25 DE JULIO DE 1813

El sitio duraba ya casi un mes. Primero llegó el ejército del general Mendizabal, en el que se encontraban los tres batallones de voluntarios guipuzcoanos y algunos más de vizcaínos comandados por el coronel Ugartemendia. Después hicieron su aparición la marina inglesa que bloqueó el puerto y las tropas anglo-portuguesas, a las órdenes del general Thomas Graham, al tiempo que las de Mendizabal abandonaban el lugar y se dirigían hacia la frontera. Durante varios días, los aliados se dedicaron a situar sus baterías en la orilla derecha del Urumea con la clara intención de atacar la zona más frágil de la muralla, la llamada “de la brecha”, ya derruida algo más de cien años atrás durante otro asedio inglés. La historia se repetía, aunque, según comentó el notario Gurutzeaga con ironía, dirigiéndose a Joaquín Larburu y a otras personas que participaban en la charla, en aquella ocasión las fuerzas sitiadoras estaban compuestas por ingleses, holandeses, austríacos y… franceses en contra de los españoles, y ahora eran españoles, ingleses y portugueses quienes se aliaban contra los franceses.

—Hoy son amigos y mañana enemigos —concluyó el notario—. ¡Y así va el mundo!

El general Rey, por su parte, había ordenado desalojar y atrincherar los edificios y construir barricadas en las calles adyacentes a la muralla para defender la zona en caso de que los atacantes lograran derruir el muro. Los donostiarras, encaramados en algunas zonas sin vigilancia de las murallas, en los tejados, en las torres de las iglesias o desde las laderas del Urgull, contemplaban el trajín militar que se desarrollaba en uno y otro lado sin atreverse a predecir su inmediato futuro. Nunca se habían visto tantos soldados ni tantas piezas de artillería juntos. Algunos seguían las maniobras con catalejos y comunicaban a otros cada movimiento que tenía lugar; éstos, a su vez, lo propagaban por la ciudad. La quema de los barrios de San Martín y Santa Catalina por orden del general francés para evitar que fueran utilizados por los enemigos y la llegada de sus desesperados habitantes con lo puesto y algunas pertenencias envueltas en hatos causaron una consternación enorme entre la ciudadanía. Los donostiarras contemplaron, como si se trataran de ejercicios militares, el ataque al convento de San Bartolomé, que había sido abandonado por las monjas agustinas que lo habitaban, y la batalla entre los dos ejércitos en las ruinas de San Martín que acabó con la victoria de los franceses, y la voladura del puente de Santa Catalina por parte de éstos para aislar completamente la ciudad. Las hostilidades se llevaban a cabo cada vez más cerca de las murallas. El asunto parecía ir en serio. Muchos lamentaron, entonces, no haber aprovechado la oportunidad para escapar cuando aún estaban a tiempo.

—Antes o después lograrán su propósito.

—O no.

—Muy seguro estás…

—Hasta ahora no lo han conseguido, así que no veo por qué tendrían que cambiar las cosas. Los aliados han sufrido cientos de bajas y los franceses apenas unas decenas.

Joaquín no respondió. Era todavía muy temprano, pero Juanito Galerdi y él habían quedado la víspera para examinar los desperfectos ocasionados por los bombardeos y observaban la brecha de unos sesenta metros que las baterías aliadas habían abierto en la muralla; dos boquetes, en realidad, en el lugar señalado por Gurutzeaga en aquella primera charla mantenida en “La Casa del Chocolate” y a la que habían seguido unas cuantas más, pues le agradaba conversar con don Francisco, un hombre lúcido y muy realista. Todos los días, a las doce en punto del mediodía, se presentaba en el local y acompañaba al notario, aunque él prefería el ron o el aguardiente. Y aprovechaba, de paso, para observar a la dueña.

—Rey no se rendirá —había afirmado don Francisco antes del bombardeo que había abierto la brecha y provocado el incendio de numerosos edificios adyacentes, incluido el almacén de la familia en la calle de San Juan—. Es militar de profesión y su escala de valores difiere de la nuestra. Cuantas más heridas, cicatrices y muertes tenga en su haber, más méritos podrá añadir a su historial y más medallas podrá colgar en su pecho.

No había querido discutir con él a pesar de estar convencido de que el francés optaría pronto por la rendición. Era de locos intentar plantar cara a un ejército superior en fuerzas y armamento; era meterse en la propia boca del lobo, sin ninguna posibilidad de éxito. Hasta un niño era capaz de comprender la inutilidad de una acción semejante con tan sólo encaramarse a uno de los cubos de la muralla y contemplar el gigantesco hormiguero de casacas rojas que se agitaban al otro lado del río. Sin embargo, una vez más, el notario había tenido razón.

Unos días atrás había acompañado a su amigo al castillo con el encargo de hablar con el general Rey en nombre de la Municipalidad. La pendiente suponía un esfuerzo, pero la vista que se contemplaban desde lo alto era de una belleza extraordinaria. La mar, inmensa, insondable; la de los viejos pescadores, balleneros, viajeros y aventureros; la de las leyendas, del fin del mundo, de la vida y de la muerte, siempre igual y siempre diferente, por un lado. El Urumea por el otro, los montes más allá y, entre ambos, su querida ciudad protegida por el Urgull. Permanecieron largo rato embelesados en la contemplación de un paisaje cuya perfección y sosiego estaban a punto de ser alterados por la mano del hombre. Además de las chalupas y pequeños barcos pesqueros, en la bahía podían apreciarse anclados varios barcos de guerra, velas plegadas, cuyos cascarones se mecían al ritmo que las olillas que iban a morir a los arenales; en la pequeña isla situada en medio de la bahía, numerosos cañones destellaban a la luz del sol, sus bocas dirigidas hacia la costa. También se divisaban las ruinas todavía humeantes del barrio de San Bartolomé y del arrabal de Santa Catalina y las tiendas de campaña levantadas para cobijar a los soldados ingleses y portugueses que esperaban el momento oportuno para entrar victoriosos en San Sebastián.

La visión del campamento enemigo les hizo recordar la razón de su presencia en la fortaleza.

Se hicieron anunciar y apresuraron el paso cuando el soldado, después de hacerlos esperar un rato, les informó Je que el general los recibiría en aquel momento. La propuesta de la Municipalidad era muy sencilla: solicitar al mando francés que aceptase la primera oferta del general Graham para rendir la plaza y capitular antes de que la situación se volviera más peligrosa para ellos, y para la ciudadanía. Una capitulación honrosa ante un contingente superior no suponía ninguna vergüenza, y más teniendo en cuenta de que el rey José llevaba ya varias semanas a salvo al otro lado de la frontera, le expusieron con delicadeza.

—La rendición, ¡jamais!

El rostro del general Rey, rojo hasta la raíz de los cabellos, mostraba su cólera ante una proposición semejante. Él no huiría, no era un cobarde, no se marcharía de “su” castillo con el rabo entre las piernas, un militar francés jamás se rendía con deshonor y menos ante un bastardo inglés, lleno de títulos. Él no tenía títulos, ni falta que le hacían. Era un soldado del Imperio, si bien previamente había sido republicano y, antes, monárquico porque —afirmó— la patrie estaba por encima de los gobiernos; éstos perecían o cambiaban de manos, pero la patria permanecía y los verdaderos patriotas no se rendía, y menos si eran soldados. Su cuerpo regordete temblaba de furor mientras paseaba arriba y abajo pisando con fuerza las baldosas de su despacho, moviendo su bastón de mando como si dirigiera una orquesta.

Galerdi y él lo observaban sin alterarse. Su amigo conocía al militar por razón de su cargo en el Consulado; esto y el hecho de que fuera uno de los pocos capaces de entender la jerga del militar, quien mezclaba vocablos franceses y castellanos al tiempo que rulaba las erres y se comía los finales de las frases, lo habían hecho candidato para la delicada tarea de intentar hacerle entrar en razón. Ambos estaban juntos cuando apareció el alcalde Bengoechea y le encomendó la misión de ir a hablar con el francés.

—No me hará ni caso —había asegurado Galerdi con su escepticismo habitual.

—Nada se pierde con probar —afirmó el alcalde a su vez.

—¿Y por qué no vas tú a hablar con él?

—Porque él sabe que no me gustan los franceses y que estoy deseando que los aliados los echen de aquí a patadas.

—Creía que eras un afrancesado…

—Fui partidario de su revolución, que no es lo mismo, y aplaudí la caída de la monarquía. Los reyes no sirven para nada, ya se ha visto en el caso de Carlos IV y del malnacido de su hijo Fernando; son unos déspotas como Bonaparte o unos inútiles como su hermano. E insístele de paso —añadió el alcalde, volviendo al tema de la entrevista con el general— que permita salir a los civiles.

—Juanito tiene razón, el general no le hará ni caso —había intervenido él recordando las palabras del notario—. Es un militar profesional y los militares no se rinden.

—¿No eres tú el hijo de Larburu, el que estaba en Burdeos? —le interrogó Bengoechea. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. ¿Hablas bien el francés? ¿Sí? ¡Estupendo! Acompaña a tu amigo y a ver si entre los dos conseguís convencerlo.

Lo dudaba, ambos lo dudaban. Era preciso ser prácticos. Había sido el tiempo de los franceses y ahora lo era el de los ingleses, aunque, por ellos, unos y otros podían irse al infierno y olvidarse de los guipuzcoanos. No obstante, era preciso hacer algo. Los víveres comenzaban a escasear; sin embargo, esto no era todavía motivo de preocupación. A pesar del cerco impuesto por los buques ingleses, a menudo, aprovechando la oscuridad de la noche, llegaban barcazas de la zona francesa cargadas con carne, harina, azúcar, tabaco y vino, entre otras mercancías, pero se echaban en falta las frutas y verduras frescas que las caseras acarreaban en grandes cestos sobre sus cabezas y el ajetreo que se organizaba en la Plaza Nueva todas las mañanas hasta pasado el mediodía. Y también el pescado. Los franceses no permitían salir a faenar ni siquiera a los chaluperos.

—No hay ningún peligro para la población —aseguró Rey con un tonillo de hastío al escuchar la segunda petición, la de permitir evacuar a la población civil—. Ustedes están a salvo y bien protegidos por el ejército imperial.

—Pero los civiles no tienen nada que ver en este asunto —insistió Galerdi a riesgo de sufrir la cólera del militar—. Y, en el caso de que los atacantes consigan entrar, tampoco tienen medios para defenderse.

—No hará falta que se defiendan, para eso estamos aquí nosotros y el ejército que acampa al otro lado de la frontera, que se pondrá en marcha al menor indicio de ataque por parte de los absolutistas.

Dicho esto, Rey los despidió con un gesto y se concentró en la lectura de los numerosos partes y mensajes que cubrían por entero su mesa de trabajo.

Dos días después, los aliados bombardeaban las murallas y Sir Thomas Graham, el general inglés al mando, ofrecía la rendición que su homólogo francés rechazó. El resultado fueron más bombardeos y el destrozo que ahora tenían ante los ojos: dos enormes boquetes en la muralla, palacetes y edificios derruidos cuyos moradores se habían visto obligados a buscar alojamiento en casas de parientes y amigos, y calles repletas de cascotes y hierros retorcidos.

—Dicen que Wellington ha enviado desde Lesaka cañones de mayor calibre —aseguró Galerdi rompiendo el silencio.

—¿Quién lo dice?

—Joantxon, el hijo del panadero Martirena, que ayer se llegó hasta el Antiguo y vio cómo los soldados instalaban los nuevos cañones.

—Ah, ¿pero se puede salir y entrar así como así? ¿No ha prohibido el general abandonar la ciudad?

—Así como así no, pero se puede si eres un crío o un viejo y vas con las manos vacías, o si tienes un buen montón de dinero para que los franceses hagan la vista gorda.

