El día amaneció bajo un buen aguacero. El bochorno y la humedad así lo llevaban anunciando desde la víspera. El cielo de color gris oscuro, de nubes cerradas, y la bruma que rodeaba la bahía auguraban una jornada tormentosa y en las calles podían verse cubos, jarras, herradas e, incluso, palanganas para recoger el agua de lluvia.
Joaquín salió temprano al encuentro de Juanito Galerdi. No había logrado convencer a su madre y a su hermana para que abandonaran San Sebastián. Doña Xabiera no estaba dispuesta a dejar a su marido y Eulale, por su parte, no tenía intención de separarse de su madre. Él mismo en persona había ascendido una vez más la empinada cuesta hasta el castillo y pagado el precio por un salvoconducto firmado por el general Rey: su “Breguet”, un precioso reloj suizo de oro y esmaltes, regalo de sus padres por su mayoría de edad, cadena incluida. La joya era su única propiedad de valor, pero no le importó desprenderse de ella con tal de sacar de la ciudad a las dos personas que más quería. Insistió, rogó, amenazó, pero fue inútil.
—Esto acabará dentro de poco, ya lo verás, querido —afirmó su madre con la dulzura que le era característica—. Los aliados no tardarán en entrar victoriosos. No te preocupes tanto.
Sí se preocupaba y le resultaba inconcebible que su familia no se percatara de la difícil situación en que se encontraban; ni siquiera después de que los ingleses se hubiesen apoderado del islote de Santa Clara y hubiesen disparado desde todos sus frentes durante horas contra las murallas causando graves perjuicios a las defensas francesas. Había ocurrido diez días después de la festividad de San Roque y tomó la decisión de unirse al grupo de su amigo y participar en lo que estuviera tramando. No eran más que cuatro, contando a Galerdi, y, en realidad, no tramaban nada porque nada podían hacer. El tiempo y la fuerza se les iban por la boca, pero cada día recorrían la ciudad buscando un resquicio para evacuar a sus vecinos, un fallo en la férrea vigilancia francesa, un punto débil… algo, de manera que no había calle, calleja, rincón o recoveco que no conociesen. Se sentía impotente, pero así estaba ocupado y tenía una disculpa para salir de casa.
Después de la destrucción del almacén de la calle de San Juan, su padre había decidido cerrar los otros dos y permanecía sentando en el salón fumando puro tras puro, mientras las mujeres pasaban la mayor parte del día en San Vicente rezando en compañía de otras vecinas. Era un ambiente asfixiante y, en algún momento, pensó en subir de nuevo al castillo y pedir que pusieran su nombre en uno de los salvoconductos, pero no lo hizo porque sería una cobardía por su parte abandonar a la familia.
Todavía estaba conmocionado por su malhadado encuentro de la víspera con el capitán francés. No quería pensar en el asunto, pero no dejaba de hacerlo. Era la primera vez en su vida que se veía mezclado en una muerte. Se decía que la culpa había sido del gabacho, que si Buruandi no hubiese intervenido, ahora sería él el muerto, pero dicho pensamiento no aliviaba su carga. Preguntó a su amigo si aquélla era la primera vez que mataba a alguien, pero el “no” lacónico que obtuvo por respuesta lo dejó aún más preocupado. Si un hombre afable y educado como Galerdi era capaz de acabar con la vida de un ser humano sin aparente remordimiento de conciencia, ¿de qué no serían capaces algunos? Antes de ir a reunirse con él, dio un rodeo con intención de interesarse por Maritxu, ahora que sabía dónde vivía, pero encontró abierta la puerta del obrador y asomó la cabeza por ella. La dueña barría el suelo y no se percató de su presencia hasta un rato después.
—¿Cómo está usted esta mañana? —le preguntó cuando por fin ella reparó en él y detuvo la tarea.
—Bien, gracias. ¿Los oye usted? Hoy han madrugado; llevan disparando desde hace una hora.
Escucharon en silencio el sonido de los morteros que los aliados disparaban sin descanso desde hacía días y al que, curiosamente, los vecinos de alguna manera habían acabado por acostumbrarse.
—Tengo un poco de achicoria —dijo ella de pronto—. ¿Puedo invitarle a una taza?
—Se lo agradecería, sí.
Joaquín atravesó el obrador e, instintivamente, posó su mirada en el lugar donde había caído el francés. Las losetas estaban limpias y relucientes. No quedaban manchas de sangre, si es que las había habido, y se dio cuenta de que no había pensado en ello, en la sangre derramada, hasta aquel instante. Sentado a una mesa con la taza de achicoria aguada entre las manos, observó a la dueña abrir la puerta que daba a la calle Mayor y hablar sobre la lluvia y el mal tiempo con una vecina de la casa de enfrente. Le resultaba extraño verla comportarse con total naturalidad, como si nada hubiese ocurrido. Luego cayó en la cuenta de que ella nunca abría el local antes del mediodía y acababan de dar las nueve de la mañana. Apuró el contenido de la taza y se levantó.
—Gracias por la achicoria, señora.
—De nada. Me habría gustado ofrecerle café de verdad y unos bollos, pero el panadero cerró hace dos semanas por falta de harina.
—No importa. Ya vendrán tiempos mejores… —Una cuestión le rondaba por la cabeza desde la víspera—. ¿Puedo preguntarle por qué tenía usted ayer un cuchillo en la mano?
—No, no puede.
El tono de su voz se había tornado áspero y su mirada ya no era amable.
—Sí, claro… Lo entiendo. Sólo era curiosidad por conocer el motivo que por poco me lleva al otro mundo.
Era un truco poco caballeroso, lo sabía. A fin de cuentas, se había limitado a defender a una conciudadana de un invasor, pero daría cualquier cosa por averiguar qué diablos hacía el militar en el obrador de la chocolatería y por qué motivo la zarandeaba como si la conociese bien. Notó que vacilaba y perdía parte de su aspereza.
—Algún día… acaso me sienta con ánimos para responder, pero…
Dos militares franceses irrumpieron en el local en aquel preciso instante.
—Buscamos al capitán Mercier —dijo uno de ellos, sin molestarse en dar los buenos días.
—¿Al capitán? —preguntó Maritxu, en apariencia sorprendida.
—No se le ha visto desde ayer por la tarde. A veces viene a este local a desayunar y hemos pensado que podría encontrarse aquí.
—No, ya ven que aquí no está.
—¿Y usted, lo ha visto? —El oficial se dirigió a Joaquín.
—Lo siento, no tengo el gusto de conocer a ese capitán…
—Mercier. ¿Y cuándo fue la última vez que lo vio?
La pregunta iba de nuevo dirigida a la mujer.
—¿La última vez? Déjenme pensar… fue hace tres días, pero no vino a desayunar; llegó cuando estaba a punto de cerrar y… —bajó el tono de la voz y se acercó a ellos en un ademán confidencial— estaba un poco bebido.
—Si aparece por aquí, dígale que su presencia es requerida en el castillo urgentemente.
—¿Sucede algo grave?
Los oficiales se miraron, pero no respondieron, se cuadraron y abandonaron el local. Maritxu sacó un pañuelo de su bolsillo y se lo pasó por la boca y el cuello.
—Lo ha hecho usted muy bien —afirmó Joaquín con admiración—. No volverán; se han ido convencidos.
—Algo grave está ocurriendo —afirmó ella asomándose a la calle.
—Ya le he dicho que no volverán.
—No han respondido a mi pregunta.
—Los militares no suelen responder a las preguntas de los civiles.
—Estaban preocupados y los cañones aliados llevan disparando desde hace una hora —repitió pensativa.
—Bueno, puede que hoy sea el día de la rendición de los franceses —aventuró él, esperanzado.
—Hágame un favor, Joaquín: acérquese hasta la Plaza Vieja y averigüe lo que pasa.
—Enseguida me llego hasta allí, pero estoy seguro de que no hay por qué inquietarse.
—Vaya, por favor.
Salió casi empujado por ella y alzó la mano en señal de despedida. Joaquín… lo había llamado por su nombre de pila… no había utilizado el distante y acostumbrado “señor Larburu”… Todo iría bien, tenía que ir bien. Los invasores se marcharían y la ciudad recuperaría la calma; él se convertiría en un importante comerciante y entonces, tal vez tuviera oportunidad de cortejarla. Definitivamente —concluyó—, le gustaba la chocolatera y conseguiría que su sentimiento fuera recíproco. De acuerdo que le llevaba unos años, que era viuda, que la hija, por su edad, sería más idónea como novia, pero a él no le atraía la hija, le atraía la madre. Por el momento evitó pensar con detenimiento en la reacción de sus padres. Don José pondría el grito en el cielo y la madre acudiría de inmediato a San Vicente a rogar por él a Santa Eulalia a quien profesaba una sentida veneración y a quien había encomendado a sus hijos nada más nacer. Pero él ya no era un niño.
Llegaba tarde a la cita con Galerdi y éste lo estaba esperando delante de su portal, en la calle Narrica. Antes de que pudiera echarle en cara su tardanza, le contó lo ocurrido en la chocolatería y el presentimiento de su dueña. No les costaba demasiado acercarse a la Plaza Vieja; a fin de cuentas, aquél era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar la ronda, pero no pudieron pasar del cruce con Esterlines. Los franceses impedían el paso a los civiles y habían obligado a desalojar dos manzanas de casas, cuyos moradores, cargados con sus pertenencias, no sabían hacia dónde dirigirse y entorpecían el paso. Aprovechando el barullo, los dos amigos se internaron por la calle de Lorencio y entraron en el portal de un edificio abandonado que hacía esquina con la calle de San Juan, justo enfrente del lugar que llamaban la brecha, entre dos de los cubos de la muralla, el de Amezqueta y el del cuartel, que había sido bombardeado y se mantenía en pie de milagro. Subieron hasta el último piso por una escalera que se balanceaba peligrosamente, sacaron del interior del piso un colchón de lana para sentarse y, protegidos de la lluvia bajo una especie de tejadillo, observaron desde el balcón el campamento inglés con unos catalejos de campaña que Galerdi siempre llevaba encima en sus recorridos.
