SAN SEBASTIÁN,
23 DE JUNIO DE 1813

Maritxu Altuna, la viuda del chocolatero Eusebio de Irigoyen, recorrió con la vista el obrador y se aseguró de que todo estaba limpio y en orden. La desorganización le molestaba y no permitía que hubiese la menor traza de mugre, polvo o utensilios sucios encima de las mesas de trabajo. Quería que el local estuviese siempre inmaculado, que cualquier cliente pudiera visitarlo sin previo aviso y encontrarlo como una patena. De hecho, había despedido a más de un empleado por esta razón, lo que le había dado fama de patrona irascible, pero no tenía intención alguna de cambiar de actitud. No era la única mujer dueña de un negocio, pero había empezado joven y tuvo que mostrar desde un principio un carácter firme para hacerse respetar por los proveedores, empleados y clientes.

Su oficial y los tres ayudantes se hallaban atareados en la producción del día y el contenido de dos enormes peroles de cobre burbujeaba suavemente sobre el fuego.

—¿Está listo? —preguntó, dirigiéndose a Julián, el oficial.

—Lo está, señora Maritxu. Cuando usted guste…

Sin más palabras, la mujer abrió el saquito que llevaba en la mano y vertió su contenido en uno de los peroles. Observó durante unos minutos cómo el hombre revolvía la mezcla con ayuda de una pala de madera y salió del obrador.

Todas las mañanas repetía idéntica operación desde hacía casi quince años, desde que se había hecho cargo del negocio a la muerte de su marido. Le parecía imposible que hubiera pasado tanto tiempo, pero así era. Su hija Marina acababa de cumplir los quince y Eusebio había muerto al mes de su nacimiento. Apenas tuvo tiempo de recuperarse del parto. Tras la presentación en la iglesia de Santa María, cuarenta días después de dar a luz, se hizo cargo del obrador en contra de la opinión de su cuñado Pedro Martín que esperaba ocuparse del floreciente negocio de su hermano aduciendo que una mujer de veinte años no podía ocupar un oficio de hombres.

—Si a esta edad he podido quedarme viuda y parir una criatura, también puedo dirigir el obrador —afirmó ella, rotunda.

Y así lo hizo desde entonces a pesar de lo mucho que hubo de sacrificar, si bien no se arrepentía en absoluto de su decisión. El trabajo había ahogado su pena por la pérdida de Eusebio, la soledad para la que no encontraba desahogo, el espacio vacío en su cama. La familia de su marido y los vecinos esperaban que fuera un capricho. No tardará —decían— en encontrar otro hombre; dejará entonces el negocio en sus manos y se ocupará de criar a su hija y de parir más criaturas como debe hacer toda mujer sensata, pero no había sido así. A veces se sorprendía pensando que el destino tenía curiosas maneras de hacer ver a cada cual para lo que en realidad servía. Nunca se habría imaginado dirigiendo un comercio, litigando con proveedores y acreedores, llevando las cuentas e incrementando los beneficios. Porque una cosa era cierta y nadie podía negarla: el obrador no sólo no había tenido que cerrar, como había vaticinado su cuñado, sino que se había convertido en un próspero negocio de venta de cacao en polvo y pastillas de chocolate y, además, su local abierto al público era el más frecuentado de San Sebastián.

Aunque también servía café, tisanas y licores, “La Casa del Chocolate”, en la esquina de la calle de Mayor con la de Iñigo alto, era conocida por su excelente chocolate caliente en taza, una golosina que jóvenes y viejos, niños y señoras, mozas casaderas y soldados, ricos comerciantes, pescadores y aldeanas que llegaban con la vendeja apreciaban por igual. Nunca faltaban clientes desde que abría sus puertas a media mañana hasta que las cerraba a la caída del sol. Había incluso momentos y días, los domingos y festivos, en que era preciso esperar a que quedara libre alguna mesa.

Eran más de treinta los maestros chocolateros de San Sebastián, la mayoría franceses, pero bien sabía su dueña cuál era la razón de su éxito: la receta secreta del señor Hiriart. El chocolatero bayonés acudió a visitarla en cuanto supo de la muerte de su marido.

—Apreciaba mucho a Eusebio y antes que a él, a su padre, el bueno de Juan José de Irigoyen —le confesó—, y me alegra saber que tienes intención de continuar con el negocio. Tu cuñado prefiere el café y probablemente acabaría convirtiendo el obrador en un almacén. Puede que te cueste algo de esfuerzo, pero estoy seguro de que lograrás salir adelante y más —añadió haciendo un mohín de complicidad— con esta receta que me llegó hace años desde Antillas y que nadie aparte de mí conoce…

No dijo más, pero depositó en su mano un papelito doblado varias veces. Nunca más volvieron a encontrarse. Supo que el señor Hiriart falleció poco después y que sus herederos cerraron la chocolatería que él tanto amaba. Tal vez barruntaba algo por el estilo y por esa razón le confió a ella la receta, para que no se perdiera tras su muerte. Se la aprendió de memoria y quemó el papel. Era la única que la conocía y se la pasaría a su hija cuando fuese algo mayor. Todas las mañanas bajaba con una bolsa que contenía la mezcla, hecha en su propia casa, situada en el piso de encima del obrador, con los ingredientes “mágicos”, como le gustaba decir si alguien preguntaba por la fórmula, una mezcla de canela, vainilla, azúcar y un poco de café molido. Había recibido, incluso, ofertas más que generosas para que desvelara el secreto, pero sabía que, una vez conocido, su producto perdería el misterio que lo hacía tan atractivo y sería uno más de los que se ofertaban en la ciudad.

Después de comprobar de nuevo que las cosas estaban en su sitio: mesas, tazas, cucharillas, vasos, jarras con agua azucarada y las bandejas repletas de bollos recién salidos del horno que el panadero Martirena le servía cada día, cogió el manojo de llaves que colgaba de un clavo, abrió las dos cerraduras de la puerta que daba a la calle Mayor y se dispuso a preparar un par de mesas sobre las que extendió unos manteles de cuadros rojos y blancos. El día se presentaba similar a otro cualquiera de la semana y los clientes comenzarían a llegar hacia el mediodía y, sobre todo, a media tarde. Tal vez era hora ya de contratar a una moza fija para atender el local por las mañanas y así tener un poco más de tiempo libre para su hija y para ella. Marina le inquietaba.

A pesar del negocio, de las interminables horas de trabajo y de las preocupaciones que arrostraba en solitario, ni por un instante se le había ocurrido contratar a un ama de cría para ocuparse de la niña. Aún la veía en su cuna, en el obrador, vigilada por el viejo Vicente José, que más que un empleado había sido un miembro de la familia, como un abuelo. En sus últimos años, apenas se levantaba de una silla colocada junto al fuego, pero no había manera de que se quedase en su casa. El olor del chocolate, decía, era lo que lo mantenía con vida. Y en aquel lugar se quedó dormido para siempre con la sonrisa en los labios. También recordaba a Marina corriendo por el local, hablando con los clientes, intentando ayudar aunque sin conseguirlo. Había sido una niña feliz, pero desde hacía unos meses la notaba cambiada. A veces, estaba melancólica por no decir triste, y pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación, sin querer hablar con ella y con Josefa, la sirvienta, como hacía antes; otras se comportaba de forma irascible, quejándose por cualquier cosa. Tenía una edad difícil; se estaba convirtiendo en una mujer y la experiencia siempre conlleva algún tipo de conflicto, aunque, en su caso, ella casi no había tenido tiempo de darse cuenta.

No era mucho mayor que su hija al casarse con Eusebio. Pasó de la infancia a la madurez sin apenas conocer la pubertad, y sin cumplir los veinte ya había sido madre. No deseaba para Marina un matrimonio temprano, quería disfrutar de su compañía durante el mayor tiempo posible. Si bien era consciente de que algún día el pajarillo anidaría en hogar ajeno, deseaba que pasaran algunos años antes de que ocurriera y ella se quedara irremisiblemente sola. Había volcado su amor en su hija; la quería con tanta fuerza que le hacía daño. Algunas noches se despertaba sobresaltada, presa de horribles pesadillas en las que su niña le era arrebatada por un vendaval o la veía desaparecer tragada por las olas. Se levantaba entonces y acudía a su dormitorio. No volvía a la cama hasta haber comprobado que estaba a salvo y dormía tranquila. Tenía que esforzarse para no dejarse llevar por la imaginación y también para no mostrarle su enorme cariño. No era bueno para una joven sentirse prisionera de un amor que podría asfixiarla y le impediría desarrollarse con libertad, aunque para ello su madre tuviese que aparentar una severidad que estaba lejos de sentir.

Unas voces de hombres la distrajeron de sus pensamientos. Dirigió la mirada hacia la puerta y no pudo evitar un gesto de fastidio; aspiró profundamente, se alisó el delantal y salió con gesto amable al encuentro de los clientes, tres militares franceses.

—Buenos días, capitán Mercier, y la compañía.

—Buenos días, señora Maritxu —respondió el aludido quitándose el bicornio y haciendo un saludo demasiado ostentoso para el lugar—. El olor de su chocolate llega hasta el castillo y he pensado que debía pasar por aquí antes de comenzar la inspección.

La mujer les indicó una de las mesas que acaba de disponer y colocó sobre ella unas tazas y un plato con varios bollos.

—Ahora les sirvo —añadió al tiempo que entraba en el obrador y volvía al poco con una chocolatera humeante cuyo contenido vertía en las tazas.

—Ah, señora… ¿algún día me confiará el secreto de la elaboración de su chocolate?

—Algún día, capitán, algún día…

Los militares se abalanzaron con glotonería sobre el chocolate y los bollos y Maritxu aprovechó para preparar otras mesas y evitar así la conversación con ellos. Esperaba que se marcharan en cuanto hubieran acabado; su presencia ahuyentaba a la clientela. Mientras ellos estuvieran dentro del local, nadie que no fuera francés, o simpatizante de su causa, pondría los pies en él. Sabía que algunas vecinas la criticaban por servir a los invasores y la acusaban de afrancesada, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Además, no era la única. También les servía el resto de los comerciantes de la plaza.

Iban ya para cinco los años que los franceses ocupaban San Sebastián, y no era la primera vez. Ya lo habían hecho diecinueve años atrás. En aquella ocasión la ocupación militar había sido aceptada como un mal menor y la ciudad había claudicado sin oponer resistencia. La rendición pactada entre las tropas y los dirigentes locales impidió una defensa inútil que habría finalizado en derrota puesto que era imposible hacer frente al bien pertrechado ejército francés con un batallón compuesto por un par de cientos de soldados del castillo y un millar de civiles armados para la ocasión. La vida ciudadana había proseguido su rumbo sin mayores dificultades y, durante dos años, franceses y guipuzcoanos convivieron en relativa armonía. De hecho, la guillotina levantada en la plaza había sido utilizada sólo en un par de ocasiones: con un desertor y con un sacerdote refractario, ambos del otro lado de la frontera. Ahora, sin embargo, la situación era diferente. La invasión, aunque sin bajas que lamentar, duraba ya un lustro; demasiado tiempo.

Ella no tenía quejas personales. Los militares acudían a su local, no armaban alborotos y pagaban religiosamente la consumición. Tal vez tenía algo que ver el hecho de que conociera su lengua y de que, al igual que a los demás clientes, los tratara con respeto. Sin embargo, de buena gana les habría negado la entrada. No le interesaban los asuntos de la política y no tenía ninguna gana de interesarse alguna vez por ellos, pero una cosa era aguantar a los gobernantes locales y otra muy distinta verse obligada a acatar las disposiciones de unos extranjeros cuya única legitimidad eran sus armas.

A excepción del miércoles de ceniza, el jueves y viernes de Semana Santa, en los que el cierre era obligatorio, una sola vez había cerrado en los años que llevaba ocupándose de “La Casa del Chocolate”: el día de la llegada de José Bonaparte, nombrado rey de España por su hermano Napoleón. Ese día, como la mayoría de los donostiarras y, por supuesto, los vecinos de las calles Narrica y Trinidad, por donde transcurrió el cortejo, cerró las ventanas de su casa y atrancó las contrapuertas del obrador y se fue con Marina y Josefa a pasar la jornada en el caserío de su familia, en el barrio de Zubieta. No regresaron a la ciudad hasta el día siguiente, después de que el nuevo rey hubo salido en dirección a Madrid. Si los franceses querían invadir, que invadiesen, pero que no esperaran encima contar con el apoyo de la población y, mucho menos, con el de ella.