—Se rendirán, ya lo verás…

—Nosotros nos encargaremos de que lo hagan.

Joaquín miró a su amigo, pero éste tenía los ojos puestos en la brecha y apretaba las mandíbulas con tanta fuerza que los músculos se marcaban alrededor de su boca. Se veían casi a diario, pero no le había vuelto a hablar de reuniones en su casa, de armas escondidas o planes de defensa, aunque, de vez en cuando, dejaba caer alguna que otra insinuación al respecto. Muchas veces se había sentido tentado de preguntarle acerca de aquellos planes, pero, en el fondo, prefería ignorarlos.

Obedeciendo el deseo de su padre, había comenzado a trabajar en el negocio familiar dos días después de su llegada. No había mucho que hacer por el momento, puesto que las relaciones comerciales con otras provincias y países se habían interrumpido ya que no era posible sacar ni meter mercancías por tierra o por mar. Sin embargo, no había perdido el tiempo. Aprovechando el compás de espera al que se veían obligados, el padre le había puesto al corriente del negocio, juntos habían llevado a cabo un inventario y hablado largo y tendido de proyectos para el futuro, un futuro que ahora se preveía difícil. El almacén de la calle de San Juan había ardido en su totalidad y se habían perdido varias toneladas de cacao y café almacenadas allí. Todavía podía sentir el fuerte olor a semillas quemadas y veía las lágrimas en los ojos de su progenitor, algo que lo había dejado muy asombrado porque nunca habría imaginado que el fiero don José Larburu fuese capaz de llorar.

—¿Qué hacen ustedes ahí?

Un oficial francés, sable en mano, los increpó desde lo alto del hornabeque.

—¡Lárguense inmediatamente! ¡Éste no es lugar para civiles!

Antes de que pudieran obedecer, una potente explosión los arrojó contra el suelo. Todo ocurrió en un instante: el ruido, la fuerza del empujón, los cascotes que les cayeron encima y su aturdimiento. Joaquín fue el primero en reaccionar. A unos pasos yacía su amigo, con una herida en la frente de la que manaba sangre y, a su lado, el cuerpo inerte del oficial francés en una postura grotesca, como la de un muñeco de trapo abandonado por un niño en un rincón, y el asombro reflejado en sus azules ojos abiertos. Lo miró fascinado, pero no se atrevió a tocarlo. El único cadáver que había visto en su vida, a los diez años, había sido el de su abuela materna, pero la buena señora parecía dormida.

—Joaquín…

Galerdi estaba a cuatro patas e intentaba ponerse en pie. Acudió en su ayuda y lo obligó a caminar sujetándolo por la cintura y arrastrándolo por la calle de Lorencio hacia la de Esterlines. No miraron hacia atrás; sólo escucharon ruido de fusiles, explosiones de granadas y gritos de ánimo y, también, de agonía. Debían alejarse de allí lo más rápidamente posible, encontrar un lugar seguro si es que existía alguno. En su huida toparon con decenas de personas; algunas corrían en su dirección, otras lo hacían en sentido contrario y volvían tras sus pasos al oír las advertencias de sus vecinos. Los dos amigos desembocaron en la calle Mayor y fueron empujados por los aterrorizados vecinos que se dirigían hacia la iglesia de Santa María entre voces y gemidos.

—Creo que me voy a desmayar…

Galerdi se tambaleó, llevándose la mano a la frente. La sangre le cegaba la visión del ojo derecho y había teñido el cuello de su camisa almidonada y el pañuelo de seda, ambos de color blanco.

—Aguanta un poco. Enseguida llegamos a la iglesia.

—Déjame aquí y ve tú.

—¡No digas tonterías!

Para evitar que su amigo cayera al suelo, Joaquín lo cogió en brazos y miró a su alrededor. Un poco más adelante estaba “La Casa del Chocolate” y sus puertas se hallaban abiertas. Avanzó con la vista puesta en el cartel que anunciaba el nombre y estuvo a punto de caerse él también cuando por fin logró llegar hasta el local y entrar en él. Otros brazos recogieron su carga y alguien lo ayudó a sentarse y le tendió un vaso de aguardiente que bebió de un trago. A lo lejos continuaban escuchándose disparos y explosiones, y a través de la puerta abierta y de la ventana que daba a la calle podía verse a la gente corriendo hacia la iglesia.

No parecía que hubiese habido muertos ni heridos entre la población, aparte de algunos contusionados durante la desbandada. Los dos amigos habían sido los únicos lesionados durante el ataque y la chocolatería se llenó de curiosos en cuanto se corrió la voz por el vecindario. Estaban ansiosos por conocer los pormenores del ataque y las preguntas se sucedían sin tiempo para ser respondidas. Galerdi, con la cabeza vendada y casi repuesto del incidente, daba la impresión de haber sido testigo ocular del suceso.

—Los aliados hicieron explotar una mina y atacaron a los franceses, aprovechando su desconcierto —explicaba una y otra vez, subido a una mesa para que los presentes pudieran verlo—, pero los gabachos no tardaron en agruparse y disparar a mansalva. Aun así, un batallón de portugueses se encaramó a la muralla, pero fueron tiroteados desde abajo y cayeron como moscas. Joaquín y yo fuimos heridos por la explosión, quedamos tendidos en el suelo y nos dieron por muertos, por eso pudimos ver lo ocurrido con mucha claridad, a pesar de que yo personalmente me estaba desangrando… Es una lástima que los aliados no hayan logrado traspasar la muralla, pero hay que reconocer que el general Rey se ha portado caballerosamente porque les ha concedido una tregua para retirar a sus heridos antes de que suba la marea, aunque ha sido un número tan elevado que también ha ordenado a sus hombres que asistan a los heridos sin tener en consideración si son amigos o enemigos.

Joaquín lo escuchaba atónito y se limitaba a afirmar con la cabeza cada vez que le preguntaba:

—¿No es cierto?

Galerdi mostraba un aspecto entre cómico y dramático y su amigo no era capaz de decidir cuál de los dos superaba al otro. Sin sombrero y a falta de un zapato que había perdido en la huida, con las medias rotas, la taleguilla desgarrada, la levita sucia, la cabeza vendada y restos de sangre en las mejillas y en las manos, era la viva imagen de la tragedia de los civiles en tiempos de guerra. No obstante, su verborrea y el hecho de que pudiera mentir con tanto aplomo, allí, subido encima de una mesa como si estuviese dirigiendo una arenga política, le habrían hecho reír si la situación fuera distinta. Quizá —se dijo— su amigo no mentía, sólo imaginaba lo ocurrido. Después de ellos, otras personas habían entrado en el local trayendo diversas noticias. Juanito, con su enorme capacidad para fantasear, se limitaba a recogerlas, a engrandecerlas, a rellenar los vacíos y los oyentes lo escuchaban con la boca abierta diciéndose que la milagrosa salvación de los dos hombres se debía a sus santos patrones quienes, hasta en los momentos más peligrosos, velaban por la seguridad de los donostiarras.

Nadie supo cuánto tiempo transcurrió hasta que, por fin, los ruidos cesaron y la calma se adueñó de nuevo de la ciudad. Los refugiados en las dos iglesias y en los conventos salieron poco a poco, con miedo de que la calma presagiara la tormenta, alentados por los párrocos y las palabras confiadas de algunos convecinos. Permanecieron en la calle, a la expectativa, hasta que unas cuantas personas se aproximaron a la muralla para conocer la situación. Regresaron sobrecogidas. Los muertos se contaban por centenas, aseguraron, y muchos más los heridos que gritaban pidiendo auxilio. Había franceses entre ellos, pero eran, ante todo, soldados ingleses y portugueses quienes yacían entre los escombros de la muralla. El ataque había sido rechazado por los hombres del general Rey, quien pedía a la población que cooperase en el auxilio a los supervivientes heridos, demasiados para los médicos y medios con los que se contaba. Durante unos instantes, hombres y mujeres intercambiaron miradas y, sin necesidad de palabras, la mayoría se dirigió hacia la brecha mientras mayores y niños regresaban a sus casas a toda prisa.

También se había vaciado la chocolatería. Quedaban dentro la dueña, su oficial y un par de hombres, Joaquín Larburu y el acompañante habitual del banquero Brunet, el extraño personaje que había recomendado a Maritxu que abandonase la ciudad mientras aún estaba a tiempo. Otilia y los dos aprendices se habían unido al grupo que acudía a socorrer a los heridos, dirigido por Juanito Galerdi, muy en su papel de héroe del día.

—Nos hemos quedado solos. Tal vez deberíamos ir a echar una mano… —comentó Joaquín por decir algo.

No sentía el menor deseo de regresar a la brecha y encontrarse con la visión de cientos de cadáveres ensangrentados, diseminados por los escombros. Tenía suficiente con el recuerdo del francés muerto ante sus ojos. El oficial era un ser vivo antes de la explosión y sólo un cuerpo descoyuntado instantes después. Nunca se había detenido a pensar en la fragilidad de la vida, en la vulnerabilidad de la existencia humana. Era joven, estaba sano y tenía muchos años por delante, ¿a qué preocuparse por esas cosas? Lo que tenía que llegar, llegaría, aunque mucho se temía que las cosas fueran distintas a partir de ahora.

Observó a Maritxu, que permanecía de pie ante la puerta con la mirada perdida. Acudía al local cada día, pero no hablaba con ella más de lo necesario; ella no le daba pie. De hecho, pudo constatar que era una mujer muy reservada y que apenas intercambiaba algunas frases con los clientes sobre la consumición, el tiempo y poco más. A todas luces, no deseaba intimar con nadie, como si quisiera mantener la distancia entre ella y los demás para preservar sus pensamientos y sus sentimientos. Sabía por don Francisco que no se le conocía ninguna relación y que nunca había dado que hablar en asuntos de amoríos, y no por falta de pretendientes, que los tenía o los había tenido. Le habría gustado hablar con ella, conocer los recovecos de su mente, preguntarle por qué razón había levantado un muro entre ella y las personas que la rodeaban, incluida su hija a la que, siempre según el notario, había enviado a vivir con su abuelo a Zubieta.

—Ya habrá tiempo de echar todas las manos posibles.

Dirigió su mirada hacia el hombre que no se había movido de su sitio al volver la calma. Ni lo conocía ni recordaba haberlo visto antes de su partida hacia Burdeos. Probablemente se trataba de un viajero o comerciante de paso por San Sebastián a quien la orden del general Rey había sorprendido dentro de la ciudad y no había tenido la oportunidad de salir mientras estaban abiertas las dos puertas, la de Tierra y la del Mar. Hablaba con un extraño deje, pero no parecía extranjero.

—¿Cree usted que volverá a repetirse el ataque de hoy, señor…?

—Me llamo Juan Antonio de Sagasti, para servirle, y sí creo que habrá otro ataque, el definitivo.

—Mi nombre es Joaquín Larburu, también para servirle. ¿A qué se refiere con que habrá un ataque definitivo?

—A que esta guerra está ya perdida para los franceses. Napoleón no acudirá en ayuda de su hermano como ya lo hizo hace cinco años. En Rusia perdió a trescientos mil hombres hace unos meses y, a pesar de sus recientes victorias sobre los prusianos, no pasará mucho tiempo sin que el invasor sea a su vez invadido. Créame, amigo, las preocupaciones de Bonaparte se hallan ahora en otro lugar. Los tres mil o cuatro mil gabachos que se amontonan en el castillo como borregos en un establo serán vencidos la próxima vez, y ellos lo saben.

—Más razón para que Rey rinda la plaza.

—Pero no lo hará. El general es un militar de la vieja escuela. Se le ha dado orden de defender la fortificación y lo hará, aunque para ello haya de sacrificar a la población civil.

—¿Qué dice usted?

Maritxu se había girado al escuchar las últimas palabras de Sagasti.