Los dos boquetes que ellos recordaban se habían convertido en uno por el que podía pasar un ejército, de manera similar a como lo había hecho otro cien años atrás, por más que dicho ejército tendría primero que superar el profundo escarpe situado a los pies de la muralla. No hacían falta los catalejos para detectar movimientos al otro lado del Urumea. Cientos, miles de casacas rojas cruzaban el río por un puente de barcazas que sustituía al de Santa Catalina, destruido por orden del general Rey; muchos más se aproximaban a través del istmo aprovechando la marea baja al tiempo que las baterías aliadas disparaban sin cesar desde San Bartolomé, el Txofre y la isla de Santa Clara. Joaquín echó mano al bolsillo del chaleco buscando inútilmente su reloj.
—¿Qué hora es, Juanito? —preguntó.
—Las once.
—Esto parece que va en serio.
—Muy en serio.
Toda la zona de la Zurriola y las calles adyacentes, hasta donde ellos podían ver, estaban ocupadas por soldados franceses y las bocas de sus cañones colocados en lugares estratégicos permanecían mudas, a la espera para descargar a que el objetivo estuviera a tiro fijo. Los atacantes habían inutilizado la mayoría de sus piezas de artillería y las baterías enemigas se hallaban a demasiada distancia; no era cuestión de malgastar proyectiles. Debajo del tejadillo, los dos amigos mantenían el aliento. Podían ver, amontonados, un gran número de barriles de pólvora y cajones repletos de municiones, granadas y bombas cerca de la brecha, pero no podían divisar desde la terracilla lo que ocurría al otro lado del muro. Lo adivinaron al advertir que los franceses tomaban posiciones en las proximidades del baluarte de San Juan y que un oficial, quieto como una estatua, mantenía su sable en alto para dar la señal de fuego. Sus miradas estaban fijas en él; parecía el presentador de una obra teatral a punto de golpear ceremoniosamente en la tarima con su bastón para dar comienzo a la representación. Vieron asomar por el agujero las primeras casacas rojas y el oficial bajó el brazo. Su gesto fue seguido de un tremendo estruendo producido por fusiles y cañones que disparaban sin tregua, en medio de una gran humareda y los gritos de atacantes y atacados.
—Mi familia no se lo va a creer cuando se lo cuente —señaló Galerdi quitándose las gafas empañadas por la lluvia para limpiarlas con su pañuelo de batista fina—. Es una lástima que nosotros no podamos hacer nada.
—¿Hacer qué? —lo interrogó Joaquín a quien su proximidad al escenario bélico lo estaba poniendo muy nervioso—. Mejor será que nos larguemos de aquí. No vaya a ser que un cañonazo acabe por derribar este edificio y a nosotros con él.
Un centenar de baterías aliadas continuaban disparando sin cesar y su ruido se confundía con el de los truenos que, precedidos por continuos relámpagos, daban la impresión de querer participar en el combate. Le parecía imposible que pudieran alcanzar sus objetivos desde tanta distancia, una milla —calculó— desde la otra orilla. Cierto que muchos proyectiles caían al agua, pero otros tantos impactaban contra la muralla arriesgando las vidas de sus camaradas; también caían sobre las casas. Recordó que, al comienzo de las hostilidades, cada vez que los aliados disparaban y se apreciaba el humo del fogonazo, un vigía hacía sonar la campana situada en el castillo para avisar a la población a fin de que ésta se refugiase donde buenamente pudiera, pero él llevaba días sin oírla.
—¿Qué hacen ustedes aquí?
Se giraron con el susto en el cuerpo. Un francés los encañonaba con su fusil bayoneta, dispuesto a disparar sobre ellos.
—Estamos viendo las maniobras —afirmó Galerdi con tranquilidad.
—¡Esto es una guerra, no un juego! ¡Entren!
Se levantaron y pasaron al interior, siempre apuntados por el fusilero. El cuarto era pequeño y sus ocupantes sólo habían dejado allí una cama sin jergón y una mesilla rota; un lugar bien triste para morir, pensó Joaquín a quien un sudor frío cubrió de pies a cabeza al escuchar a su amigo preguntar al soldado por qué no se rendían de una maldita vez puesto que no iban a ganar aquella guerra. Miró al francés. Tenía más o menos su edad y no dejaba de pasarse la lengua por los labios, lo que denotaba su nerviosismo o, tal vez, su miedo.
—¡Tú serás el primer bastardo de mierda, amigo de los ingleses, que mate hoy! —exclamó, por fin, levantando el fusil a la altura de la mejilla y apuntando en dirección a Galerdi.
Antes de que pudiera apretar el gatillo, éste había sacado la pistolilla con empuñadura de nácar que disimulaba entre los faldones de su levita y le había disparado un tiro certero entre las cejas. El hombre cayó pesadamente en tierra, sin emitir ni un suspiro.
—¡Dios Santo, Buruandi! ¡Es la segunda vez en dos días que te veo matar a un hombre! —exclamó, escandalizado, Joaquín.
—Mira a ver si sube alguien más por la escalera —replicó su amigo mientras volvía a cargar la pistola—. Se me está ocurriendo una idea…
—No parece que haya nadie más… pero ¿qué diablos haces?
Su amigo había soltado las trabillas que sujetaban los talabartes que cruzaban el pecho del muerto, uno con seis cartuchos cargados y el otro con cinco, e intentaba despojarlo de su casaca.
—Ayúdame.
—Pero…
—Calla y ayúdame, pero no pierdas de vista la escalera.
Instantes después, se había desprendido de su levita y se había enfundado la casaca del fusilero. Sonrió. Tal y como pensaba, le venía bien. Ya había advertido que el hombre y él tenían una complexión similar, aunque el gabacho era un poco más alto.
—Y ahora, las polainas —añadió.
—¡Estás loco!
—Suerte que hoy me he puesto una taleguilla blanca y no tendré que quitarle a éste los pantalones, pero lleva polainas y llamaría la atención que yo no las llevase. Además, así no tendré que ponerme también sus botas. ¡Anda! No seas pusilánime y echa una mano.
Quitaron las polainas al cadáver y Galerdi se aprestó a enfundárselas. De nuevo sonrió. En situación normal, alguien podría fijarse en que la taleguilla no era de uniforme, pero con la tensión y el humo, ni el encargado de la intendencia militar se daría cuenta.
—El gorro con el plumero, y ya podemos marcharnos de aquí.
—Se llama chacó —aclaró Joaquín.
—¿Qué?
—El gorro de los fusileros se llama chacó.
—¡Déjate de finezas! ¿Me queda bien?
Joaquín asintió. No acababa de entender lo que su amigo pretendía, pero tenía que reconocer que vestido de aquel modo, con la casaca azul con faldones forrados de rojo de los fusileros, la pechera y la taleguilla blancas, las polainas y el chacó en la cabeza, parecía un soldado galo. Y si el hábito no hacía al monje, en su caso casi lo hacía. Incluso las gafas le daban un aire de francés intelectual.
Arrastraron el cadáver hasta un cuarto oscuro y Galerdi guardó su levita y su sombrero en un arcón vacío porque, según aseguró, era prendas caras y quizá tuviera oportunidad de recuperarlas. Después, bajaron a la calle, Joaquín en primer lugar, como si hubiera sido hecho prisionero. La idea era de su amigo, pero él no las tenía todas consigo. Era muy arriesgado andar de civil en medio de un zafarrancho, aunque comprobó con cierto alivio que los franceses no se fijaban en ellos. No obstante —se dijo— Juanito interpretaba muy bien su papel de soldado, lo empujaba con la bayoneta y gritaba en tono firme un “Allez! Allez!” que habría convencido al gabacho más suspicaz. El humo era intenso; los bonapartistas, encaramados en la muralla, continuaban disparando sin tregua, y por sus gritos dedujeron que llevaban las de ganar y que los aliados no conseguían atravesar la brecha. Se dirigieron a paso rápido hacia la calle de Narrica.
—¡Corre! —le gritó Galerdi una vez allí.
—¿Y tú?
—¡Corre, maldita sea!
Echó a correr calle arriba, pero giró la cabeza a tiempo de ver a su amigo desaparecer de nuevo por la de Lorencio, que acababan de dejar. No se detuvo hasta llegar a su casa y entrar en ella. Estaba empapado y tenía la ropa pegada al cuerpo, pero no habría podido asegurar si era debido a la lluvia, al sudor por la carrera o al miedo que tenía dentro. Su familia estaba a punto de sentarse a la mesa para comer.
—Pero, hijo, ¿cómo se te ha ocurrido salir con esta lluvia? —le preguntó doña Xabiera al verlo entrar—. Ve a mudarte, que te esperamos.
—¡Están librando batalla en la brecha! —respondió jadeante.
—¿Tan cerca están?
—Así es.
—¿Son muchos?
—Miles.
—¡Por fin! —exclamó don José con evidente satisfacción—. ¡Por fin ha llegado la hora de nuestra liberación!
Observó cómo su madre y su hermana se abrazaban y el padre sonreía confiado. Y recordó a Maritxu. Le había prometido regresar con noticias y no lo había hecho. Creería que era un hombre sin palabra. No respondió a la pregunta de su madre sobre adónde iba y salió otra vez corriendo.
En “La Casa del Chocolate” se hallaban reunidos varios vecinos a la espera de noticias y lo abordaron en cuanto entró. Ahora ya conocía a los más habituales: el notario Gurutzeaga, los hermanos Oianarte, Sagasti, el banquero Brunet, el escribano Etxaniz, acompañado de su mujer, su suegra y su hija, Otilia la mercera, un joven desconocido, Marina y su madre. Habían transcurrido cerca de cuatro horas desde que se había despedido de ella y le pidió disculpas con la mirada por su tardanza en regresar para informarle. La mujer entendió el gesto y le sonrió para darle alientos. De manera atropellada, narró lo ocurrido desde el momento en que se habían acercado a la zona de la brecha y cómo habían observado el inicio de la batalla desde un balcón hasta ser descubiertos y obligados a abandonarlo. No les habló sobre su encuentro con el fusilero francés, su muerte a manos de Juanito Galerdi y la idea de éste para sacarlos del embrollo. Tampoco les dijo que su amigo andaba por ahí vestido de gabacho, porque habría tenido que explicar el motivo por el que no lo había acompañado, y él lo ignoraba.