A pesar de las buenas relaciones comerciales mantenidas con Francia y de la presencia de numerosos ciudadanos de dicha nacionalidad —muchos de los cuales habían matrimoniado con mujeres de San Sebastián—, las relaciones entre ocupantes y ocupados eran tensas, muy alejadas de la simpatía hacia la revolución del país vecino mostrada por muchos guipuzcoanos tiempo atrás. Los gabachos invasores trataban despectivamente a los donostiarras, se burlaban de su lengua, de sus costumbres, de la forma como vestían; golpeaban a los vecinos, los acusaban de espiar sus movimientos, exigían mercancías que no pagaban, molestaban a las mujeres y no eran pocos los que acudían cada día a quejarse al alcalde por el trato abusivo de la soldadesca gala. A ella también le había parecido bien aquello de la revolución aunque entonces era una chiquilla, pero escuchaba hablar a su padre, ferviente partidario de la república.

—¡Los reyes son unos inútiles, unos parásitos que se alimentan con el trabajo y la sangre del pueblo! No veo por qué razón van a tener más derechos que el resto de los ciudadanos. Nacen como todo el mundo y también mueren. ¡Y acabarán en la guillotina igual que el relojero y la austríaca!

Siempre finalizaba sus proclamas republicanas con este tipo u otro de alusiones al fin de Luis XVI y de María Antonieta.

Durante muchos años, en su casa aparecieron de no se sabía dónde escritos revolucionarios que ensalzaban la lucha del pueblo contra la tiranía. El gobierno español había prohibido la entrada de las publicaciones procedentes de Francia e impuesto una férrea censura en las nacionales, no fuera a ocurrir lo mismo que allende los Pirineos, pero su padre no sólo lograba esquivarla, sino que también había conseguido hacerse con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano emitida por la Asamblea de París. Durante varias noches él y su socio Jean-Baptiste, un bayonés asentado en San Sebastián desde hacía más de treinta años, se aplicaron con ahínco a traducir la declaración e hicieron un centenar de copias que repartieron entre sus contertulios de la “Casa del Café”, lugar de encuentro de ilustrados y republicanos. A veces, ella lo acompañaba a dicho local, que el padre de Eusebio había comprado años atrás a un suizo y que ahora era propiedad de su cuñado Pedro Martín. Sentada a su lado e intentando pasar desapercibida, lo escuchaba leer la declaración con un tono de voz entre ceremonioso y emocionado, no exento de cierto deje teatral. De los diecisiete artículos uno se le había quedado grabado en la memoria, el primero: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. Después de tantos años, aún recordaba cada una de sus palabras y se sorprendía a menudo repitiéndolas mentalmente, si bien siempre añadía “y las mujeres” después de la palabra “hombres”.

Fue en el curso de aquellas reuniones casi clandestinas cuando conoció a Eusebio, diez años mayor que ella y bien parecido. Le gustó desde el principio aunque ahora, en la distancia, no podría asegurar si se enamoró a simple vista o fue el deslumbramiento de una joven inexperta, recién salida de la infancia, lo que le llevó a aceptar su propuesta de matrimonio. Eran tiempos de zozobra y futuro incierto y decidieron casarse cuanto antes y montar su propio negocio.

—¡Exquisito! Como siempre, señora Maritxu.

Le sobresaltó la voz del capitán y se acercó a la mesa. El militar depositó una moneda en su mano y la retuvo al tiempo que la miraba fijamente.

—¿Siempre sola? —preguntó Mercier acercando los labios a su oído.

—Nunca estoy sola, señor —respondió ella retirando la mano.

—¿Tampoco por las noches?

—Tampoco.

—¿Algún galán secreto?

—Puede…

—¿Y qué tendría que hacer yo para lograr su afecto?

—Marcharse de mi ciudad y regresar de civil.

El francés sonrió y salió seguido por sus ayudantes. En un gesto instintivo, Maritxu se limpió la mano en el delantal. El capitán llevaba un par de meses haciéndole insinuaciones y dejándose caer por el local en los momentos en los que no había clientes, al abrir o al cerrar. Tenía más o menos su edad y no era mal parecido. En otra situación y en tiempos de paz tal vez le habría hecho gracia. Además, no podía negar que le halagaba el hecho de que, a sus treinta y cinco años, alguien pudiera encontrarla atractiva. No le habían faltado pretendientes al quedarse viuda, a fin de cuentas todavía era joven y tenía un negocio, pero sus continuos rechazos y desdenes hacia los interesados habían acabado por ahuyentarlos y hacía ya tiempo que ningún hombre se interesaba por ella o, al menos, no lo demostraba. Quizás en algún momento se le había pasado por la cabeza aceptar a uno de los moscones para no quedarse sola cuando Marina se casase, pero dicha idea había durado el tiempo de un Ave María. No tenía la menor intención de enterrar a otro marido; la primera experiencia había sido demasiado dura y muy desesperada tendría que estar para abrirle su cama a un invasor, y no era éste el caso.

—¡Ya era hora! —exclamó al ver llegar a su hija—. ¿Tan importante era lo que tenías que hacer para llegar tarde al trabajo?

La joven no respondió y entró directamente en el obrador con su madre pisándole los talones.

—Se responde cuando alguien pregunta —le reprochó ésta con dureza.

—Da igual lo que yo diga. A fin de cuentas no va usted a creerme… —afirmó la joven en el mismo tono al tiempo que se colocaba el delantal.

—Eso ya lo decidiré yo. ¿Por qué te empeñas en llegar tarde si sabes que me gusta que seas puntual?

—¿Y qué más da que llegue cinco minutos antes o después? Ni que fuera a caerse el mundo por un pequeño retraso…

—Es una cuestión de responsabilidad. Tienes una obligación que cumplir y un oficio que aprender.

—Yo no quiero ser chocolatera.

—¿Y qué quieres ser, si se puede saber?

—No lo sé, pero chocolatera no…

—¿Por qué?

—Porque no quiero.

—¿Acaso te avergüenza nuestro oficio? —El tono de Maritxu era cortante—. ¿El que te compra esos vestidos que tanto te gustan?

—Si lo prefiere usted, madre, me visto de paño como las criadas y voy también descalza por la calle como ellas.

—Al menos ellas se ganan el pan que se comen…

—Si quiere usted, no como —afirmó la joven, retadora.

Durante unos instantes ambas se midieron con la mirada.

—Ve a casa del azucarero a buscar los bolados que le encargué ayer —ordenó finalmente la madre.

Marina volvió a quitarse el delantal, asió una cesta de mimbre de forma rectangular y salió sin despedirse por la puerta que daba a la calle Iñigo alto. Su hija había amanecido irritable, se dijo Maritxu, y pasaría la jornada sin hablar o respondiendo de malas maneras. ¿Por qué les resultaba tan difícil mantener una conversación normal? Se asomó a la calle y la buscó con la mirada. Se había detenido un poco más adelante y hablaba con su amiga Teresa, la hija del escribano Etxaniz. Ambas vestían “a la francesa”, talle alto, escote cuadrado y mangas cortas, que hacía furor en toda Europa y, por supuesto, en San Sebastián. Marina balanceaba la cesta mientras hablaba y se reía. El sol del mediodía se reflejaba en su vestido de popelín color azul pálido y en sus cabellos castaños adornados con una cinta blanca. No parecía la jovencita enfurruñada que acababa de salir del obrador hacía un momento. Y, aunque no quisiera reconocerlo, sintió un pellizco de celos. Le habría gustado compartir las confidencias de las dos muchachas, unirse a sus risas, sentirse joven ella también. Las vio despedirse y, poco después, su hija desaparecía entre la gente en dirección a la Plaza Nueva. Permaneció todavía un rato con la mirada perdida en aquel punto, decidida a hacer un esfuerzo por comprenderla, por recuperarla. No permitiría que ocurriese con ella lo que había ocurrido con su padre. La vida sólo se vivía una vez y los silencios entre personas que se querían era tiempo malgastado que nunca se recuperaba. Después, penetró en el obrador.

Poco antes del mediodía, Pedro Martín de Irigoyen entró hecho una tromba en “La Casa del Chocolate”.

—¡Por fin! ¡Por fin vamos a vernos libres del gobierno extranjero! —exclamó con euforia.

La media docena de clientes que había en el local en aquel momento se arremolinó a su alrededor, así como Maritxu, el oficial y los aprendices que salieron del obrador al escuchar sus gritos.

—¡El intruso ha sido vencido en Vitoria! ¡Miles de franceses han muerto y cientos han sido hechos prisioneros!

—¿Cuándo? —inquirió Maritxu.

—Hace dos días. Un correo acaba de llegar con la noticia.

—¿Y el intruso? —preguntó a su vez el notario don Francisco Gurutzeaga, que vivía en frente, en un viejo palacete de la calle Mayor, y que cada día, a las doce en punto, acudía al local.

—¡Huido! Ha escapado por los pelos hacia Navarra y ha pasado a Francia. El ejército aliado no tardará en llegar y echará de nuestra tierra a los invasores de una vez por todas. ¡Ya somos libres, amigos!

En pocos minutos, la chocolatería se hallaba repleta de vecinos ansiosos por conocer las nuevas y Pedro Martín no cesaba de repetir las recientes noticias. Alguien propuso acudir al Ayuntamiento: seguro que el alcalde y los regidores tendrían información más detallada sobre el acontecimiento. No hizo falta repetir la propuesta; salieron del local entre apretujones y algunos, incluso, echaron a correr por la calle Iñigo en dirección a la Plaza Nueva hacia donde se dirigían decenas de personas.

Maritxu permaneció sola. Con un gesto de cabeza había dado permiso a Julián y a los ayudantes para que salieran al observar sus miradas suplicantes. Alguien tenía que permanecer en su puesto, se dijo, y, a fin de cuentas, enseguida estarían de vuelta. Salió a la calle y observó el barullo con los brazos en jarra, muy en su papel de dueña responsable de un negocio. Al cabo de un rato, no pudo, sin embargo, resistir la curiosidad y, tras retirar las marmitas del fuego y cerrar las puertas del negocio, se encaminó ella también hacia la plaza. Él lugar estaba lleno hasta los topes y no cabía un alma en ventanas y balcones. Después de una tensa espera, el alcalde Bengoechea se asomó al balcón del Ayuntamiento y las voces se acallaron. Para decepción de sus conciudadanos, el primer edil no hizo sino repetir lo que ya conocían: que el ejército imperial había sido vencido en Vitoria y huía en desbandada hacia la frontera. Un silencio expectante siguió a sus palabras.

—¿Y ellos? —gritó una voz rompiendo el silencio al tiempo que su dueño señalaba hacia lo alto, en dirección al monte Urgull—. ¿Cuándo se irán?

Cinco mil gargantas repitieron la pregunta casi al unísono.

—No se irán —replicó Bengoechea tras pedir calma con las manos—. Tienen orden de permanecer aquí y defender la fortaleza.

Los gritos recomenzaron y de nuevo el alcalde y los regidores que lo acompañaban tuvieron que esforzarse para hacerse oír.

—Se espera que el ejército aliado llegue a San Sebastián dentro de cuatro o cinco días. El general Rey me ha comunicado que aquél que quiera abandonar la ciudad podrá hacerlo sin problemas.

Tras un instante de estupor, la marea humana inició un movimiento en dirección hacia las cuatro salidas de la plaza y Maritxu se vio arrastrada sin poder hacer nada por evitarlo. No podía pensar; sólo le preocupaba no caer para no ser arrollada por sus vecinos. Dolorida por los empujones y algunos golpes recibidos, logró por fin llegar al obrador y guarecerse dentro. El sudor le corría por el cuerpo y tardó un rato en serenarse. Su primer pensamiento fue para su hija. ¿Dónde estaba? No había regresado del encargo y no quería ni pensar que hubiera podido ser aplastada. Respiró aliviada al verla entrar poco después en compañía de Julián y de los aprendices. Tenía las mejillas rojas por el sofoco, había perdido el lazo y sus cabellos ondulados caían sobre sus hombros. Nunca la había visto tan bonita.

—¿Has traído los bolados? —fue lo único que se le ocurrió preguntar para disimular su nerviosismo.

—Sí, madre, aquí están.

La joven levantó la servilleta que cubría la cesta y Maritxu echó un vistazo al interior. Apenas quedaba un bolado sano. Las finas láminas de azúcar de aspecto esponjado, realizadas con almíbar, clara de huevo y zumo de limón que se deshacían en el agua y eran muy apreciadas después de una taza de chocolate estaban hechas migas.

—Lo siento… —se disculpó Marina— había tanta gente… y los empujones…

—Está bien. No importa. No creo que hoy tengamos muchos clientes porque con este barullo la gente va a estar muy ocupada y…

La entrada de su cuñado interrumpió sus palabras.