—Los franceses se refugiarán en el castillo en cuanto los aliados logren entrar, algo que harán más pronto que tarde. ¿Dónde se refugiarán los habitantes cuando los aliados consigan, por fin, atravesar la muralla?

—¿Y por qué habríamos de refugiarnos? Vienen a liberarnos del yugo francés.

—Querida señora, en esta guerra, como en todas las guerras, la población civil no cuenta. Soldados y civiles son meras piezas de un juego de intereses y poder que se dirime en los despachos, pero… los soldados tienen armas y los civiles no.

—¿Y…? —preguntaron Maritxu y Joaquín al unísono.

El gacetero apuró las últimas gotas de licor de su vaso, después los miró y se puso en pie.

—Ustedes nunca han presenciado una guerra, ¿verdad? El mejor hombre se convierte en una fiera excitada por el olor de la sangre, el mejor padre en asesino de niños, el mejor marido en violador de mujeres, el hombre honesto en ladrón. La tensión y el miedo a los que se ven sometidos los soldados alcanzan cotas inimaginables. Después de una batalla en la que han arrebatado la vida a otros seres humanos y han luchado por defender la propia, han destripado, han rebanado pescuezos y desfigurado los rostros de hombres iguales a ellos, necesitan tiempo para recuperarse, como los caballos tras una larga cabalgada. No pueden detenerse de golpe, tienen que hacerlo poco a poco. Es, digamos, una especie de catarsis para no volverse locos.

—¿Cómo sabe usted eso? —preguntó Joaquín, impresionado por sus palabras.

—Porque yo también fui militar. Por eso abandoné las armas y juré no volver a empuñar una en mi vida.

—¿Ni aunque le vaya en ello la vida?

—Ni aun así.

—¿Y por defender la vida de otra persona? —inquirió Maritxu.

Sagasti no respondió, esbozó un inicio de sonrisa, se llevó la mano al sombrero en gesto de despedida y salió a la calle.

Durante largo rato, Maritxu y Joaquín permanecieron en silencio, sin saber qué decir, sin ganas para hablar, cada uno de ellos a solas con sus pensamientos y dando vueltas a lo escuchado. A pesar del asfixiante bochorno, la mujer sintió frío y se frotó los brazos en un ademán instintivo. Una vez más se dijo que no ocurriría nada, que los funestos augurios de su cliente nada tenían que ver con la realidad de la situación. Puede que hubiese algún exceso, algún robo, pero bastaría con mantenerse lejos de los soldados que, a buen seguro, celebrarían la victoria con unas copas de más. Los borrachos, ya se sabía, perdían la compostura. Más de una vez ella se las había visto con algún cliente bebido; sin embargo, no ocurría a menudo porque nunca mantenía el local abierto pasadas las diez de la noche y los borrachines, como las brujas, deambulaban a partir del anochecer. Por otra parte, estaba tranquila. Marina estaba segura junto a su abuelo, en “Eguzkienea”.

Joaquín, a su vez, no podía dejar de pensar en el símil entre soldados y caballos. Había tenido la oportunidad de cabalgar en la granja de los padres de su amigo Stéphane, en la Gironda. Los dos hacían carreras de varias millas y, tras llegar al punto establecido, dejaban que los caballos recobrasen el trote hasta que se detenían. En otras palabras, y si había entendido bien, Sagasti era de la opinión de que los soldados aliados continuarían atacando y matando a quien se pusiese por delante, incluso después de haber vencido a sus enemigos. Sin embargo —recapacitó—, eso no había ocurrido en Vitoria, aunque, también era cierto, tampoco se conocía la suerte corrida por los pueblos del entorno de la ciudad alavesa. Se hablaba de miles de ingleses, portugueses y españoles que, sin control alguno, recorrían la provincia cometiendo pillajes y otras atrocidades. De todos modos, tenía clara una cosa: sacaría de la ciudad a su madre y a su hermana lo antes posible, con la autorización o no del padre.

Se levantó de la silla en la que había permanecido sentado desde su llegada a la chocolatería y sintió las piernas flojas. Tenía la levita y la taleguilla arrugadas y manchadas con la sangre de su amigo y había perdido el sombrero en la carrera, el segundo en pocos días, recordó disgustado. Se ajustó el nudo del pañuelo de seda que llevaba al cuello, se pasó las manos por el cabello en un gesto inútil por recomponer su figura y se dispuso a abandonar el local para regresar a su casa inmediatamente y poner su plan en marcha. Sólo entonces se dio cuenta de que la dueña había tomado su posición anterior, de pie, delante de la puerta. Miraba hacia el edificio situado enfrente, pero allí no había nada interesante que ver.

—He de marcharme… —casi se disculpó.

Maritxu se hizo a un lado para dejarlo pasar, pero continuó mirando al edificio de enfrente.

—¿Estará… estará usted bien?

La mujer desvió su mirada hacia él.

—Imagino que sí, aunque no creo que hoy alguien lo esté.

—Si puedo ayudarla…

La vio sonreír por primera vez. Fue una sonrisa agradecida, triste, pero transformó sus rasgos severos de matrona viuda en los de una mujer todavía joven y atractiva que hizo que la sangre se acelerase en sus venas.

—No, gracias. Usted tendrá una casa y una familia…

—Mis padres y mi hermana —se apresuró a responder—. No estoy casado.

Era ridículo que, en aquellas circunstancias, se preocupase en explicar a una mujer mayor que él y con la que no había intercambiado más de dos frases seguidas que era soltero. Avergonzado, echó a andar, pero se detuvo y volvió sobre sus pasos.

—Tiene usted que marcharse de aquí en cuanto pueda —le espetó con brusquedad.

—No ocurrirá nada malo, ya lo verá…

Le sonrió de nuevo y entró en el local, mientras que él tardó unos momentos en reaccionar y echar a correr por la calle de Ignacio cruzándose con grupos de personas que iban en dirección contraria llevando entre varios a algunos heridos.

—¡Maritxu! ¡Maritxu!

La voz de Otilia la obligó a salir otra vez. Su amiga señaló al cuerpo inerme que los dos aprendices y otros dos hombres sostenían entre los brazos. Se trataba de un joven militar que había recibido un corte en la mejilla, otro en un muslo y otro en el pecho, según revelaba la sangre reseca que manchaba su casaca roja.

—Se ha desmayado, pero no está muerto —le aclaró Otilia—, aunque ha perdido mucha sangre y es preciso ocuparse de él.

—Creo que han montado un hospital en el convento de San Telmo —se le ocurrió decir.

—Ya hemos estado allí, y en el de la Casa de los Pobres, pero están desbordados y no hay sitio. Los heridos están por el suelo, esperando a que alguien se ocupe de ellos. Nos han dicho que primero atenderán a los casos más graves y que este hombre no corre peligro de muerte.

—¿Y qué quieres que hagamos nosotras?

—Llevarlo al piso.

—¿A mi casa?

—¡Pues claro! ¿A cuál va a ser? Acabamos de pasar por delante de la mía y sólo queda en pie una de las paredes.

Maritxu recordó que su amiga vivía al final de la calle de San Juan, cerca de la brecha, y asintió con un gesto de cabeza. Subieron al herido y lo instalaron en la habitación de Marina. Otilia se había instalado en ella, pero recogió sus cosas con toda celeridad y se trasladó al cuartucho junto a la cocina utilizado por Josefa.

—Yo puedo dormir en cualquier sitio —afirmó—, pero este joven necesita un cuarto bien ventilado.

Durante varias horas, las dos mujeres se ocuparon del herido. Lo desnudaron y curaron sus lesiones que, en efecto, no revestían gravedad a pesar de lo aparatoso de su aspecto, pero que era necesario limpiar y suturar para evitar infecciones que podían llevarlo al otro mundo, como ambas sabían que ocurría a menudo, incluso en el caso de heridas leves. Maritxu contempló atónita la maña de Otilia cuando, armada de aguja e hilo, cosió las heridas, poniendo especial cuidado en la de la mejilla.

—Es un mozo bien parecido —afirmó ésta— y sería una pena que la cicatriz desfigurase su rostro y no pudiese cortejar.

—¿Cuándo has aprendido tú a hacer estas cosas?

—Soy costurera, ¿ya lo has olvidado? Además, recuerda que suelo ayudar en el hospital de la caridad. Allí es preciso hacer de todo y, visto que se me da bien el pespunte, en algunas ocasiones ayudo al cirujano en trabajos menores. Es una suerte que este joven se haya desmayado —comentó Otilia—. Así nos evita tener que darle un golpe con el atizador para que pierda el sentido y no se entere.

Aunque le disgustaba la presencia de un extraño en su casa, no pudo evitar una sonrisa al escuchar las palabras de su amiga. Envidiaba su buena disposición y su humor ante las dificultades, y se alegró de tenerla a su lado en momentos como aquellos. Y también se alegró de prestar ayuda a un ser humano. Acostumbrada a luchar, a capear sola el temporal, sus gestos de solidaridad no iban más allá del óbolo en la iglesia, alguna que otra limosna en la calle y la entrega, a veces, de bollos y cacao a la Casa de los Pobres. Aquel hombre tendría una familia, una madre que estaría rezando por él creyéndolo muerto en tierra extranjera y lloraría de alegría cuando pudiese abrazarlo de nuevo, cuando aquella locura finalizase.

Entre las dos vendaron sus heridas con tiras de tela de saya, lo lavaron con agua jabonosa, le pasaron una camisa de noche de Eusebio que Maritxu guardaba en un arcón con todas las prendas del difunto de las que nunca se había animado a desprenderse “por si acaso…”, recogieron la habitación y, finalmente, se quedaron dormidas mientras lo velaban. Empezaba a anochecer y no habían probado bocado desde el desayuno.

No hubo sobresaltos durante los días siguientes. Los aliados enterraron parte de los cadáveres de los suyos en la franja de tierra que iba de la muralla al barrio de Santa Catalina; a otros los trasladaron a la otra orilla del río Urumea, donde se alzaban sus campamentos, y los inhumaron en una fosa común cerca de San Bartolomé. Los oficiales ingleses y portugueses caídos en el ataque lo fueron en sepulturas individuales abiertas, al lado de las fosas comunes, y se les rindieron honores militares. Los franceses, por su parte, recogieron los cuerpos de los pocos compañeros fallecidos y los trasladaron a una pequeña explanada, a medio camino del castillo. Allí los sepultaron, de cara a la mar, y entonaron la Marsellesa como último adiós. La población no participó ni en una ni en otra ceremonia. Algunos prisioneros aliados fueron encarcelados en el castillo y otros en la cárcel municipal, pero los heridos permanecieron en los hospitales, conventos y hogares que los habían acogido.

El inglés que dormía en el lecho de Marina no abrió los ojos hasta pasados dos días. Maritxu y Otilia se turnaron a su cabecera y no lo dejaron solo ni un minuto; lo obligaron a tomar leche templada con una yema, un poco de azúcar y un chorretón de coñac, y también caldo de pollo con la consabida yema y el chorretón de alcohol, le cambiaron los vendajes y esperaron ansiosas a que abriera los ojos. Sentían lo mismo que otros vecinos: que, a su manera, estaban colaborando para lograr el fin de la invasión francesa. Los aliados tendrían en cuenta su ayuda y juntos celebrarían su triunfo.

Al recobrar el sentido, lo primero que el joven vio fue a dos mujeres —una regordeta, de mejillas sonrosadas, y la otra vestida de negro— que lo contemplaban satisfechas, con una sonrisa en los labios.

—¡Por fin! —exclamó una.

—No tema; está entre amigos —lo tranquilizó la otra.

El militar se humedeció los labios resecos y trató de recordar; le dolía la cabeza y no podía moverla. Echó una mirada a su alrededor y se detuvo en el tocador de factura artesana sobre el que había una caja forrada de conchas, una muñeca de trapo y un lazo de color azul. Después, miró otra vez a las dos mujeres.