—Entonces… ¿no consiguen atravesar la brecha? —le preguntó Brunet sin ocultar su decepción.
—Los franceses se han hecho fuertes allí, unos desde los cubos y otros desde la calle que queda a unos doce pies de altura por debajo de la brecha. Disparan con fuego cruzado y los cazan como conejos y así continuarán hasta que se les acaben las municiones.
—Cosa que no ocurrirá tan pronto —añadió Sagasti— porque disponen de municiones de sobra para disparar durante días y hacer una carnicería, aunque los aliados hayan inutilizado la mayor parte de sus cañones. Algo parecido ocurrió en…
El gacetero no pudo acabar. Una explosión colosal, un estruendo jamás escuchado hizo que paredes y suelos retumbaran y secó las gargantas de los reunidos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Maritxu al cabo de unos instantes.
—El polvorín… —Joaquín intentaba pensar, pero la única imagen que acudía a su cabeza era la de su amigo adentrándose de nuevo por la calle de Lorencio—. Los franceses han acumulado una enorme cantidad de pólvora y explosivos en la zona de la muralla, cerca de la brecha…
—¡Voy a ver!
El joven desconocido se lanzó a la calle sin que su marcha pudiera ser impedida por Marina y por Otilia, que intentaron en vano retenerlo.
—¿Quién era? —preguntó Joaquín.
—Un soldado inglés herido en el ataque de julio que tenemos albergado en nuestra casa —le explicó Maritxu.
—Si lo que hemos oído ha sido la explosión del polvorín francés, puede que las tornas cambien y que el ejército aliado consiga entrar en la ciudad.
Todas las cabezas se giraron hacía Sagasti.
—Y si eso ocurre —añadió el gaditano—, mejor será que busquemos un lugar seguro hasta que sepamos lo que van a hacer.
—Me voy a mi casa para recibirlos como se merecen —afirmó Brunet—. Saldré al balcón para vitorearlos en cuanto los vea llegar.
—Yo que tú, amigo mío, no lo haría…
—¡Bobadas! Invitaré a los vencedores a una copa de vino, aunque se vacíe mi bodega. Es lo menos que puedo hacer.
El banquero salió y los demás lo siguieron hablando a la vez, pero sin acabar de ponerse de acuerdo en cuanto a la forma de recibir a los vencedores. Otilia asió a Marina por el hombro y se la llevó afuera tras un cruce de miradas con su amiga. La joven no dejaba de llorar y de preguntar si Alistair estaría bien, si no lo habrían matado, si volvería a verlo. Maritxu y Joaquín fueron los últimos en abandonar el local.
—Parece que esto se acaba…, por fin.
—Así es…
—¿Necesita ayuda, señora Maritxu?
—No, gracias. Voy a cerrar y después, como bien ha dicho el señor Sagasti, esperaré a ver qué ocurre. ¿Cree usted que puede pasar algo… malo?
—No lo sé. Es la primera vez en mi vida que estoy en medio de una guerra.
—Yo también.
Alargó las manos, cogió las de ella y las apretó en un ademán de solidaridad y también de cariño. Ella no retiró las suyas y lo miró directamente a los ojos.
—Es usted un buen hombre, Joaquín.
—Me alegra que lo crea así.
—Pero ahora debe regresar a su casa y velar por su familia.
—¿Y quién velará por usted y por su hija?
—No se preocupe y vaya tranquilo.
—Cuando esto acabe…
Intentó besarla, pero ella giró el rostro y sólo consiguió rozar su mejilla con los labios.
MARITXU HABÍA ACUDIDO EN BUSCA de Marina aquella mañana, poco después de la marcha de Joaquín Larburu en busca de noticias. No se molestó en cerrar el local. No existía la posibilidad de que alguien entrase, se sirviese y se fuera sin pagar puesto que ya no quedaba nada dentro. Mendigos y vagabundos habían sido expulsados de San Sebastián por orden del general Rey nada más conocerse la noticia de la aproximación de las tropas aliadas. No tenía muy claro el porqué de dicha orden, pero una cosa era cierta: los pobres sin hogar estaban a salvo y ellos en peligro. Sintió con fuerza la incómoda sensación que la acompañaba desde la mañana y quería tener a su hija junto a ella. Don Domingo se hallaba en la iglesia y la encontró ayudando en las tareas al ama del cura. No la recibió con los brazos abiertos, como a ella le habría gustado que hiciera, pero al menos la siguió con docilidad y sin hacer un comentario de aquéllos que tanto le desagradaban. Estaba convencida de que su actitud se debía más al deseo de ver a su enamorado que al de volver a casa, pero no le importaba. Lo único que quería era tenerla cerca y velar por ella en caso de que las cosas se pusieran feas y los pésimos augurios del señor Sagasti tuvieran visos de convertirse en realidad.
El reencuentro entre los dos jóvenes fue enternecedor y cualquiera habría pensado que no se habían visto desde hacía meses. Se sentaron junto a una ventana con las manos entrelazadas, sin hablar, mirándose a los ojos. Tan ajenos parecían a lo que los rodeaba, a la maldad, a la muerte, al miedo, a la zozobra, que incluso ella, tan poco amiga de demostraciones sentimentales, se sintió conmovida y dejó que disfrutaran de unos momentos de intimidad. Los ruidos de la guerra, cada vez más audibles, interrumpieron el idilio. Otilia apareció sofocada y atribulada; traía la cesta vacía y el miedo en la mirada. Según les explicó, le habían informado de que se podía encontrar algo de carne en el matadero de la calle de la Zurriola, pero no había podido acercarse más allá de San Vicente: los franceses no se lo habían permitido y le habían gritado algo que no había entendido.
—Pero he visto con mis ojos cómo saltaba por los aires un pedazo del muro que por poco me da de lleno —añadió todavía conmocionada por la impresión.
Decidieron bajar al obrador. Allí, encerrados, era imposible enterarse de la situación. Maritxu se acordó de que Joaquín había prometido volver con información y quizás estuviera ya esperándola. A punto de salir del piso, el joven inglés corrió a la habitación, sacó su uniforme del arcón y lo colocó sobre la cama. Si los suyos lograban, por fin, entrar en la ciudad, no quería que lo encontrasen vestido con un pantalón y una blusa propios de un trabajador. Le faltaba el sable, pero ya se agenciaría uno en cuanto se le presentase la ocasión.
De vuelta tras la explosión y mientras Otilia procuraba consolar a Marina y convencerla de que nada malo iba a ocurrirle a su joven teniente, la chocolatera buscó la escopeta de caza de su marido. La encontró arrinconada en el cuartejo de los trastos, la bolsa de los perdigones y la de la pólvora en polvo enroscadas en el cañón; la depositó encima de la mesa de la cocina y la contempló durante un rato. No tenía ni idea de cómo utilizarla, pero hizo memoria para recordar los movimientos de su padre, que tenía una muy similar. Tomás Altuna era el mejor cazador de Zubieta y se vanagloriaba de su puntería como un mozuelo orgulloso de su primera cacería. Ella lo observaba preparar la escopeta y, en ocasiones, lo acompañaba en sus batidas, si bien siempre se había negado a recoger las liebres o los pájaros muertos, lo cual enojaba a su padre y le hacía lamentar la falta de un hijo varón con quien compartir su pasión. Introdujo cierta cantidad de pólvora por la boca del cañón, un trozo de tela y otra buena cantidad de perdigones; con ayuda de la baqueta apretó la carga y, después, vertió algo de pólvora en la cazoleta y cerró la tapa. Acarició el gatillo y el resorte que sujetaba el pedernal. Un pequeño movimiento de éste hacia atrás y el arma estaría dispuesta para ser disparada, y para matar. Dejó la escopeta de nuevo encima de la mesa y se asomó a la ventana que daba a la calle Mayor. Al igual que había ocurrido durante el ataque de julio, hombres, mujeres y niños se dirigían a Santa María para refugiarse al amparo de sus gruesos muros. Deberían ir ellas también; no podían permanecer solas las tres. Por lo menos, allí dentro estarían en compañía de sus vecinos y sabrían a qué atenerse.
—Nos vamos a la iglesia —ordenó más que dijo.
—¿Por qué? —preguntó Marina.
—Porque estaremos más seguras.
—Pues vaya usted, madre, y que le acompañe la señora Otilia. Yo me quedo aquí a esperar el regreso de Alistair.
—Tú te vienes con nosotras.
—No pienso hacerlo.
—Pero, niña —intervino la mercera—, él estará ahora con sus compañeros si es que han conseguido atravesar la brecha.
—Dijo que volvería, que no se reuniría con los suyos sin llevar puesto su uniforme.
—Da lo mismo lo que dijese. Nos vamos.
Maritxu extendió su mantón blanco de nansú sobre la escopeta, la envolvió con él, la cogió procurando disimular su forma con el vuelo de la prenda y se dirigió hacia la puerta.
—Vamos.
—Ya le he dicho que yo no me muevo de aquí hasta que él vuelva.
La madre iba a responder con brusquedad, pero dejó la escopeta oculta bajo el mantón apoyada en la pared al oír abrirse la puerta y aparecer el teniente por ella. Estaba empapado, pero tenía la mirada brillante de alegría.
—¡Estamos a punto de atravesar la muralla! —gritó como si él en persona hubiese tomado parte en el combate—. ¡Los franceses no podrán aguantar mucho más!
Asió a Marina por la cintura, le hizo dar varias vueltas y rieron alegres. Parecían unos críos jugando en las rocas —pensó Maritxu—, ajenos al peligro.
—Tengo que ponerme el uniforme —dijo, de pronto, parándose en seco y dirigiéndose al dormitorio.
—Te acompaño —la muchacha había salido detrás de él.
—¡Marina! —exclamó Otilia.
—¿Has perdido la decencia? —le reprochó su madre.
El soldado se detuvo, volvió sobre sus pasos, besó a la muchacha en la boca y desapareció por la puerta del dormitorio.
—¡Espérame, que ahora salgo! —le oyeron gritar.
