Pasaron un día y una noche, el comandante Giovanni Drogo yacía en la cama; de vez en cuando le llegaba el rítmico ruido del aljibe y nada más, aunque en toda la Fortaleza crecía a cada minuto un ansioso fermento. Aislado de todo, Drogo estaba tumbado escuchando su propio cuerpo, por si acaso las perdidas fuerzas empezaban a regresar. El doctor Rovina le había dicho que sería cuestión de pocos días. Pero ¿de cuántos, en realidad? ¿Habría podido, al llegar los enemigos, ponerse por lo menos en pie, vestirse, arrastrarse hasta el tejado del fuerte? De cuando en cuando se levantaba de la cama, cada vez le parecía sentirse un poco mejor, caminaba sin apoyarse hasta el espejo, pero allí la imagen siniestra de su cara, cada vez más terrosa y chupada, apagaba sus nuevas esperanzas. Nublado por el vértigo, regresaba tambaleándose a la cama, maldecía al médico, que no conseguía curarlo.
Ya la franja del sol del pavimento había dado un amplio giro; debían de ser por lo menos las once; voces desacostumbradas se alzaban del patio y Drogo yacía inmóvil, con las miradas en el techo, cuando entró en la habitación el teniente coronel Simeoni, comandante en jefe de la Fortaleza.
—¿Qué tal? —preguntó vivamente—. ¿Un poco mejor? Estás muy pálido, ¿sabes?
—Lo sé —respondió Drogo, frío—. Y los del norte, ¿han avanzado?
—¡Que si han avanzado! —dijo Simeoni—. La artillería ya está en lo alto del escalón, y ahora la están emplazando… Tienes que disculparme por no haber venido… Esto se ha convertido en un infierno. Esta tarde llegan los primeros refuerzos; sólo ahora he encontrado cinco minutos libres…
Drogo dijo, y se asombró de sentir temblar su voz:
—Mañana espero levantarme; te podré ayudar un poco.
—Ah, no, no, ni lo pienses; piensa ahora en curarte, y no creas que te he olvidado. Incluso tengo una buena noticia: hoy vendrá a buscarte una magnífica carroza. Guerra o no, los amigos ante todo… —se atrevió a decir.
—¿Una carroza a buscarme? ¿Por qué a buscarme?
—Claro que sí, para venirte a buscar. ¿No querrás estar siempre aquí en este cuartucho? En la ciudad te curarás mejor; dentro de un mes te habrás recuperado. Y no te preocupes por esto, ya lo peor ha pasado.
Una ira tremenda se arremolinó en el pecho de Drogo. Él, que había tirado las cosas mejores de la vida para esperar a los enemigos, que desde hacía más de treinta años se había alimentado con aquella única fe, ¿y lo echaban precisamente ahora, cuando por fin llegaba la guerra?
—Debías haberme consultado, al menos —respondió con voz temblorosa de ira—. No me muevo, quiero estar aquí, estoy menos enfermo de lo que crees, mañana me levanto…
—No te agites, por favor, no haremos nada; si te agitas estarás aún peor —dijo Simeoni con una desganada sonrisa de comprensión—. Sólo que me parecía mucho mejor, hasta Rovina lo dice…
—¿Qué dice Rovina? ¿Es él quien te dijo que hicieras venir la carroza?
—No, no. De la carroza no se habló con Rovina. Pero él dice que te convendría cambiar de aires.
Drogo pensó entonces en hablarle a Simeoni como a un amigo, en abrirle su alma, como habría hecho con Ortiz; después de todo, también Simeoni era un hombre.
—Oye, Simeoni —probó, cambiando de tono—. Sabes que aquí, en la Fortaleza…, todos nos hemos quedado con la esperanza… Es difícil de decir, pero también tú lo sabes perfectamente —no conseguía explicarse: ¿cómo hacer comprender ciertas cosas a semejante hombre?—. Si no fuera por esta posibilidad…
—No comprendo —dijo Simeoni con evidente fastidio—. (¿Drogo se ponía ahora patético? —pensó—. ¿Tanto lo había ablandado la enfermedad?)
—Pues lo tienes que comprender —insistió Giovanni—. Hace más de treinta años que estoy aquí, esperando… He dejado escapar muchas ocasiones. Treinta años son algo, y todo por esperar a los enemigos. No puedes pretender ahora… No puedes pretender ahora que me marche, no puedes pretenderlo, tengo cierto derecho a quedarme, me parece…
—Está bien —replicó Simeoni, irritado—. Creía hacerte un favor y me respondes de este modo. No valía la pena. He mandado dos mensajeros aposta, he retrasado aposta la marcha de una batería para dejar paso a la carroza.
—Si a ti no te digo nada —dijo Drogo—. Incluso te estoy agradecido; lo has hecho por mi bien, lo comprendo —¡oh, qué pena tener que congraciarse con aquella basura!—, y por otra parte, la carroza puede quedarse aquí, ahora ni siquiera estoy en condiciones de hacer semejante viaje —agregó incautamente.