—¿Victoria? —preguntó con un fuerte deje inglés.

—Todavía no —respondió la regordeta.

—Pero ya llegará —dijo a su vez la mujer de negro.

El joven volvió a fijar su mirada en el tocador y cerró los ojos. Maritxu y Otilia esperaron unos minutos y después salieron de la habitación cerrando suavemente la puerta tras ellas.

ALISTAIR WILLIAMS ESCUCHABA con oído distraído a sir Thomas hablar con sus ayudantes de la batalla de Vitoria por enésima vez en la última semana. Una y otra vez volvía sobre la estrategia y brillantez de las decisiones que habían permitido a los aliados enfrentarse con éxito al ejército napoleónico. El hombre disfrutaba, eso estaba claro, rememorando cada movimiento, cada acierto y cada error cometidos a lo largo de las interminables horas del cruento y decisivo enfrentamiento. Daba la impresión de que él solo se había encarado al enemigo y olvidaba que también quienes lo rodeaban habían tomado parte en la ofensiva en la que cerca de trece mil soldados de ambos bandos habían muerto o habían sido heridos, y que muchos de los presentes en su tienda habían perdido amigos y parientes en los campos alaveses. Apreciaba al general, pero estaba cansado y suspiraba por que la guerra acabase ya de una vez y él pudiera regresar a su apacible vida en Londres, los paseos por Hyde Park, las cacerías, los bailes de sociedad y las visitas nocturnas, en compañía de sus amigos, a garitos que harían sonrojar a su madre y sus tías.

¿Por qué diablos se había alistado en el ejército si no tenía intención alguna de ser militar? Iba ya para tres años desde su llegada a España y no era capaz de recordar todas las batallas, escaramuzas y ataques en los que había tomado parte desde entonces. Se sintió deslumbrado por el entusiasmo y las palabras de Graham durante una visita a sus padres, recién recuperado de la “fiebre de Walcheren”, una combinación de malaria y tifus que acabó con la vida de cuatro mil ingleses que acudieron a ayudar a los austríacos en su guerra contra Napoleón. En lugar de sentirse abatido, y a pesar de sus casi sesenta años de edad, el general estaba ansioso por regresar a la acción. Supo por su padre que había entrado en el ejército siendo hombre ya maduro, quince años atrás, después de la muerte de su mujer, a la que adoraba, y que a partir de entonces se había convertido en una leyenda.

—En el fondo —le confió su padre—, yo creo que a sir Thomas no le importa morir. No tiene hijos y, al perder a Mary, perdió la ilusión. Lo que algunos toman por valor y audacia, puede que sólo sea indiferencia por la vida.

Le deslumbraron la oratoria del general, las miradas de admiración que le lanzaban hombres y mujeres y los vistosos uniformes que él y sus ayudantes vestían. Quería que Rowena lo mirase así y que se sintiese orgullosa de él. A fin de cuentas, la fortuna y las propiedades familiares irían a parar a su hermano mayor y él sólo podría ofrecerle una renta y la casa en Knightsbridge, heredada de su abuela materna. Se imaginó regresando de la guerra, colmado de honores y, tal vez, un título nobiliario y no lo pensó más. Le comentó a Graham que a él también le gustaría luchar por la libertad, contra la tiranía del francés, pero que únicamente sabía montar a caballo y disparar a las liebres, aunque era bastante bueno en esgrima.

—Muchacho, yo no sabía mucho más al alistarme —afirmó el general—. Venga conmigo ¡y ya me ocuparé yo de su instrucción militar!

La sonrisa satisfecha de su padre, las lágrimas de su madre y la envidia en la mirada de Eddie, su hermano pequeño, era lo único que recordaba de sus últimos días en Inglaterra antes de embarcarse para Cádiz. No pudo estar con Rowena, pero le envió una carta rogándole que esperase su vuelta.

Sir Thomas cumplió su palabra. Descendía de un antiguo clan escocés y su padre y él eran buenos amigos desde la juventud. Lo acogió como a un sobrino, lo presentaba como su “ahijado” y lo mantenía a su lado la mayor parte del tiempo. Había aprendido junto al viejo escocés mil veces más que en la Real Academia Militar de Woolwich. Campañas, estrategias, lectura de mapas, artillería, suministros, batallas reales y combates cuerpo a cuerpo eran cosas que no se aprendían en ninguna academia de élite. Se le revolvieron las tripas hasta vomitar al ver los cuerpos destrozados de sus compañeros tras la primera ofensiva en la que tomó parte, en las inmediaciones de la playa de Barrosa, al sur de Cádiz, pero no había vuelto a ocurrirle y ahora contemplaba con cierta indiferencia la pérdida de vidas humanas, o cuanto menos de piernas y brazos, o el hecho de matar o de ser muerto. Tampoco sintió nada especial al ser nombrado teniente, al mando de una pequeña compañía. En tiempos de paz habría sido imposible tan rápida promoción de un bisoño sin preparación militar, pero no lo era en plena guerra. El único que verdaderamente le preocupaba era Eddie. Graham había viajado a Gran Bretaña durante unos meses por un problema de su vista y, a su regreso, se había traído a un grupo de jóvenes entusiastas, ansiosos como lo había estado él, de gloria y de aventuras. Su hermano pequeño se hallaba entre ellos.

—¿Qué diablos haces tú aquí? —le preguntó de pronto en medio de las efusiones del reencuentro.

—Lo mismo que tú —le respondió en un tono pícaro acompañado con una sonrisa de niño bueno a la que nadie podía resistirse.

—Mierda; Eddie. Eres un crío y este asunto es cosa de hombres. ¡Ya te estás volviendo a casa con el primer grupo que salga para Inglaterra!

—Acabo de cumplir los diecinueve, la edad que tenías tú cuando te alistaste. ¡No vuelvas a llamarme crío nunca más o te romperé la nariz de un puñetazo!

Se separaron enfadados y tardaron varios días en encontrarse de nuevo. Su hermano había sido designado a la 4ª División, a las órdenes del general Cole, y él continuaba en la 1ª, con Graham. No era fácil encontrarse entre los ochenta mil soldados que se dirigían hacia el norte en pos de José Bonaparte y de su ejército. Ninguno de los dos mencionó su primer encontronazo y Eddie le entregó varias cartas que traía para él, entre ellas una de Rowena. La abrió nervioso, ¡sólo faltaba que le anunciase su compromiso con algún otro! Pero no, su querida Rowena lo echaba en falta, rezaba para que regresara pronto sano y salvo y renovaba la promesa de amor que le había hecho la última vez que se habían visto. Releyó varias veces la carta hasta sabérsela de memoria y después la metió en el sobre, lo dobló con sumo cuidado y lo guardó con sus documentos en la cartera de piel que siempre llevaba en un bolsillo interior de su casaca roja.

—¡Brillante! ¡Absolutamente brillante!

Las exclamaciones entusiastas de Graham y el puñetazo que éste soltó sobre la mesa de campaña le hicieron prestar de nuevo atención a la conversación. Al día siguiente atacarían San Sebastián, aquella pequeña ciudad rodeada de agua frente a la cual llevaban cerca de un mes. El general debía de estar explicando el plan de ataque y no era cuestión de estar distraído.

—La disposición de las divisiones ordenada por Wellington para rodear a los franceses, cortarles la retirada e impedirles alcanzar la frontera por Guipúzcoa fue absolutamente brillante. ¡Propia del avezado cazador que es! Os aseguro —añadió— que la batalla de Vitoria pasará a los anales de la estrategia militar.

Alistair apretó los labios para evitar un soplido de hastío y salió discretamente de la tienda. El cielo estrellado y la temperatura propia del mes de julio invitaban al paseo. Se encaminó hacia el puente que separaba las dos orillas del río, pero lo pensó mejor, dirigió sus pasos hacia una pequeña loma y se sentó sobre la hierba al llegar a la parte más alta. Con la vista fija en los reflejos de la luz de la luna sobre el agua y en medio del silencio de la noche, roto por los ruidos procedentes del campamento, intentó no pensar en el ataque previsto para el día siguiente, pero le fue imposible no hacerlo. Sería otra jornada más de agotamiento físico y moral, de nervios a flor de piel, peligro, dolor por la muerte de los amigos y miedo por la propia vida. Aquella gran victoria de la que hablaba su general era un hecho cierto, sin duda, pero también lo eran los miles de cadáveres apilados unos encima de otros y enterrados con presteza en fosas comunes para evitar su putrefacción y la propagación de enfermedades. Sus familiares, padres, esposas, hijos, jamás sabrían en qué lugar de aquel país extranjero yacían; serían recordados durante algún tiempo y después olvidados para siempre.

Tenía tomada su decisión al levantarse, las piernas entumecidas, para volver al campamento: pediría ser licenciado en cuanto los franceses fuesen expulsados de España. Había demostrado que era un caballero inglés, dispuesto a arriesgarse, capaz de luchar hasta la muerte y prestar servicio a su patria. Su aventura había durado demasiado tiempo y era hora de tomar otro rumbo, de regresar junto a Rowena.

En ella pensaba mientras, a primera hora de la mañana y al mando de su compañía, se protegía tras la defensa construida a menos de doscientas yardas de la muralla. Con una mano en el sable desenvainado, la otra apoyada en el pecho, a la altura del bolsillo interior que guardaba su carta a modo de talismán de la buena suerte, y los músculos en tensión esperaba la señal de ataque: la explosión de una mina colocada al lado del hornabeque que provocaría la confusión del enemigo.

—¡Adelante! —gritó a sus hombres con el corazón a punto de desbocarse debido al estruendo provocado por el estampido.

Antes de que ellos alcanzaran la muralla, los franceses se habían rehecho y disparaban a mansalva al tiempo que lanzaban bombas y granadas contra ellos y las baterías aliadas erraban la diana y lanzaban los proyectiles desde San Bartolomé contra sus propias tropas. El caos fue total. Algunos soldados intentaban trepar por las rocas resbaladizas y eran muertos; otros caían al agua y se ahogaban; muchos salieron huyendo siendo acribillados sin poder alcanzar la línea de defensa.

Alistair vio desplomarse a su ayudante, un pelirrojo que soñaba con regresar a la granja de Kent y ocuparse de las vacas de su padre; se tropezó con el veterano sargento Johnson cuya frente había sido agujereada por una sola bala exactamente en el medio, su mirada se cruzó con la de un abanderado aterrorizado a quien una granada había amputado el brazo que sostenía el pendón y peleó cuerpo a cuerpo con varios enemigos. Después, notó que las piernas se le doblaban, dejó de oír los disparos y los gritos de los heridos y cayó de espaldas en tierra. Lo último que vio antes de perder el sentido fue una gaviota que remontaba el vuelo y se alejaba hacia el mar.

Cuando abrió los ojos, dos mujeres lo observaban con una mezcla de preocupación y de alegría en los suyos.

Tardó dos semanas en levantarse. Había perdido mucha sangre, no tenía fuerzas para moverse y pasaba la mayor parte del tiempo amodorrado, pero se sentía a gusto allí, atendido por las dos mujeres que le hacían las curas, lo aseaban, le daban de comer y le cambiaban las sábanas cada días. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido en una cama de verdad, con sábanas recién lavadas y planchadas. Tardó en calibrar su situación, sin entender por qué razón no estaba en un hospital militar o, incluso, en una cárcel francesa.

—Hay muchos otros heridos en casas particulares —le informó la mujer de negro—. El general Rey solicitó la ayuda de la población.

—¿Y… los muertos?

—El general permitió a los aliados que recogiesen los cadáveres de los suyos.

—¿Hubo muchos?

—Demasiados…

Maritxu se mordió los labios. No podía decirle que se hablaba de cerca de dos mil los soldados ingleses y portugueses muertos en el combate, mientras que las bajas francesas no habían llegado a la veintena. Ya habría tiempo para ello.