Las tres mujeres esperaron unos minutos sin hablarse y sin mirarse hasta que el joven reapareció vestido con su uniforme. Los cosidos apenas se notaban y mostraba un aspecto muy atractivo, a pesar de no llevar bicornio ni sable. Asimismo, según advirtió Maritxu nada más verlo, algo en su actitud, en sus maneras, había cambiado. Tal vez se debía al pañuelo blanco de seda —caviló— que envolvía su cuello y mantenía su mentón erguido, arrogante.
—Señora, he de darles las gracias una vez más por su ayuda —dijo en tono ceremonioso, cuadrándose ante ella—. Me han salvado ustedes la vida y me han protegido de caer en manos del enemigo.
—Hemos hecho lo que cualquier persona decente habría hecho, teniente —respondió ella.
—Han sido mi familia durante estas semanas y no lo olvidaré, pero ahora tengo que cumplir con mi deber.
—Espere un momento. No puede ir así por la calle.
Entró en su cuarto y salió con un gabán de color gris oscuro en el brazo. Estaba nuevo pues había sido su último regalo, un verdadero lujo, para Eusebio, y éste no había tenido oportunidad de estrenarlo.
—Así los franceses no lo reconocerán si se topa con ellos. Y —añadió con ironía— no se mojará su elegante atuendo.
Ella misma se lo puso y se lo abotonó hasta el cuello. La prenda le estaba un poco grande, pero le cubría por completo y su largura disimulaba las botas militares que Otilia había encerado y abrillantado con esmero después de remendar los jirones del uniforme.
—Llévese también esto —añadió Maritxu alargándole un cuchillo carnicero de buen tamaño—. No es muy elegante, pero está afilado.
—Una vez más, gracias, señora.
Guardó el cuchillo en el amplio bolsillo del gabán y se dispuso a salir.
—¿Y yo?
Marina lo miraba con ojos suplicantes. Alistair abrió los brazos y ella corrió a refugiarse en ellos. El joven perdió por un momento su porte altivo y la estrechó contra él, acarició su cabello y miró a la madre.
—Señora, deseo pedirle la mano de su hija. Cuando regrese, formalizaremos nuestro compromiso.
La mujer no dejó entrever su sorpresa. Por el tono de su voz, el inglés parecía estar hablando en serio y el rostro de su hija irradiaba felicidad. Pasarían muchos años, se haría vieja y perdería la memoria, pero nunca olvidaría aquel preciso instante. Era absurdo, irreal, que en medio de una guerra, con los cañones tronando en la lejanía, las gentes huyendo de sus casas y la perspectiva de pasar una noche en vela, un extranjero a quien conocían desde hacía poco más de un mes acabase de pedirle la mano de Marina.
—Pueden ocurrir muchas cosas antes de que usted regrese —replicó con sequedad.
—Nada malo, señora. San Sebastián está siendo liberada en estos momentos y le doy mi palabra de honor y de caballero de que nadie vendrá a importunarlas. Sé que alberga ciertos recelos, pero no debe temer nada. Yo me encargaré de su protección.
Besó a Marina, saludó con un golpe de cabeza a Otilia, que contemplaba la escena con la boca abierta por el asombro, y se cuadró de nuevo. Después, salió del piso.
—Nos vamos a la iglesia —dijo Maritxu cogiendo la escopeta en cuanto el soldado desapareció escaleras abajo.
—Ha dicho Alistair que no debemos temer nada…
La joven se había asomado a la ventana y seguía con la vista nublada por las lágrimas la figura que empequeñecía a medida que se alejaba hacia la Plaza Nueva.
—Puede que sea cierto, pero esperaremos en la iglesia a que finalice el ataque. Vamos.
—Usted ya no puede darme ordenes, madre. Soy una mujer comprometida.
—Que yo sepa, no he dado todavía mi aprobación.
—Aunque no la dé, me casaré con él y —Marina se encaró a ella, desafiante— no me moveré de aquí hasta que él vuelva.
No estaba dispuesta a perder el tiempo tratando de hacer entrar en razón a su hija y no respondió; la asió con fuerza por un brazo y la arrastró hacia la escalera sin hacer caso a sus protestas. Otilia salió detrás de ellas y cerró la puerta.
Nada más entrar en la iglesia pudieron apreciar que dentro se hallaban unos cuantos vecinos, pero no tantos como en la ocasión anterior. Casi la mitad de la población había abandonado la ciudad y muchas de las personas que habían preferido quedarse permanecían dentro de sus casas con las puertas, ventanas y contraventanas bien atrancadas, según les informó en un susurro la mujer de Etxaniz al reunirse con ellas. Don Domingo rezaba el rosario acompañado por la mayoría de las mujeres mientras los hombres hablaban en voz baja formando corrillos. Algunos más esperaban en el atrio, impacientes por conocer la marcha de los acontecimientos. La tormenta arreciaba con fuerza, relámpagos y truenos se sucedían con insistencia y los niños lloraban asustados. Maritxu dejó a Marina y a su amiga en compañía de la mujer del escribano y de su hija Teresa, y salió al atrio. Llevaba la escopeta asida con fuerza entre sus brazos y no dijo nada al oír a un hombre, a su lado, hacer un comentario sobre la desgracia que suponía no disponer de armas para defenderse. Palpó uno de sus bolsillos para asegurarse de que las bolsas de pólvora y perdigones seguían allí y apretó las mandíbulas. Ella se defendería y defendería a Marina si alguien intentaba hacerle daño.
Los disparos se oían más cerca a medida que pasaban los minutos. Vieron llegar por la calle de la Trinidad a una veintena de soldados franceses que pasaron corriendo por delante de ellos y se adentraron por la bajada del castillo, seguidos por unos cuantos más que llegaron por la calle Mayor. En ese momento, los apostados en el atrio decidieron entrar en la iglesia y observar desde la puerta. Siempre podrían atrancarla en caso de peligro. Muchos más franceses pasaron y también pudieron ver al general Rey rodeado por sus ayudantes replegándose hacia el Urgull. Ya no se escuchaba el sonido de los cañones, únicamente algunos disparos espaciados, y había dejado de llover. Se miraron atónitos. Aquello sólo podía significar que los invasores habían perdido la batalla, que los aliados habían traspasado la muralla, que la guerra había finalizado. La zozobra del primer momento dejó paso al júbilo de saberse, por fin, liberados. Los acogidos en Santa María abandonaron el refugio para regresar a sus casas desoyendo las voces que recomendaban cautela.
Marina fue una de las primeras en salir de la iglesia; echó a correr con toda la potencia de sus jóvenes piernas, seguida con dificultad por su madre y Otilia y no paró hasta hallarse en el piso. No cabía en sí de gozo y lo primero que hizo fue cambiarse de vestido, recogerse el cabello en un moño para parecer mayor y ponerse un collar de cuentas de ámbar que había pertenecido a su abuela materna y que su madre le había regalado al cumplir los quince. Mientras, Maritxu, alertada por la visión de algo extraño, se había detenido al llegar al portal. Un resplandor rojizo iluminaba el cielo como en el anochecer de un día despejado de verano a pesar de estar cubierto de negros nubarrones y de que todavía no habían dado las cuatro de la tarde. El ambiente olía a humo. Entró en la casa y subió las escaleras apresuradamente; dejó la escopeta junto a la puerta de su piso, pero no entró y continuó ascendiendo hasta alcanzar el desván, cuyo techo podía tocarse con la mano. Una vez allí, abrió el tragaluz, acercó una silla desvencijada y se encaramó al tejado a riesgo de sufrir un percance. Divisó una gran humareda en la zona de la brecha. Lo primero que le vino a la cabeza fue que en aquel lugar apenas quedaba un edificio en pie y que ardían las balas de paja, carros, travesaños y otro tipo de materiales que los franceses habían llevado para cerrar el paso. No obstante, a medida que sus ojos se hacían a la distancia, percibió humo más allá de la brecha, tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, y también llamas. Conocía bien su ciudad, la había pateado en cientos de ocasiones durante años y podía señalar con los ojos cerrados y sin equivocarse cada calle, cada callejón y cada rincón. Se mantuvo inmóvil durante un rato siguiendo con la mirada la estela del humo y después descendió rápidamente del tejado. Llamó a la puerta del tercer piso, pero nadie respondió. Recordó que sus moradores se habían marchado nada más conocerse el avance de las tropas aliadas. Bajó al segundo y golpeó la puerta con los dos puños.
—¡Creo que están quemando la ciudad! —exclamó, excitada, cuando abrió el más joven de los Oianarte.
—¿Quiénes? —preguntó el más viejo asomando la cabeza por detrás de éste.
—Los aliados. He subido al tejado… se ve humo, mucho humo… y llamas.
Los dos hombres intercambiaron una mirada y, a continuación, subieron corriendo las escaleras. Maritxu bajó a su piso y encontró a Otilia frotándose las manos en claro signo de desesperación y con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué ocurre? —preguntó temiendo de antemano la respuesta—. ¿Dónde está Marina?
—Ha dicho que iba en busca del teniente… —se lamentó la mujer—. Acabábamos de entrar… Se ha cambiado de vestido… He ido tras ella, pero…
No quiso escuchar más, cogió la escopeta, salió a la calle y corrió angustiada en dirección a la Plaza Nueva, pero se detuvo al llegar a ella. Un numeroso grupo de soldados entraba por la bocacalle opuesta gritando su euforia y disparando al aire. Era un tropel muy peculiar; unos vestían casacas rojas, otros azules y verdes, pero muchos no llevaban un uniforme determinado y se les podía ver con pantalones de un color, chaquetas de otro; incluso los había vestidos con blusones marrones que le recordaron hábitos de frailes recortados. Sin embargo, constató que portaban distintivos militares muy visibles: chacos, morriones, correajes, cintos, bayonetas y sables. En ese momento, la Corporación en pleno, con su alcalde a la cabeza, y unos cuantos vecinos influyentes aparecieron por la puerta del Ayuntamiento y se dirigieron a un oficial inglés que parecía estar al mando. Maritxu los vio abrazarse; hablaron con él y, después, desaparecieron por la bocacalle que daba a Narrica. Los vecinos aclamaban a los vencedores agitando pañuelos blancos desde ventanas y balcones; muchos habían salido a la plaza con jarras y vasos para darles de beber, pero tuvieron que esconderse precipitadamente. Ante su estupor y el de Maritxu, los vitoreados respondieron disparando contra ellos. Ella también se guareció detrás de una columna de los soportales. Desde allí observó cómo unos cuantos soldados entraban en algunas casas y salían poco después provistos de botellas de vino y sidra y un barrilete que vaciaron en un santiamén. Uno de ellos se fijó entonces en la taberna de la esquina con Iñigo alto, cuyo dueño la había cerrado con un candado. Una salva de disparos descerrajó el candado y poco después los soldados hacían una cadena como la que se formaba con ocasión de un incendio. Sólo que esta vez en lugar de cubos de agua, eran botellas de alcohol lo que pasaban de mano en mano hasta quedar servidos.