—Cuanto antes nos vayamos, ¡mejor para todos!

—¿Irnos? ¿Por qué? —preguntó ella intentando dominarse para no preocupar a su hija.

—¿No has oído al alcalde? —Pedro Martín no esperó su respuesta—. Lo ha dicho bien claro: dentro de cuatro días estarán aquí los aliados y el general nos permite evacuar la ciudad.

—¿Y por qué íbamos a evacuarla? Los franceses han perdido la guerra, su ejército ha cruzado la frontera y los del castillo tendrán que marcharse también, o rendirse.

—Por lo que dicen, el general no tienen la menor intención de hacer ninguna de las dos cosas. Además, han llegado mil quinientos hombres más de refuerzo y piensan plantar cara.

—Se rendirán sin luchar —afirmó Maritxu convencida—, al igual que nos rendimos nosotros cuando ellos llegaron.

—Puede que tengas razón, pero más vale prevenir. Los civiles nos veremos entre dos fuegos si los franceses deciden resistir.

—No sé… ¿Y qué pasará con nuestros negocios?

—¡Al diablo con los negocios si está la vida en juego!

—Eso es fácil para ti, que tienes asuntos en otras partes, pero lo que nosotras tenemos está aquí.

—Mira, no voy a perder el tiempo discutiendo contigo —aseveró Pedro Martín meneando la cabeza disgustado—. Haz lo que quieras, pero yo me voy ahora a Pasajes.

El hombre salió del obrador dando un portazo y dejando pensativa a su cuñada.

—Señora Maritxu…

Julián, el oficial, y los aprendices la observaban preocupados.

—¿Qué ocurre?

—¿Cree usted…?

—¿Que hay peligro? Siempre lo hay en estas circunstancias.

—Entonces…

—Haced lo que creáis conveniente.

—¿Y usted?

—Tengo que pensármelo.

Al contrario de lo que en un principio creía, “La Casa del Chocolate” se llenó en cuanto abrió la puerta y ni siquiera cerró a la hora de comer. El local se convirtió un lugar de reunión y también de discusiones entre los que abogaban por abandonar San Sebastián y los que defendían la idea de quedarse. Los primeros aducían la precariedad de la situación y el posible peligro para la ciudadanía en caso de que hubiera bombardeos; los segundos, por su parte, alegaban la necesidad de proteger sus bienes y, más importante, el hecho de que la ciudad en ningún momento hubiera mostrado su apoyo al ejército invasor. No había nada que temer. Nuevos correos habían llegado con noticias de lo acontecido en Vitoria. En ellos se afirmaba que la población civil no había sufrido daño alguno.

Maritxu atendía a los clientes sin perder palabra de las conversaciones y sin lograr decidirse. Su sentido común le aconsejaba cerrar y marcharse con Marina y Josefa a Zubieta; su amor propio, sin embargo, le impulsaba a permanecer en San Sebastián. En su último encuentro por la Pascua, y por primera vez en aquellos quince años, su padre le había instado para que se trasladara al caserío.

—Ya has demostrado que puedes valerte por ti misma y no hace falta que sigas demostrándolo —afirmó.

—No es una cuestión de demostrar nada, padre —respondió ella, picada por el comentario—. Es la forma en la que me gano la vida.

—¡Menuda vida, trabajando en un negocio de hombres! Mejor harías casándote de nuevo y dándome más nietos.

—No necesito un hombre a mi lado.

—Todas las mujeres necesitan un marido. ¡Maldita sea!

—¿Acaso ya me ha buscado usted uno?

—No te han de faltar hombres buenos aquí, en Zubieta.

—Me gusta la ciudad.

—Una ciudad infestada de soldados… ¿No tendrás un apaño con alguno de ellos?

Se había sentido ofendida por la pregunta y salió de la casa sin responder. Se acercó al Oria y se sentó sobre la hierba. Adoraba aquel pedazo de tierra, los campos verdes, los caseríos que eran parte de su paisaje, el lugar en el que había nacido y había transcurrido su infancia. Las cosas en el campo transcurrían a un ritmo diferente que en la ciudad; la gente parecía no tener prisa y siempre había tiempo para hablar o, simplemente, para contemplar la Naturaleza, para escuchar el sonido del agua o el silbido del viento. No había conocido a su madre, pero la echaba en falta; añoraba una mujer a su lado, alguien a quien confiar sus esperanzas y temores, o simplemente alguien con quien hablar. También echaba en falta a su padre, al padre de su niñez, al hombre fuerte a cuya vera siempre se había sentido protegida y que ahora se había convertido en un viejo taciturno. De pronto se sentía cansada, pero una cosa tenía clara: su hogar era ahora el que había creado para su hija y para ella, y aquel lugar se hallaba en el pequeño piso situado encima del obrador de la calle Ignacio. No necesitaba a nadie más en su vida; ellas solas se bastaban. Su padre había salido cuando ella volvió a la casa. Su hija y ella regresaron a San Sebastián sin despedirse de él.

—¿Y qué pasará si ocurre aquí lo que ocurrió en Badajoz?

La pregunta del notario Gurutzeaga le hizo prestar atención a la discusión que éste mantenía con otros dos hombres.

Era conocida la suerte que había corrido la desgraciada ciudad extremeña al ser liberada por los aliados en la primavera del año anterior. Furiosos por la resistencia de las tropas francesas y el gran número de bajas que les habían infligido, los soldados ingleses habían quemado decenas de casas y hecho una carnicería entre la población. No era cuestión de arriesgarse a sufrir el mismo destino por la tozudez del francés y la furia del inglés.

—Eso no ocurrirá —afirmó el banquero Brunet con rotundidad.

—¿Y por qué no iba a ocurrir? —preguntó el notario de nuevo—. El sino de los pueblos vencidos es sufrir las represalias de los vencedores.

—Lo de Badajoz fue un hecho lamentable que no ha vuelto a repetirse. Lord Wellington es un caballero.

—No existen caballeros en tiempos de guerra, amigo mío. En las guerras los hombres se comportan como lobos atraídos por la sangre. La Historia de la humanidad es una crónica de muertes y desastres.

—Se está usted poniendo muy dramático. Los franceses no tienen nada que hacer aquí. ¿Cuántos son? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? El ejército aliado lo componen decenas de miles. Créame, don Francisco, el general Rey ordenará ondear la bandera blanca en cuanto españoles, ingleses y portugueses se planten delante de las murallas.

—Sigo pensando que sería mejor evacuar la plaza y esperar a que eso ocurra.

—Pues yo no pienso moverme de mi casa y saldré a recibir a nuestros libertadores en cuanto pongan los pies en San Sebastián.

Maritxu no estaba dispuesta a tanto, pero sí opinaba bastante parecido. No había razón alguna para abandonar sus casas y sus negocios. La guerra era cosa de soldados y ellos no lo eran. También ella permanecería en la ciudad. Era un alivio que un hombre de la importancia de Brunet estuviera de acuerdo con ella, o ella con él, lo que a fin de cuentas era indiferente.

—Cuando lleguen nuestros libertadores, los recibiremos con los brazos abiertos —le oyó decir.

Ella también deseaba que llegaran y que se acabara de una vez la zozobra de la espera. No era prudente encontrarse en el bando de los vencidos, aunque se estuviera por la fuerza, y los franceses tenían aquella guerra perdida. Los cuatro mil soldados hacinados en el castillo y en casas de vecinos no serían suficientes para detener la imponente máquina de guerra de los aliados que avanzaba victoriosa echando a los franceses del territorio.

—Otros vendrán que buenos los harán…

Le sobresaltó el tono lúgubre de voz del tercer hombre que había permanecido en silencio hasta entonces. No lo conocía por el nombre aunque lo había visto en el local alguna que otra vez en compañía del banquero.

—¿Y eso, a qué viene? —le interrogó Brunet.

—Es un decir…

—¡Es una tontería! Los franceses llevan aquí cinco años y ya es hora de que ahuequen el ala y se vuelvan a su tierra. ¿No me irás a decir ahora que te gusta vivir invadido?

—¿Y qué más da unos que otros? Franceses, ingleses, españoles… Si no son unos son los otros. Unas veces se alían, otras se enfrentan, según los antojos de sus reyes y políticos, y los pueblos sufren las consecuencias. “Es la ley de la guerra que los vencedores traten a los vencidos a su antojo”, lo dijo Julio César.

—¡Pues allá los vencidos, que serán los franceses! Los donostiarras no hemos intervenido para nada en el conflicto.

—De noche todos los gatos son pardos…

—¡Estoy hasta las narices de tus frases hechas y me voy a mi casa! ¿Viene usted, don Francisco?

El banquero dejó un real de plata encima de la mesa y los dos hombres salieron del local, seguidos por la mirada irónica del tercero. Maritxu no le quitaba el ojo de encima.

—¿De verdad cree usted que tendremos problemas? —le preguntó al ir a retirar la loza y recoger el real.

—Váyase, señora, ahora que todavía está a tiempo —sentenció el hombre levantándose, a su vez, y haciendo un saludo con la cabeza antes de salir él también.

La mujer permaneció pensativa. Su determinación anterior había dejado paso a la duda. ¿Y si era verdad lo que el notario y el otro individuo aseguraban? ¿Y si ocurría allí lo que en Badajoz?

En el local apenas quedaba un par de clientes, dos hermanos solterones de apellido Oianarte que vivían en su casa, en el piso de encima, y a los que había escuchado decir que, a su edad, lo mismo les daba morir en un lugar que en otro y que, puestos a elegir, preferían que fuese en su querida ciudad. Para celebrarlo habían pedido otra taza de chocolate para cada uno, esta vez acompañadas por sendos vasitos de orujo, pues afirmaron con humor que el agua azucarada era buena para los niños de teta y para los enfermos, no para hombres curtidos como eran ellos. Esperó con cierta impaciencia a que se marcharan, recogió el local y salió a la calle después de asegurarse de que todo quedaba en su sitio y las dos puertas bien cerradas. Todavía no habían sonado las diez de la noche, pero daba la impresión de que era mucho más tarde. No se veía un alma, ni se escuchaban los gritos de la chavalería que en aquella época del año permanecía jugando en la calle; no había vecinas sentadas en sillas bajas de paja delante de los portales al fresco del anochecer, ni parejas susurrando en la oscuridad. Sintió algo parecido a un escalofrío, cruzó el chal sobre su pecho y penetró en el portal deseando encontrarse cuanto antes al abrigo de su pequeño hogar. Sin embargo, cambió de opinión al empezar a subir la escalera, asió uno de los dos farolillos que alumbraban el portal y volvió a salir.

Echó a andar en dirección a la iglesia de Santa María. Necesitaba pensar con serenidad y no podría hacerlo en su casa. Quizá Marina estuviese ya dormida, o quizá no, y no quería encontrarse con ella sin haber tomado una decisión. Tampoco deseaba escuchar las lamentaciones de Josefa quien, a buen seguro, la estaría esperando levantada para intentar contagiarle sus miedos. Al subir la escalinata, vio salir del templo a doña María del Carmen, la madre de Juan de Vicuña, próspero comerciante y propietario de varias casas. Iba precedida por una muchacha no mayor que su hija, que mantenía una caña de la que colgaba un farolillo encendido para que su señora pudiera ver en la oscuridad. Se le pasó por la cabeza detenerse al cruzarse con ella en el atrio, hacer un comentario y saber qué opinaba sobre el tema de la evacuación, pero se limitó a responder con otro a su gesto de saludo. Nunca habían intercambiado más de dos palabras cuando la mujer acudía a su establecimiento acompañada por su familia y su relación no tenía por qué cambiar ahora. Doña María del Carmen y ella pertenecían a clases sociales diferentes y probablemente, pensó, sus preocupaciones también eran distintas. Se giró y la observó hasta que la luz vacilante del farolillo desapareció por la calle del Puyuelo. Después se echó el chal por la cabeza y penetró en el recinto.

El interior de la iglesia estaba tan silencioso como el exterior. Olía a incienso y a cera aunque apenas quedaban algunas velas encendidas en una o dos de las capillas laterales. Avanzó por la nave escuchando el sonido de sus pisadas, hizo una genuflexión y la señal de la cruz, se sentó en el primer banco y clavó su mirada en la imagen de la Virgen del Coro iluminada por dos grandes lámparas de aceite. Sentía, al igual que el resto de los vecinos, una gran devoción por aquella pequeña figura que presidía el altar mayor y que mucho antes había estado en el coro de la iglesia hasta que un clérigo, cansado de subir para rezarle, quiso llevársela a su casa oculta bajo la sotana. Al llegar a la puerta, el religioso quedó inmovilizado y, desde aquel hecho milagroso, los donostiarras compartían su veneración entre ella y el santo patrono de la ciudad, San Sebastián. No podía distinguir los rasgos de la Virgen Negra ni del pequeño que sostenía en brazos y que, en la distancia, parecía estar chupándose su manita de recién nacido.

