la izquierda, o hacia Lasarte por la derecha.
—Sagu, búscala. Busca a Maritxu.
El pequeño perro ratonero olfateó el suelo y no tardó en salir corriendo hacia Usurbil. Se detuvo antes de llegar a la población, en el inicio de una vereda que llevaba a un viejo caserío que a su amo le traía penosos recuerdos. Había realizado dicho trayecto treinta y cinco años atrás en busca de la partera, una noche lluviosa de invierno, pero fue demasiado tarde; la criatura había nacido y su querida María agonizaba al llegar a su cabecera. Sacó una navaja, cortó una rama de nogal y comenzó a descortezarla, dispuesto a esperar a su hija el tiempo que fuera necesario.
Era ya de noche cuando se abrió la puerta y Maritxu salió de la casa con un pequeño candil en la mano, el paso vacilante. Al llegar al camino se detuvo, sorprendida por los ladridos del perrillo que comenzó a pegar brincos de alegría, como siempre hacía al verla, y miró a su alrededor. Tomás emergió de las sombras, asió el candil y la sujetó por la cintura sin decir una palabra. El trayecto hasta el caserío fue para ella un verdadero tormento. Sentía su vientre desgarrarse a cada paso que daba y notaba que la sangre resbalaba a pesar de los paños que la partera le había colocado entre las piernas. Tenía ganas de llorar, de gritar, de maldecir, pero se mordió los labios y el último tramo lo hizo sin pisar el suelo porque su padre, al ver que ya no podía continuar avanzando, la cargó sobre sus espaldas. Al llegar a la casa, el hombre llamó a Josefa y entre los dos la subieron a la habitación. Por una vez, la sirvienta no gimió; ni siquiera preguntó qué había ocurrido y lo echó del cuarto en cuanto la hubieron depositado sobre la cama.
—Estas cosas son asuntos de mujeres —le indicó con voz firme al observar las enaguas de Maritxu manchadas de sangre—. Si quiere usted ayudar, baje a la cocina y ponga a calentar la olla del agua.
Hizo lo que se le dijo y esperó. No era bebedor habitual de café, ni siquiera le gustaba el sabor y no entendía el placer que algunos decían obtener de él, pero aquella noche se preparó un pucherillo bien cargado porque supuso que la espera sería larga y no quería quedarse dormido.