La mujer no sabía qué hacer. Los soldados continuaban entrando en las casas y, antes o después, la descubrirían. Por otra parte, la taberna desvalijada se hallaba situada en frente, a una docena de pasos, y no podía escapar sin ser vista. Decidió esperar un poco más. En cuanto viese a uno de aquellos energúmenos dirigirse hacia ella, subiría por las escaleras e intentaría salir por la parte trasera, la que daba a la calle de Juan de Bilbao. Desconocía si podría hacerlo, pero muchos pisos se comunicaban entre sí y no eran raros los patios interiores. Nuevos disparos llamaron su atención. Estaban disparando contra el mejor edificio de la ciudad: la Casa Consistorial, destrozando los ornamentos de la fachada y los cristales de las ventanas. Al cabo de un rato se cansaron e intentaron entrar, pero la puerta era de madera gruesa y estaba cerrada por dentro. Por sus gestos, por el tono de sus voces, por cómo lanzaban las botellas vacías contra la fachada dedujo que estaban enfadados, y por los gritos de alegría y las risas que siguieron, que habían encontrado el medio para eliminar el obstáculo. Tres hombres acababan de llegar tirando de un pequeño cañón sujeto a una cureña de dos ruedas; un cuarto arrastraba una caja con varias bolas dentro. Dos cañonazos bastaron para hacer saltar las cerraduras de la puerta, tras lo cual los hombres se lanzaran al interior del edificio. Inmediatamente después salían despavoridos los empleados municipales y comenzaban a caer de las ventanas cajas, documentos y objetos de diversas clases.
No esperó más; abandonó su escondite y escapó deprisa, pegada al muro de la bocacalle, corriendo por la calle de San Jerónimo abajo. Volvía a llover y tuvo que meterse en un portal al observar que un grupo de soldados, aún más numeroso que el de la plaza, subía en su dirección. No quería dejarse llevar por la desesperación, no era el momento no podía derrumbarse, pero no sabía dónde buscar a su hija y le angustiaba imaginar que pudiera estar en peligro. Era inútil continuar la búsqueda a ciegas y tal vez Marina estuviera de vuelta. Escuchó el griterío de la soldadesca acercándose y decidió subir las escaleras. Llamó a las puertas de los pisos, pero nadie respondió. Las viviendas estaban vacías —pensó— o sus moradores no se atrevían a abrir. El edificio estaba situado justo en frente del suyo y sólo tenía una forma de llegar hasta su casa: los tejados. La escopeta era un estorbo, así que se la amarró a la espalda con el mantón, como había visto a las mujeres gitanas cargar a sus criaturas, subió al tejado y empezó a gatear por él, despacio, con cuidado para no caerse o, en su defecto, tirar una teja. No veía la calle, pero oía gritos y disparos abajo y no quería ni pensar lo que ocurriría si provocaba un derrumbamiento de tejas y éstas caían encima de los soldados.
Se paró a medio camino, en una especie de vano, para tranquilizarse un poco. Estaba mojada y se había desgarrado la falda y las mangas del corpiño y también tenía varios rasguños en piernas y manos, pero mantenía firme la intención de llegar a su casa. Faltaba poco para que anocheciera, pero la oscuridad del cielo y el humo negro que un viento ligero esparcía por la ciudad hacían pensar que era ya de noche, una noche que presintió larga, muy larga para los donostiarras.
Continuó arrastrándose hasta llegar al extremo del tejado, buscó un tragaluz, rompió el vidrio con la culata de la escopeta y se dejó caer por el agujero. Por suerte para ella, cayó encima de unos sacos llenos de paja o ropas, no supo bien, y no se hizo daño. Se trataba de un desván muy parecido al suyo, con una puerta vieja. No le costó abrirla. Mantuvo la respiración y azuzó el oído. El edificio estaba en silencio. Bajó las escaleras procurando no hacer ruido y asomó la cabeza por el portal. Estaba justo enfrente de su casa y, sin embargo, temía poner un pie en la calle. El pensamiento de que su hija estaría esperándola le dio la fuerza suficiente para recorrer la corta distancia que la separaba de ella, aunque, por si acaso, amartilló la escopeta antes de aventurarse fuera. No miró a derecha ni a izquierda y sólo recuperó la respiración al entrar en el edificio; subió rápidamente y el alma se le cayó a los pies al encontrar la puerta de su piso abierta. Llamó a Marina y a Otilia aun sabiendo que era inútil porque ninguna de las dos estaba allí. Desalentada, se sentó en una silla. No había comido nada desde la mañana, pero tampoco tenía hambre ni sed, sólo unas ganas enormes de gritar.
—¿Por qué hay guerras? —había preguntado a su padre siendo niña.
—A veces, hija, es preciso que haya guerras para que las cosas cambien —le explicó él.
—¿Qué cosas?
—La explotación de los seres humanos, el abuso de los poderosos, la miseria, la esclavitud…
—¿Y cambian?
—¿Qué?
—Las cosas.
El padre no respondió a la última pregunta.
Quizá aquellas cosas de las que él hablaba cambiaran; quizá el mundo fuera un lugar mejor después de cada guerra, pero el suyo, su mundo, estaba desapareciendo como un dibujo en la arena borrado por las olas. No entendía mucho de política, nunca le había interesado demasiado, pero tampoco era una mujer ignorante y estaba al corriente de lo que ocurría a su alrededor. La revolución había cambiado la vida de los franceses, pero harían falta muchos años para comprobar si había sido para bien o para mal. Miles de ciudadanos habían sido guillotinados en nombre de la libertad y de la igualdad; un rey había muerto para dejar paso a un emperador; habían desaparecido los nobles del Viejo Régimen, pero otros de nuevo cuño y pretensiones similares ocupaban ahora sus puestos. Y aquello, entre otras razones, había traído consigo la guerra.
—Muchos hombres buenos mueren en las guerras para que otros vivan mejor —había afirmado su padre.
¿Y cuántas mujeres, cuántos ancianos y niños morían también? Los franceses habían invadido su tierra, cierto; habían conculcado sus derechos y sus libertades, pero sus salvadores, aquéllos a quienes esperaban ilusionados, estaban quemando su ciudad y atacaban a sus indefensos habitantes. Estaba cansada y cerró los ojos.
Volvió a abrirlos al escuchar a unos hombres que vociferaban en la calle y corrió a la ventana. Tres o cuatro soldados surgían del portal de enfrente, el utilizado por ella un rato antes, y señalaban al suyo. La noche había caído y pudo distinguir sus movimientos gracias a los candiles que portaban. Sin haber tomado una decisión sobre qué hacer, oyó sus pasos ascendiendo por las escaleras; cogió la escopeta y entró en el cuarto de Josefa. Era un cuarto oscuro, una especie de despensa grande sin más mobiliario que una cama vieja y un pequeño baúl. Si los ladrones buscaban algo de valor, no se molestarían en buscarlo allí. Se metió debajo de la cama y se apretujó contra la pared todo lo que pudo. Los soldados no llamaron a la puerta, la abrieron de una patada y se desperdigaron por el piso sin dejar de dar voces. No entendía lo que decían, pero algunas palabras le sonaban familiares, por las que dedujo que eran portugueses que, junto a españoles e ingleses, constituían las tropas aliadas. Los oyó arrastrar y tirar muebles y romper la loza contra el suelo, y se alegró de no ser una persona rica y de no tener oro ni plata, aunque temió que hubiesen encontrado la bolsa de los dineros colgada detrás del aparador y se preguntó, apesadumbrada, de qué vivirían su hija, Otilia y ella al amainar el vendaval.
Había sido un acierto esconderse debajo de la cama de Josefa. Un soldado entró en el cuartucho —pudo ver sus botas a tres palmos de su cara—, volcó el baúl y las pocas ropas de la sirvienta se desparramaron por el suelo. Lo oyó decir “puta que pariu!” y rogó para que no se le ocurriese voltear la cama, pero otro hombre entró en aquel momento y los dos se marcharon. No podía tragar la saliva y sentía el escozor de los rasguños en sus extremidades, pero su único pensamiento estaba puesto en Marina y rogó con todas sus fuerzas a la Virgen del Coro para que su niña estuviese oculta en algún rincón oscuro, a salvo.
Esperó sin moverse durante mucho rato después de que los soldados se hubieran ido y sólo se aventuró a salir de su escondrijo cuando estuvo segura de que no se oía ninguna voz, ningún ruido en el edificio, ningún crujir de maderas. El piso estaba a oscuras y no tenía con qué alumbrarse; anduvo a tientas, tropezándose con los muebles y pisando trozos de loza hasta que encontró la alacena. Las puertas estaban abiertas y el interior vacío, pero la bolsa continuaba colgada del clavo en la parte posterior y sonrió. Al menos tendrían dinero para sobrevivir en los días aciagos que les esperaban. La metió en la faltriquera, salió y subió las escaleras con la esperanza de que los Oianarte hubiesen logrado esconderse y Otilia con ellos.