—¿La evacuarán y dejarán a la ciudad sin su protectora? —preguntó en voz alta.

—¡Por supuesto que no! —le replicó ofendida una voz masculina.

Dio un respingó asustada, pero se tranquilizó al descubrir al párroco de Santa María, don Domingo, que la observaba con el ceño fruncido. Tenía fama de mal genio, pero ella lo conocía bien. De hecho, era un segundo padre para ella y un abuelo para Marina; a las dos las había bautizado, les había dado la Primera Comunión y para ella, además, había sido de gran consuelo a la muerte de Eusebio. Sabía que era incapaz de hacer daño a nadie y que su aparente brusquedad era una forma de disimular la ternura que sentía hacia sus semejantes.

—¿Y qué ocurrirá si deciden prender fuego a la iglesia? —inquirió.

—¿Quiénes se atreverían a cometer semejante sacrilegio?

—Los franceses, los españoles, los portugueses, los ingleses…

—¡No digas tonterías! Son cristianos, aunque… —vaciló—, los ingleses protestantes quizás lo sean un poco menos.

—Son soldados.

—Soldados cristianos.

—Que hacen guerras, matan personas y también incendian casas e… iglesias.

El párroco permaneció callado durante unos segundos. Había desfruncido el ceño, pero a Maritxu le pareció observar en su rostro un gesto de preocupación.

—Aquí no ocurrirá algo semejante —aseveró finalmente con firmeza.

—Dios os oiga…

—Me oye Ella —afirmó señalando con el dedo la imagen de la Virgen.

—¿Creéis vos que los milagros son posibles?

—¡Maritxu Altuna! —exclamó escandalizado—. ¿Te has vuelto atea?

El sacerdote tenía de nuevo el ceño fruncido y había alzado los brazos hacia el techo en actitud teatral. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír.

—No estaría aquí si lo fuera…

Sus palabras apaciguaron las furias del párroco, quien sonrió y se sentó a su lado.

—Ya es un poco tarde para andar fuera de casa, ¿no crees?

—Quería pensar… No sé qué hacer en cuanto a lo de la evacuación.

—No pasará nada.

—Eso pienso yo, pero… está también Marina. Si los aliados entran por fin en San Sebastián, la ciudad se llenará de soldados. He oído que son miles y ella es todavía una niña y no quiero que…

—Mándala con el impío de su abuelo.

Esta vez, la mujer no pudo evitar una risa callada.

Su padre y el sacerdote eran amigos desde jóvenes; la de Zubieta había sido la primera parroquia de don Domingo al dejar el seminario; ambos congeniaron nada más conocerse y, años después, también se instalaron en San Sebastián casi al tiempo. Su amistad se había acrecentado con los años, así como la diferencia en cuanto a sus creencias. Muchas veces los había oído mantener largas discusiones que siempre acababan en tablas puesto que ninguno de ellos daba su brazo a torcer. La simpatía que su padre sentía hacia la revolución francesa y el aborrecimiento del sacerdote hacían imposible un acuerdo. La igualdad, fraternidad y libertad de los ciudadanos preconizadas por los revolucionarios y alabadas por el primero chocaban de lleno con las acusaciones del segundo de guillotinar personas y deportar y exiliar a los religiosos que no se avenían a firmar la Constitución.

—¡Ateos! ¡Eso es lo que son esos revolucionarios a quienes tanto admiras! —exclamaba el clérigo, acalorado, y daba por zanjada la discusión.

Al regresar su padre a Zubieta, ella ocupó el lugar del amigo a quien, sin confesarlo, el sacerdote echaba de menos. Acudía a su establecimiento todos los días, después de la misa, y ella le servía chocolate en una taza grande que se negaba a cobrar aunque él siempre metiese la mano en el bolsillo de su sotana y preguntase cuánto le debía. Era un ritual que duraba ya quince años.

—No sé si Marina querrá… Últimamente ha cambiado mucho. Está muy irascible y ya casi ni hablamos… —pensó en voz alta.

—Es la edad —adujo don Domingo—. Los jóvenes pasan por una época de descontento para llegar a adultos; no se sienten a gusto dentro del cuerpo y les gusta llevar la contraria a sus mayores. A ti también te ocurrió.

—No es cierto. A su edad, yo ya me había prometido.

—En contra de la opinión de tu padre, que hubiese preferido tenerte con él algunos años más.

Maritxu alzó las cejas sorprendida.

—No dijo nada.

—¿Le habrías hecho caso?

Se quedó callada y dirigió la mirada hacia el techo para ocultar su confusión.

Nunca supo muy bien si al padre le alegró o entristeció su decisión porque era un hombre demasiado reservado en cuanto a sus sentimientos personales, pero le dio su consentimiento sin añadir el menor comentario. El orador acalorado a quien gustaba alzar la voz por encima de las demás, raramente dejaba entrever sus debilidades. Vendió a su socio su parte en el negocio de construcción y el piso de la calle de San Jerónimo; le dio a Eusebio una dote suficiente para abrir “La Casa del Chocolate”, y después se retiró a “Eguzkienea”, su caserío, decidido a vivir en el campo y a ocuparse de sus tierras y ganado. Sabía que, tras la muerte de su marido, él había esperado que la hija y la nieta fueran a vivir al caserío, pero tampoco dijo nada cuando ella decidió continuar con el obrador. Dicha decisión aumentó el distanciamiento entre ellos. Raramente aparecía por San Sebastián y sus encuentros eran fríos, carentes de aquella complicidad que los había unido. Quería a su padre y estaba seguro de que él la quería a ella, pero ninguno de los dos dejaba que el otro lo supiese, y su distanciamiento se acrecentaba a medida que transcurrían los años. Aun así, el talante del antiguo revolucionario recuperaba algo del Tomás Altuna que ella recordaba en algunas ocasiones, muy pocas, en las que Marina y ella acudían a Zubieta. Entonces, durante unas horas, el tiempo se detenía y las cosas eran iguales, o bastante parecidas, a como habían sido.

—Así pues, ¿pensáis que debo enviar a mi hija con su abuelo?

—Sí, si vas a quedarte más tranquila. No es bueno para los hijos sentir la preocupación de los padres. Sin embargo, ya sabes que en mi casa hay sitio para las dos y también para esa melindres de Josefa que se pasa el día lloriqueando por cualquier cosa. ¡Ni el mismísimo general Wellington se atreverá a entrar en ella por la cuenta que le trae!

La última exclamación del sacerdote le hizo sonreír de nuevo, asió su mano y se la besó.

Se sentía más tranquila al volver a su casa; había tomado una determinación y ello aliviaba su inquietud. Enviaría a Marina a Zubieta al día siguiente y, de paso, también a Josefa. A pesar de lo dicho por el párroco, la mujer era muy hacendosa y sería de utilidad en el caserío. Por su parte, ella permanecería en San Sebastián. Julián y dos de los aprendices también habían decido quedarse; el tercero ya se había marchado a casa de su familia en Orio. No iba a dejar el negocio desamparado. Además, guardaba a buen recaudo la escopeta de caza de Eusebio y no dudaría en utilizarla en caso de que fuera necesario. De todos modos, aquello acabaría pronto. En un par de semanas, los franceses se habrían rendido y el susto sería sólo eso, un susto.

Josefa dormía en el cuartito de la cocina y Marina hacía otro tanto en su pequeño dormitorio. La contempló durante un rato sosteniendo el farolillo en alto. Con su cabello ondulado esparcido sobre la almohada y su cara aniñada parecía una criatura tan frágil que sintió que el corazón se le encogía ante el temor de que algo malo pudiera llegar a sucederle.

A la mañana siguiente le informó que aquel mismo día partiría hacia Zubieta.

—¿Por qué tengo que irme? —preguntó la joven.

—Porque lo digo yo.

—¿Y si no quiero?

—Te irás de todas formas.

—¿Por qué?

—Porque soy tu madre y te lo ordeno.

—¿Y yo no tengo nada que decir?

—No mientras la situación sea tan inestable.

—Pues según usted, aquí no va a pasar nada…

—Por supuesto que no va a pasar nada, pero no tengo ganas ni tiempo para ocuparme de ti hasta que este asunto de la guerra haya terminado. Prepara tus cosas; os acompañaré hasta la Puerta de Tierra antes de abrir el obrador.

Podría haberle dicho que era ella la única y verdadera razón de su preocupación, que por nada del mundo deseaba arriesgar su seguridad y que se sentiría mucho más tranquila sabiéndola a salvo junto a su abuelo, pero no lo hizo. La vio apretar los labios y entrar en su cuarto, cuya puerta cerró de un golpe, y esperó a que volviera a salir con una bolsa en la mano.

Caminaron en silencio por la calle Mayor en dirección a la Plaza Vieja, ella delante, Marina detrás y Josefa en último lugar. La mujer no dejaba de suspirar y de limpiarse los ojos con el dorso de la mano. Su primera reacción había sido protestar ante la decisión de la señora. ¿Cómo iban a dejarla sola allí? No era decente que una mujer permaneciese sola con tantos soldados por las calles. ¿Estaba segura de lo que hacía? ¿Y por qué no las acompañaba ella también? Después de instarle en repetidas ocasiones que no olvidara cerrar con llave las dos cerraduras de la puerta, le hizo prometer que abandonaría la ciudad si las cosas se ponían feas, y fue a preparar su atillo, dispuesta a sacrificarse por el bien de la niña a la que había visto crecer, aunque la perspectiva de convivir con el huraño de su abuelo no le hiciese ninguna gracia.

Los alrededores de la Plaza Vieja estaban hasta los topes de gentes que intentaban salir de la ciudad. La noticia de la derrota de los franceses en Vitoria había llegado casi a la par que cientos de huidos camino del exilio. José Bonaparte no apareció por San Sebastián, como había hecho a su llegada a su nuevo y fugaz reino. Desde Vitoria se dirigió a Navarra y durmió en Elizondo antes de pasar la frontera por Bera y establecer su cuartel general en San Juan de Luz. Muchos de los que esperaban no eran donostiarras, sino huidos que habían pernoctado al aire libre dentro del recinto amurallado. Los llamados “afrancesados”, funcionarios juramentados de la administración Josefina, negociantes franceses instalados en tierras de la corona española, intelectuales liberales simpatizantes de las ideas revolucionarias que habían soñado con derrocar el absolutismo, escapaban de las furias que se abatirían sobre ellos en cuanto hubieran desaparecido las armas que los protegían. Las noticias llegaban tarde, pero llegaban y nadie ignoraba el texto del decreto real por el que se ordenaba perseguir a aquéllos que voluntaria o involuntariamente hubiesen colaborado con el intruso o hubiesen mostrado simpatías por las ideas liberales. Maritxu no los conocía, pero sí pudo reconocer a varios de sus vecinos franceses y a otros guipuzcoanos que habían alentado la unión de Guipúzcoa, Álava y Vizcaya para formar una nueva provincia francesa. Éstos no podrían protegerse en caseríos de familiares y amigos: su único destino era el exilio, y algunos no dejaban de mirar a su alrededor queriendo retener en sus retinas la imagen del lugar que amaban y al que nunca regresarían o, al menos, tardarían en regresar. Ellas, a fin de cuentas, tenían en “Eguzkienea” su segunda casa.

Familias enteras cargadas con cestos y bolsas, hombres con rostros taciturnos, mujeres llorosas y niños inquietos, ajenos al drama que vivían los mayores, se apelotonaban ante la Puerta de Tierra a la espera de que se les permitiera salir. Los bultos eran inspeccionados a fondo y los soldados requisaban todo tipo de armas —cuchillos, pistolas, escopetas y mosquetes en su mayoría, pero también útiles aparentemente inofensivos como hoces y azadas— ante las protestas de los dueños que alegaban la necesidad de defenderse en caso de ataque. El general Rey había dado orden de incautar las armas de la población para evitar que se volvieran contra los ocupantes, se molestó en explicar un oficial, presente en el registro, al dueño de un magnífico trabuquillo de chispa con el cañón cincelado en plata y su correspondiente polvorera de acero empavonado con damasquinados de plata mientras examinaba ambas piezas con evidente placer.

—¡Yo me voy, así que no hay peligro de que la utilice contra ustedes! —exclamó el hombre enfurecido.

—Lo siento. Ordenes son órdenes —replicó el oficial sin inmutarse al tiempo que entregaba el arma y la polvorera al estático ordenanza que se mantenía a su lado, quien inmediatamente se puso en movimiento.