—Hace poco decías que mañana te levantabas, ahora dices que ni siquiera puedes subir a la carroza… Perdóname, pero ni sabes lo que quieres…
Drogo trató de arreglarlo:
—Oh, no, es muy distinto, una cosa es hacer semejante viaje y otra ir hasta el camino de ronda; hasta puedo llevarme una banqueta y sentarme si me siento débil —había pensado en decir una «silla», pero la cosa podía parecer ridícula—; desde allí puedo vigilar el servicio, puedo ver, por lo menos.
—¡Quédate, quédate entonces! —dijo Simeoni, como para concluir—. Pero no sé dónde meteré a dormir a los oficiales que llegan, no puedo ponerlos en los corredores, ¡no puedo ponerlos en el sótano! En esta habitación podían caber tres camas…
Drogo lo miró, helado. ¿A tanto llegaba Simeoni? ¿Quería deshacerse de él, de Drogo, para tener una habitación libre? ¿Únicamente por eso? Nada de atenciones y amistad. Tenía que haberlo comprendido desde el principio, pensó Drogo, tenía que esperárselo de semejante canalla.
Como Drogo callaba, Simeoni, animado, insistió:
—Aquí caben perfectamente tres camas. Dos a lo largo de esa pared y la tercera en esa esquina. ¿Ves? Drogo, si me haces caso —especificó sin la mínima consideración de humanidad—, si me haces caso, en el fondo me facilitas la tarea, mientras que si te quedas, perdona que te lo diga, no veo que puedas hacer nada útil, en las condiciones en que estás.
—Está bien —lo interrumpió Giovanni—. Entendido; ahora basta, por favor, me duele la cabeza.
—Perdona que insista —dijo el otro—, pero quisiera arreglar en seguida este asunto. Ahora la carroza ya está en viaje, Rovina es favorable a la partida, aquí quedará una habitación libre, tú te curarás más pronto y en el fondo yo también, al tenerte aquí, enfermo, me cargo con una buena responsabilidad, si ocurre una desgracia. Me obligas a asumir una buena responsabilidad, te lo digo sinceramente.
—Oye —respondió Drogo, aunque comprendía que era absurdo resistir; mientras tanto miraba la franja de sol que estaba subiendo a lo largo de la pared de madera, alargándose de través—. Perdona que te diga que no, pero prefiero quedarme. No tendrás ninguna reprensión, te lo aseguro; si quieres te firmo una declaración por escrito. Vete, Simeoni, déjame tranquilo, quizá me queda poco tiempo de vida, deja que me quede aquí; hace más de treinta años que duermo en esta habitación…
El otro calló un momento, miró con desprecio a su colega enfermo, lanzó una aviesa sonrisa y después preguntó con voz alterada:
—¿Y si te lo pidiera como superior? Si fuera una orden, ¿qué podrías decir? —y aquí hizo una pausa, saboreando la impresión producida—. Esta vez, mi querido Drogo, no demuestras tu acostumbrado espíritu militar, siento tener que decírtelo; a fin de cuentas te vas a un lugar seguro, quién sabe cuántos se cambiarían contigo. Admito incluso que te desagrade, pero no se puede tenerlo todo en esta vida, hay que resignarse… Ahora te mando a tu asistente, para que te prepare las cosas; a las dos la carroza tendrá que estar aquí. Nos veremos después, entonces…
Eso dijo, y se marchó a toda prisa, deliberadamente, para no darle a Drogo tiempo para nuevas objeciones.
Cerró la puerta con gran precipitación, se alejó por el corredor con pasos rápidos, de persona satisfecha de sí misma, que domina perfectamente la situación.
Perduró un pesado silencio. ¡Ploc!, hizo detrás del muro el agua del aljibe. Después sólo se oyó en el cuarto el jadeo de Drogo, bastante parecido a un sollozo. Fuera el día estaba en su mayor esplendor; hasta las piedras comenzaban a entibiarse; remoto e igual se oía el sonido del agua en las escarpadas paredes; los enemigos se agolpaban bajo el último escalón ante la Fortaleza; por la carretera de la llanura seguían descendiendo tropas y bagajes. En las escarpas de la Fortaleza todo está dispuesto, las municiones en regla, los soldados preparados, las armas comprobadas. Todas las miradas están en el norte, aunque aún no se ve nada por culpa de las montañas fronteras (sólo desde el Reducto Nuevo se puede observar bien todo). Igual que en los días lejanos en que llegaron los extranjeros para delimitar las fronteras, igual que entonces hay una suspensión en los ánimos, entre alternos soplos de miedo y de gozo. Pero nadie tiene tiempo de acordarse de Drogo, el cual está vistiéndose ayudado por Luca, y se prepara a partir.