La puerta del segundo piso también estaba abierta y su interior desvalijado. Los asaltantes habían dejado, u olvidado, encima de la chapa de la cocina una vela encendida en su soporte. La cogió. No daba mucha luz, pero sí la suficiente para moverse sin demasiados tropiezos. Llamó a los hermanos y a Otilia, repitió sus nombres una y otra vez, pero no obtuvo respuesta. La vivienda era similar a la suya y se dirigió a los dormitorios. El cuerpo del mayor de los Oianarte estaba tendido en el suelo del primero de los dos cuartos. Tenía los ojos abiertos y su camisa blanca de lino estaba completamente ensangrentada. Ahogó un grito, sujetó la vela con fuerza para no dejarla caer y entró en el otro cuarto, esperando encontrar allí al más joven. Un temblor le recorrió el cuerpo y las lágrimas brotaron de sus ojos como no lo habían hecho desde la muerte de Eusebio. Su buena Otilia, su amiga del alma, yacía desnuda a través de la cama. Le habían arrancado los pendientes de oro con una diminuta perla cada uno que nunca se quitaba, le habían cortado el dedo anular para robarle la alianza y un gran tajo, al igual que una gargantilla de sangre, cruzaba su cuello de oreja a oreja.
—Malditos, malditos, malditos… —susurró.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, cubrió el cuerpo con la sobrecama y abandonó la habitación y el piso.
El señor Sagasti tenía razón. Quien no había vivido una guerra no podía ni remotamente imaginar la barbarie y la crueldad de la que eran capaces unos hombres armados. Los donostiarras habían esperado la llegada de sus libertadores y, en su lugar, habían encontrado a unas bestias asesinas, ladronas e incendiarias. Por mucho que viviese, si lograba sobrevivir, jamás olvidaría ni tampoco perdonaría a los causantes del martirio de su amiga.
No podía regresar a su piso, no podía pasar la noche debajo de una cama y decidió volver a salir. Sólo le quedaba una posibilidad: refugiarse en la iglesia o en casa de don Domingo. Un nuevo pensamiento alivió su pesar: quizá su hija había acudido al anciano sacerdote en busca de protección. Los soldados no se atreverían a atacar a un hombre de la Iglesia. Se apresuró a bajar las escaleras, pero se quedó paralizada al toparse en el portal con un militar que portaba un candil en la mano; detrás de él adivinó las cabezas de otros tres hombres. Así pues, aquél era el final. Lo único que lamentó fue no saber si Marina se hallaba a salvo y que había dejado la escopeta debajo de la cama de Josefa. Habría disparado sin dudarlo ni un momento y se habría ido acompañada al otro mundo.
—¡Señora Maritxu! Me alegro de encontrarla aquí.
Aquella voz…
—¡Teniente!
—Ya le dije que no debía temer nada, que yo me encargaría de protegerlas.
Alistair Williams había levantado el candil a la altura de su cara. Tenía los ojos rojos, probablemente debido al humo, y todavía llevaba puesto el gabán de Eusebio, aunque estaba arrugado y sucio. El flamante militar parecía haber envejecido y un rictus de amargura desfiguraba su atractiva cara.
—Marina…
—Aquí la tiene usted. Ya le dije que no debía temer nada —repitió el soldado echándose a un lado.
No podía creerlo al ver a su hija aparecer detrás del teniente. Era tan menuda que no se había percatado de su presencia y ambas se abrazaron sin contener las lágrimas.
—Dejemos las efusiones para más tarde —le oyeron decir—. Subamos; necesitamos descansar un rato.
Ayudada por Marina, Maritxu reorganizó un poco el estropicio causado por los portugueses en la cocina, calentó una sopa de berza que milagrosamente había escapado de la furia destructiva de los asaltantes y la sirvió; también puso encima de la mesa medio pernil que guardaba a buen recaudo como último remedio en caso de que se acabasen las provisiones. No tenía nada más que ofrecer a los hombres que, sentados a la mesa, no les prestaban atención y hablaban animadamente en su idioma. Los cuatro eran jóvenes, tenían los uniformes sucios, el pelo revuelto y la huella de la batalla en sus rostros. Era una lástima —pensó— que en la flor de la vida se hubieran visto envueltos en una guerra, lejos de sus casas y de sus familias, en un país extranjero. De pronto se acordó de que Otilia había ocultado media docena de botellas de ron en un armario disimulado en la pared de la antigua despensa, detrás de la puerta. “Por si las necesitamos para comprar comida”, había dicho con su humor de siempre. El recuerdo de su cuerpo desangrado volvió a humedecer sus ojos al ir en busca de las botellas y las encontró donde ella las había dejado. De paso, echó una mirada por debajo de la cama para asegurarse de que la escopeta continuaba donde ella la había dejado. Los soldados recibieron las botellas con exclamaciones de alegría, rechazaron los cubiletes que ella colocó encima de la mesa y comenzaron a beber a morro.
Sólo entonces prestó atención a su hija y la examinó con detenimiento. Marina estaba sentada en un rincón, junto a la chapa, con la mirada perdida. El bonito vestido que se había puesto a la vuelta de la iglesia estaba sucio y desgarrado por varios sitios y el cabello le caía enmarañado sobre los hombros. Advirtió que había llorado por los surcos que se veían en su cara, sucia de polvo, y se sentó junto a ella.
—¿Estás bien? —le preguntó.
La joven asintió sin hablar.
—¿Seguro que estás bien? —insistió.
—Sí, madre. No se preocupe.
—¿Qué ha ocurrido?
Marina suspiró. Se había lanzado a la calle en busca de Alistair, sin saber dónde podría encontrarlo, pero enseguida se dio cuenta de su error. Muchos vecinos habían salido para recibir a los vencedores y se encontraron que disparaban contra ellos o los acorralaban para robarles. Vio cómo un grupo obligaba a desnudarse a un pobre hombre y le disparaba mientras corría desnudo por la calle de Narrica y cómo, en la de Embeltrán, otro grupo violaba a tres muchachas, las encerraban después en una bodega y le prendían fuego. Escuchó los gritos desesperados de las muchachas y los lloros de sus padres que, impotentes, veían morir a sus hijas de forma tan cruel. Estaba aterrorizada, no sentía sus miembros y fue incapaz de moverse al ser descubierta acurrucada en un entrante de la calle por dos soldados que la sacaron de allí asiéndola por los cabellos. No pudo gritar cuando uno de ellos, que apestaba a alcohol, la atrajo hacia él y la besó en la boca, mientras el otro la manoseaba y le levantaba las faldas. Habría caído desvanecida si unas manos no la hubiesen arrancado de sus captores.
—Si Alistair y sus compañeros no llegan a aparecer, madre, aquellos brutos me habrían matado.
Maritxu le echó el brazo por encima del hombro y la atrajo hacia ella apretándola contra su cuerpo. No quería pensar en lo mal que lo había pasado su hija, ni en las tres jóvenes asesinadas, ni en Otilia y el viejo Oianarte. Tiempo habría para llorar, para clamar al cielo por tanta crueldad, por la muerte de personas inocentes, pero ahora era preciso mantenerse entera. Al menos no tenían nada que temer mientras estuviesen protegidas por unos caballeros como el teniente y sus amigos.
Los cuatro seguían sin prestarles atención y debían de estar hablando sobre algo muy divertido porque no paraban de reír y hacer aspavientos. Habían bebido ya la mitad de las botellas y se habían despojado de sus casacas militares. Vistos así no le parecieron tan caballeros. No es que dudase de las buenas intenciones y de las promesas del joven inglés, pero un hombre bebido no era dueño de sus actos y aquéllos empezaban a estarlo. Un sexto sentido le advertía sobre la necesidad de sacar a Marina de allí, pero no estaba segura de su reacción y tampoco sabía dónde podrían ocultarse una vez fuera, aunque —recapacitó—, si lograban bajar al obrador, podrían atravesar el patio y entrar en la casa contigua, situada frente a la iglesia.
—¿No quieres asearte un poco? —le dijo, levantándose del asiento y tendiéndole la mano—. A lo mejor te sientes mejor si te cepillas el pelo y te cambias de vestido…
La joven se pasó una mano por la cabeza y pareció darse cuenta de su lastimoso aspecto; asió la mano de su madre y se puso en pie.
—¿Adónde vais?
Alistair las observaba con los ojos brillantes.
—A cambiarnos de vestidos —respondió Maritxu—. Estos están destrozados.
—Pues quitáoslos… aquí.
Se había levantado él también y había cruzado los brazos sobre el pecho. Daba la impresión de estar divirtiéndose y dijo algo en inglés que fue recibido con grandes risas por parte de los otros tres.
—No entiendo…
—Sí que lo entiendes. Queremos veros desnudas antes de hacer con vosotras lo que un hombre ha de hacer con una mujer.
—¡Está usted borracho!
—Puede, pero eso no cambia las cosas.
—¿Ha olvidado que fuimos nosotras quienes le salvamos la vida?
—Os hemos liberado de los invasores y merecemos un premio a cambio.
Volvió a decir algo en inglés y sus tres amigos se levantaron y rodearon a las dos mujeres.
—Soy tu prometida… —invocó Marina débilmente.
—¿Acaso crees que Alistair Williams, hijo de Lord Arthur Williams de Kensington Gardens, se casaría con la hija de una vulgar chocolatera?
—¡Cerdo!
Maritxu se abalanzó sobre él, pero un guantazo le cortó el camino. Sujeta por las fuertes manos de dos de los ingleses, contempló cómo el hombre a quien habían curado las heridas y cobijado en su hogar abofeteaba a su hija, le arrancaba la ropa hasta dejarla completamente desnuda y la lanzaba al suelo mientras se bajaba la taleguilla, animado por los gritos de sus compinches. Lo último que vio antes de ser, a su vez, desnudada y derribada fue el rostro aterrorizado de su niña que alargaba una mano hacia ella y decía algo. No oía su voz, pero sí distinguió el movimiento de sus labios llamándola, y no pudo acudir en su ayuda.
TRAS LA EXPLOSIÓN, JOAQUÍN CORRIÓ a su casa en cuanto salió de la chocolatería. Sólo tenía una cosa en mente: poner a buen recaudo a su madre y a su hermana. Estaba dispuesto a enfrentarse al padre si era necesario y a llevárselas aunque para ello tuviera que arrastrarlas por la fuerza. Su familia, Bernarda incluida, estaba asomada a una ventana que daba a la calle de San Juan, intentando averiguar lo que había ocurrido.
—¡Madre! ¡Eulale! —gritó.
Los cuatro se giraron asustados por sus gritos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó don José.
—Los aliados están entrando en San Sebastián.
—¡Loado sea el Señor! —exclamó doña Xabiera uniendo las manos a la altura del pecho.
—¡Hay que salir de aquí inmediatamente!