—¿No han intentado atacar de nuevo?

—¿Quiere usted decir los aliados? No. Según dicen, parte de las tropas han salido hacia la frontera para enfrentarse con el ejército francés que intenta avanzar hacia aquí. El resto sigue acampado al otro lado del río.

—¿Se puede salir de la ciudad? —Tenía que escapar, llegar hasta el campamento y averiguar si Eddie estaba bien.

La mujer lo observó durante unos segundos como si intuyese lo que le rondaba por la cabeza y meneó la cabeza.

—Me temo que no. De hecho, le recomiendo que ni siquiera intente salir de esta casa porque los franceses lo detendrían y lo llevarían preso al castillo. Estará a salvo mientras crean que está herido y no puede moverse del lecho. Ya nos hemos encargado de informar a la patrulla de inspección de que está usted muy grave —sonrió—, en sus últimas.

—Siento no haberles dado a ustedes las gracias… me llamo Alistair Williams, y soy inglés.

—Yo soy Maritxu y mi amiga se llama Otilia. No tiene nada que temer. Aquí podrá esperar a salvo hasta que los suyos consigan la victoria.

—La población…

—Está de su parte y desea ayudarles, pero teme que los aliados no distingan entre amigos y enemigos.

—Nada tiene que temer —le aseguró él—. Nuestra guerra es contra Bonaparte. Los civiles no sufrirán ningún daño.

La vio menear de nuevo la cabeza en un gesto dubitativo, recoger las sábanas sucias y salir de la habitación. Volvió a entrar a media mañana y lo ayudó a levantarse. Sintió una sensación de mareo y las piernas flojas, pero, poco a poco, recuperó el equilibrio y pudo dar unos pasos. Aquel día comió en la cocina, en compañía de las dos mujeres que no dejaban de sonreír, satisfechas al constatar que su protegido se recuperaba bien y comía con apetito. Y más tarde, al anochecer, mientras bebían chocolate caliente, un lujo que ya había olvidado, les habló de su vida en Inglaterra y de su familia, de cómo había aprendido la lengua durante su estancia en España, pero en ningún momento se refirió a la guerra y ellas tampoco le preguntaron nada al respecto. Fue como si ninguno de los tres quisiera recordar la situación en la que se encontraban, como si en la pequeña cocina se hubiese detenido el tiempo y la guerra y sus miserias fueran un espejismo, una pesadilla por olvidar. Al final de la velada, a punto de retirarse, Alistair hizo un esfuerzo.

—Quisiera pedirles un favor… ¿pueden averiguar si entre los heridos hay uno que se llama Eddie, Edward Williams? Es mi hermano y tiene diecinueve años.

—No se preocupe. Mañana nos enteraremos —le aseguró Maritxu con una sonrisa de aliento—. El alcalde ha redactado una lista por orden del general Rey para saber cuántos y quiénes han sido acogidos en casas de los vecinos.

Le tranquilizó saber que el nombre de su hermano no aparecía en la lista y no quiso ni imaginar que fuera uno de los caídos que, según las dos mujeres, los suyos habían enterrado cerca del arenal.

Los días, sin embargo, transcurrían con una lentitud exasperante. Ya no precisaba ayuda para levantarse ni para asearse, si bien sus heridas, en especial la del muslo, seguían necesitando atención. De vez en cuando abría el arcón de la ropa que había en el cuarto y acariciaba su casaca roja. Sus protectoras habían lavado y remendado el uniforme, lo habían planchado y doblado cuidadosamente antes de meterlo en el arcón junto a otras prendas femeninas de colores claros, suaves al tacto, que le traían recuerdos de paseos por el Támesis en compañía de Rowena, de contra-danzas y valses, de confidencias a media voz. Leía su carta a menudo e intentaba recordar su rostro, su voz, sus ojos, pero tres años eran demasiados y la memoria frágil. Sacaba entonces uno de los vestidos del arcón y lo acariciaba, lo olía, en un vano intento por recuperar el tiempo pasado.

Maritxu y Otilia, en especial la primera, pasaban muchas horas fuera y él se aburría, solo en el pequeño piso. Ocupaba el tiempo contemplando desde la ventana el ir y venir de las gentes y en más de una ocasión estuvo tentado de salir a dar una vuelta y comprobar, de paso, las defensas francesas. Le retuvo el pensamiento de ser detenido y encerrado en la fortaleza. Allí no podría ser de ninguna utilidad en caso de que sir Thomas decidiese atacar.

Un atardecer esperaba tumbado en la cama a que sus protectoras regresaran a casa con la consabida chocolatera llena de líquido humeante. Aquél era el mejor momento de la jornada. Se había creado entre ellos una relación afectuosa, casi filial, y aprovechaban hasta el último minuto previo al toque de queda para hablar y compartir confidencias, e incluso reír. Algún día volvería y traería con él a Rowena para que conociera a las dos mujeres que le habían salvado la vida. Juntos pasearían por las calles y los alrededores de la pequeña ciudad marinera y disfrutarían del hermoso lugar, habitado por gentes hospitalarias y amables. Oyó el ruido de la puerta al abrirse y se puso en pie de un salto. Las mujeres nunca regresaban antes de que dieran las diez y no habían dado todavía. Su primer instinto fue buscar un lugar para esconderse, pero no había dónde en la minúscula habitación que lo cobijaba. Pensó en meterse debajo de la cama, pero él era un militar, no un ratón asustado, y esperó lo más dignamente que pudo, en posición de firmes.

La muchacha que entró corriendo en el dormitorio y se detuvo en seco al verlo no se asemejaba en nada a un sargento de fusileros franceses. Los dos se miraron sorprendidos.

—¿Y tú quién eres? —preguntó ella finalmente.

—Alistair Williams, ¿y tú?

—Marina de Irigoyen, la hija de la señora Maritxu.

Así que aquélla era Marina, la dueña de las prendas del arcón… Las mujeres la mencionaban a menudo y sus palabras y el tono de sus voces mostraban lo mucho que la echaban en falta. Sabía que vivía con un abuelo en algún pueblo cercano, pero ¿qué diablos hacía allí? ¿Cómo había logrado entrar en la ciudad? Las campanas de Santa María dieron las diez.

—Ésta es mi habitación —afirmó ella con suspicacia al tiempo que echaba una ojeada a su alrededor para comprobar que nada había cambiado desde su marcha.

—Bueno… yo…

De nuevo se oyó la puerta de la casa y ambos salieron al pasillo.

—¡Marina!

Maritxu miraba a su hija con la sorpresa plasmada en su rostro.

—¿Qué hace este hombre en mi cuarto? —preguntó la muchacha señalando a Alistair con un dedo acusador.

—¿Y tú? ¿Se puede saber qué haces tú aquí? —preguntó a su vez la madre.

—¡No le ha faltado a usted tiempo para darle mi cuarto a un extraño!

—¿Cómo se te ha ocurrido volver en estos momentos? ¡Estás loca!

—¡Y yo que esperaba que me recibiese con los brazos abiertos!

—¡Eres una insensata!

—¡Esto me pasa por querer estar a su lado!

La joven echó a correr, apartó a Otilia de en medio y salió del piso dando un portazo. Maritxu no tardó un instante en reaccionar y salió corriendo tras de ella.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alistair, perplejo todavía por la escena que acababa de presenciar y de la cual no había entendido ni una palabra puesto que madre e hija habían hablado en su lengua natural, el vasco.

—Un intercambio de pareceres —respondió Otilia con su habitual buen humor—. No tardarán en volver. ¿Qué tal si las esperamos tomando una taza de chocolate? Va a quedarse frío.

Ambas regresaron un rato más tarde, conforme había vaticinado la mercera, y aparentemente más tranquilas, pero aquella noche se retiraron bastante antes del toque de queda.

Maritxu, sin embargo, no lograba conciliar el sueño. Marina dormía a su lado. Hasta que el soldado inglés se marchara compartirían la cama, algo que no hacían desde que a los diez años su hija pidió disponer de un rincón sólo para ella. Escuchó su respiración acompasada y tranquila; era la respiración de una niña que se sabía a salvo junto a su madre y puso su mano sobre la de ella. Habían estado separadas un mes y tenía la impresión de que había transcurrido un año. Incluso la notaba cambiada, más mujer ¿o es que ella se sentía más vieja? No se lo diría, pero acababa de darle la mayor alegría y… el mayor disgusto de su vida. Verla en el pasillo, como una aparición, le había provocado un desconcierto difícil de expresar y no era ella mujer que se dejase impresionar con facilidad. La habría estrujado con fuerza entre sus brazos y besado mil veces, tal era la alegría y la emoción que sentía, pero, al mismo tiempo, la habría abofeteado por desobedecer, por no haber permanecido en Zubieta, lejos del peligro.

—Estaba preocupada por usted, madre —le había confesado después de haberla alcanzado en la calle, y dicha confesión la había emocionado—. Oímos lo del bombardeo y lo de los muertos en la muralla…

—¿Y cómo has llegado hasta aquí? —Además de alegría y enfado, también sentía curiosidad—. Los ingleses no permiten el paso por el puente de Santa Catalina.

—He venido desde el Antiguo por el arenal, aprovechando la marea baja.

—¿Y los franceses que vigilan la Puerta de Tierra?

—No querían dejarme entrar, pero ha aparecido el militar aquél con quien usted habló el día en que Josefa y yo nos marchamos, les ha dicho algo a los soldados y he podido pasar.

—¿El capitán Mercier?

—Sí, ése. Me ha dicho que la saludara de su parte y que mañana pasaría por la chocolatería.

Con el ajetreo y los sustos de los últimos días no se había apercibido de que el militar llevaba algún tiempo sin aparecer por el local. Ni siquiera se había acordado de interesarse por saber si era uno de los pocos franceses muertos en la brecha. Ahora tendría que darle las gracias por haber permitido la entrada a su hija y que ésta no se hubiese visto obligada a vagabundear por el arenal, sola y de noche. No deseaba deberle nada; no quería deber nada a nadie y menos a uno de los invasores cuya presencia había provocado la situación que vivían los donostiarras en aquellos momentos, la zozobra, la inseguridad, el miedo. Por otra parte… quizás podría pedirle un salvoconducto para Marina. Algunos de sus vecinos habían salido de la ciudad tras el bombardeo y, al parecer, no habían sido molestados ni por los franceses ni por los aliados. Cierto que no habían sido muchos, sólo los que habían pagado el alto precio que unos y otros les exigían. Hizo cálculos: disponía de algunos ahorros que guardaba a buen recaudo tras la alacena de la cocina, dentro de una bolsa colgada de un clavo, pero ignoraba si serían suficientes. Suspiró. Seguía desvelada. Se sentó en la cama y encendió la vela para contemplar una vez más el rostro de su hija. Aquellos ahorros eran para su dote, pero no habría dote si algo malo le ocurría.

—¿Y el abuelo Miguel? —le había preguntado antes de que se quedase dormida.

—Siempre tan gruñón.

—¿Le has dicho que te venías?

—¡Ni lo piense usted, madre! ¡Me habría encerrado bajo llave!

—¿Y se te ha ocurrido pensar en lo preocupado que estará al descubrir que te has marchado sin decirle nada?

—Ya se lo habrá dicho Josefa. De cualquier manera, creo que no me quiere demasiado.

—¿Por qué dices algo semejante?

—Porque nunca me habla.

Marina se agitó en su sueño y ella apagó la vela; se recostó y acarició su mano.

—Tranquila, cariño, no pasa nada. Tu madre está aquí… —le susurró como cuando era niña y se despertaba en medio de una pesadilla.