A pocos pasos del puesto de control, Maritxu observaba el intercambio de palabras. Siguió con la vista al ordenanza y constató que no depositaba el trabuquillo junto a las demás armas confiscadas, sino que se alejaba con presteza por la calle del Cuartel. Estaba claro que el oficial había decidido quedarse con el valioso objeto, y no sería el único. “Además de invasores, ladrones”, pensó.

—Nosotras no llevamos nada que pueda… requisarse —afirmó al llegarles el turno, marcando con un ligero tono irónico la última palabra.

—¿Y esos bultos? —interrogó a su vez el militar.

—Ropa de uso personal.

El oficial levantó la vista y sonrió sorprendido.

—¡Señora Maritxu! ¿También usted nos abandona?

Delante de ella tenía al capitán Mercier y no respondió. No lo había reconocido o, simplemente, no se había molestado en fijarse en su cara durante el episodio del trabuquillo.

—No. Ella se queda y aleja de su lado a los estorbos —intervino Marina en tono resentido.

—Hace bien —afirmó Mercier sonriendo de nuevo—. En estos momentos San Sebastián no es un buen lugar para una señorita. Me alegro de su decisión —añadió dirigiéndose a Maritxu.

—No estoy yo tan segura. Puede que cambie de opinión. ¿Podemos pasar o va a registrarnos?

—¡Por supuesto que no! ¡Dejadlas pasar!

La larga fila de los huidos, algunos en carretas, la mayoría a pie, se extendía por la franja de tierra despejada durante la bajada de la marea. Avanzaban despacio unos grupos detrás de otros; apenas se escuchaban voces y el miedo y la ansiedad se reflejaban en todas las miradas, mezclados con una profunda tristeza. Maritxu acompañó a su hija y a Josefa hasta el barrio de Santa Catalina. Su primera intención había sido hacerlo hasta la Puerta de Tierra y despedirse allí, pero no podía dejar de pensar que aquélla era la primera vez que Marina y ella se separaban y no sabía cuándo volvería a verla. A medida que se alejaban del hogar, se acrecentaban sus temores. Podría ponerse enferma o tener un accidente y ella no estaría a su lado para cuidarla. Si los franceses no se rendían, la guerra se alargaría y ella misma podría resultar herida o morir, y nunca más vería el único rostro que le importaba en la vida. Por un instante, pensó en echar por la borda su intención de permanecer en la ciudad y seguir adelante.

—No nos vamos a perder, ¿sabe, madre?

La voz poco amable de Marina le cayó encima como un jarro de agua fría y se detuvo en seco.

—Entonces, adiós.

—Adiós.

Ni una sonrisa, ni un beso de despedida. La joven levantó la mano y continuó andando, seguida por Josefa que no paraba de llorar. Las vio perderse entre la gente y los carros que encauzaban sus pasos por el puente de madera que unía las dos orillas del Urumea y estuvo a punto de correr tras ellas. ¡Diablo de cría! ¡De buena gana le habría soltado una bofetada! Regresó, enojada, a la ciudad cruzándose con los vecinos que iban en dirección contraria y la miraban sorprendidos. Cuando la vida volviera a la normalidad, cuando ya no hubiera peligro, hablaría muy seriamente con Marina y pondría las cosas en su sitio. Era antinatural que una madre y una hija no hablaran sino para agraviarse, aunque —recapacitó— quizá la culpa era suya por no haberse mostrado más cariñosa, por no tener algo más de paciencia con una adolescente…

—También ella podría mostrarse un poco más amable —afirmó en voz alta.

Una mujer que pasaba por su lado se quedó mirándola como si estuviera loca. Tenía que quitar la costumbre de hablar en voz alta, se dijo una vez más, y atravesó la Puerta de Tierra. Respiró aliviada al comprobar que el capitán había desaparecido. No tenía ganas de encontrarse con él de nuevo porque no sabía cuál sería su reacción. Era culpa de los franceses que su hija y ella se hubieran visto obligadas a separarse y que muchos vecinos se marcharan casi con lo puesto. Total para nada. De ser cierto lo que se decía, que los aliados eran decenas de miles, de poco les valdría a los invasores hacerles frente. ¿Cuándo cesarían las malditas guerras que tanto dolor e incertidumbre provocaban en las poblaciones civiles, ajenas a los tejemanejes que se traían los gobernantes? ¿Cuándo cejarían en su ambición y permitirían que los pueblos vivieran en paz?

—-Es porque son hombres —había asegurado su amiga Otilia, la dueña de la mercería de la calle San Jerónimo, un día que hablaban sobre la ocupación y sus consecuencias.

—Si fueran mujeres, tendrían otros asuntos de que ocuparse en vez de pensar en guerras y violencias —prosiguió, convencida de sus palabras—. Mi difunto marido, que en paz descanse, si es que lo consigue porque fue un desgraciado, me hacía el amor, por decirlo de una manera fina, como si yo fuera una mula. Ni caricias, ni besos, ni nada; se ponía encima de mí, se desahogaba y luego se dormía, ¡el muy animal!

—¿Y qué tiene eso que ver con las guerras? —había preguntado ella sin poder evitar la risa.

—Pues que lo mismo qué hacía “eso”, se liaba a mamporros con cualquiera que le llevase la contraria. No sabía hablar civilizadamente y todo tenía que hacerlo por la fuerza.

Eusebio no era así. Era tierno con ella, temía hacerle daño, y nunca había utilizado la escopeta de caza —la que ella no pensaba ni por lo más remoto entregar a los franceses— porqué le daba lástima hasta de matar siquiera una liebre. Se la había regalado su padre siendo todavía soltero con la esperanza de que lo acompañara en sus salidas, pero él siempre encontraba una disculpa para no hacerlo. Y tampoco alzaba nunca la voz; ni reñía con nadie. Tal vez por esa razón no se había vuelto a casar, porque temía encontrarse con un hombre violento como lo era el marido de Otilia.

—Si los hombres pariesen a sus hijos, se lo pensarían dos veces antes de enviarlos a matar o morir por alguien o por algo que ni les va ni les viene —continuó su amiga—. Menos mal que Dios no me dio hijos: ¡hubieran salido iguales de brutos que el padre!

Sabía que no creía lo que decía. Sólo tenía que observar la envidia en sus ojos al contemplar a Marina y el cariño que ponía en las batas y vestidos que cosía para ella y que nunca cobraba porque, según aseguraba, con lo menuda que era la niña apenas gastaba media pieza de tela y una madeja de hilo en su confección; y además, añadía, para eso era su ahijada. No la había visto en los dos últimos días e ignoraba si había decido marcharse o quedarse, así que dio un rodeo para pasarse por la mercería. La encontró cerrada y sintió una pequeña decepción. Otilia era, por así decirlo, su única verdadera amiga, casi una hermana. Las demás eran amistades de hola y adiós. Se iba a sentir muy sola, ahora que su hija y ella se habían marchado, y también el pesado de su cuñado, de hecho su único pariente en la ciudad.

Encontró las puertas del obrador abiertas y el olor familiar a chocolate le produjo una extraña sensación de paz. Nada había cambiado. Recordó entonces que la víspera no había preparado la mezcla para añadir a la olla y pensó en subir a su casa, pero previamente entró en el local para comprobar que estaba en orden. Julián y los dos aprendices se hallaban trabajando como cualquier otro día y la saludaron con una sonrisa que ella devolvió, y delante de la mesa de los pesos, con el mandil puesto, estaba Otilia, ocupada en pesar el polvo de cacao cuyos granos molía previamente.

—¿Se ha marchado ya la niña? Mejor. Una preocupación menos. Estará bien en Zubieta. He pensado en venir a echarte una mano porque llevo dos días que no he vendido ni un corchete y no creo que, en estos momentos, haya alguna mujer con ganas de bordar —dijo sin que ella se hubiera recobrado de la sorpresa—. Y si te parece bien, también pasaré a vivir contigo estos días, hasta que esto se acabe. Una mujer sola es una tentación en esta ciudad infestada de depredadores. ¡Incluso yo, a pesar de andar tan floja de carnes que hasta me doy lástima!

La última exclamación y el tono cómico utilizado les provocaron la risa. Necesitaban relajar la tensión de las últimas horas, y Otilia, una mujer campechana que difícilmente se dejaba amilanar por los malos momentos, era el remedio ideal.

Aquel día, nadie entró en el local hasta muy entrada la tarde en la que, siguiendo su costumbre, aparecieron los hermanos Oianarte en busca de su ración diaria del humeante líquido, pero las dos mujeres y los tres hombres trabajaron durante toda la jornada como si tuvieran que satisfacer una lista interminable de pedidos de pastillas de chocolate y la chocolatería estuviera llena a rebosar de clientes.

EL CONDUCTOR DEL CARRETÓN de viajeros detuvo las caballerías a unos veinte metros del puente sobre el río, obedeciendo las indicaciones de un mozalbete que enarbolaba un palo con un trapo de color rojo en la punta y gritaba desaforado como si estuviese anunciando un peligro inminente. Siempre ocurría lo mismo y rara era la vez que se adentraba por el puente sin haber tenido que esperar un buen rato. Atisbo el otro extremo colocándose la mano sobre los ojos para evitar el reflejo del sol en las aguas del río y comprobó que un vehículo cargado hasta los topes iniciaba el paso, seguido de otro igualmente cargado. El hombre chasqueó la lengua. Con ademán pausado extrajo del bolsillo de su chamarra una pipa de espuma de mar, a la que el tiempo y el uso había conferido un oscuro color dorado, y una bolsa de tabaco; rellenó la cazoleta y se entretuvo un buen rato en encender la yesca frotando el eslabón contra el pedernal y, después, el tabaco. Luego se dispuso a esperar el tiempo que fuera necesario.

—Oiga, buen hombre, ¿por qué nos detenemos?

Uno de los viajeros asomó la cabeza por detrás del carretero. El hombre señaló, sin decir palabra, hacia los carros que atravesaban a paso lento el puente de Santa Catalina. El caballero meditó durante unos instantes y, a continuación, se bajó del carretón. Era un joven de buena planta, vestido con elegancia a la moda francesa: taleguilla de color verde hasta debajo de las rodillas y medias a juego, chaleco bordado, camisa blanca encañonada, pañuelo de seda a rayas rojas y marrones y levita también marrón de cuello alto y duro. Un sombrero negro de media copa y lustrosos zapatos con hebilla, también negros, completaban el atuendo.

—Voy a estirar las piernas. Ya ni las siento después de las horas de viaje —explicó al carretero que lo observaba sin hacer comentarios—. Esperaré en el otro lado.

El caballero hizo un leve movimiento de cabeza y sonrió al tiempo que echaba a andar hacia el puente. Avanzó deprisa hacia la primera puerta que separaba la construcción de piedra, que a veces quedaba inundada por la subida de la marea, de la de madera y se vio desagradablemente sorprendido al verse interpelado por los soldados que hacían guardia ante ella. Eran muchos, demasiados para ser una patrulla de control, y no le permitieron el paso hasta que no hubo mostrado su pasaporte. Por un momento había olvidado que San Sebastián estaba ocupada por los franceses y la lengua que en Burdeos encontraba culta y hermosa, en su pueblo natal le resultó molesta, si no ofensiva.

—Joaquín Larburu.

El soldado al mando examinó el pasaporte y le interpeló en francés.

—¿Motivo del viaje?

—Vuelvo a mi casa —respondió él en idéntico idioma.

—¿A pie?

—En aquel carretón de viajeros que espera para atravesar el puente —informó intentando no perder la compostura y señalando hacia el vehículo.

El militar lo dejó pasar llevándose la mano derecha a la frente en señal de saludo, al que él respondió con una leve inclinación de cabeza. Y se adentró por el puente. No estaba dispuesto a esperar ni un segundo más; tenía ganas de llegar y descansar después de cinco interminables días de viaje desde Burdeos. Cuatro veces había cambiado de carretón, había sufrido el calor y las moscas, respirado polvo en lugar de aire, dormido en colchones llenos de pulgas en posadas camineras y soportado decenas de controles militares. Francia estaba en pie de guerra, si bien ésta se llevaba a cabo en otros países. A media altura del puente se cruzó con el carro que venía en dirección contraria y tuvo que pegarse contra la baranda que protegía de las caídas. El carromato iba cargado de muebles sujetos por sogas, unos encima de los otros, seguido de un numeroso grupo de personas. Detrás, y a unos cincuenta pasos de distancia, llegaba otro carro, asimismo cargado de muebles y seguido por más gente, y otro más después de éste. Al parecer algunos se iban de la ciudad y otros, como él, regresaban a ella. Los soldados de la segunda puerta lo miraron con idéntica indiferencia con que él los miró a ellos y, en este caso, ni siquiera hubo intercambio de saludos.