—Ya te dije, hijo, que no hay que tener ningún miedo. Los ingleses son unos caballeros.
Don José cogió un puro de la caja de madera de las Indias con adornos de plata que reposaba sobre una mesita, al lado de una figura de porcelana, y se dispuso a encenderlo para celebrar la liberación de San Sebastián y la de sus ciudadanos.
—No hay caballeros en una guerra, señor. Únicamente vencedores y vencidos.
—En este caso, nosotros somos de los primeros puesto que estamos del lado de los vencedores.
—¡Nosotros no somos nada! ¡Somos simples civiles en medio de dos fuegos y ningún soldado va a detenerse a preguntarnos de qué lado estamos antes de dispararnos!
—¡Joaquín! —Doña Xabiera lo asió por un brazo—. ¡No se te ocurra levantarle la voz a tu padre!
—¡Levantaré la voz lo que sea preciso para hacerle entrar en razón! ¡No pienso quedarme cruzado de brazos mientras un viejo tozudo se empeña en no ver que su mujer y su hija están en peligro!
—Y yo no pienso aceptar tu conducta —replicó don José—. Es indigno de un hijo faltarle al respeto a su padre.
Estaba lívido y estrujaba entre sus dedos el puro que no había llegado a encender.
—Lo siento, señor, pero en este caso usted no tiene razón, y voy a llevármelas de aquí con su permiso o sin él.
—¡En esta casa soy el amo y se hará lo que yo diga! ¡Márchate tú si quieres, pero, si lo haces, no vuelvas!
Joaquín alzó las cejas en un ademán sorprendido; no por las palabras que acababa de escuchar, sino porque, de pronto, se daba cuenta de que estaba ante una persona a quien no conocía. Aquel hombre autoritario cercano a los sesenta, con pelo cano y patillas alargadas hasta la mandíbula, cuyo vientre redondeado sujeto por un chaleco bordado mostraba su bonanza, era un desconocido para él, una persona distante a quien siempre había llamado “señor”. Nunca habían hablado de padre a hijo. De hecho, advirtió que en un mes había conversado con el notario Gurutzeaga más que con él en sus veinticinco años de vida. No recordaba un gesto cariñoso por su parte, un abrazo, un beso. Daba órdenes y en casa las acataban. Y él había sido un buen hijo, respetuoso y obediente, hasta ahora.
—Madre…
—Mi lugar está junto a mi marido y siempre haré lo que él diga.
—Eulale, ven conmigo.
La joven no respondió y bajó los ojos para no enfrentarse a su mirada.
—Bernarda…
—Señorito Joaquín, no puedo dejar a mis señores…
Era inútil insistir. Se dirigió hacia la puerta, pero al llegar a ella se giró y se encaró a su padre.
—Me voy y no volveré, pero si les ocurre algo malo a mi madre y a mi hermana, esté usted seguro, señor, de que no se lo perdonaré y maldeciré su nombre hasta mi muerte.
Iba a salir de la habitación, pero los sobresaltó una nueva explosión. Pudieron escuchar un gran vocerío procedente del final de la calle de San Juan, cercana a la brecha. Los aliados acababan de entrar en San Sebastián. Miró a su madre. Se la veía nerviosa, pero se mantenía erguida al lado de su marido y, por la decisión que se reflejaba en su mirada, supo que no cambiaría de opinión. Aprovechando la confusión del momento, asió por una mano a Eulale y la arrastró afuera. Fue todo tan rápido que se sorprendió de lo fácil que había sido, y la obligó a seguirlo sin hacer caso de sus protestas y de sus lloros. Puede que el padre tuviese razón y que el equivocado fuese él, pero, si no lo era, no cargaría en su conciencia con el remordimiento de no haber intentado salvar al menos a su hermana pequeña.
Cogieron el callejón de San Vicente y, después, la plazoleta de Santo Domingo pegada al monte y cerrada por el convento de los dominicos a un lado, una vieja casa al otro y un muro al fondo. Joaquín golpeó la puerta del convento durante largo rato con un puño y también con un pie, pero la puerta no se abrió. El vocerío era cada vez más audible y él continuaba sujetando a su hermana con la otra mano, aunque Eulale había dejado de debatirse y miraba aterrorizada a su alrededor. Cansado de golpear sin recibir respuesta, decidió buscar otra salida. Conocía bien aquel rincón de la ciudad, todos los chavales donostiarras lo conocían. En la parte de la derecha, junto a la tapia y semioculta por la hiedra, había una estrechísima gradería de piedra que los frailes utilizaban cuando tenían que arreglar el tejado y la chavalería, para trepar al monte, jugar sin ser molestada o reunirse “en secreto”. Forzó a su hermana a subir por ella, echaron a andar por encima del muro y siguieron avanzando hasta llegar a la esquina que hacía la iglesia de Santa María con el camino de bajada del castillo. Tan sólo unos pasos los separaban del convento de Santa Teresa, pero no pudieron cruzar y se agazaparon entre la maleza aguantando la lluvia, que en aquel momento arreciaba con fuerza. Un tropel de soldados franceses corría cuesta arriba y otros más llegaron poco después; el goteo fue continuo hasta el anochecer, momento en que se animaron a atravesar y llamar a la puerta trasera del convento. Una cara asustada entreabrió la puerta sin soltar la cadena.
—¡Déjenos entrar! —la apremió Joaquín.
—No puedo —contestó ella en voz baja—. Nuestra casa está llena de soldados franceses y nos han prohibido dejar entrar a nadie.
—¡Tiene que dejar entrar a mi hermana! —insistió él bajando asimismo la voz—. Lleva horas bajo la lluvia y va a coger una pulmonía.
—Es que no puedo…
—Madre.
Joaquín mantenía a Eulale abrazada contra su pecho. La joven estaba agotada, mojada, sucia y su cabello despeinado ocultaba parte de su rostro. Levantó la cabeza y miró a la religiosa.
—¡Eulale! ¡Válgame el cielo! —exclamó la superiora reconociendo a la hija de una de sus más generosas bienhechoras por quien sentía un cariño especial.
Inmediatamente quitó la cadena y abrió la puerta.
—Ella puede pasar, pero usted no. Lo siento; no sabríamos dónde esconderlo y todas las hermanas correrían peligro.
—Me basta con saberla a ella a salvo entre estos muros.
—Sólo Dios sabe quién está a salvo, querido joven. Que Él le oiga.
Besó a Eulale en la mejilla, prometiéndole que volvería a buscarla, la empujó con suavidad hacia el interior, esperó a que la puerta se cerrara y sintió que un gran peso se le quitaba de encima.
Aún permaneció un rato parado sin saber qué hacer ni adonde dirigirse, pero tenía que marcharse de allí. Aquél era uno de los dos caminos que llevaban al castillo y los ingleses no tardarían en aparecer. El aire olía a humo y se oían gritos y disparos por toda la ciudad. Era extraño —pensó— que no hubiera visto a soldados aliados perseguir a los franceses. De hecho, la zona del convento de las monjas aparecía excepcionalmente tranquila, como si no pasara nada. Y decidió comprobar si Maritxu y su hija habían sufrido algún percance. Ella le había dicho que sabría defenderse, y seguro que lo haría. Sonrió. Era una mujer con mucho carácter. Ahora que había roto con su padre y, tal vez, perdido también la herencia, ya no tendría necesidad de pedir su autorización para casarse con ella. Además, se había quedado sin trabajo y no tenía dónde caerse muerto, podría trabajar en la chocolatería. A fin de cuentas, tenía un diploma y para algo serviría.
Era noche cerrada y, sin embargo, el cielo estaba rojo y una extraña luminosidad envolvía la ciudad. Se cruzó con una familia compuesta por los padres y cinco hijos pequeños a la altura del atrio de Santa María; una pareja subía las escalinatas detrás de ellos con los rostros demudados por el pánico y otras personas llegaban tras ella. La calle Mayor ardía de la mitad hacia abajo. Durante un instante pensó en entrar él también en la iglesia, pero, en lugar de ello, corrió hacia “La Casa del Chocolate”. La puerta de la calle Mayor estaba cerrada con candado. Dobló la esquina, pero se detuvo y retrocedió. Cuatro soldados se hallaban delante del portal y uno de ellos portaba un candil que mantenía en alto mientras hablaba con una muchacha a quien inmediatamente reconoció como la hija de la chocolatera. Daba la impresión de que se conocían bien, aunque no pudiese escuchar su conversación; y recordó al inglés impetuoso que había salido corriendo tras la explosión y en quien, a decir verdad, no se había fijado demasiado. Estuvo observándolos un rato y llegó a la conclusión de que el soldado debía de ser la misma persona puesto que no apreciaba temor en la actitud de la muchacha, y era dudoso que conociese a otro militar inglés. Los vio entrar en la casa y pensó en reunirse con ellos, pero cambió de idea. La joven y su madre estarían bien protegidas por el hombre a quien habían salvado la vida. Él necesitaba mudarse de ropa porque estaba calado hasta los huesos. No podía volver a su casa después del enfrentamiento mantenido con su padre, y tampoco quería. Nunca más pondría los pies allí. Felipe Ereño, el sastre que le confeccionaba la ropa a medida, vivía al final de la calle y de seguro que tendría algo para prestarle. No había andado más de diez pasos cuando un hombre salido de las sombras lo asió por un brazo y lo introdujo bruscamente en un portal.
—¿Qué diablos…?
El hombre lo atenazó y le cerró la boca con la mano. No podía ver su rostro en la oscuridad, pero oía su respiración agitada. Nunca había sentido tanto miedo, pero no estaba dispuesto a dejarse degollar sin rebelarse e hizo intentos para desgajarse del abrazo que lo inmovilizaba.
—¡Estate quieto, Joaquín, maldita sea! ¿Quieres que nos pillen? —le susurró al oído una voz conocida.
La puerta del portal se abrió de golpe y dos soldados penetraron en el edificio sin darle tiempo para recobrarse de la sorpresa. Permanecieron quietos, detrás de la batiente, conteniendo la respiración; unos cuantos más entraron a continuación, subieron las escaleras metiendo ruido y en algún lugar de la casa se escucharon voces y golpes. Juanito Galerdi empujó a su amigo hacia la salida. Los dos corrieron en dirección a la Plaza Nueva, pero no les fue posible atravesarla: el fuego y el humo les impedían el paso.