Porque nunca me habla”… Ella tampoco le hablaba demasiado y, sin embargo, daría su vida por verla a salvo y feliz, al igual que, estaba segura, haría su padre por ellas dos. Pero ¿cómo explicarle a una chiquilla que el amor no se mide por la cantidad de palabras; que los silencios también hablan y que es preciso saber escucharlos? Tampoco ella había sabido escuchar los de su padre y se habían distanciado, pero no permitiría que volviera a suceder ni con él, ni con su hija.

—Cuando esto acabe… —musitó antes de quedarse, por fin, dormida ella también.

HABÍAN TRANSCURRIDO YA TRES SEMANAS y no había vuelto a oírse el continuo estruendo de los morteros, aunque los aliados seguían disparando de vez en cuando. Algunos vecinos aseguraban que los mandos de los dos ejércitos estaban llevando a cabo negociaciones; otros afirmaban que aquél era un mal presagio; los más, sin embargo, esperaban a verlas venir y ni siquiera se atrevían a cruzar apuestas, una de sus aficiones más arraigadas.

Al anochecer de la víspera de San Roque, las dos iglesias estaban llenas a rebosar. El santo compartía devoción con el patrón de la ciudad, San Sebastián, pues sabido era desde antiguo que ambos conjuraban las epidemias. Se celebraba también la Asunción de María, una tradición pía, vieja de siglos, para la cual se pedía a Roma la declaración de dogma, y las preces se elevaron con más devoción que nunca rogando a la Virgen y a San Roque el cese de las hostilidades y la expulsión de su tierra de los demonios de la guerra. En ello estaban cuando unos disparos de cañón interrumpieron las rogativas y el terror paralizó a los fieles. Tras un momento de vacilación, el párroco de Santa María pidió calma y, a continuación, se arremangó la sotana, atravesó la nave a grandes zancadas y salió de la iglesia, seguido por varios hombres.

—¡Paganos! ¡Son un hatajo de paganos! ¡El diablo los confunda y se los lleve al infierno!

Don Domingo no podía contener su cólera mientras bebía el chocolate que Maritxu, siguiendo su costumbre, le sirvió en taza grande. A él y a sus acompañantes les había llevado un buen rato averiguar la razón de los cañonazos que habían provocado consternación y llanto entre su grey: los franceses celebraban el día de San Napoleón, les informó el sargento de una patrulla que bajaba por la Cuesta del Castillo para relevar a otra.

—¡San Napoleón! ¿Dónde se ha visto semejante idolatría? —prosiguió el sacerdote en idéntico tono encolerizado—. ¡Dios descargará su ira en ese nido de ateos que adoran a un tirano vivo como hacían los romanos y los enviará al infierno!

Los franceses habían iluminado el castillo y un enorme letrero en el que habían escrito: “Vive l’Empereur” además de disparar morteros y fusiles para que sus enemigos supiesen que andaban sobrados de munición y podían derrocharla en honor al emperador, cuya fiesta festejaban. Dicha provocación no dejó de causar una gran impresión entre algunos donostiarras que, por la misma razón, se sintieron más seguros.

—Esta noche vamos a celebrar una vigilia en desagravio al Señor San Roque —informó don Domingo a los pocos clientes que se encontraban en “La Casa del Chocolate”, mirándolos uno por uno para retener sus rostros en la memoria, y añadió a continuación—: Mañana saldrá la procesión como todos los años y después celebraremos una misa por el triunfo de los aliados. ¡Que no falte ni uno! ¡Demostraremos a esos paganos lo que es un verdadero santo!

Nadie se atrevió a rechistar y el local se vació por completo en cuanto él lo abandonó.

Maritxu se dispuso a recoger las mesas. A pesar de las palabras del párroco, ella no acudiría a la vigilia; estaba demasiado cansada y quería volver a su casa. El santo no se lo tendría en cuenta. Echó una mirada desolada a su alrededor. Desde el comienzo del cerco no le llegaba el suministro de cacao y había dejado de servir chocolate, aunque todavía guardaba una pequeña reserva para casos especiales, como eran don Domingo y el anciano notario Gurutzeaga. Las hierbas para las tisanas, el café y los licores también iban desapareciendo poco a poco: en unos días ya no quedaría nada que ofertar a la clientela. Las barcas que desde San Juan de Luz llegaban de noche, burlando el cerco, traían productos de primera necesidad y algunos que no lo eran, pero cuyo coste no se hallaba al alcance de una simple chocolatera. De seguir así, no quedaría más remedio que cerrar el negocio por primera vez en diecisiete años. Unos días antes, y con gran pesar, había tenido que prescindir de Julián y de los aprendices porque los ingresos no daban para abonarles la paga. Ahora se encargaba ella del negocio y de la atención a los clientes con la ayuda de Otilia. No obstante, tampoco habría servido de mucho disponer de género —recapacitó— porque los ánimos no estaban para degustaciones y era necesario ahorrar hasta el último céntimo por lo que pudiera ocurrir. Iba a apagar los dos únicos candiles que alumbraban el local cuando oyó abrirse la puerta.

—Está cerrado —advirtió.

—No para mí —escuchó a su espalda.

Se sobresaltó al girarse y encontrarse cara a cara con el capitán Mercier. Llevaba el bicornio ladeado, la casaca desabrochada y el cuello de la camisa abierto, sin pañuelo. Parecía alegre, demasiado alegre para lo que era habitual en él. No cabía la menor duda de que había bebido.

—Lo siento, capitán, pero ya es hora de cerrar…

—¿Qué tal está su hija? —preguntó el militar al tiempo que cerraba la puerta con la tranca—. ¿Le dio mi recado?

—Sí, sí. Tengo que darle las gracias por haberle permitido la entrada. Es muy joven y…

—No fue nada —le interrumpió acercándose a un palmo de ella—. Le dije que vendría a verla al día siguiente, pero me ha sido imposible. La guerra, ya sabe usted…

—Sí, claro…

Olía a alcohol y a tabaco y su proximidad la estaba poniendo nerviosa, pero quizá fuera aquélla la única oportunidad para pedirle el salvoconducto para Marina.

—Capitán… desearía pedirle un favor…

—Yo también a usted…

El hombre apoyó una mano sobre su hombro, pero ella se desasió suavemente y cogió unos manteles doblados con la intención de guardarlos en un arcón y, de paso, alejarse de él.

—Dicen que se puede conseguir un documento para salir de San Sebastián sin peligro…

—¿Piensa usted abandonarnos?

La pregunta le sonó a amenaza velada.

—Es para mi hija, para que pueda volver con su abuelo, a Zubieta. No debía haber regresado a la ciudad. En estos días, éste no es lugar seguro para una niña —recalcó la palabra “niña”—. También dicen que hay que pagar por él y yo, bueno, dispongo de unos ahorros…

—Mañana tendrá usted el salvoconducto para su hija.

Maritxu sonrió agradecida. No había sido tan difícil y le quitaba un gran peso de encima.

—En cuanto al pago…

—En cuanto al pago, no hará falta que se desprenda de sus ahorros. Por lo que veo. —Mercier señaló hacia las estanterías— el negocio no va demasiado bien.

—Ya vendrán tiempos mejores…

—Pero… —prosiguió el militar acortando de nuevo la distancia entre ellos— todo tiene un precio y no sería justo que algunos pagasen y otros no. La revolución nos hizo semejantes.

—No sé cómo…

—Lo sabe usted muy bien.

Mercier ya no parecía tan bebido, no sonreía y la miraba fijamente a los ojos. Notó que la sangre se agolpaba en sus mejillas y estuvo a punto de correr al obrador y coger un cuchillo. ¿Cómo se atrevía…?

—No sé a qué se refiere —insistió, intentando ganar tiempo.

—No se haga la estúpida, Maritxu, ni me tome a mí por tal. Sabe perfectamente que la deseo con todas mis fuerzas y que llevo meses insinuándome. Soy un hombre y tengo mis necesidades.

—Y yo soy viuda y una mujer respetable. Creía que era usted un caballero.

—No pienso forzarla, si es eso lo que está pensando; no es mi estilo, pero usted verá si está dispuesta a pagar el precio que pongo por proporcionarle un salvoconducto a su hija.

—¿Por qué debería de fiarme?

—Porque no le queda otro remedio.

—Ustedes acabarán por rendirse.

—Puede que sí, pero no será de inmediato y sin lucha. En cualquier caso, su hija pasará hambre, y en una guerra siempre existen riesgos para los civiles.

Una calma fría había sustituido al sofoco del primer instante. No tenía nada que ver, y, sin embargo, abrigaba la impresión de estar negociando el precio del cacao con uno de aquellos comerciantes de la plaza que en pocos años habían pasado de calzar alpargatas a calzar botas de badana fina.

—El nombre de mi hija es Marina de Irigoyen y Altuna.

El militar sonrió, se quitó el bicornio que dejó sobre una mesa y después el talabarte del que colgaba su sable, se aproximó a ella y la tomó en sus brazos.

—El documento primero… —tuvo tiempo de decir antes de que él acallara su voz besándola en los labios—. El documento… —insistió cuando él metió las manos por debajo de sus faldas.

—Mañana lo tendrás. Te doy mi palabra de caballero y de francés.

Todavía podía negarse, darle un empujón, pedir auxilio. Marina, Otilia y el inglés oirían sus gritos y también quienes pasaran por la calle en aquellos momentos, pero no lo hizo. Tenía que sacar a su hija de San Sebastián costase lo que costase, aunque el precio fuera su alma, y cerró los ojos.

—Mañana a la misma hora —dijo Mercier mientras recomponía su aspecto.

Estaba sudado y jadeaba.

—El documento.

—Mañana.

Se colocó bien el bicornio, cerró el cuello de su camisa y se dirigió a la puerta.

—La espera ha merecido la pena —afirmó antes de desatrancar la puerta y salir del local—. Eres una hembra digna de un rey.

El comentario tenía su miga proviniendo de un republicano, pero Maritxu no sonrió. En su excitación, el capitán le había mordido el cuello, le había estrujado los pechos y le había hecho daño al penetrarla. Eran ya muchos años sin un hombre a su lado y se sentía como una joven desvirgada toscamente. También se sentía sucia. Con movimientos lentos, se quitó la blusa cuyas presillas Mercier había arrancado de cuajo y se puso otra que guardaba en un arcón por si se le manchaba la que llevaba en el trabajo; se cambió de delantal, deshizo el moño, se peinó de nuevo utilizando las manos a modo de peine y, finalmente, humedeció un paño y se lo pasó por la cara y por el cuello. Apagó los candiles y salió, cerrando la puerta del local con el candado.

No entró en el portal de su casa y continuó andando. Debía recobrar la calma para volver al piso. Las calles estaban vacías y a oscuras; apenas se veían luces a pesar de ser noche cerrada. El general Rey había ordenado cubrir bien las ventanas antes de encender velas y candiles y no hacerlo si no era estrictamente necesario puesto que su luz podría ser utilizada a modo de indicadores de posición por los aliados. Deambuló sin rumbo fijo, ocultándose en los portales si escuchaba el paso marcial de una patrulla contra el suelo empedrado y lamentando verse prisionera en su propia ciudad. Pasear por los arenales, mojar sus pies en la mar tranquilizaba su ánimo, además de producirle un placer inmenso, aunque Otilia asegurase que tal excentricidad podría llevarla a la tumba sin llegar a vieja. No quería pensar en lo ocurrido, al menos hasta haber conseguido el salvoconducto para Marina y saberla en “Eguzkienea”. Entonces recapacitaría sobre el asunto y tomaría una decisión.

Pudo oír con claridad la respiración de su amiga al pasar por delante de la cocina cuando, por fin, decidió recogerse. Su hija también dormía. Sobre la mesita de noche había un pequeño cabo de vela encendido. Se había quedado dormida esperándola. Cerró la puerta sin hacer ruido, se quitó los zapatos y se tumbó a su lado sin desvestirse, lo más alejada de ella posible para no rozarla ni siquiera en sueños.