Olvidó a los ocupantes al pisar el arenal sobre el que se alzaba el pequeño barrio de Santa Catalina y, por un instante, regresó a la infancia cuando, en compañía de su hermana y de sus primos, corría descalzo por la arena y metía los pies en el agua. Caía la tarde y los candiles, pequeñas luciérnagas, comenzaban a encenderse en la noche aquí y allá, al tiempo que los últimos resplandores solares se reflejaban en las aguas en calma en las que decenas de chalupas se balanceaban suavemente. Las colinas recubiertas de verde hierba se deslizaban hacia el mar, que se unía al cielo en el horizonte, y pequeñas olas borraban las huellas que las gaviotas habían dejado sobre la playa de arenas doradas. La ciudad amurallada que se convertía en una isla con la marea alta, la bahía a un lado y la desembocadura del río al otro, se sentía segura, protegida por el cerro rocoso. En su cima se alzaba un castillo en uno de cuyos cubos ondeaba la bandera tricolor. Dirigió la mirada hacia el islote de Santa Clara, entre el monte Urgull y el de Igueldo. Daba la impresión de haber sido colocada a propósito en aquel lugar para detener los oleajes y proteger el tranquilo remanso de la ensenada. Todo estaba en calma. El pequeño rincón del mundo, hermoso y apacible, no había cambiado durante su ausencia.

Habían transcurrido cinco años desde su marcha, justo un par de meses antes de la ocupación francesa. Era demasiado tiempo para alguien que había partido siendo un joven imberbe y regresaba hecho un hombre. Durante un lustro se había visto inmerso en los estudios y la bullanguera vida juvenil bordelesa, tan diferente a la conocida hasta entonces; tan lejana en estos momentos a pesar de los pocos días transcurridos. De pronto tuvo dudas. Tal vez el cambio había sido demasiado brusco; quizá tendría que haber esperado para regresar… o no regresar nunca, como habían hecho otros, pero su futuro estaba ya trazado. Su padre lo había dejado bien claro al enviarlo a estudiar a Burdeos:

—Eres mi único hijo y tengo planes para ti. Así que aprovecha esta oportunidad y no hagas que tu madre y yo nos sintamos avergonzados de ti.

Bien sabía él cuál eran aquellos planes: transformar el comercio familiar en una gran empresa importadora de materia prima y exportadora de productos acabados. Su padre tenía para él ambiciones que él desdeñaba. La vida se vivía una vez y cuantas menos preocupaciones, mejor. No quería parecerse a su progenitor y convertirse en un hombre circunspecto que había perdido el humor y cuyo mayor mérito era ser un importante y, por supuesto, rico comerciante de la ciudad. Deseaba trabajar para vivir, no vivir para trabajar; encontrar una esposa, no mal parecida a ser posible, con quien tener un par de hijos y llevar una existencia cómoda y sin presiones. De hecho, se habría quedado en Burdeos de socio en la librería de su amigo Stéphane de no ser por las alarmantes noticias que le llegaban sobre las derrotas sufridas por los ejércitos de Napoleón en suelo peninsular, pero sabía por las cartas que recibía de su madre, que los donostiarras vivían relativamente tranquilos, si es que podía llamarse tranquilidad al hecho de hallarse bajo el dominio de un poder militar extranjero. Los ecos de guerra no llegaban puntuales al barrio de los Capuchinos. Tenía que reconocer que tampoco le habían preocupado demasiado hasta el día en que se topó con un conocido de su padre, un masón de la logia bonapartista de San Sebastián. El hombre de quien sólo recordaba su nombre de pila, don Cornelio, se echó a llorar cuando él se presentó.

—Ay, hijo, cuántas desgracias… —suspiró al recuperarse de la emoción, ayudado por un buen vaso de vino girondino—. En estos días uno no puede expresar sus ideas sin ser perseguido y verse obligado a exiliarse, abandonando la tierra que ama y la casa construida con el esfuerzo de su trabajo. La libertad ha sido un sueño que ha durado un breve instante, fugaz e intangible.

Le costó poco entender que el hombre era uno de aquellos exiliados que cada día llegaban a Burdeos por tierra o por mar desde hacía unos meses. No tenía tratos con ellos. “Donde estuvieres, haz lo que vieres” y, en Francia, lo lógico era tratar con franceses. Además, los exiliados tenían un único pensamiento: regresar a su tierra. Pasaban el tiempo lamentando su situación y compadeciéndose de su desgracia. Procuraba evitarlos siempre que le era posible, aunque soportó con estoica paciencia la retahíla de lamentaciones de don Cornelio.

—El pueblo es voluble e incomprensiblemente necio. De acuerdo que la mejor forma de ganárselo no es invadiendo su tierra e imponiéndole un rey por la fuerza, pero José Bonaparte no es un mal tipo. Ha intentado modernizar un país anclado en el pasado, imbuirle nuevos aires, alentar las reformas, hacerle ver que los Borbones pertenecen a una época obsoleta. El absolutismo es una tiranía inaceptable, y la libre elección, derecho del ser humano, pero ¿qué se puede esperar de un pueblo analfabeto que prefiere el gobierno de un idiota como Fernando VII a otro parlamentario en el que todas las capas sociales tengan voz?

Lo escuchó reprimiendo un bostezo y pensando en Marguerite, la moza que alegraba sus noches y las de Stéphane en un ménage á trois que habría horrorizado a sus padres. Sordo a las lamentaciones de don Cornelio, se solazó con la imagen de la joven desnuda, pero prestó de nuevo atención al oírle mencionar el nombre de su ciudad.

—… y lo van a tener muy mal en San Sebastián en cuanto lleguen las tropas aliadas…

—¿Por qué dice usted eso?

—Primero caerá Vitoria, después lo harán Pamplona y San Sebastián, el último bastión francés en la zona septentrional. Se rumorea que el general Castaños quiere dar un escarmiento a nuestra querida ciudad.

—¿Quién?

—El general Castaños, el general más importante del ejército español.

—¿Y por qué iba a querer ese señor darnos un escarmiento?

—Porque no plantamos cara a los franceses en la primera invasión, hace diecinueve años, y tampoco lo hicimos en la segunda, hace cinco.

—¡Qué estupidez! La población civil nada tiene que hacer ante un ejército numeroso y bien pertrechado.

El pobre viejo debía estar delirando. Él tenía seis años cuando España declaró la guerra a la República, después de la ejecución del rey francés, y ni se acordaba del hecho en sí, pero su padre se lo había contado tantas veces que casi le daba la impresión de haberlo vivido en primera fila. Un tal general Moncey llegó con seis mil soldados hasta los muros de la ciudad, conminando a los donostiarras a que se rindieran, cosa que éstos hicieron. No había soldados en la ciudad y los cañones de las baterías habían sido trasladados a Irún por orden del mando español.

—¿Cómo diablos querían que defendiéramos la plaza? ¡No somos militares! —rugía su padre al llegar a ese punto—. ¿Y qué habría pasado con los ancianos, las mujeres y los niños? ¡Habría sido un suicidio! ¡Ahora seríamos unos héroes muertos, buenos para alimentar a las lombrices!

Se empeñaba en hablar una y otra vez de aquel asunto, ya olvidado por muchos de sus vecinos, porque no podía ni quería perdonar que, tras la marcha de los franceses, fue detenido, trasladado a la ciudadela de Pamplona y juzgado en un consejo de guerra, junto al entonces alcalde y otro de los jurados municipales. Aunque fueron absueltos, su carácter se había resentido por la humillación sufrida y por algo más. Se les había acusado de traidores y el calificativo de “provincia traidora” refiriéndose a Guipúzcoa había encabezado los documentos oficiales de la monarquía, y de la prensa nacional, durante algún tiempo. Nunca decía nada al respecto, pero en una ocasión él le había escuchado asegurar que, puestos a elegir, prefería ser francés que español y tal vez había sido ésa la razón que lo había impulsado a enviar a su único hijo varón a estudiar a Burdeos.

—Puede que tenga razón, querido joven —prosiguió don Cornelio—, al decir que eso del escarmiento sea un infundio, pero yo, por si acaso, he sacado a mi familia de allí. Esperaremos a ver qué ocurre antes de regresar a nuestro querido hogar.

Al hombre se le humedecieron los ojos y de nuevo se perdió en un mar de lamentaciones, pero él tenía la cabeza en otro lado. Dos días más tarde emprendió el viaje de vuelta a San Sebastián.

Se había soltado el pañuelo del cuello y desprendido de la levita, de las medias y los zapatos y había metido los pies en el agua cuando oyó un silbido. El carretón de viajeros había logrado, por fin, atravesar el puente. Corrió hacia él bajo la mirada sonriente del conductor y la desaprobadora de los otros cuatro viajeros, dos mujeres y dos hombres, con quienes no había intercambiado una sola palabra desde que habían subido al vehículo en Irún. Al penetrar el carretón, no sin dificultades, por la Puerta de Tierra, Joaquín tenía de nuevo su aspecto de caballero impecable con aires de gran señor.

Sus papeles en regla y el dominio del idioma de Voltaire le franquearon la entrada sin dificultad, pero no logró quitarse de encima la desagradable sensación de hallarse prisionero en su propio hogar. Dicha impresión se reprodujo al constatar que la Plaza Vieja se hallaba atestada de soldados bonapartistas, así como las calles adyacentes, la del Pozo y la del Cuartel. No obstante, y a pesar del deseo de apearse, esperó pacientemente a que el vehículo se pusiera de nuevo en marcha. Mientras, observó asombrado los cambios que veía. La Plaza Vieja estaba atestada de gente que intentaba salir de la ciudad y era minuciosamente registrada por los soldados franceses. No había amabilidad en sus ademanes, empujaban sin miramientos a niños y mayores, los insultaban y se reían de ellos. Pudo ver cómo uno de ellos manoseaba a una joven con la disculpa de registrarla. Pero lo que más le llamó la atención fue la pasividad de las personas que aguantaban los malos modos sin quejarse, apretando los labios y conteniendo la rabia, con tal de salir de allí.

Por fin pudo el conductor dirigir el carretón por la calle Narrica hasta la plaza de San Vicente y descargar los equipajes. No llevaba nada especial de valor: ropas, libros y algunos obsequios adquiridos para su madre y su hermana, pero estaba seguro de que sus cosas desaparecerían si las dejaba en el suelo sin vigilancia, así que llamó a un par de mozos y les señaló el baúl y la bolsa de viaje que esperaban en el suelo. ¿Y si sus padres y su hermana también habían abandonado la ciudad? Se encaminó con paso rápido hacia la casa, situada en el último edificio de la calle de San Juan, esquina con la de San Vicente, seguido a duras penas por los dos mozos que cargaban con el equipaje.

El edificio de tres pisos era propiedad de su padre, pero su familia sólo ocupaba los dos primeros, habiendo alquilado el otro a unos parientes lejanos, tan lejanos que él apenas los conocía de vista. Entró rápidamente en el portal, ascendió los escalones y llamó a la puerta. La espera se le hizo eterna hasta que asomó el rostro siempre ceñudo de Bernarda, la criada que cuidaba de su madre desde antes de casarse.

—Pero… ¡señorito Joaquín! —exclamó sorprendida.

—Hola, Bernarda, ¿dónde están mis padres?

—En el comedor… pero… ¿cómo…?

—Ahí detrás llega el equipaje. Paga a los mozos, por favor.

La mujer dijo algo más, pero él no la escuchó; corrió por el pasillo hasta llegar al comedor, se detuvo antes de abrir la puerta, aspiró profundamente y entró.

Aquella noche, tumbado en la cama, que ahora le parecía más pequeña que cuando la dejó, Joaquín no podía dormir. La emoción del reencuentro, los abrazos, los besos, las preguntas, las risas, el reparto de los regalos dejaron paso a una conversación con su padre que duró gran parte de la noche. Don José Larburu no tenía intención alguna de abandonar San Sebastián. Ni los franceses, ni los españoles y sus aliados ingleses y portugueses conseguirían que abandonara su casa, afirmó.

—¿Y la madre? —preguntó él—. ¿Y Eulale?

—Si yo no me voy, no veo por qué tendrían que irse ellas.

—Porque corren peligro.

—¿Y adónde van a ir? Lo que tenemos está aquí.

—A Urnieta, a casa de los tíos —insistió él.

—Hace años que no tenemos tratos con ellos. ¡Faltaría más que se presentaran allí con aspecto de mendigas en busca de techo!