—¡A San Vicente! —gritó Galerdi.
Un buen número de vecinos se habían refugiado en la iglesia y rezaban en torno a su párroco. Los dos amigos no se pararon y subieron al coro. Sólo allí detuvieron su carrera puesto que no se podía ascender más. Se dejaron caer en un rincón y necesitaron unos cuantos minutos para recuperar el soplo.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Joaquín al cabo de un rato.
—Lo que muchos temían y otros tantos se negaban a aceptar: los aliados están arrasando San Sebastián —respondió Galerdi.
Se había tumbado en el suelo cuan largo era y se había desprendido de su disfraz de soldado francés, pero tampoco llevaba puesta la levita dejada en el piso de la calle de Lorencio. Estaba sucio de barro y cenizas y tenía roto un cristal de las gafas.
—Entran en todas las casas —prosiguió al cabo de un momento de silencio—, saquean, roban la plata y lo que encuentran de valor, amenazan, golpean e, incluso, matan si no se les paga una buena cantidad de dinero y, después, violan a las mujeres.
—¿Violan a las mujeres?
—Yo los he visto hacerlo.
Volvió a la zona de la brecha vestido de fusilero y se mezcló con los demás. La situación no había variado. Desde su altura, los franceses disparaban a mansalva causando una escabechina en las filas aliadas que, no obstante, continuaban intentando sobrepasar el escarpe que iba llenándose de cadáveres. No tenían ninguna posibilidad de conseguirlo mientras ellos estuvieran abajo y los otros arriba. Era preciso hacer algo, distraer a los franceses y buscó el lugar en el que habían visto apilados los barriles de pólvora y las cajas de municiones. Estaban cerca del cubo del Cuartel, protegidos por el muro medio derruido de una vivienda de la calle de San Juan. Era imposible acercarse a ellos sin ser visto. Una bola de cañón fue a caer en aquel instante a poca distancia del cubo provocando un pequeño incendio y bastante confusión que él aprovechó para correr hacia el polvorín, tirar en él un leño encendido y seguir corriendo a la espera de que una bala acabase con su vida y con sus planes para el futuro.
—Pero ya sabes que sólo uno de cada diez disparos da en la diana. O no me dispararon, o no me acertaron, pero el polvorín voló por los aires y con él la victoria francesa.
—¿Y luego?
Joaquín estaba atónito. Nadie excepto Buruandi podía ser tan loco como para meterse en pleno zafarrancho y jugarse la vida de aquella manera.
—¿Luego? Me deshice del uniforme gabacho, volví a mi casa, me puse ropa limpia, bebí un buen trago de ron y me quedé dormido sentado en un sillón hasta que una patrulla de portugueses interrumpió mi sueño y la emprendió a golpes conmigo por no darles más de cinco escudos de oro, que era lo que tenía —Galerdi se palpó la herida que tenía en la mejilla derecha—. Mi padre se llevó la arqueta del dinero y mi madre sus joyas, pero los bastardos decían que se veía que éramos ricos y que tenía que haber de lo uno y de lo otro; me sacaron a la calle y siguieron golpeándome. Debí de perder el sentido porque me dejaron y entraron en el siguiente portal. Al recuperarme, me refugié en casa de mi tío Luis, el hermano de mi madre, que es la anterior a la nuestra y que supuse ya habrían saqueado. ¡Maldita sea! ¡En mala hora se me ocurrió hacer explotar el polvorín! ¡Ahí se pudran esos cobardes hijos de mala madre! ¡Bastardos!
El eco de la última imprecación quedó colgado en el aire, en medio de un profundo silencio. Joaquín miró hacia abajo. El sacerdote había detenido la oración y todas las cabezas estaban vueltas hacia el coro. Hizo un gesto de disculpa en nombre de su amigo y los rezos prosiguieron, si bien el cura no les quitaba la vista de encima y los dos hombres se arrastraron hasta el rincón más oscuro donde Galerdi continuó hablando.
Encontró a sus tíos y primos todavía aterrorizados por la visita de los portugueses. Después de darles de comer y de beber, les habían entregado lo que de valor tenían, incluidas unas joyas de la tía, pero los soldados querían más y amenazaron con matar al más pequeño de los hijos, un chaval de doce años de edad, poniéndole la bayoneta en el pecho. Al que iba al mando parecieron convencerle los lloros de la madre y las súplicas del padre y del hermano que, de rodillas, juraron que no tenían nada más. Y se marcharon. Otras dos familias se les habían reunido, sus vecinos del segundo y del tercero. En total eran trece personas, ocho de ellas mujeres. Aparte del susto, estaban bien y no habían sufrido daños, sólo amenazas. Habían empezado a calmarse, pero aparecieron más soldados portugueses y los encañonaron contra una pared.
—Discutían entre ellos sobre qué hacer con nosotros. No entendí todas sus palabras, pero sí las suficientes para saber que un tal Castaños había dado orden de escarmentar a la población; “escaldar”, dijo. Luego… luego…
Galerdi se levantó y corrió hacia el otro rincón del coro. Por el ruido que hizo, su amigo supo que estaba vomitando. Regresó limpiándose la cara con la manga de la camisa.
—Las violaron a todas delante de nosotros, obligándonos a sostener los candiles. Mientras unos nos apuntaban, otros las violaban y luego cambiaban de puesto. A las madres, a las hijas, a la abuela… a una niña de once años, a una anciana de casi ochenta… Ellas gritaban y pedían que las ayudáramos, pero los hombres, acojonados, no hicimos nada. Ni siquiera lo intentamos.
Un sollozo ahogó sus últimas palabras y un pensamiento terrible cruzó por la mente de Joaquín.
—Madre…
Se puso en pie como impulsado por un resorte y bajó las escaleras de dos en dos haciendo un ruido que resonó en toda la iglesia. No escuchó la llamada de su amigo, ni se fijó en que el sacerdote había interrumpido de nuevo las plegarias y lo miraba enojado, y también preocupado. Salió y atravesó corriendo la corta distancia entre San Vicente y su casa. Nadie le cerró el paso. Había unos cuantos soldados apostados en la zona vigilando la iglesia y sus aledaños, pero se limitaron a reírse de sus prisas y a imitar a las gallinas.
Bernarda lloraba hecha un mar de lágrimas; don José, sentado en su sillón de cuero repujado, ocultaba su rostro con las manos. En el suelo, sobre la alfombra, estaba el cuerpo de su madre con un disparo a la altura del corazón. Unas marcas rojas en el cuello revelaban que le había sido arrancada la gargantilla de oro, regalo de su marido por el nacimiento de su primer hijo.
—Querían matar al señor, y la señora se interpuso… —gimió Bernarda.
Se arrodilló, metió los brazos bajo su cuerpo y la levantó.
—No pude llevármela en vida, pero me la llevo ahora —dijo sin mirar a su padre; y salió seguido por Bernarda.
Volvió a la iglesia. Esta vez no hubo burlas ni cacareos por parte de los soldados. Algunos giraron la cabeza y un par de ellos se quitaron el chacó al paso del minúsculo cortejo fúnebre.
—Rece por ella, padre —pidió al sacerdote, depositando el cuerpo delante del altar— y, de paso, pregúntele a Dios por qué mira a otro lado mientras nuestros libertadores nos matan y saquean nuestros hogares.
No hizo caso del gesto escandalizado del clérigo y se dirigió a la puerta, donde lo esperaba su amigo.
Caminaron en silencio por la calle de la Trinidad. Su aspecto desaliñado, las camisas y las taleguillas desgarradas, los rostros sucios, no llamaron la atención de los soldados, que continuaban forzando las puertas de los comercios y lanzando por las ventanas ropas y objetos que eran recogidos por sus compañeros en carretas y grandes cestos de los utilizados para descargar el pescado. Fueron empujados y, en un par de ocasiones, golpeados con las culatas de los fusiles e insultados; escucharon disparos, oyeron gritos de mujeres pidiendo auxilio, tropezaron con hombres borrachos que cantaban a pleno pulmón, sortearon varios cadáveres desnudos y embarrados, contemplaron el cielo enrojecido por el fuego y las luces del amanecer, y dejaron que las lágrimas rodasen mansas por sus mejillas sin molestarse en enjugarlas.
Sin casi darse cuenta llegaron al portal de la casa de Maritxu y subieron. Joaquín espabiló su aturdimiento al advertir que salía humo por debajo de la puerta. Estaba cerrada, pero entre los dos lograron echarla abajo. Apenas podían ver nada y buscaron a tientas la ventana de la cocina, que también estaba cerrada. Alguien había introducido un buen montón de ropa en el fogón y le había prendido fuego con la clara intención de provocar un incendio, o de asfixiar a sus moradores. Encontraron un barreño lleno de agua de lluvia, se quitaron las camisas y las empaparon antes de colocárselas a modo de antifaces; después, y entre los dos, volcaron el barreño sobre el fogón y, cerrando la puerta, salieron de la cocina.
Hallaron a Maritxu en un cuarto con la cara y el cuerpo amoratados. Joaquín la zarandeó suavemente y ella abrió los ojos e intentó cubrir su desnudez con la colcha al reconocerlo. La tapó con cuidado, al tiempo que se mordía los labios hasta hacerse sangre, mientras Galerdi entraba en el cuarto contiguo. La joven tenía los ojos abiertos y, al parecer, no había recibido el duro castigo de la madre, pero yacía hecha un ovillo y no respondió cuando él la llamó por su nombre. Los dos hombres estaban agotados y casi no se sostenían en pie; no habían comido ni bebido en toda la jornada y el drama vivido había hecho mella en ellos, pero no podían dormir mientras los soldados anduvieran sueltos como perros asilvestrados en busca de comida. Seguía saliendo humo de la chapa, aunque ya no había peligro de incendio, y decidieron dejar abiertas la puerta de la cocina y de la calle como medio de disuasión para posibles depredadores; llevaron a Marina envuelta en una manta junto a su madre, se atrincheraron en el cuarto colocando dos arcones, uno encima del otro, contra la puerta y se quedaron dormidos tumbados sobre el suelo.