Al día siguiente, al mediodía, las tres mujeres y Alistair asistieron a la procesión de San Roque. El inglés vestía un pantalón y un blusón de Eusebio y ocultaba sus cabellos y sus ojos claros bajo el amplio vuelo de una boina. Otilia y Marina habían insistido.

—El muchacho se volverá loco si continúa encerrado —aseveró la mujer.

—Nadie se fijará en él, madre —aseguró confiada su hija—. Don Domingo dice que los franceses son ateos; no acudirán a la procesión.

Maritxu se alzó de hombros. Ella no era la guardiana del inglés y si él quería correr el riesgo, era su problema. Sacó de una cajita la llave del arcón que contenía las ropas de su difunto marido y se la tendió a Marina. Pudo escuchar las risas de su amiga y de los dos jóvenes buscando algo apropiado mientras ella esperaba asomada a una ventana. El día había amanecido brillante, con un cielo azul límpido libre de nubes. En circunstancias diferentes se correrían vaquillas en la Plaza Nueva y habría baile al atardecer, pero en esta ocasión el festejo se limitaría a la misa y a la procesión, aunque ella habría preferido no asistir.

No había dormido y le dolía el cuerpo. Y también el alma. Se había levantado nada más amanecer y encerrado en la cocina para lavarse. Encendió la chapa, se desvistió y echó su ropa interior al fuego antes de poner a calentar una olla con agua. Utilizó agua de mar pues la dulce estaba racionada desde que Mendizabal había hecho explosionar el acueducto y la única fuente que todavía funcionaba, la del convento de San Telmo, vertía un pequeño chorro unas horas al día. Se lavó a conciencia, frotando repetidamente cada recoveco de su cuerpo, cada poro de su piel; aplicó una buena cantidad de pomada de saúco en sus pechos y en su naturaleza herida, y se lavó el cabello dos veces en un intento infructuoso por despejar la presión que sentía en las sienes. Otilia la encontró sentada en la cocina, vestida con su mejor falda, una de tafetán negro que dejaba los tobillos a la vista, blusa blanca de algodón de cuello alto, rematado por una puntilla, que ocultaba el mordisco del francés, corpiño también negro y botonadura de plata, medias blancas de seda y zapatillas negras. Un gran mantón blanco de nansú para cubrirse la cabeza y el cuerpo durante la misa, regalo de compromiso de Eusebio y que había utilizado el día de su boda, esperaba doblado encima de la mesa.

—¡Estás esplendida! —había exclamado su amiga, asombrada. Pocas veces tenía oportunidad de verla arreglada con tanta elegancia.

Ella respondió con un amago de sonrisa, sin despegar los labios.

La misa y la procesión transcurrieron sin incidentes. El sol brillaba en lo alto, ningún soldado invasor hizo acto de presencia, ningún disparo de mortero empañó la ceremonia y los donostiarras volvieron a sentirse dueños de su ciudad y de su destino. Caminaron en medio de rezos y cantos detrás de la imagen de San Roque, portada a hombros por seis jóvenes, de sacerdotes y frailes y de los cargos municipales; recorrieron la calle de la Trinidad, desde Santa María a San Vicente, bajaron después por Narrica hasta Puyuelo y subieron por la calle Mayor de vuelta a Santa María.

Poco antes de las ocho de la noche, Maritxu alegó una visita a don Domingo, puesto que aquel día “La Casa del Chocolate” había permanecido cerrada y el sacerdote se había quedado sin su ración diaria de cacao, y dejó a sus compañeros de piso entretenidos en una partida de cartas, algo que hacían todas las tardes desde la vuelta de Marina. Bajó al obrador, encendió un candil y esperó sentada a una mesa con los ojos puestos en la luz del candil. Había trocado su traje de fiesta por la falda y el corpiño de paño habituales, pero había metido en la faltriquera un cuchillo pequeño de cocina bien afilado. Si el francés no traía el documento, si en algún momento sentía que la estaba engañando, no dudaría en defenderse o, llegado el caso, en clavárselo en la garganta.

No tuvo que esperar mucho. Mercier apareció al poco, asomó la cabeza, comprobó que no había nadie dentro del local y entró, atrancando la puerta después, al igual que había hecho la víspera. Esta vez no había bebido y su uniforme estaba impecable. Maritxu se levantó y extendió la mano.

—El documento —reclamó.

—Esperaba una acogida algo más cálida… ayer…

—Usted está comprando un servicio —lo interrumpió— y yo exijo el pago correspondiente por adelantado.

El capitán le tendió un papel doblado en cuatro que ella se apresuró a coger y a desplegar. Sabía hablar francés, pero no sabía leerlo, no obstante sus ojos recorrieron el escrito en busca de las palabras Marina y sauf-conduit, salvoconducto, que sí conocía. El documento estaba firmado por Mercier y un suspiro de alivio se escapó de su pecho sin que ella pudiera evitarlo.

—¿Está en orden?

El militar se había desprendido de su bicornio, chaleco y casaca. Maritxu tuvo que reconocer que, en mangas de camisa, la taleguilla blanca ajustada y las botas negras relucientes que cubrían sus rodillas, mostraba un aspecto extremadamente atractivo.

—¿Está en orden? —repitió.

La mujer afirmó con la cabeza.

—Entonces, desnúdate —le ordenó.

—¡De eso nada!

—Me acabas de decir que estoy comprando un servicio, he pagado por él y lo quiero a mi gusto.

—No pienso desnudarme delante de un hombre. No lo hice en vida de mi marido y no voy a hacerlo ahora. Usted quiere algo, ¡pues tómelo y déjeme en paz!

—Lo haré, lo haré… pero recuerda que puedo ordenar que te detengan…

—¿Acusada de qué?

—De cualquier cosa: desobediencia a la autoridad, intento de agresión, espionaje en favor del enemigo… ¿qué más da? Será mi palabra contra la tuya. Tu hija también será detenida y entonces ese papel no le servirá de nada.

Mercier se sentó en una silla y colocó el candil de forma que la luz se reflejase en ella, como si estuviera contemplando un espectáculo en algún tugurio de mala muerte. No tenía más que sacar el cuchillo de la faltriquera y clavárselo, pero ¿y si sólo lo hería? ¿Qué sería de Marina? Alzó la barbilla con arrogancia y comenzó a desabrocharse el corpiño.

Nada más amanecer despertó a su hija y la obligó a vestirse. No respondió a sus preguntas, ni a las de Otilia y Alistair quienes se despertaron al escuchar las protestas de la joven. La asió con fuerza por un brazo y la arrastró fuera de la casa y por la calle Mayor hasta llegar a la Puerta de Tierra; alargó el salvoconducto al sargento al mando y esperó sin mirar a su hija, ni dejarse conmover por su llanto.

—No puedo dejarla salir —afirmó el sargento en perfecto castellano, devolviéndole el documento.

—¿Cómo que no puede dejarla salir? Su nombre está en ese papel.

—Su nombre sí, pero no la firma del general Rey.

—Lo ha firmado el capitán Mercier.

—Lo siento, señora. Son las órdenes. Solamente son válidos los salvoconductos firmados por el general, y el capitán lo sabe porque… —el soldado vaciló antes de continuar— fue él quien nos pasó la orden después del último ataque. Además, sería peligroso salir; los ingleses disparan sin cesar.

Al regresar a su casa, Maritxu se encerró en su dormitorio durante toda la mañana y no respondió a las llamadas de Otilia y de los dos jóvenes; necesitaba estar sola para pensar. Mercier la había engañado, se había aprovechado de ella, de su obsesión por sacar a Marina de la ciudad, y continuaría reclamándola con o sin salvoconducto. Recordó su amenaza de detenerlas y estaba segura de que la pondría en práctica si ella se negaba a sus requerimientos; acudiría en su búsqueda o enviaría a una patrulla. De cualquier modo, se descubriría su relación, bien que provocada por la necesidad, y era preciso mantenerla en secreto. Nunca más podría mirar a su hija a los ojos si llegaba a enterarse de que se había vendido a un enemigo por un papel inservible. Tampoco podían trasladarse a otra casa porque la de Otilia había sido destruida y no tenía a nadie más de confianza, excepto a don Domingo, pero no era cuestión de poner en peligro al sacerdote. Y, además, estaba Alistair. Los franceses lo detendrían y lo encerrarían en el castillo si averiguaban que había sanado de sus heridas. Le había tomado cariño y sentía por él si no el afecto de una madre, sí el de una persona muy cercana.

Poco después del mediodía salió de su cuarto sin haber tomado una decisión. No se oía ningún ruido e imaginó que su amiga, su hija y el joven inglés habían ido a dar una vuelta o a buscar algo para comer. Las provisiones se estaban acabando; disponían de algo de arroz, mijo, un par de saquitos de alubias secas y lentejas, y otros dos de cacao y café que no durarían más allá de un par de días. Otilia había comentado la posibilidad de adquirir algunos productos, huevos y un poco de carne, entre otros, por un precio exorbitante. Era indigno hacer dinero en tiempos de escasez, pero no quedaba más remedio si no se quería morir de hambre. Ya habría tiempo de echárselo en cara a los abusadores cuando las cosas volvieran a la normalidad. Entró en la cocina y se quedó de una pieza. Sentado en una banqueta, Alistair tenía a Marina sobre sus rodillas y ambos se besaban. No se percataron de su presencia y ella tardó en reaccionar.

Debería haberse percatado antes, haberse fijado en pequeños detalles, en las risas compartidas, los guiños y las señas durante las partidas de cartas, sus miradas desesperadas aquella mañana al llevarse ella a Marina y la alegría de sus rostros al reencontrarse. ¿Cómo no se había dado cuenta? Tan preocupada estaba, tan ensimismada en sus asuntos, que no había prestado atención a lo que ocurría ante sus propios ojos. Eran jóvenes y se querían; habían encontrado un momento de amor en medio de la violencia de la guerra.

—Marina…

Pronunció el nombre de su hija con suavidad, para no sobresaltarlos, pero la muchacha se soltó bruscamente del abrazo y fue a dar con su cuerpo al suelo. Alistair, por su parte, se puso en pie, rojo de vergüenza.

—Señora Maritxu… nosotros… —farfulló sin encontrar las palabras.

—Marina, nos vamos. Levántate.

—¿Otra vez, madre? ¿Adónde?

—Ya lo sabrás. Vamos.

—¿Y si yo no quiero?

—Es indiferente lo que tú quieras o no.

No estaba enfadada, pero acababa de tomar una determinación y estaba dispuesta a llevarla a cabo.

Cinco minutos más tarde, las dos mujeres entraban en la casa cural, una pequeña vivienda anexa a la parroquia de Santa Maria. Maritxu dejó a la muchacha con el ama del cura y se encerró con don Domingo en su escritorio. No se atrevió a confesarle la verdad, pero le contó la amenaza de la que su hija y ella eran objeto por parte de un militar francés, cuyo nombre no mencionó y, asimismo, la escena que acababa de presenciar entre Marina y el joven que tenían alojado. Por ambas razones, había creído conveniente rogarle que acogiese a su hija en su casa. Allí estaría a salvo, y ella más tranquila.

—¿Por qué no te vienes tú también? —inquirió el sacerdote tras acabar ella de exponerle la situación.

—No puedo, están Otilia y el inglés; no puedo dejarlos solos.

—Pero ese militar de quien me has hablado…

—No os preocupéis. Sabré arreglármelas.

—¿Estás segura?

Asintió con la cabeza. No, no lo estaba, pero ya se le ocurriría algo antes de que anocheciera.

—No la dejéis sola.

—Ve tranquila, no lo haré.

Dejó a Marina llorando a moco tendido y contándole sus penas al ama del cura y volvió al piso.

—Señora Maritxu…

Alistair la había esperado sin moverse de la cocina y permanecía de pie, junto a la ventana.

—¿Qué hay?