—¿Prefiere usted verlas muertas?

Durante un instante ambos se habían medido con la mirada y, finalmente, él había desviado la suya.

—Nadie va a morir aquí —había afirmado su padre, rotundo, y luego había intentado darle su visión de los acontecimientos.

En Vitoria, tres días atrás, había tenido lugar una batalla que pasaría a los anales por la ferocidad de los contendientes y el enorme número de bajas habidas por ambos lados. No obstante, la población no había sufrido daños dignos de reseñar y en San Sebastián ocurriría otro tanto. Las guerras eran asunto de militares, no de civiles. Los franceses tenían la batalla perdida de antemano y se verían obligados a capitular, serían hechos prisioneros y los aliados ocuparían su lugar. Así de sencillo, tal y como él lo veía. Durante algunos días, los donostiarras tendrían que permanecer a resguardo dentro de sus hogares, pero la vida ciudadana se reanudaría en cuanto las cosas estuvieran claras. Esta vez nadie podría acusarlos de traición. Los franceses habían invadido el país porque sus gobernantes, “esos reyes títeres y sus ministros sin escrúpulos” —recalcó— se lo habían permitido. Napoleón únicamente había tomado lo que éstos le habían presentado en bandeja de oro.

—En Burdeos me encontré con un amigo de usted, don Cornelio… —aprovechó él para hablar en una pausa que hizo su progenitor para beber un buen sorbo de coñac.

—¿Cornelio Goñi? No sabía que se había marchado. ¿Cómo está?

—Me dijo que corre el rumor de que un tal general Castaños ha cursado orden de dar un escarmiento a la ciudad.

—¡Memeces! —su padre levantó de la silla y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa del comedor con las manos en la espalda, señal de que algo lo exasperaba—. Es Wellington quien manda las tropas y quien tiene el apoyo total del gobierno español. No me gustan los ingleses, lo sabes, los encuentro prepotentes y orgullosos, pero he de reconocer que son bastante más comedidos que los franceses.

—Como en Badajoz…

—Aquello fue una desgracia. Tengo entendido que Wellington en persona tuvo dificultades para poner orden entre sus hombres y aseguró que no volverían a repetirse acciones semejantes.

—Pero que pueden volver a repetirse aquí de ser ciertos los rumores sobre escarmentar a la ciudad por su falta de… de fervor patriótico.

Tuvo que escuchar de nuevo los razonamientos de su padre sobre las nulas posibilidades de que la población sufriera los horrores de la guerra porque, de hecho, afirmó, la guerra había finalizado en Vitoria. Estaba cansado del viaje y de una discusión que no llevaba a ninguna parte. Quizás su padre tenía razón y no había nada que temer; cerró los ojos e intentó dormir acunado por el sonido de las olas que iban a romper contra la muralla de la Zurriola.

Siendo un muchacho, pasaba las horas muertas encaramado al muro y contemplando el vaivén del agua. Soñaba con llegar a ser un capitán de navío, un aventurero o un pescador de alta mar de los que hablaban los viejos marinos que se reunían todas las tardes en la taberna del puerto. Algunos días, si no llovía o hacía frío, se sentaban a una mesa que sacaban del local. Sus miradas añorantes, sus palabras melancólicas, mostraban cuánto sentían no poder arriar las velas y adentrarse en las aguas del Cantábrico. Sentado en el suelo, él los escuchaba contar historias de terribles tormentas, de cetáceos gigantescos, de peligros sin fin, magnificadas con el tiempo, que llenaban su imaginación fantasiosa; pero el tiempo de soñar despierto se le había quedado pequeño, al igual que la cama en la que reposaba y en la que, por fin, se quedó dormido.

LA MAÑANA SIGUIENTE A SU LLEGADA, Joaquín se levantó descansado, con nuevos bríos para enfrentarse al padre y lograr que al menos las mujeres de la casa pudieran abandonar San Sebastián antes de la llegada de las tropas aliadas, pero don José había madrugado y no se hallaba en la casa. Tampoco estaban su madre y su hermana, que habían acudido a misa en la iglesia de San Vicente, según le informó Bernarda. Rechazó el desayuno que le ofrecía la sirvienta y decidió dar una vuelta y calibrar el estado de ánimo de los vecinos.

Se veía poca gente por la calle. Sin embargo, nada parecía distinto a como él recordaba. Al salir por el portal, se cruzó con dos mozas que portaban sendos jarros llenos de agua de una de las fuentes de la ciudad, la de la platilla del convento de San Telmo, a dos pasos de su casa. Iban descalzas y con las faldas recogidas en la cintura; le sonrieron con descaro y, después, se echaron a reír. Él sonrió también. Le gustaba el campechano desparpajo de las mujeres vascas, aquella capacidad que tenían de tratar a los hombres sin complejos. Las bordelesas eran más introvertidas y costaba entablar conversación con ellas. Caminó despacio por la calle de Juan de Bilbao, observó que algunos comercios estaban abiertos, aunque eran más los que tenían las batientes de madera cerradas con candado. Finalmente, llegó a la Plaza Nueva tras dar un rodeo por la calle de San Jerónimo.

Justo era reconocer, pensó, que aquella plaza tenía estilo y, probablemente, poco que envidiar a las de otras ciudades más importantes. La Casa Consistorial presidía el conjunto desde una fachada en la que apenas quedaba un espacio sin adornos, muy al uso en un estilo que comenzaba a decaer, pero que era el orgullo de la ciudad. No era un experto en construcciones; en el fondo, ni siquiera le interesaban especialmente, pero reconocía el esfuerzo realizado por la Municipalidad para dotar a San Sebastián de un edificio impresionante, muy acorde con las ambiciones de sus ciudadanos. Echó una mirada a su alrededor y sonrió al constatar que no habían desaparecido los números pintados bajo los balcones, que se convertían en palcos de espectadores los días de corridas de toros. Con suerte, para el mes de agosto habría finalizado el conflicto que enfrentaba a los gobiernos de España y Francia y podría celebrarse la lidia durante la fiesta en honor a San Roque.

El sol del mediodía pegaba fuerte y el ambiente era muy húmedo. Sintió sed y entró en un salón público, situado justo al lado del arco que daba a la calle de Iñigo alto, con la intención de tomar un refresco, pero un fuerte olor a café recién hecho le hizo cambiar de opinión. Sentado a una mesa, al lado de un gran ventanal, observaba pasar a la gente cuando dos hombres se detuvieron al otro lado del cristal y un rostro conocido le llamó la atención. Aquel joven robusto, de cabello rubio e hirsuto, con unos anteojos de concha sobre la nariz, que hablaba acalorado, acompañando sus palabras con amplios movimientos de manos y brazos no podía ser otro que un amigo de la infancia. Sonrió divertido. Habría podido reconocerlo en cualquier lugar a pesar de los años transcurridos sin haberse visto. Juan Galerdi, Juanito, apodado Buruandi debido a su manía de llamar “cabezón” a cualquiera que le llevase la contraria, no había cambiado un ápice y, como siempre, la ropa parecía venirle estrecha. Estaba a punto de levantarse e ir a su encuentro, pero su amigo lo descubrió a través del ventanal. Él lo saludó con la mano y los ojos miopes parpadearon un par de veces intentando recordar antes de mostrar su sorpresa, dejar plantado a su acompañante y entrar en el salón con los brazos extendidos.

—¡Dios Santo, Joaquín! ¡No puedes ser tú! —exclamó atrapándolo como si quisiera apachurrarlo.

—Lo soy, lo soy…

—¿Cuándo has llegado? ¿Por qué no me has avisado? ¿Qué diablos haces aquí, ahora que todos se marchan? ¿Por qué no me has escrito ni una sola maldita vez en estos años?

Sin dejarle responder a cada pregunta formulada, Galerdi lo zarandeaba por los hombros y se reía con una risa de niño que resultaba totalmente inadecuada para su corpachón. Al cabo de las efusiones, se sentaron y el recién llegado pidió también un café.

—Y ahora, empieza por el principio —le ordenó mientras bebía el café a sorbitos con una cucharilla.

Habló durante largo rato de su vida en Burdeos, de los estudios de economía y comercio, de la libertad que sentía en la gran ciudad portuaria sin nadie que fiscalizara su comportamiento y —confesó— sólo había sentido deseos de regresar, preocupado por los suyos, al saber que algo grave podría ocurrir en San Sebastián.

Galerdi lo escuchó sin decir palabra y todavía permaneció unos minutos en silencio después de que hubo acabado de hablar.

—Esperemos que no sea así —dijo, por fin.

—Mi padre asegura que no va a ocurrir nada…

—También el mío, pero yo no estoy tan convencido.

—¿En qué te basas? Según dicen, la población no ha sido molestada en Vitoria.

—Precisamente por esa razón. —Galerdi pidió al mozo del salón otro café y esperó a ser servido para continuar—. En Vitoria la batalla ha tenido lugar en campo abierto, pero aquí los aliados tendrán que atravesar la ciudad para alcanzar el castillo. Entre ellos y los franceses estaremos nosotros.

—A los franceses no les quedará más remedio que rendir la plaza.

—Si pensaran hacerlo, habrían marchado hacia la frontera y no habrían recibido refuerzos. José Bonaparte ha establecido su cuartel general en San Juan de Luz y todavía no ha dado la guerra por vencida. Espera que San Sebastián resista para, mientras tanto, reunir a su ejército disperso, recibir ayuda de su hermano y coger a los aliados entre dos frentes.

—No te sabía experto en tácticas militares —bromeó para quitarse de encima la molesta sensación de peligro provocada por las palabras de su amigo.

—Y no lo soy, pero en mi puesto se oye más de lo que uno quisiera saber…

—¿No serás regidor o algo por el estilo?

—No. Soy el segundo secretario del Consulado.

Joaquín no pudo disimular su sorpresa. El Consulado y Casa de Contratación era una institución de gran prestigio con más de cien años de existencia que se ocupaba de los intereses de los marinos y comerciantes donostiarras, no sin algún que otro enfrentamiento con la provincia que veía menguados sus derechos en favor de la ciudad. El puesto de segundo secretario era ciertamente importante para un hombre joven y le abría posibles destinos más ambiciosos. Que él recordara, Buruandi no se había distinguido por ser buen estudiante en los años compartidos en el aula de la Escuela de Gramática y Ciencias; más bien lo contrario. Su única afición era el juego de pelota. A menudo hacía novillos para ir al frontón, de donde regresaba sudoroso y con la camisa desabrochada con excusas tan variadas e inverosímiles que don Estanislao, el tutor, aceptaba aparentando severidad, pues él también era una gran aficionado a la pelota.

—Me reformé.

—¿Perdona?

—He dicho que me reformé —repitió su amigo—. Sé que estás pensando cómo he llegado a trabajar en el Consulado con lo vago que era para los estudios. Pues eso, cambié y después de marcharte tú a Burdeos, fui a la Universidad de Oñate, conseguí graduarme en Leyes con buena nota y aquí estoy.

—¿Te has casado?

—No. Sólo tengo veintiséis años y no pienso encadenarme de por vida a una edad tan temprana, a pesar de que mi madre está desesperada y cree que voy a acabar como el tío Paco, chico viejo y con una criada que también hace las veces de manceba, aunque no creo que ninguno de los dos estén ya para sobresaltos.

Sus risas resonaron en el local y los pocos clientes que se encontraban en él les lanzaron unas miradas reprobadoras. En aquellos momentos, la risa sonaba a provocación y falta de respeto ante la peliaguda situación que se presentaba.

—Volviendo a nuestra conversación, —prosiguió Galerdi— ¿qué piensas hacer? ¿Te quedas o te marchas?

—¿Y tú?

—Me quedo. Tengo que quedarme. El alcalde, los regidores, los cónsules, los síndicos, los párrocos… han decidido quedarse y no voy a ser yo quien salga corriendo, aunque, te lo aseguro, de buena gana me largaría a la casa que la familia tiene en Azpeitia. Mis padres, hermanos, cuñados y sobrinos ya están allí.

—Así que tú también piensas que puede haber problemas…

—Está el asunto del botín.

—¿Qué botín?

—¿Cuál va a ser? El de guerra. Es preciso que alguien permanezca en la ciudad para evitar el expolio. —Galerdi se quitó los anteojos y limpió los cristales con un pañuelo de batista bordado que sacó del bolsillo antes de colocárselos de nuevo—. Eso mismo estaba discutiendo hace un rato con Arizmendi, el secretario del Ayuntamiento. El hombre asegura que los españoles impedirán que ingleses y portugueses se desmadren.

—Y tú no lo crees.

—Los soldados aliados no han obtenido botín en Vitoria y estoy convencido de que intentarán conseguirlo aquí. Saben que nuestra ciudad es un lugar próspero, que el comercio funciona aunque no tanto como antaño, que hay buenas casas y mucho dinero. Sus mandos les permitirán apropiarse de lo que puedan porque, de haberla, ésta será la última gran batalla en tierras peninsulares para expulsar definitivamente a los franceses. Y es preciso tener contenta a la tropa.

Permanecieron un rato en silencio. Después, sin haberse puesto de acuerdo previamente, se levantaron, abandonaron el local y echaron a andar, uno junto al otro, por la calle Iñigo alto hasta llegar a la esquina con la calle Mayor.

—Pero… —Galerdi dudó antes de continuar hablando— hay algunos que no vamos a esperar sentados a que vengan a robarnos, ya sean amigos o enemigos.

Joaquín se detuvo y sujetó a su amigo por el brazo.

—¿Y eso qué significa?

—Que tenemos algunas armas a buen recaudo, a pesar de la orden del general Rey, y si hay que usarlas, las usaremos. Esta noche nos reuniremos en mi casa. Si quieres venir, estás invitado.

—Me parece una locura: cuatro locos contra un ejército y, quizás, contra dos.

—¿Tienes tú alguna otra idea? Ahora te dejó. He de pasar por el Consulado para liquidar unos asuntos pendientes.

Lo vio marchar, detenerse a hablar con un hombre, saludar con una gran reverencia al paso de una señora de edad y desaparecer poco después por la izquierda tras ascender las escalinatas del atrio de Santa María. Las dos tazas de café negro le habían dejado mal sabor de boca y sentía una punzada de hambre. Echó una ojeada a través de la puerta de “La Casa del Chocolate” y se animó a entrar al comprobar que el local estaba bastante animado; tendría la oportunidad de recabar más opiniones puesto que, hasta el momento, contaba con la de su padre y la de su amigo y ambos, aunque por distintas razones, estaban decididos a quedarse. Además, tenía muy buenos recuerdos de aquel lugar. Antes de su marcha, solía reunirse allí con sus amigos para discutir de política con los viejos liberales y también con los monárquicos, además de galantear a las muchachas casaderas que, en medio de un frufrú de gasas y sedas, alborotaban con sus voces y risas.

Encontró una mesa vacía, en un rincón, y desde allí observó a los demás clientes, esperando recuperar algunos de sus viejos recuerdos, y suspiró. No reconocía a nadie, excepto a un par de viejos sentados a una mesa próxima, y a la dueña del local, que iba de las mesas al obrador, atenta a todo. No había cambiado; podía decirse que para ella el tiempo se había detenido. Vestida con la falda negra, el corpiño de mangas largas y un delantal blanco inmaculado, parecía salida de un cuadro antiguo. Con el cabello recogido en un moño y la frente despejada, a pesar de que la moda del momento imponía los caracolillos rodeando el rostro, mostraba un aspecto severo de gobernanta poco dada a las chanzas. Sin embargo, algo no encajaba. Puede que fueran sus brillantes ojos oscuros, los labios, la piel limpia de afeites o las caderas que se adivinaban bajo la pesada tela que las cubrían.

—¿Qué desea?

No podía dejar de mirarla. En Burdeos había conocido a muchas mujeres, la mayoría de ellas mayores que él; no le atraían las jovencitas insulsas que buscaban agradar con la mente puesta en un posible enlace matrimonial. Las mujeres maduras eran otra cosa. Casadas por imperativo familiar, eran libres para buscar una relación más satisfactoria y generosas en su rendición. ¿Qué edad tendría? Era mayor que él por supuesto, pero ¿cuánto mayor? Apenas aparentaba más de treinta años, si bien no podía ser tan joven. La imaginó desprovista de su disfraz de matrona, con una camisa de dormir transparente y los cabellos cayendo sobre sus hombros, distendida y entregada.

—¿Va a pedir algo o va a limitarse a mirarme?

La visión desapareció y tragó saliva. María, Maritxu, Mari, no se acordaba, lo contemplaba con las manos en jarras.

—Eh… una taza de chocolate, un vaso de agua y un panecillo, por favor.

No tenía ganas de chocolate, pero bebió el agua de un trago y, después, mordisqueó el panecillo sin dejar de seguir a la mujer con la mirada. De vez en cuando, ella también lo observaba con curiosidad. Estaba claro que no lo recordaba en absoluto.

—¿Permite que me siente a su lado, joven? Todas las mesas están ocupadas.

La voz le hizo desviar su atención y fijarse en el anciano que, sombrero en una mano y bastón con empuñadura de plata en la otra, le sonreía con amabilidad. Lo reconoció al momento. Don Francisco Gurutzeaga era toda una institución en la ciudad y, aunque retirado, mantenía su prestigio entre el vecindario y también su título. Se alzó e hizo un gesto con la mano señalando la silla vacía al otro lado de la mesa.

—No faltaba más, señor notario.

—¿Me conoce? —preguntó el anciano tomando asiento y colocándose de nuevo el sombrero—. No creo haberlo visto por aquí…

—Joaquín Larburu, para servirle, hijo de don José, el propietario del almacén de la calle Narrica.

—Y de otros dos en Lorencio y San Juan, y de varias casas en la Plaza Nueva y unas huertas en San Bartolomé —añadió el notario, satisfecho de su buena memoria—. Conozco bien a su padre ¿No era usted el que andaba por Francia?

—Sí, señor. Regresé ayer al conocer la situación.

—Malos tiempos son éstos, Dios es testigo, pero ¿cuándo no lo son? Cumpliré ochenta años dentro de dos semanas y puedo asegurar que han sido pocos los vividos con relativa tranquilidad. Y podría decirse algo parecido de nuestros antepasados. Nuestra vieja Izurun y después Donebastian ha siempre sido objeto de deseo debido a su ubicación estratégica como puerto y fortaleza. Españoles, franceses, ingleses, gascones… se han peleado por poner el pie en ella. Mejor habrían hecho en dejarla en paz, ocupada en la pesca y el comercio que son su única y verdadera vocación desde que obtuvo el Fuero concedido por el rey Sancho el Sabio de Navarra. Ahí está sin ir más lejos la Casa de Contratación, como antes estuvo la Compañía Guipuzcoana de las Indias. Los intercambios comerciales con otros países son los que han hecho próspera a esta ciudad que a lo largo de los siglos ha sido poblada por gentes llegadas de las más diversas procedencias.

Joaquín lo escuchaba con deferencia. El notario Gurutzeaga era también conocido por su erudición y una de las pocas personas, junto al archivero y bibliotecario municipales, que se interesaba por el pasado y ocupaba sus horas rebuscando legajos en el Archivo y en los conventos.

—¡Qué no hubiera dado yo por ojear los documentos que se guardaban en San Telmo! —se lamentó de pronto—. ¿Sabía usted que hace más de ciento treinta años un rayo provocó la explosión de la santabárbara del castillo? El fuego destrozó la magnífica biblioteca del convento que, según dicen, atesoraba cinco mil volúmenes. La mayoría desaparecieron, una verdadera lástima porque las palabras se las lleva el viento, pero la letra escrita permanece y…

No lo sabía y tampoco le importaba demasiado. La historia no era su fuerte y nunca se había interesado por ella. En aquellos momentos, lo único que verdaderamente le preocupaba era el inminente peligro que corrían y no estaba dispuesto a perder el tiempo escuchando a un anciano divagar sobre el pasado.

—¿Cree usted, don Francisco, que atacarán los aliados? —le interrumpió con cierta descortesía.

—¿Los aliados? —El hombre se atusó el bigote y se tomó su tiempo para responder—. No será la primera vez que un ejército intente entrar en la plaza por la fuerza y la bombardee. Ya lo hicieron los franceses en 1512, y luego lo hizo el inglés Berwick hace cien años, y de nuevo los franceses hace diecinueve. En muchas otras ocasiones nos hemos librado gracias a rendiciones y pactos. A los militares no les interesa destruir esta plaza, prefieren ocuparla.

—¿Y qué harán ahora?

—Dependerá de la decisión que tome el general Rey.

—Así pues, nosotros no podemos hacer nada…

—Los civiles raramente pueden hacer algo cuando escupen los cañones, querido joven. No obstante, si yo fuera el general reforzaría la zona de la “brecha”, en la que Berwick hizo un boquete; es la parte más vulnerable de la muralla.

Joaquín aprovechó para ceder su asiento a un conocido del notario que acababa de llegar y se despidió.

—¿Y usted? —preguntó antes de marcharse—. ¿Se queda o se marcha?

El hombre sonrió y de nuevo se atusó el bigote.

—Debería marcharme, pero me quedo —afirmó—. Ésta es mi ciudad.

Al salir, buscó con la mirada a la dueña del local, pero sólo atisbo el vuelo de su falda desapareciendo por la puerta del obrador.

Eran casi las dos de la tarde y se apresuró a regresar a casa. A su padre le molestaba que se fuese impuntual a la hora de la comida, que siempre tenía lugar a la una y media en punto. Sus padres y hermana estaban ya en el segundo plato y don José lo recibió con el ceño fruncido y un comentario sobre si aquéllos eran los modales adquiridos en Francia y que esperaba no volvieran a repetirse. No se atrevió a plantear una vez más la necesidad de salir de la ciudad, al menos hasta que se aclarase la situación y supiesen a qué atenerse, pero lo hizo un rato después, mientras bebía un coñac y fumaba uno de los puros que su padre reservaba para la sobremesa.

—Padre, perdone usted que insista, pero es preciso tomar una decisión.

—¿Sobre qué?

—Sobre abandonar San Sebastián durante unos días.

—Creía que el asunto había quedado suficientemente claro anoche.

—He hablado con varias personas esta mañana y están de acuerdo en opinar que puede haber problemas cuando lleguen las tropas aliadas.

—¿Con quién?

—Juanito Galerdi dice…

—¿Y qué sabe ese señorito que no sepa yo? —el tono de don José había adquirido un tono despectivo.

—Es segundo secretario del Consulado y…

—Por ser hijo de su padre y nada más —lo interrumpió de nuevo.

—Dice que los aliados buscarán aquí el botín que no han conseguido llevarse de Vitoria y que hay armas a buen recaudo que se utilizarán si es necesario.

—¡Memeces!

¡Cómo odiaba aquella expresión utilizada por su padre siempre que no tenía argumentos para rebatirle!

—También he hablado con el notario Gurutzeaga y él también cree que existe una posibilidad de que los aliados entren por la fuerza.

—¿Va a marcharse?

Don José lo miraba directamente a los ojos y él nunca había podido, o sabido, mentirle.

—No.

—¿Lo ves? No hay miedo. Don Francisco posee una casa en Usurbil y se habría trasladado a ella si presintiera el menor peligro. Es un hombre mayor, viudo y sin hijos. ¿Por qué iba a arriesgarse?

—Dice que ésta es su ciudad.

—También es la mía y no quiero volver a tratar sobre este asunto. Y, por cierto, ve pensando en hacer algo productivo, que ya no tienes edad para perder el tiempo. Mañana te quiero ver en el almacén de Narrica para ponerte al tanto de nuestros negocios.

Volvió a salir a la calle a la caída de la tarde con la idea de acudir a la casa de Juanito Galerdi y averiguar lo que se traía entre manos, pero en lugar de ello tomó una vereda que ascendía hacia el monte Urgull; se detuvo a medio camino y se sentó en el suelo, sin preocuparse por la mancha de verdín que dejaría la hierba húmeda en su taleguilla de color beige claro. Continuaba haciendo calor, pero la bruma ocultaba el cielo; el aire olía a tormenta y podía ver con nitidez una mancha que se aproximaba por el lado del mar, pero continuó sentado intentando pensar con la vista puesta en el faro del monte Igueldo, al otro lado de la bahía. El silencio embotaba su espíritu, le hacía sentirse bien, como liberado de una carga. Sus aprensiones eran fruto de su imaginación y nada malo podía ocurrir en un lugar tan apacible. Los ruidos de la guerra nunca llegarían hasta allí. ¿Quién iba a querer destruir un lugar tan hermoso y hacer daño a sus habitantes?

La oscuridad cayó de pronto, sin darle tiempo a reaccionar, al tiempo que soplaba un fuerte viento y le arrebataba el sombrero de la cabeza. Poco después corría cuesta abajo, en medio de truenos y relámpagos, huyendo de la lluvia que en forma de chaparrón caía con fuerza sobre él. Llegó a su casa empapado y desorientado: la suave brisa de un espléndido día de verano se había transformado en un vendaval furioso. Y de nuevo sintió miedo.