—Quiero que sepa que mis intenciones son honradas y que amo a Marina.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué se la ha llevado?

—No tiene nada que ver con usted; temo por su seguridad.

—No tiene nada que temer estando yo aquí. Soy un soldado y sabré defenderla si hay peligro.

Sonrió al escuchar la declaración del joven. ¿Qué edad tendría? No muchos más de veinte y ya había tenido tiempo de luchar, matar, ser herido y enamorarse. A otros les habría llevado toda una vida.

—Estoy convencida, pero es mejor para ella estar donde está ahora. Ya habrá oportunidad de reunirse de nuevo cuando lleguen los suyos y esta pesadilla acabe de una vez.

Otilia apareció al cabo de un rato con unos huevos, carne, un repollo ajado, cuatro manzanas y varias cebollas. No preguntó dónde estaba Marina; le bastó con ver el semblante triste del huésped y el serio de su amiga e imaginó lo ocurrido. Ella sí se había dado cuenta de los sentimientos que habían nacido entre los dos jóvenes, y se había alegrado por ellos.

Maritxu bajó al local a primera hora de la tarde y abrió las puertas de par en par como si las estanterías estuvieran colmadas, los clientes fueran a ocupar las mesas y el olor a chocolate cocido llenase el ambiente en aquella calurosa tarde de verano; sacudió los manteles, los colocó y después se dedicó a ordenar el aparador y a pasar un paño a la vajilla en él guardada. No esperaba a nadie, pero no podía quedarse de brazos cruzados dándole vueltas a la cabeza; pensaba mejor si estaba activa. Para su sorpresa, los hermanos Oianarte asomaron a la hora acostumbrada y pidieron dos vasos de aguardiente; varias personas más entraron tras ellos, el notario Gurutzeaga entre otros. Cada cual ajustó su demanda a las existencias y entabló conversación con su vecino más próximo. Daba la impresión de que ninguno deseaba permanecer solo, de que encontraba en la chocolatería un lugar en el que sentirse acompañado. Los cañones aliados no habían dejado de disparar durante toda la jornada, pero a ellos el ruido les llegaba apagado, parecido al de una tormenta de truenos en la lejanía. Al rato, se hallaba sentada a la mesa ocupada por don Francisco y por el enigmático señor Sagasti y reía escuchando las anécdotas del notario, de cuando era un joven de buen ver y perseguía a las mozas del puerto, su gran debilidad según confesó con aire socarrón. Era bueno reír; la hacía sentirse viva y olvidar las preocupaciones.

—¿Qué escribe? —le preguntó a Sagasti al observar que el hombre tomaba notas en un cuadernillo con tapas de cuero.

—Hoy, las historias de don Francisco —respondió éste—. Mañana, quién sabe…

—¿Es usted escritor?

—Me gustaría, pero no; soy gacetero.

—¿Gacetero? ¿Y eso qué es?

—Escribo para la gaceta “El duende de los cafés”, de la ciudad de Cádiz. Llevo meses viajando por el país, recogiendo crónicas, costumbres, descripciones de paisajes… Se las envío a mi tío y él los publica.

—Creía que era usted de por aquí cerca, por el apellido, aunque su acento me sonaba raro. Y parece ser buen amigo del señor Brunet…

—Brunet y yo nos conocemos desde hace mucho.

—El señor Sagasti es nieto de don Santiago de Sagasti, ilustre donostiarra y director que fue de la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas en Cádiz —intervino don Francisco en tono docto.

—Mi abuelo y mi padre querían que yo también me dedicara al comercio, pero… me gusta más escribir —añadió el aludido, en tono de disculpa—; se aprende mucho.

—Pero usted fue soldado —afirmó Maritxu recordando la conversación mantenida entre él y Joaquín Larburu.

—Así es.

—¿Y también escribe sobre la guerra?

—Sí. Sobre los males de la guerra —puntualizó Sagasti.

—¿Y escribirá sobre lo que pueda ocurrir en San Sebastián?

—Lo haré, no le quepa la menor duda.

—Para que todo el mundo lo sepa…

—Para que todo el mundo lo sepa.

Llegada la hora del cierre, Maritxu no tenía intención alguna de echar a sus parroquianos. En aquellos momentos, todavía permanecían dentro los herméticos hermanos Oianarte, cuatro hombres que jugaban una partida de dominó en medio de voces y redioses acalorados y dos más que contemplaban el juego. Estaba dispuesta a mantener el local abierto durante toda la noche si fuera preciso. Mercier no se atrevería a nada si la encontraba en compañía. Todavía no había decidido qué hacer a este respecto, aunque, por si acaso, había vuelto a guardar el cuchillo en su faltriquera. Tenía clara una cosa: el francés no volvería a aprovecharse de ella nunca más. Uno de los jugadores solicitó una tisana de hierbas y ella entró en el obrador a poner el puchero del agua en el fuego. Tuvo que hacer acopio de toda su entereza para no soltar un grito al ver al capitán medio sentado en la mesa de trabajo y con los brazos cruzados, esperándola. Un rápido vistazo confirmó lo que temía: la puerta que daba a la calle de Iñigo alto estaba entornada, aunque ella estaba segura de haberla cerrado con llave.

—¿No es un poco tarde para tener el local abierto? —preguntó el militar—. Dígales que se vayan.

—Haga usted el favor de marcharse de aquí inmediatamente —respondió recuperando el dominio—. Éste es mi negocio y tengo derecho de admisión.

—Tenemos un trato.

—Usted no ha cumplido el suyo. El salvoconducto no es válido sin la firma del general y usted lo sabía.

—Todavía puedo conseguirla…

—No, ya no le creo. Quiero que se marche de aquí en este instante y que no vuelva. Y no intente nada contra mí ni contra mi hija, porque le juro por lo más sagrado que le pesará.

Mercier se aproximó a ella y la asió por los hombros, zarandeándola con fuerza.

—Pero tú ¿quién te crees que eres para amenazarme? Sólo eres una furcia con aires de mujer honesta. Ahora mismo vas a echar a esa pandilla de vagos y a cerrar el local. Después, te enseñaré a tratarme con respeto.

—Antes te clavaré este cuchillo en las tripas, hijo de perra.

Maritxu había sacado el cuchillo y tenía su punta apoyada en el estómago del capitán, decidida a cumplir su amenaza, cuando la puerta del obrador se abrió de golpe y Mercier aprovechó el desconcierto de su presa para echarse hacia atrás al tiempo que desenvainaba su sable. Joaquín Larburu y Juanito Galerdi los contemplaban sorprendidos.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el primero.

Él y su amigo acababan de llegar y habían ido en busca de la patrona para pedirle algo de beber.

—¡Esta mujer queda detenida por amenazar con un arma a un militar imperial!

Con los labios prietos y respirando profundamente, Maritxu todavía mantenía el cuchillo en la mano y no le quitaba ojo.

—¡No lo permitiré! —exclamó Joaquín colocándose entre ellos.

—¡Vasco de mierda! ¡Te vas a enterar!

Mercier alzó el sable, dispuesto a arremeter contra él, pero un disparo directo al corazón frenó su avance y fijó sus ojos en el hombre con gafas que sujetaba una pistola de pistón poco más grande que su mano. El arma todavía humeaba al caer el militar al suelo.

Los dos hombres y la mujer se miraron.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Joaquín, paralizado por la impresión.

—Hemos de deshacernos de él —respondió su amigo señalando al cadáver y guardando la pistola en el bolsillo de su levita.

Había corrido hacia la puerta y examinado el exterior para comprobar si había alguien allí que pudiera haber oído el disparo. La calle estaba vacía y se apresuró a cerrar la puerta.

—¿Alguna idea? —preguntó a los otros dos que no habían movido un solo músculo.

—Los Oianarte tienen un sótano… —indicó Maritxu con una serenidad que a ella misma sorprendió.

—Pídales que vengan, eche a los otros y cierre el local.

Hizo lo que Galerdi le ordenó. Se acercó a los hermanos y les pidió que fueran al obrador. A los demás les dijo simplemente que era hora de cerrar y los obligó a salir en medio de la protesta de los jugadores porque la partida no había finalizado. Prometieron continuar el día siguiente para dilucidar a quién pertenecían los dos reales que se habían apostado. Después, atrancó la puerta, apagó los candiles y volvió al obrador. Únicamente tenía un pensamiento en la cabeza: Mercier no la molestaría ya nunca más y nadie sabría lo ocurrido entre ellos.

Los hermanos Oianarte escucharon las explicaciones del secretario del Consulado y no hicieron preguntas. Antiguos pescadores de bajura, durante algunos años habían regentado un negocio de pescado en salazón que les había permitido ahorrar para una vejez sin apuros. Nunca hablaban más de dos frases seguidas pues opinaban que era mejor callar si no había nada interesante que decir, pero pocos vecinos estaban tan bien informados como ellos sobre lo que a diario acontecía en San Sebastián y sabían que, si los franceses hallaban el cadáver del militar, el castigo sería el fusilamiento inmediato para la dueña de “La Casa del Chocolate” y para algunos vecinos más, tuviesen o no que ver con el asunto. Era preciso, por tanto, hacerlo desaparecer antes de que emprendieran su búsqueda en cuanto lo echaran en falta.

Momentos más tarde, y tras cerciorarse de que la calle estaba vacía y de que no se oía el menor ruido, los cuatro hombres salieron por la puerta de Iñigo alto llevando el cuerpo de Mercier, se introdujeron en el portal contiguo, y, tras abrir una trampilla situada bajo la escalera, bajaron por otra que llevaba al sótano. Maritxu caminaba delante de ellos alumbrando el camino con un candil. El sótano era un espacio de grandes dimensiones, lleno de telarañas y repleto de viejas redes de pesca, aparejos diversos y más de una docena de toneles de gran tamaño.

—¿Te acuerdas de cuál era? —preguntó uno de los Oianarte al otro.

—El que está al fondo, junto al ancla —respondió el aludido.

Al llegar al lugar señalado, ambos hicieron un gesto a Joaquín y a Galerdi y depositaron el cadáver en el suelo; destaparon el tonel y, con una fuerza impropia de su edad, lo inclinaron y vertieron su contenido al suelo. Estaba lleno de sal.

—De cuando andábamos con la salazón —se molestó en explicar el más viejo de los dos a sus asombrados acompañantes.

Durante un buen rato los cuatro hombres se afanaron en sacar la sal mientras Maritxu mantenía el candil en alto, introdujeron luego el cuerpo de Mercier dentro del tonel, bicornio y sable incluidos, y volvieron a meter la sal ayudándose con unas palas de madera.

—De cuando la salazón —les informó el más joven.

Cerraron el tonel, lo pusieron en pie, colocaron otro encima, tumbado, para que pareciese que llevaban así años y patearon el suelo para mezclar con la tierra los restos de la sal esparcida.

—Confío en que no lo descubran… —suspiró Joaquín al salir del sótano.

Los hermanos intercambiaron una sonrisa de complicidad y señalaron un arcón de madera descalabrado y repleto de aperos que ocupaba la mitad del pasillo. Pesaba como si fuera de hierro y lo arrastraron hasta colocarlo encima de la trampilla.

—No sé cómo agradeceros… —comenzó diciendo Galerdi dirigiéndose a los viejos pescadores.

—No hay de qué —le interrumpió el más viejo.

Ambos se llevaron las manos a las boinas a modo de saludo y desaparecieron escaleras arriba.

—¿Está usted bien? —le preguntó Joaquín a Maritxu—. Podemos acompañarla a su casa si lo desea.

—Vivo aquí, en el primer piso —respondió ella, y añadió suavizando el tono de su voz—: Gracias.

—Vámonos antes de que nos pille una patrulla o se ponga a llover —intervino Galerdi a su vez, saliendo a la calle.

—Hasta mañana, señora Maritxu.

—Hasta mañana.